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16. Ángel vengador.

Winter se frotó las manos en un intento vano por calentarse. En ese reino del infierno, donde cada día nevaba sin ningún cambio en la temperatura, le era aún menos posible mantener una temperatura corporal aceptable, menos como un cadáver y más como un ser humano común. Se apretujó en su capa bastante raída y polvorienta. No le servía mucho para calentarse, ya que las polillas habían dejado algunos hoyos en la tela por los que se colaba el invernal frío, pero su papá le había tejido esa capa y, como era la otra única cosa que conservaba de su vida pasada, además de una hermosa daga, se negaba a reemplazarla.

Hace dos semanas, Winter había decidido que su vida estaba dividida en dos períodos. Su vida pasada; en la que estaba con su papá, cultivando plantas y viviendo en una tranquila aldea a millas del mercado de pulgas donde se paseaba ahora, y su nueva vida; solitaria, con un vacío que nada podía llenar, sin familia ni hogar, y con el frío penetrándole cada parte de su cuerpo.

Tragó con pesadez y se obligó a apartar aquellos desoladores pensamientos. De nada valía deprimirse. Con la intención de animarse un poco, paseó la vista por el mercado de pulgas. Había un puesto de artesanías (no le interesó), uno de joyas baratas (ni siquiera se detuvo a mirarlo más de una milésima de segundo), ropa de segunda mano (se sintió tentada a comprarse unos guantes, pero al final decidió que no valía la pena, nada lograba calentarla), y, lo que llamó su atención: un pequeño y desvencijado puesto de libros usados.

Se acercó a ese puesto, atendido por una mujer joven y una niña, ambas de llamativo cabello rosa y con las características facciones astutas de las hadas, que con frecuencia le recordaban a Winter a los rasgos de un zorro. En cuanto Winter se acercó a la mesa y tomó un libro con la pasta rota, la mayor de las hadas la vio con recelo y le susurró, en un tono nada discreto, a la otra:

—Vigila que no se quiera robar nada.

Winter rodó los ojos e hizo como que no la escuchó y que la revoloteante presencia de la niña hada, que parecía un insecto volando a su alrededor, no la molestaba. Abrió el libro en una página cualquiera y se encontró con la imagen de una princesa que dormía profundamente con las manos apoyadas en el pecho. Se le hizo absurdo la clase de paz que la ilustración despedía, considerando los acontecimientos que la habían llevado a ese preciso instante.

Winter soltó un suspiro y cerró de golpe el libro, pero no lo dejó sobre la mesa sino que continuó observándolo. No se había dado cuenta de que se había quedado embelesada mucho más tiempo del que pretendía y que la niña hada la miraba con los brazos cruzados y una fina ceja arqueada.

—¿Vas a comprarlo o no? —La urgió y a Winter le pareció que un tono tan arisco como el que la niña había empleado, no coincidía con la edad que aparentaba. «Probablemente sea mucho más vieja de lo que parece», divagó.

Las hadas eran hábiles y vanidosas, Winter lo sabía por experiencia propia. Y a pesar de que la muchacha creía que esas dos cosas no podían llevarse bien por mucho tiempo, las hadas sí que habían sabido aprovechar toda su inteligencia. Por eso entre las hadas era común un ritual que retrasaba el envejecimiento, motivo por el cual la mayoría de estos seres envejecían de forma exageradamente lenta. Winter se quedó pasmada, jugando a adivinar cuantos años tendría esa hada que aparentaba 7. Se fijó en la forma en la que se vestía: con unas medias de red y un vestido demasiado corto (claramente recortado con ese propósito), la mueca de disgusto en su rostro y sus ojos aburridos y rebeldes. Al final le calculó unos 20 años.

—¿Cuántos años tienes? —cuestionó sin poder contenerse.

La niña hada lució en extremo ofendida.

—Eso no es algo que te deba importar, o algo que debas preguntar. ¿Acaso no te enseñaron modales?

Winter se encogió de hombros.

—Me dan igual los modales y también que te sientas ofendida por mi pregunta —afirmó—. Estaba convencida de que no me responderías, pero tenía que intentarlo. De todas formas, estoy casi segura de que rondas los 40. Digo, incluso tienes una pata de gallo que no puedes disimular. —Señaló la comisura de sus ojos y la hada abrió su boca con sorpresa y se palpó ahí donde Winter había señalado.

—Eso no es cierto —dijo, pero Winter pudo percibir una ligera alteración en su voz—. Estoy a punto de cumplir los 28, no es posible que tenga una de esas horribles arrugas.

Winter sonrió victoriosa y no le dijo nada mientras la hada se apresuraba a tomar un espejo de la bolsa de lino que estaba apoyada sobre la banca en que la otra hada estaba sentada. Volvió su atención a el libro que seguía aferrando con fuerza, vio a el príncipe en la portada y la cabeza de lo que en su tiempo había sido una muy bella princesa.

