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Prólogo

La luz era intensa. La energía lo sorprendió al principio. Nunca había visto nada igual.

Luego vino el dolor.

Debería haber tenido una vida humana tranquila. Unos pocos años más de vida y morir. Debería haber servido para algo devolverle la divinidad a esa diosa. Debería...

Los pensamientos se le nublaban. No era capaz de pensar con coherencia. Sentía el peso de los años, de su humanidad. Porque ahora era humano. Y algo quemaba en su interior.

Entreabrió los ojos un poco, intentando ver dónde estaba. Arena presionaba su mejilla, la sentía en las manos. Podía tratarse de una playa, pero el calor quemaba sus pulmones. ¿El desierto?

Apenas podía abrir los ojos. La gravedad lo aplastaba contra el suelo con fuerza.

Lo último que recordaba era haber salido de ese apartamento donde le había devuelto la divinidad a esa chica llamada Aión. Había sentido cómo ese destello lo atravesaba. Debería haber supuesto que algo malo traería. Hacía tantos siglos que había optado por seguir sus propios intereses que ya no sabía por qué era tan egoísta.

Ahora lo recordaba.

La última vez que hizo algo por otro ser, la última vez que había albergado sentimientos en su interior, le habían devuelto el favor en forma de ira y traición. De venganza. Una de la que ni siquiera era responsable.

No se sentía orgulloso de lo que había hecho después, pero no le importaban las consecuencias. Ni lo que opinaran los demás de su forma de actuar. Había dejado de cuidar los intereses de aquellos que lo rodeaban para tratar de cubrir los suyos. Porque era más seguro. Más fácil.

Parténope lo había cambiado. Era la única mujer que había amado en toda su existencia. Y la que más había odiado. Por mucho que se desquitara con Pisínoe, su hija, nunca la había odiado del mismo modo. Por eso intentó cuidarla, pero cada vez que la veía, era incapaz de no recordar a su madre.

No pensaba disculparse por eso. Había intentado redimirse entregando su divinidad a cambio de la de esa nueva diosa del tiempo. Aión, o como todos la llamaban: Astrid. Era la segunda vez que había permitido que un sentimiento lo llenara. Y su recompensa era esa.

No una vida humana tranquila, sino una condena en un lugar que ni siquiera sabía cuál era. Un dolor que ni siquiera podía compararse al que sintió en el tártaro.

Debería haber sabido que actuar bien iba a reportarle algo malo. Debería haberlo previsto. No existía redención para el antiguo dios de los mares. Solo condena.

Se lo tenía merecido, por querer ser algo que no era.

― ¿Qué ha pasado?

Esa voz. Había escuchado antes esa voz. Pero, aunque sabía de quién se trataba, alzó el rostro de todos modos. El infierno era un paseo en comparación con lo que sintió por mover un poco su cabeza. Pudo abrir los ojos, y ver. Era humano, o algo parecido. De seguir siendo un dios, su visión habría sido etérea. Sensaciones, deducción, sonidos que chocaban con los recovecos para hacer un mapa en su cabeza. Un mapa tan certero que no habría podido ver mejor de tener visión para ello.

Así que pudo ver el rostro alarmado del dios que lo miraba allí tirado, como si fuera un deshecho. Porque eso es lo que era. Lo que fue desde su destierro. Nadie lo había mirado cuando cayó la primera vez. Había estado solo. Y por alguna razón, odió la sensación de que alguien lo viera en el suelo. De que alguien presenciara su caída. La soledad no podía mirarle del modo en que lo estaba haciendo ese dios.

― ¿Qué... haces aquí? Lárgate.

El odio, el desprecio, la vergüenza. Todo en conjunto estaba mezclado con la frase que había logrado pronunciar a duras penas. La tierra seguía quemando allí donde tenía contacto con su piel. El aire apenas lograba entrar en sus pulmones. La presión del aire lo aplastaba contra el suelo.

― Deberías ser humano después de entregar la divinidad. ¿Cómo has llegado aquí, Poseidón?

