
Capítulo 18: Parte tres -La guardiana-
El aroma era un manjar que deleitaba cada uno de sus sentidos; tan agradable, que deseó quedarse en aquel paraíso por la eternidad. Y es que ¿Para qué vivir lejos de lo que amaba? Si algo le habían enseñado, era que estar en el lugar que te hacía feliz valía muchísimo más que un momento efímero, de esos que se lleva el viento.
Aquel sitio era eterno. Y ella quería una eternidad junto a ellos.
Era como desear ser una mariposa, una hermosa mariposa de alas azules, que volara y se posase sobre flores y árboles, envidiando cada pétalo y cada aroma, que por fortuna podía sentir tan débil como una caricia grácil.
Sintió la grama en sus pies, mientras movía sus dedos para sentir más de cerca aquella sensación tan agradable. Una pequeña risa afloró de sus labios al sentir el viento pegar en su rostro, alborotando su iracundo cabello, haciendo volar miles de pétalos de distintas flores en el aire, que giraban a su alrededor como si quisieran cada una de ellas darle un beso de despedida; darle una tenue acaricia que ni sus tristezas más profundas podrían hacerlas olvidar. Respiró el aroma de miles de vidas, de miles de colores flotantes. Se sintió en paz, sintió que sus pulmones saltaban de alegría mientras su corazón hacía alusión a una pequeña sonrisa.
Entonces se dejó caer, tan rápido y tan lento; alborotando nuevamente el viento bajo su cuerpo mientras caía, provocó un movimiento aleatorio de los pétalos de las flores que se posaban sobre ella, como pequeños niños rodeando a su hermana. Sonrió de nuevo y se quedó allí. Una inocente mariposa disfrutando del lugar que le correspondía. Entonces, el mismo pensamiento afloró en su mente. Deseó vivir allí, por la eternidad.
Cerró sus ojos y dejó que el resto de sus sentidos se activaran. Escuchó el viento, tan suave, tan grácil que parecía una ilusión escucharlo. El tenue eco de los cantos de los pájaros llegó a sus oídos, reconoció al ruiseñor y el mirlo que concurrían esos árboles. Eran melodiosos y organizados. Respiró distintos aromas, distintas flores... distintas amigas. Era mágico «Todo esto es gracias a los Dioses, ellos dan vida. Son generosos» pensó alegre. Ella idolatraba muchos Dioses, al igual que su familia había hecho por generación, pero en el centro del pueblo se hablaba de un solo Dios, un único Dios del cual ella desconocía.
«Yo creo en la vida y en la muerte. En el cielo; en el trueno; en el sol y en su esposa la luna; en el amor... sobre todo, creo en la naturaleza» Le gustaba imaginarse que esa Diosa, o Dios, eran seres hermosos, con un cabello largo y refinado, ojos del color de las esmeraldas «como los míos», y el cabello lleno de hojas y muchos tipos de flores.
Sin embargo, también creía en los rumores que corrían por el displicente pueblo. Lleno de rencor hacia algo o alguien ligado a ella, tanto que la trataban con el mejor desprecio que tenían. Siempre se había preguntado el porqué, pero nunca hizo la pregunta a voz alta. Su madre le dijo una vez: «Las personas juzgan sin conocer, así que no importa lo que digas, hasta que no te conozcan bien no te tratarán diferente» Y así fue. Nunca hizo muchos amigos. Por suerte, unas cuantas personas la trataban con el mismo cariño que ella daba. Uno de ellos, y quizá el más especial, era Dairev.
Se sonrojó al pensar en él. Evadió los pensamientos extraños de su mente, y se concentró en disfrutar el momento que estaba pasando. Justo cuando comenzaba a caer en un profundo sueño, una voz le sacó de sus cavilaciones.
—¡Lau! Mamá te llama —gritó a lo lejos una voz muy hermosa. Era Margaret, su hermanita menor, que recientemente había cumplido su octavo año de nacimiento.