—Llevas como medio año viendo fijamente ese libro que, además, es para niños —se quejó la hada. Ya había dejado el espejo y, por la mirada cargada de odio que le lanzaba a Winter, ya había descifrado que todo había sido un simple plan para conocer su edad—. Seguro que ni siquiera sabes leer y solo quieres ver las ilustraciones.

La otra hada veía la escena claramente sin intenciones de intervenir, cosa que irritó bastante a Winter, quien hizo una mueca. A pesar de ser una de ellas, a Winter jamás le habían terminado de agradar los faes, ya que la mayoría le resultaban irritantes; creyéndose unos sabelotodo y menospreciando a la demás gente. Con ese molesto aire de superioridad que ni siquiera las más horribles prendas podían opacar.

Claro que no todos eran así, su padre por ejemplo. Aún los había sensatos y modestos, pero era lamentable ver que la gran mayoría de faes se creían los dueños del reino. Su corazón se oprimió al recordar a su padre y se aferró con tanta fuerza a el libro que los nudillos se le pusieron blancos.

—Me tomaré mi tiempo, niña, yo soy la cliente —espetó Winter en un tono nada cordial y haciendo énfasis adrede en la palabra niña. No tenía ganas de lidiar con las groserías de un hada vanidosa.

—No te puedes tomar demasiado tiempo porque tu cara de boba va a asustar a la clientela.

—¿Disculpa? —replicó, atónita por la rudeza de la niña.Pensaba que, en teoría, los vendedores debían ser amables para que les compraras, pero, aparentemente, esa niña no tenía intenciones de ser cordial. Winter chascó la lengua y le dedicó una gélida mirada—. ¿Por qué no te metes en tus asuntos y me dejas decidir en paz?

La niña hada frunció el ceño. Tal vez molesta por haber encontrado a alguien con tan mal carácter como el de ella.

—¿No me oíste? —cuestionó Winter. Sabía que atacar a las hadas por el ego era lo que más les dolía y cómo tampoco se sentía con ánimos de ser amable ese día, añadió—: Me habían dicho que todas las hadas eran inteligentes, pero... claramente contigo se equivocaron. ¿Te tengo repetir que quiero que me dejes decidir en paz? ¿Quieres que te lo escriba? Quizá deba hablar más lento —reflexionó con fingida extrañeza.

El tono incisivo que utilizó Winter enfadó a la niña, quien se alejó dando zapatazos para situarse junto a la otra hada, que veía a Winter como si fuera un monstruo. La muchacha ignoró ambas miradas de desprecio y volvió su atención a el delgado libro que tenía en la mano. Había escuchado esa historia cientos de veces en su infancia, pero, esta vez, pensar en el final feliz no hizo que se sintiera alegre sino que repudio la mentira que los adultos les hacían creer a todos los niños. Porque ella ya había decidido que los finales felices solo existían en los cuentos de hadas.

Dejó caer el libro de forma descuidada sobre la destartalada mesa de madera y se fue de ahí, luchando por mantener a raya la nostalgia e ignorando los reclamos de las hadas. Ese día en especial, se sentía en extremo desolada, como si fuera la única persona con la que podía contar, la única caminando constantemente bajo un día lluvioso y de nubes negras.

«Quizá esos sentimientos deprimentes vienen del hecho de que pasé una década sumida en un sueño profundo», caviló. Luego agitó la cabeza para, una vez más, dejar de pensar en lo que había pasado.

Se le hizo agua en la boca al ver los panqués de limón que vendía un señor de rostro afable con un gorro de chef y un poblado bigote. Pensó en ir a comprar uno, con el dinero que había estado ganando por trabajar en la taberna, sin embargo, por algún extraño motivo, se acobardó al ver a los guardias del palacio real. Pasó a un lado de un puesto de frutas y robó con agilidad una manzana del puesto de una anciana descuidada.

Le dio un bocado a la manzana mientras se alejaba de ahí, pero, justo en ese momento, recordó la terrorífica escena que había presenciado al despertarse después de tantos años, y eso le revolvió el estómago. Se intentó tranquilizar, teniendo en mente darle otro bocado porque su estómago le rugía de hambre, sin embargo, ese día se sentía especialmente nostálgica y los recuerdos y el rencor le provocaron unas intensas náuseas que hicieron que por fin desistiera de sus intentos de comer la manzana. La tiró en un bote cercano, luchando por apartar todas las imágenes que buscaban abrirse paso en su mente.

Pero ya lo había hecho mucho tiempo y, como ocurría siempre que se intentaba dejar de pensar en algo, su mente le jugó una treta, rememorando con sumo detalle lo que había visto con horror al despertar. La escena se repitió en su mente por doceava vez en esos escasos días, con lujo de detalles, como si su cerebro no quisiera olvidarlo jamás y con eso tampoco olvidar la forma en la que se sintió. Aunque Winter estaba segura de que hubiera dado todo por olvidar.

