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1. Érase una vez.

La nieve caía, arremolinándose en los amplios ventanales, y el viento rugía con intensidad. Apesar de que todas las chimeneas estaban encendidas, dentro reinaba un ambiente gélido que solo podía ser aliviado con una buena taza de té o un vaso lleno de tequila. La reina Nefertari se enfundó en una gruesa capa color pergamino con elegantes bordados dorados que parecían finos chorros de sol líquido fluyendo a través de la tela. Tomó los guantes color beige que uno de sus criados le ofrecía y salió del palacio.

Era una tarde más fría a las usuales y las nubes en el cielo eran grises, como si el mismo clima supiera lo que iba a pasar y se mostrara lúgubre y apenado ante las acciones de Nefertari. Ella se había convencido de que lo que haría era lo mejor, que no tenía otra opción, sin embargo, esas solo eran palabras para convencerse de que no era tan mala persona.

El viento helado le cortó la respiración y soltó algunos mechones de cabello del elaborado peinado que le habían hecho, provocando que unos cuantos rizos rubios fueran a parar al rostro de Nefertari, quien los apartó con ímpetu. Avanzó por los majestuosos jardines con paso determinado y la barbilla levantada con cierta expresión de altanería. Los soldados la miraban y susurraban sin discreción alguna. Ninguno de ellos estaba de acuerdo con las visitas no supervisadas y desprotegidas que la reina hacía a quien sabe donde, pero Nefertari no aceptaba réplicas ni opiniones. Jamás había aceptado que le dijeran que hacer.

—¡Mamá! —gritó su hijo de 8 años mientras corría en su dirección. Tenía que levantar mucho las piernas para poder dar un paso en la espesa capa de nieve que se había formado en el jardín y alzaba sus brazos para mantener el equilibrio—. Creo que estás en problemas —murmuró cuando estuvo cerca y se abalanzó a darle un abrazo.

¿Que si estaba en problemas? Eso no era una novedad. Desde muy joven, Nefertari demostró una habilidad innata para meterse en problemas y ahora, ya más grande y siendo reina de Macrew, esa capacidad continuaba acechándola y arruinando sus más sencillos planes.

—No deberías estar aquí, hace mucho frío —dijo Nefertari, ignorando la advertencia de su hijo. Se quitó un guante y tocó la mejilla del niño, la cual estaba roja por el frío—. ¡Dioses! Alexandret, estás helado. ¿Qué haces afuera?

—El tío Robert —respondió Alexandret como si eso bastara para que Nefertari entendiera. El niño señaló a un hombre de unos 30 años, con barba de candado, ojos cafés y el mismo porte majestuoso que exhibía Nefertari—. Estábamos jugando en el invernadero, pero dijo que tenía que hablar contigo.

La expresión de Nefertari se endureció. Podía apostar que ya sabía de que quería hablar Robert y no le hacía ninguna gracia.

—¿En serio? —musitó con una ceja arqueada mientras veía a su hermano acercase a grandes zancadas. Tenía el ceño fruncido y expresión adusta. Sin duda pretendía echarle un sermón.

—Sí, mami. No te miento —afirmó el niño asintiendo enérgicamente.

—Lo sé, corazón. ¿Y tu hermana?

—Está en su recámara. Últimamente siempre se encierra, ¿tiene algo malo? ¿Está enferma? —preguntó con preocupación. Sus ojos muy abiertos.

—No. Bueno, no lo sé —admitió Nefertari mientras se agachaba para ajustar la capa de Alexandret. Era cierto que últimamente se la veía más decaída y solitaria, pero Nefertari había estado tan preocupada por Alexandret que apenas se había dado cuenta. Una punzada de culpa le oprimió el corazón—. Creo que esta triste.

—¿Es mi culpa?

—No, corazón. No es culpa de nadie, pero debemos ser muy comprensivos con ella y mostrarle lo mucho que la queremos. En estos días más que nunca —pidió con un tono de voz muy suave.

En estos días más que nunca. Esa era una realidad aplastante con muchos motivos y posibles repercusiones. Era más que evidente que los tiempos eran difíciles para la familia real y se susurraban muchas cosas que pretendían acabar con el tambaleante reinado de los Elvish. Muchas cosas eran sobre la incapacidad de la próxima monarca, su hija, de gobernar ese reino. O también se cuestionaba mucho sobre la legitimidad de Alexandret. Esos rumores a Nefertari la traían sin cuidado, pero, quisiera o no, mermaban la autoridad de su apellido.

—¡Ya sé! Le voy a hacer una carta —propuso Alexandret muy emocionado y Nefertari sonrió. Sus dos hijos eran muy unidos apesar de las lamentables circunstancias que rodeaban la existencia de Aline, su primogénita.

—Eso suena fantástico —aseguró Nefertari—. Corre a hacerla y en la noche, cuando vuelva, podemos sentarnos frente a la chimenea de la sala y asar bombones, ¿te parece?