Ella se levantó con lentitud. No quería irse, pero como usualmente lo hacía, tenía que ir al pueblo. Su familia vivía en términos relativos lejos de él, lo que para ella resultaba ser un alivio. Aunque no siempre, ya que tenía que montar a caballo constantemente para llegar cuando le tocaba hacer unas compras. Eran un par de leguas que tenía que recorrer a caballo, entre un sendero que su padre recientemente había limpiado.
Se sacudió el vestido simple de lana que llevaba puesto. Era de color tierra, sin ningún adorno ostentoso que resaltara en él. Aunque a donde fuera, inevitablemente llamaba la atención, pues sus ojos eran tan vivos como una hoja, y por cabello, tenía una enorme melena de bucles del color del fuego, que bajo el sol parecían llamas que el viento avivaba con fervor. En sus mejillas blanquecinas, pequeñas pecas atrevidas hacían gala, resaltando su rostro sobre cualquier cosa. Quizás no era la joven más hermosa del pueblo, pero sí una de las más llamativas.
—¡Lau, es para hoy! —gritó de nuevo su hermana. Ella terminó de arreglarse, colocándose por último unas zapatillas y corrió en su dirección, hasta que a lo lejos, visualizó una pequeña casa, simple y bien decorada; construida con madera que había sido bendecida por su tatarabuelo antes de su muerte y que según su madre, había prevalecido tanto gracias a eso.
No era grande; sí lo suficiente para que su madre, su padre y su pequeña hermana vivieran en él. Cómoda entre lo razonable. Ya estaba acostumbrada a su rutina, además, era la mayor, con dieciséis años de nacimiento, debía actuar como una adulta para ser el ejemplo a seguir de su hermana.
Pasó el umbral de una desgastada puerta de madera, estaba abierta. Adentro, los rayos del sol se filtraban por una simple ventana, alumbrando todo lo que contenía la pequeña casa. Unos muebles desgastados, una mesa sencilla de madera pulida y pintada; al frente de esta, su madre contaba unas cuantas monedas de plata, hasta que alzó su mirada hacia ella. Era una señora amable, con una mirada apacible. Su cabello era liso y de un color cobrizo, desgastado, de los cuales pequeñas hebras blancas resaltaban «Solo ha pasado por su trigésimo octavo año de nacimiento, y aparenta más» pensó cuando la observó con detenimiento.
—Se nos acabó la ahuyama —Sus ojos cafés miraron con detenimiento a Lau, inspeccionándola—. También la papa y la carne de cordero. A tu padre le pagaron ayer seis monedas de plata y tres de cobre, úsalas para comprar lo que te dije —Ella asintió, tomó la bolsita con monedas y se dio media vuelta—. Espera —Se detuvo y miró a su madre de soslayo. Sintió como sacudía su vestido y acomodaba el doble. Arauit rodeó a su hija para tomarle su rostro entre las manos y brindarle un cálido beso en la frente—. Vamos, se te hará tarde. Recuerda, cuídate mucho.
—Sí mamá —Lau sonrió.
—Y no te acerques mucho a la gente del pueblo si te miran con desdén. Evítalos y regresa rápido a casa —Ella solo asintió con una sonrisa, restándole importancia a las quejas de su madre. Se dio media vuelta y salió.
Afuera, los rayos del sol eran cálidos y vibrantes, mientras que el aire pasaba presuntuoso, en contra del calor que manaba aquel día. Margaret la acompañó hasta el pequeño establo que su padre había construido, donde se resguardaban dos caballos de buena raza. El primero era de ella y su hermana, un percherón color caoba, con un fino cabello negro, liso y largo. Al nivel de las rodillas se extendía un pelaje blanquecino que caía sobre los cascos. Se llamaba Tronco de Roble, en honor al árbol y al color de su tronco. No fue una idea muy original, pero para ella fue único. El otro era un caballo normal, de un gris opaco que se llamaba Diluvio. Se cambió el calzado por unas botas de cuero negras y sacó a Tronco de Roble hasta el exterior. El caballo no opuso resistencia, caminó con total tranquilidad.