Tenía ganas de reírse en su maldita cara. Como si tuviera él la respuesta a esas preguntas. Como si tuviera alguna importancia en ese mundo. Todos se habían encargado de apartarlo de aquello que era su naturaleza. Y por ironías del destino, ahora se encontraba tumbado en un desierto.

Volvió a enfocar su visión en el dios que se encontraba en pie. Cuando Zeus llegó al tártaro, había esperado palabras de burla. Había esperado la humillación. Pero Zeus había cambiado. No era el mismo. Y se comportaba más como su hermano. Nunca lo había sentido de ese modo. Pero siempre había sido más cercano a Zeus que con ningún otro dios. Así que el cambio, pese a haberlo sorprendido, le encontró sentido.

El dios que se encontraba ahora delante de él, en pie, digno, no era uno al que conociera demasiado. Apolo. Pasaba la mayor parte de su existencia en Delfos. Una isla flotante, lejos del Olimpo. Lejos del mar.

Había sido quien acompañó a Aión y Ares hacia el pasado. Los había perseguido junto a Demeter. Había intentado matarlos. Ese dios tenía más motivos que cualquier otro para plantarse allí y burlarse de él. De vengarse. Y, sin embargo, su rostro era amable. ¿Por qué?

― La divinidad... esa divinidad... ―dijo cansado. Agotado y sin fuerzas para albergar más odio o mostrarse desconfiado―. Algo salió de ella. No sé dónde estoy. ¿Qué está pasándome?

Vio a Apolo agacharse a su altura. Nunca había sido vulnerable. Nunca se había permitido pedir ayuda. Y no iba a empezar ahora. Solo quería saber si él sabía algo que él no supiera. Solo quería saber qué tenía que esperar del futuro. Pero no iba a encontrar respuestas en ese dios. Su rostro mostraba confusión, cierta inquietud. Algo extraño, porque no era alguien que mereciese la preocupación de nadie. Mucho menos de alguien que habría matado de tener la ocasión.

― No lo sé. Las Moiras han visto tu hilo de la vida. No puedes morir. Ni puedes vivir.

Poseidón lo observó con curiosidad mientras pronunciaba esas palabras. Su hilo de la vida no era humano, ni de un dios. ¿Qué era entonces? Pero, aunque hubiese encontrado la respuesta a esa pregunta, sus cavilaciones murieron en cuanto sintió la suave presión de la mano del dios sobre su espalda.

Su lucidez se apagó, llenando su mundo de sombras. O eso es lo que había esperado al perder el conocimiento. Por el contrario, su mundo interior se llenó de color, de luz y de intensidad. Pudo ver del mismo modo que veía cuando era dios de los mares, pero el lugar que veía era distinto.

No había una veladura de protección en ese presente para los seres del mar que habían formado parte de su mundo durante la antigüedad, cuando todavía era Poseidón, dios de los mares. Los humanos no formaban parte de ese mundo del mismo modo. Las sirenas cazaban a plena vista a los marineros, o a los centauros que se acercaban demasiado a la orilla del mar. Las arpías atacaban a las sirenas como las gaviotas a los peces cuando cae la noche. Los gigantes bajaban de las montañas montados en sus gigantescos pájaros llamados Rocs. Y los dragones llenaban los cielos, bajando hacia los bosques donde las sílfides preferían residir. Las hadas se mostraban menos escurridizas y los humanos se dedicaban a esconderse para evitar morir a manos de algún dragón o cualquier otro ser que se alimentara de carne. Escondidos para que los dioses no los convirtieran en esclavos o los tritones abusaran de ellos para convertirlos en monstruosidades marinas.

Poseidón pudo ver ese mundo. Uno parecido al suyo, pero muy, muy diferente. Un lugar donde la especie humana había sido desterrada, y los dioses eran los dueños del mundo.

La luz del tiempo que lo había atravesado cuando entregó la divinidad a Aión, había abierto una puerta. Un mundo paralelo al suyo. Una dimensión perdida de un futuro que no había ocurrido, pero podría haber sido.

Un lugar donde la era de los dioses nunca había terminado.

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Hasta aquí el prólogo. El capítulo 1 lo voy a subir este domingo 29.

¡Gracias por leer!

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