—¡Siii! —Le dio un beso en la mejilla y salió corriendo rumbo al palacio, cantando una canción arrítmica sobre bombones y fogatas.

Nefertari se enderezó con una sonrisa, que de inmediato desapareció al ver a su hermano menor. Tenía los brazos en la cintura y la mandíbula tensa.

—Antes de que intentes persuadirme, como has tratado de hacer otras muchas veces —habló Nefertari antes de que Robert lo hiciera—, déjame decirte que no voy a quedarme en el castillo solo porque tú me lo pidas.

—No te das cuenta de lo que está en juego, hermana. Tu reputación está por los suelos con estas salidas misteriosas —razonó Robert en tono severo. Ocupaba tantas veces ese tono al hablar con Nefertari, que con frecuencia ella se sentía como la hermana menor—. Piensan que tienes un amante y que te ves con él en secreto.

Nefertari soltó una carcajada amarga.

—¿Y si lo tuviera qué? Mi esposo murió hace años. Tengo derecho a verme con quien me dé la gana sin que un grupo de hombres de mediana edad, los cuales, si me permites añadir, engañan a sus esposas en prostíbulos baratos, cuestionen mis acciones y mi moral —espetó con rudeza.

—No hables de esa forma de ellos. Son señores respetables que pertenecen a nuestro consejo —la regañó Robert y ella rodó los ojos.

—Además —añadió Nefertari, ignorando su comentario—, si me conocieras aunque sea un poco, sabrías que no me importa mi reputación.

—Entonces piensa en la de tus hijos —pidió. Señaló a Alexandret, quien apenas estaba ingresando al palacio y cuya silueta se fundió con toda la luz proveniente del vestíbulo—. La reputación de Alexandret y Aline pende de un hilo, ¿no te importan tus hijos?

Esta vez la que se tensó fue Nefertari y por sus ojos azules pasó un destello de furia que volvió su mirada peligrosa y gélida. Puede que Nefertari haya cometido muchos errores en el pasado, puede que siguiera cometiéndolos, pero siempre trataba de hacer lo correcto por sus hijos, a quienes adoraba más que a su propia vida, y que le insinuaran que sus hijos no le importaban la sacaba de quicio.

—¿Quién te crees que eres para preguntarme eso? —cuestionó con los dientes apretados—. Tú mejor que nadie sabes lo mucho que he luchado por mantenerlos a salvo.

—Lo sé, mi intención no era cuestionar tu maternidad...

—No deberías cuestionarme en ningún sentido. —Lo cortó con brusquedad—. Soy tu hermana, sí, pero también soy tu reina y por tal motivo exijo el respeto y la confianza que me merezco.

—Entiendo —aceptó con la mandíbula aún más tensa y una vena sobresaliéndole en la frente—. Pero yo solo pretendía hacerte ver las repercusiones que tus acciones pueden tener.

—Robert —dijo Nefertari después de soltar un suspiro de irritación—, soporto tus cuestionamientos y tus dudas constantes sobre mi forma de regir, sin embargo, déjame decirte que, apesar de que algunos piden que la familia sea retirada de la línea sucesora, Macrew marcha mejor que nunca. En los años que llevo rigiendo he conseguido disminuir la masacre de druidas, llevé educación a las aldeas más pobres, puse en marcha un programa de protección para los casi extintos dragones —enlistó con semblante de acero—. Y la lista es extensa.

—Ya sé —musitó.

—¿Lo sabes? ¿De verdad? Porque a veces parece que se te olvida.

La mandíbula de Robert se relajó y sus ojos se mostraron más calmos.

—No se me olvida. Lo tengo muy presente, de verdad. Sé que haces cosas buenas por el reino, también sé que no hay nadie mejor para dirigir Macrew —admitió con suavidad. Nefertari también se relajó; no pretendía ponerse tan a la defensiva con su hermano, pero, apesar de que Macrew clamaba ser un reino vanguardista, se cuestionaba con severidad cada decisión tomada por mujeres, incluso de su propia reina, y ella siempre tenía que mostrarse firme—. Lo que no entiendo es porque tienes que hacer estas visitas y porque te empeñas en no decirle a nadie tu destino.

—Es mejor así, créeme —respondió Nefertari mientras avanzaba por el jardín. Su hermano la siguió—. Es más seguro para todos y sabes que es por el bien de Alexandret. Es la única forma de protegerlo.

—¿De qué? ¿De una maldición que ni siquiera estamos seguros de que exista? —cuestionó.

Nefertari sabía que era la negación hablando. Ambos sabían las consecuencias que la maldición podía tener en los miembros de su familia y las habían vivido en carne propia cuando la locura les arrebató a su madre.

—Existe —afirmó sin un ápice de duda— y hay una forma de detenerla, pero tienes que confiar en mi y dejar de cuestionarme.

—Solo... solo prométeme que todo va a estar bien —pidió. La reina nunca había oído a su hermano balbucear, siempre había sido muy seguro de sí y había mostrado una habilidad excepcional con las palabras. Por dicha razón se sorprendió al escucharlo. Era evidente que estaba muy preocupado.