No se había percatado que su madre le había seguido. Llevaba en el brazo, una canasta llenas de fresas y en la otra una cantimplora que colocó en las alforjas. Ella tomó la bolsita de monedas y la colocó junto a la garrafa. Miró a su madre de reojo, mientras colocaba un pie en el estribo y se subía completamente al animal. Arauit, su madre, le dio una última advertencia.
—Laurel, ve rápido, no te distraigas ni llegues tarde. La gente del pueblo es peligrosa, y no quiero que suceda lo de la ultima vez —La chica asintió inexpresiva. Sabía que era grave lo que le habían hecho ese día, difícil de sobrellevar.
Sin más preámbulos, le dio un tenue golpe a Tronco de Roble con el pie derecho, y empezó a cabalgar. El sendero le guiaba por una extensa colina, que se extendía, descendía y ascendía, para darle paso a muchas otras pequeñas y grandes. Pocas eran escarpadas; cuando andaba por ellas tenía que tener mucho cuidado.
Su madre iba de vez en cuando en su lugar, solo que era una mujer dedicada a su hogar, y entre tantas responsabilidades se le dificultaba ir al pueblo, así que Laurel se ofrecía, hasta que se hizo costumbre. Además, Arauid no era una buena amazona, así que no tenía opción que dejarse ayudar por su hija mayor, aunque le costase unas canas de más. Esa última vez le costó aceptar que Laurel fuera, más la niña le insistió que estaría bien.
Todavía tenía la cicatriz de la piedra que le lanzaron aquella vez. Le abrió una pequeña herida en la frente que resultó ser más profunda de lo que se había imaginado. Le había sangrado por días, hasta que su madre decidió coserla. Recordó que ese día fue a hacer lo mismo, comprar alimentos para mantenerse durante un tiempo, pero una piedra le golpeó la cabeza con fuerza, y todo lo que había comprado, terminó en manos de ladrones y viejos hambrientos que habitaban las calles. De no haber sido porque había salido corriendo de la calle, más piedras la hubieran lastimado. «Primera vez que llegan a esos extremos —La trataban con soberbia y desprecio; jamás habían llegado a agredirla. Algunos le brindaban una que otra sincera sonrisa, las personas que valían la pena en ese pueblo—. Cruzaron la línea»
El pueblo era peligroso, y su alcalde lo era aún más. Era el primero que la veía con un odio inconmensurable, siendo sus motivos estúpidos. Él, muchos años atrás había deseado a su madre, pero ella escogió a su padre y por eso Vandler, el alcalde, repudiaba su unión y el resultado de todo su amor. Ella y su hermana.
Todavía no conocía la historia detrás de su familia que hacía que el resto de las personas la tratasen con odio. ¿Por qué? Si siempre les brindaba sonrisas sinceras y amistosas. ¿Qué había hecho para merecerse ese trato? «Son personas que imitan la actitud de otras personas. Por eso te odian y te juzgan sin conocerte. Solo escuchan e imitan»
Recorrió el mismo sendero como era costumbre. Alejó todos sus pensamientos sobre el pueblo y su vida, para internarse en la belleza del paisaje tan verde que transitaba. Las colinas se alzaban pequeñas, unas más elevadas que otras, pero completamente puras. Tenían un olor peculiar, agradable. Después de unas horas de trote continuo, se detuvo a tomar un poco de agua, hasta reanudar la marcha. Los cascos de Tronco de Roble se escuchaban a cada retumbar de sus patas en la maleza, mientras que el viento refrescaba su rostro y alborotaba su cabello. Soltó una efímera carcajada, dejándose llevar por el momento.
Su recorrido terminó cuando llegó a una llanura y encontró el inicio del pueblo a lo lejos. Pasó por el río que separaba aquellas tierras naturales del pueblo, uno que se extendía más allá de lo recorrido por ella, desapareciendo entre enormes montañas a la lejanía.
Se empezaron a ver pequeñas casas alineadas; puestos de vendedores; edificaciones el doble de grandes que una casa normal, y en el centro resaltaba una estatua. Una construcción hecha en mármol del Dios que ellos tanto alababan. Le decían Rhaken, el único Dios. Era enorme, con una pequeña barba; tenía una mirada bondadosa, con las manos abiertas, como si estuviera esperando el abrazo de un hijo. Su ropaje fue una túnica simple, con sus pies totalmente desnudos sobre el pedestal. Era tan extensa la plataforma, que se subían sacerdotes a dar alabanzas y hablar de ese Dios tan perfecto.