Winter había despertado hace poco menos de un mes tras 10 años sumida en un sueño profundo, después de haber sido maldecida por la reina. La muchacha aún recordaba su rostro y su voz inexpresiva al lanzarle una maldición con la que pretendía asesinarla. Hasta ese momento, Winter había pensado que la reina no era más que una mujer que había pasado por cosas difíciles, incluso, hasta cierto punto, la muchacha la admiraba. Pero luego la había maldecido de la nada, sin motivo ni explicación, y toda la admiración se había esfumado, dejando paso a el rencor y a unas incontrolables ganas de vengarse.

Su historia había sido como la de cualquier princesa de los cuentos de hadas que su papá solía contarle, pero con un pequeño detalle que difería de éstos: no había sido un "beso de amor" lo que la había despertado. Ella no había sido jamás del tipo romántico, pero de inmediato decidió que prefería mil veces haber despertado con un beso a la forma en que lo hizo; tan cruda y solitaria.

Lo que la había traído a ella a la cruda realidad había sido un ritual, y uno que, al despertar, había descubierto tenía un precio muy alto. Desde el momento en que había abierto los ojos y había visto el cuerpo inerte de su papá, con las muñecas abiertas y desangradas y los ojos mirando al vacío; supo que nada bueno podía venir después de eso. El olor a muerte impregnando la cueva en la que había "dormido" por 10 años y las criaturas a las que su papá, en su locura, había asesinado; aún la aterrorizaban y la perseguían a pesar de los días transcurridos.

Las lágrimas empañaron sus visión. Se sentía abrumada y el pecho le dolía tanto que se le hizo imposible respirar con normalidad. Continuó avanzando entre el gentío que solía abarrotar el mercado de pulgas, sin fijarse mucho en quién estaba al frente. Tras unos cuantos pasos, Winter chocó contra alguien y levantó la vista cuando ese alguien la tomó por los brazos con suavidad.

—¿Estás bien? —El muchacho frente a ella era rubio y muy alto y delgado, con unos vivaces ojos azul grisáceo que la examinaban con preocupación y unos colmillos puntiagudos que sobresalían.

Winter parpadeó con velocidad, ahuyentando las lágrimas, porque era orgullosa y no le gustaba que la vieran llorar. Iba a murmurar una disculpa para seguir con su camino, pero al final no le apeteció, así que simplemente se soltó de su agarre y continuó avanzando.

—Oye —la alcanzó el muchacho—, la verdad no te ves muy bien, ¿necesitas ayuda?

Winter lo pasó de largo. No necesitaba ayuda porque él no podría brindársela y lo último que quería en esos momentos era alguien que se estuviera compadeciendo de ella. El vampiro la alcanzó nuevamente.

—Soy Ledo, por cierto —se presentó, extendiéndole una mano que Winter no estrechó. El vampiro no pareció ofendido ni molesto, simplemente siguió caminando a su altura, sin quitarle el ojo de encima—. Se me olvidó decirte que soy extremadamente obstinado y tengo más de 100 vidas por delante, así que no es conveniente que trates de ignorarme.

Winter lo miró. Las lágrimas ya habían comenzado a resbalar por su rostro, sin que la muchacha pudiera contenerlas por más tiempo.

—Solo... déjame sola, por favor. Lo necesito.

Ledo ladeó la cabeza como si no comprendiera la petición de Winter. Al final le dio un apretón en el hombro, le dedicó una sonrisa triste, y continuó su camino. Ese gesto de aquel desconocido puso peor a Winter, quien, corriendo, se dirigió hasta la entrada del mercado oscuro.

Le dijo la contraseña a la mujer que resguardaba la entrada (había escuchado a un hombre decírsela a su amigo en la taberna), y entró en el peculiar mercado que cobraba vida bajo tierra. El cielo era estrellado e impresionante, y los colores de las carpas de los puestos eran vivaces. Había antorchas que le daban cierta calidad a el lugar, pero Winter seguía helada y ya había empezado a tiritar.

Con velocidad fue hasta un rincón del mercado oscuro, el cual se hallaba vacío. Ese era el lugar que solía ocupar su padre para vender plantas medicinales y algunas armas, y, al igual que el corazón de Winter, ahora se encontraba desolado. Una mujer le dijo, la primera vez que visitó el mercado, que dejaban ese espacio libre en señal de respeto hacia su padre y a todos los faes que murieron durante ese atroz incendio.

Winter, con las lágrimas deslizándose con rapidez por su rostro, sintió una presencia detrás de ella y se giró, pero no encontró a nadie cerca. Durante ese momento de desolación, decidió creer que esa presencia que se sentía como un vigilante había sido su padre, que los Dioses le concedieron el regalo de su presencia una última vez. Su corazón dolía tanto y su cerebro estaba tan atormentado, que en ese momento fue capaz de creer cualquier cosa con tal de aferrarse un poco más a el pasado.

Winter cayó de rodillas, parecía que su cuerpo había llegado a su límite, y se dispuso a llorar con el rostro enterrado entre sus manos.

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N/A:

Ay, ya extrañaba escribir desde ésta atormentada cabecita. Muchas gracias por sus votos, comentarios y críticas. Los amo mucho. Cuídense por favor y no salgan a menos que sea estrictamente necesario.

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