—Saldrá bien, no te preocupes —prometió y le dedicó una sonrisa forzada—. Enserio, Rob.

Su hermano negó con la cabeza, pero no dijo nada más. Le plantó un beso en la frente y enfiló rumbo al palacio con los hombros algo decaídos, como derrotado. Nefertari avanzó nuevamente rumbo a las rejas que rodeaban el palacio. Su semblante desprovisto de emociones era lo que le había ganado el apodo de la reina de hielo y era justo lo que necesitaba: su más efectiva armadura contra sus enemigos, incluso a veces conocidos. La forma en que ella se protegía.

—¡Fer! ¡Fer! —La llamó alguien a sus espaldas. Nefertari se giró para encarar a la mujer que corría en su dirección, con la ceja arqueada y una muy tenue sonrisa—. ¡Su majestad! —se corrigió al ver las miradas de todos los soldados.

—¿Qué pasa, Trudy? —preguntó. La pelirroja se encontraba a unos pasos de ella, con las manos en las rodillas tratando de jalar aire y el rostro rojo por el frío y la agitación—. Creo que esto marca el final de los tres mosqueteros —se lamentó—. Adiós a nuestros días de gloria y juventud.

—¿Te refieres a desenfrenos y metidas de pata? —jadeó Trudy.

—Algo así. Extraño esa época —se sinceró. La época en que era más joven y hacía lo que se le diera en gana junto con sus dos mejores amigos, sin restricciones y sin responsabilidades—. Por cierto, ¿has tenido noticias de él?

—A veces manda gente a darme cosas, regalos —contó—. También, a lo largo de todos estos años, hay días en que he sentido que alguien me vigila. Estoy segura de que es él, pero no sé por qué se empeña en mantenerse alejado.

—Nunca demostró ser muy razonable —recordó Nefertari mientras seguía avanzando hacia la reja. Tan solo el camino para salir del palacio ya se le había hecho eterno y aún le faltaba recorrer el bosque que rodeaba el palacio. Quería salir cuanto antes para no tener que regresar muy noche, sin embargo, también quería retrasar lo más posible lo inevitable—. Siempre se ha dejado guiar mucho por sus emociones. Es probable que se sintiera solo y confundido.

—Pero no tenía motivos para sentirse solo. Nos tenia a nosotros, éramos un equipo —dijo con tristeza—. Simplemente espero que algún día tenga el valor de regresar con nosotras, ¿sabes? Que no se aparte de los que nos preocupamos por él.

—También yo —murmuró con la nostalgia con que se recuerda con frecuencia el pasado. Agitó la cabeza, acordándose que de verdad tenía prisa—. ¿De qué querías hablar?

—Solo quería pedirte que no salgas esta noche —pidió muy rápido, como si temiera que el valor de hacer esa petición se le esfumase—. Es peligroso. Sabes que los Monte Ruiz están ganando fuerza y seguidores. Además, Basil...

—Nada de lo que ese traidor diga me importa. No me interesan sus mensajes con amenazas, ni el estúpido ejército que está formando.

—No lo subestimes, Fer. Ya antes hemos cometido ese error y lo pagamos muy caro.

A Nefertari se le formó un nudo en la garganta. Sí, era cierto. Habían pagado ese error con creces, pero lo que ahora estaba en juego era mucho más importante que unas amenazas cuya fecha de cumplimiento no estaba explícita.

—No me importa —estipuló. Su expresión se tornó glacial una vez más, como tantas veces la había visto Gertrude durante sus aventuras. Un hermoso rostro con expresión de piedra—. Esos bastardos le hicieron daño a mi hijo, así que quisiera verlos intentando acercarse a mi.

—Pero Alexandret ya está a salvo. De nada sirve que adoptes esta actitud temeraria.

—No está completamente a salvo.

—¿De qué estás hablando?

—Cuando lo... cuando se lo llevaron, lo torturaron durante horas. —Nefertari se aclaró la voz—. Nadie puede culparlo por lo que hizo.

—¿Qué hizo? —inquirió Trudy con un ligero toque de alarma—. ¿Qué fue lo que no me contaste? ¿A qué te refieres?

—Él... tú sabes que es bueno. Jamás le haría daño a nadie de forma intencional —comenzó. Le costaba admitir lo que su hijo había hecho porque todavía había una parte de ella que se negaba a creer que fuera cierto—, pero esa vez estaba muy alterado, y no era para menos.

—Necesito que vayas al grano —la urgió su amiga—. ¿Qué pasó?

Nefertari tomó aire y la vio directo a los ojos.

—Alexandret mató a alguien —respondió simple y llanamente—. Era una mala persona, uno de sus torturadores, y ahí está el problema: no sintió remordimiento.

—¿Quieres decir que...?

—La maldición se activó —completó Nefertari. Su voz sonó inflexible apesar de que su corazón dio un vuelco al pronunciar esas palabras—. Y creo que encontré la forma de pararla.

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