Comenzó a cabalgar dentro del pueblo, hasta que empezó a detenerse por los lugares de compra que concurría. Se bajó de Tronco de Roble, sacó de las alforjas la bolsita con el dinero para dirigirse hacia los puestos de verduras. Con una mano tomó al caballo para mantenerlo cerca. Sintió miradas posadas en ella, incómodas e impías, que le escrutaban de los pies a la cabeza «Escuchan e imitan, escuchan e imitan»
Inhaló y exhaló; luego se irguió tomando valor para afrontar las miradas de desdén. Caminó con seguridad por los puestos, hasta que se detuvo en uno que vendía lo que necesitaba.
—Disculpe señor —El hombre corpulento y velludo que estaba detrás alzó su mirada y le miró con un ceño fruncido «Sonríe» Sonrió con calidez esperado una sonrisa de vuelta que nunca llegó «Era mucho pedir» pensó resignada—. ¿En cuanto tiene una libra de papas?
—Una moneda de plata —respondió con voz gruesa.
—¿Qué? —Estuvo a punto de ahogarse con su propia saliva al escuchar el increíble precio que tenían unas simples papas. Era muchísimo más de lo que le pedían. Usualmente con una moneda de bronce podía comprar dos, con un meñique* (que no tenía) compraba la libra. Pero una moneda de plata era demasiado.
Una chica con un vestido ostentoso y una sombrilla con pliegues blancos y rosados, se detuvo al lado de ella, aparentemente con el objetivo de comprar lo que ella necesitaba. En otra de las manos cargaba un abanico con el que se refrescaba coquetamente el rostro. A su lado venía un niño no muy mayor a Margaret.
—Oiga, dele al mocoso una libra y media de papas —Cuando miró a Laurel, aclaró con supremacía—. No me quiero ensuciar los guantes de seda que recientemente me confeccionaron —Entrecerró sus ojos y dejó soltar un bufido cuando reconoció con quien hablaba—. Muchedumbre —musitó echándose aire con el elegante abanico.
Laurel intentó ignorar su presencia y concentrarse a lo que había ido, pero cuando iba a pedir una rebaja, observó como el vendedor le daba al niño en una bolsa marrón, las papas y aceptaba un meñique por ellas sin refutar. Abrió levemente la boca.
—Disculpe, ¿le acaba de aceptar un meñique? —preguntó cuando la joven y el niño se fueron.
—Sí.
—Creí que valían una moneda de plata —refutó, ocultando su tono de enojo.
—Para ti valen una moneda de plata, mocosa. —Se quedó sin palabras al escuchar la forma tan cortante con la que le había hablado. No conocía al vendedor con el que hablaba, quizá lo había visto unas cuantas veces, pero no existían motivos para que la tratase así «Que se quede con sus papas, probaré suerte en otro lado» Y así hizo.
Poco después entendió que para ella no existía eso llamado suerte.
Recorrió cuatro puestos de verduras y hortalizas, y en todos, el precio para ella era el mismo. Una mísera moneda de plata que no podía darse el lujo de regalar, inclusive, en otros puestos tuvieron el descaro de pedirle más «Mi papá trabajó cuarenta días para ganarse ese dinero. ¿Cómo pueden pedirme tanto?»
Se detuvo con Tronco de Roble al frente de la estatua de Rhaken, agotada de pensar en alternativas. Necesitaba comida y no sabía cómo administrar el dinero que tenía en manos «Y todavía debo dejar para las semillas de mamá» Suspiró con hartazgo cuando decidió que llegaría a su casa con solo una libra de papas y otro de ahuyama, agregando las que compró en carne de cordero. Tendrían que sustentarse con eso unos veinte días, o hasta que regresara al pueblo de nuevo y tuviese que comprar con el dinero que sobrara. «Mamá dijo que los tomates están saliendo. La cosecha va bien»
Se levantó para dirigirse hacia el último puesto al que había preguntado, en donde finalmente compró el alimento. Los vendedores le trataban con descortesía. A Laurel no le importó, solo quería irse de allí cuanto antes. Colocaba la comida en las alforjas, cuando su corazón dio un vuelco; sus ojos se habían visto apagados por dos manos que la tomaron desprevenida. Su primer pensamiento fue: «Otro ataque» Pero después de unos segundos comprendió que ese ataque era delicado, y olía a limón.
—Dairev...
—Lu —Sintió un beso en la mejilla, justo después de que su vista regresara. Cuando observó al joven, atisbó algo inusual sobre su oreja.
—Ya te he dicho que no me gusta que arranques las flores. Ellas...
—Son delicadas y sufren al ser arrancadas —completó volteando los ojos, con una sonrisa divertida—. Ya lo sé, te has encargado de recordármelo cada vez que puedes. Pero no puedo evitarlo, te ves hermosa con una flor en tu cabello. —Dejó de sonreír, para pasar su mano por la mejilla de Laurel, con mucha delicadeza. Lau pensó, que el acto fue tan íntimo y agradable, como el beso de dos amantes.
—Deja —respondió evadiendo su mirada, no quería que él notase el repentino rubor que había subido por sus mejillas—. Ya me tengo que ir.
—¿Ya? —preguntó desilusionado.
—Sí, no ha sido un buen día. Este pueblo cada día se vuelve más inhóspito para mí —Dairev le miró con curiosidad, exigiendo con la mirada una respuesta a la inequívoca pregunta que formulaba su rostro—. Una moneda de plata por una bolsa pequeña de papas.
—¡¿Qué?! —Dairev le miró perplejo, escéptico a lo que le había dicho.
—No miento —aclaró con rapidez—. Nadie me quiso cobrar lo justo. Ni si quiera una moneda de bronce... quizás la hubiera dado con más ganas que perder dos monedas de plata —Ambos empezaron a caminar por el pueblo, pero ella no podía evitar mirar de soslayo a Dairev.
No era el chico más apuesto del pueblo, aunque su corazón era tan enorme como la estatua del Dios al que le rezaban tanto en esa aldea. Sus ojos eran grandes, observadores y atentos, cristales color café que no paraban de mirarla; su piel era casi tan blanca como la de ella (aunque últimamente rojiza por las quemaduras provocadas por el sol) y su cabello eran enjambres negros que caían sobre su rostro en bucles, similares a los suyos, solo que de distinto color. Era fornido y su espalda ancha en comparación a los muchachos de su edad «Es normal —recordó—. Es aprendiz de mi padre, trabajar forjando espadas y fundir el metal no debe de ser fácil»
—Eso es injusto —Se quejó el chico luego de procesarlo—. Tan solo si hubiese llegado antes lo hubiera pagado por ti.
—¿Qué cosas dices, Dairev? —Le reprendió jugueteando con su vestido, con la otra mano llevaba las riendas del caballo—. Es el dinero que te ganas con tanto esfuerzo, no tienes porqué ayudarme —«No quiero que me ayuden por lástima» pudo agregar, mas no creía que ese comentario fuera apropiado.
—Tú lo has dicho, mi dinero, mi decisión lo que haga o no con él —Dairev continuó caminando pero no paraba de brindarle miradas furtivas—. Insisto, este pueblo es asqueroso. No mereces el trato que te dan.
—Ya, no me gusta hablar de ello —Decidieron sentarse en unos bancos de madera, al frente de la estatua del Dios. No era la mejor vista. Por lo menos era un lugar tranquilo. A unos cuantos pasos, habían ancianos que se arrodillaban a rezar, otros entonaban cánticos y predicciones que simplemente pasaba por alto. Sin embargo, justamente al frente, entre los brazos de Rhaken, posaba una cruz más grande que una persona. Estaba en el pedestal, a unos cinco pasos de los pies del Dios. Observó que habían manchas de sangre seca, tanto en la cruz, como en el suelo, que se extendían por unas escaleras que eran usadas con frecuencia—. ¿Alguna novedad? —preguntó refiriéndose a la sangre.
—Ah. Fue ayer. Flagelaron a una bruja que encontraron hace tres días atrás. Hoy la quemarán en una hoguera como sacrificio al Dios. Dicen que la magia es ruin, que no puede ser transmitida y enseñada, así que acabarán con ella esta noche. Los sacerdotes querían que confesara todos sus pecados, pero ni si quiera desnudándola y mostrándola al pueblo como había llegado al mundo funcionó. —Se veía algo incómodo, mientras su mirada se perdía en la cruz manchada de sangre—. Yo acudí, mi padre me obligó. No fue un espectáculo que quisiera que vieras.
Laurel hizo silencio por unos momentos. Por eso estaba en contra de ese Dios, si era real, si era el verdadero ¿Por qué quería el sufrimiento de sus hijos? Quizá era muy joven para entenderlo, y poco sabia. Aun así, le pareció injusto. Muy injusto.
—¿Crees que realmente es una bruja? —preguntó mientras le miraba por el rabillo del ojo. Ella si creía en ellas. En algunas ocasiones, Dairev se mostraba escéptico al respecto, como logró observar en ese momento.
—No lo sé. —Ladeó la cabeza hacia los lados—. Era una mujer que se había asentado en el pueblo hace poco, era curandera y tenía muchas bebidas extrañas cuando inspeccionaron su casa, por eso creen que es bruja. Yo soy nadie para comprobarlo —Lau sonrió de lado. Le encantaba esa parte de Dairev, el que no juzgaba a las personas hasta después de conocerlas. Él era especial.
—Sea como sea, será una víctima más de este Dios —suspiró—. Es la...
—Décima que queman este año —completó Dairev con un sonrisa. Ambos se miraron y rieron. «¡Se me hace tarde!»
—Lo siento, ya debo irme —Se levantó dejando a un Dairev muy desilusionado en la banca. Él se levantó y la ayudó a montarse en Tronco de Roble con la delicadeza que solo él le brindaba. Fue un movimiento ágil que ella no rechazó como otras ocasiones, lo que hizo surgir una sonrisa sincera de Dairev.
—¿Cuándo nos volveremos a ver? —preguntó.
—No lo sé —respondió Laurel—. Tal vez dentro de quince días... o cuando mamá me mande a regresar al pueblo, sabes que a ella no le gusta que esté por aquí.
—Y no la culpo —admitió—. Por eso me gusta estar contigo cada vez que vienes, así te protejo de quienes intentan hacerte daño —«No necesito que me protejan —pensó. Pero la verdad es que no se lo creyó—.Aunque si viene de ti puedo aceptarlo» Se sonrojó ante el pensamiento, así que se echó el cabello hacia adelante para disimularlo.
—Necesito averiguar porque me tratan así —dijo en voz alta. De repente le llegó una idea. Miró a Dairev y le dijo:—. Ayúdame.
—¿Ayudarte? —preguntó—. ¿En qué?
—En averiguar el porqué el pueblo me odia, a mí y a mi familia. El porqué insisten en que mi padre se separe de nosotras. Nunca me había interesado, nunca... me preocupé, pero se ha llegado a un límite —Miró a Dairev con sus pobladas cejas cobrizas, fruncidas—. Necesito saber el misterio que envuelve a toda mi familia, que conoce todo el pueblo. Menos yo.
Se quedaron unos segundos sopesando el silencio que se había internado en ellos, a pesar de escuchar los pájaros a lo lejos cantar, y el de los cánticos entonados por los oradores en la plaza. Para ellos no existía el ruido de los vendedores y compradores en las concurridas calles, ni el de las palomas apretujarse en la plaza en busca de comida. Para Laurel, solo existían los ojos cafés de Dairev, tan normales y especiales. Distintos y profundos, como un pozo lleno de criaturas extrañas, o un mar sin ser explorado.
En su interior creció un fuego, algo que no había sentido jamás. Pudo asociarla con una inquietud, pero no fue así. Era algo más, algo que le encendía cada vez que miraba demasiado a Dairev. Era como el sonrojo que inevitablemente coloraba sus mejillas al pensar en él, o como la sonrisa que afloraba de su boca al verlo sonreír. O las ansias que crecían cuando llegaba al pueblo, que crecía nada más por las ganas de mirarlo de nuevo. Verlo era como observar un cielo estrellado, era especial y único... distinto. Era como oler distintos aromas, te deleitabas al olerlo, al mirarlo... al sentirlo. Aun si su tacto se basaba en simples roces de sus labios en su mejilla, o tenues caricias que le brindaba con la mirada. Eran pequeños detalles que hacían de su vida más feliz de lo que era. Pequeños colores que le daban más sentido a un lienzo en pleno trabajo.
—Lo haré —respondió—. Pero tienes que regresar dentro de unos días. Si me entero pronto querré decírtelo lo más rápido que pueda.
—Está bien —accedió sin dudar—, lo prometo, Dairev Akermet. Regresaré dentro de diez días. Quizá me quede un rato más, me gusta... —«dilo»—... charlar contigo.
Dairev sonrió con calidez. Fue una sonrisa hermosa, sincera, llena de felicidad. En ese momento, quizá anonadada, no se dio cuenta del grito que le había lanzado un anciano que pasaba por su lado, mas no pasó por alto el escupitajo que cayó a los pies de Tronco de Roble, lo que le hizo moverse incómodo. «No le produce buena espina —captó Laurel al centrar su atención en el viejo—. A mí tampoco»
—Maldita mocosa de mierda ¿Qué haces en este pueblo si sabes que no eres bienvenida? —bufó—. ¿Tú y tu familia tienen hambre? ¿Por qué no se mueren o buscan en otro lado? ¿O acaso quieres matarnos a todos? —Laurel no entendió lo último, sin embargo el simple hecho de haberlo dicho de esa forma, le ofendió más de lo que en algún momento esperó.
—Déjela en paz señor Agustin. Ella no lo está molestando —reprochó Dairev.
—No —respondió sarcástico. Las arrugas de su frente se marcaron cuando frunció su ceño—. No solo me molesta a mí, sino a todo el pueblo. Tu presencia mocosa, in-co-mo-da.
—No frecuento este pueblo —Se defendió, con una mirada de aprensión—. Y cuando lo hago es por un lapso muy corto de tiempo. Es usted muy descortés.
—¡A la mierda con la cortesía! —Volvió a escupir al frente del caballo, lo que le hizo relinchar—. Vete pequeña brujita.
No soportó más los insultos, así que le dirigió una última mirada a Dairev, hasta que espoleó a Tronco de Roble lejos de la plaza y de las personas que se habían detenido a mirar. Se alejó de las casas de piedra y madera, del olor a excrementos de animales en la calle; de la comida deliciosa que preparaban allí; se alejó de una de las pocas personas que apreciaba de verdad.
Se concentró en el cabalgar lejos, hasta llegar a su hogar que en aquellos momentos deseaba tanto. Cerró sus ojos por unos segundos para alejar los sentimientos de tristeza que le embargaron por unos momentos, y cuando los volvió a abrir, habían desaparecido sin dejar rastro, como usualmente lo hacían.
«Llegaré a tiempo para el rezo en familia —recordó—. Mi familia, mi hogar»
N/a:
*Meñique: Moneda de menor valor que la de bronce.
Sí, sí, ya lo sé, dirán "¿y a esta que le dio? ¿Se equivocó de historia?" No, no es un error, pronto descubrirán que significan estos capítulos especiales XD Aunque no creo que sea muy difícil de suponer. Solo les advierto que habrán más.
¡Espero qu hayan disfrutado el cap! Dejen sus comentarios, teorías y conspiraciones, nos estamos leyendo :3
Posdata: ¿Ya se dieron cuenta que comenzamos la tercera parte de la historia? Esta será larga.
Posdata 2: Nueva parte=nuevo juego de separadores 7u7
Posdata 3: ¡Hola nuevos lectores! Si han llegado hasta acá, quiero decirles que los amo <3
-Little.
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