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Capítulo 2: Indiferencia


El sol desaparecía por el horizonte dando paso a otra noche y finalizando otro día. Apolo había visto muchos en los últimos siglos desde lo alto del Olimpo. Su vida no había dejado de cambiar y era cuestión de tiempo que siguiera cambiando. Por lo que, pese a la improbabilidad de que Poseidón fuera a ayudarles, era optimista. Sabía que, de un modo u otro, encontrarían el modo de arreglarlo.

Como siempre.

― No irás solo, lo sabes, ¿verdad?

Apolo se dio la vuelta al escuchar la voz de Aión. Astrid, como insistía en que la llamaran. La diosa no tenía un aspecto diferente al que presentaba meses atrás. Seguía pareciendo humana, quizás porque siempre había sido una diosa en el fondo. Poseer una divinidad no la había cambiado.

― Supongo que puedo pensar en algunos dioses suicidas dispuestos a atravesar brechas. Tenemos un historial bastante interesante en el Olimpo ―comentó con ligereza. Astrid sonrió.

― No es eso. La brecha la podéis ver porque no es temporal, pero ese mundo... Forma parte de mí, de algún modo. Me necesitareis ―dijo con simpleza―. Y sabes que Ares no se va a perder una batalla como esta. Ya ha dicho que se une al equipo ―añadió rodando los ojos. Apolo esbozó una sonrisa.

― Que quiera venir tiene más que ver contigo que con la batalla. Lo sabes, ¿no?

A Apolo le resultó curioso que Astrid, una diosa del tiempo, pudiera sonrojarse por algo tan insignificante y vano como eso.

― Bueno, no se lo digas a él, cree que está haciendo un gran trabajo manteniendo su fachada de dios de la guerra. Le cuesta un poco mostrarse...

― ¿Vulnerable?

Astrid le devolvió la sonrisa afable, siempre se habían llevado muy bien. Había encontrado una voz de sensatez y calma cuando viajaron por las brechas, ayudándola en más de un sentido. Y sabía que consideraba a Ares un amigo. Algo que podría considerarse irrelevante, pero tenía más importancia de lo imaginado. Ares empezaba a mostrarse más cómo ella lo conoció en el CAOS gracias a estas pequeñas muestras de cariño. Ya no solo con ella, Ares se estaba abriendo con todos. Era un pequeño milagro.

― ¿Crees que es posible ganar? Quiero decir; mantener este mundo en pie. Sé que es extraño que una diosa del tiempo pregunte sobre el futuro, pero... Yo solo soy el presente, tengo poder en el tiempo pasado y futuro, pero mis conocimientos son el ahora ―Astrid calló un instante, pensando bien sus palabras. Dándose cuenta de lo absurdas que eran después de pronunciarlas en voz alta.

Apolo esperó. Siempre había admirado eso. Normalmente la gente cree que cuando preguntas algo debes responder de inmediato. Se cree estúpida a la gente que se queda callada sin responder en los siguientes cinco segundos. Nadie se toma la molestia en pensar bien la pregunta y reflexionar la posible respuesta antes de hablar. Lo más probable es que ese sea el origen de decir cosas que no pensamos. Respondemos siempre con el calor del momento, sin pensar bien en las palabras que pronunciamos.

― Creo que solo quiero saber lo que opinas. No una respuesta real, entiendo que nadie la tiene. Me tranquilizan estas preguntas intrascendentes.

― Entiendo lo que quieres decir ―la tranquilizó―. Creo que importa lo que otro piense, aunque no haya certeza de que tenga razón. Pero imagino que, si no creyéramos que es posible ganar, no presentaríamos batalla.

Astrid suspiró, mirando como el sol terminaba de desvanecerse en el horizonte.

― Cierto ―aseguró, sonriendo a Apolo antes de dejar escapar una risa cómplice.

― ¡Tenemos batallón, señoritas! ―Tanto Astrid como Apolo se dieron la vuelta para ver a Ares acercarse más animado que minutos antes en la reunión.

― Y se acabó la paz ―murmuró Astrid sin poder evitar la sonrisa tierna que no pasó inadvertida para Apolo.

― No te quejes, ricitos, estoy organizando un pelotón para tener refuerzos en Jumanji.

Astrid lo miró abriendo la boca de par en par.

― ¡De ningún modo vas a llamar a la otra dimensión Jumanji!

― ¿Por qué no? Es un lugar salvaje, con bichos raros y peligros imprevisibles. Y cuando cerremos el juego, todo volverá a la normalidad. Es el nombre perfecto, ¿a qué sí, cocinitas? ―señaló dándole un codazo a Apolo. El dios alzó las manos sin poder evitar la sonrisa.

― A mí no me metas. ¿A quién has "reclutado", de todos modos? ―preguntó con curiosidad.

Ares esperaba la pregunta, por lo que pudo ver Astrid. Suspiró con cansancio. Lo adoraba, pero a veces era...

― Está claro que nosotros estamos dentro, así que he preguntado quien se apuntaba y, como era totalmente predecible, Hermes ha sido el primer idiota suicida del grupo.

Astrid suspiró.

― Déjame adivinar, Tatiana se ha sumado justo después.

Ares chasqueó la lengua.

― En realidad, la sirenita pensaba que era el plan desde el principio. Imaginaba que Apolo no iría solo, y se había incluido en el grupo ella sola. Pero sí, lo dijo justo después. Y Hermes quiso discutir, pero creo que le ha dado un poco de miedo decir nada. ¿Sabéis qué le pasa? Me ha dado miedo hasta a mí. Y no me avergüenza demasiado reconocerlo.

Astrid puso los ojos en blanco.

―Su divinidad, ya tenía un poco carácter de diosa siendo humana, ahora que lo es...

Ares se encogió de hombros.

― Interesante. Será divertido que esos dos vengan ―aseguró.

― ¿Alguien más? ―preguntó Apolo. Ares asintió.

― No me hace mucha gracia, pero Zoe se ha apuntado. Y antes de que lo digas, no tiene que ver con que su hermana esté metida en esto, ha hecho un estupendo trabajo señalando su estado libre de niños internos y quiere una aventura. Por lo que, como es de esperar, Zeus viene también.

― ¿Y el Olimpo? ―preguntó Apolo.

― ¿Y sus hijos? ―señaló Astrid al mismo tiempo. Ares miró a uno y luego al otro.

― Eirene. Ella y el pececito sustituto de Poseidón se ocuparán del Olimpo y sus pequeños engendros en ausencia de sus "deidades" ―Astrid apenas pudo contener el suspiro ante su irónica referencia.

― Esto es una mala idea... ―murmuró Apolo con preocupación. Ares asintió.

― Lo sé, ¿no podría estar otra vez embarazada y así nos ahorra su presencia? Y la de Zeus, de paso.

Apolo entornó los ojos en un perfecto reflejo de la expresión de Astrid. Astrid calló a Apolo antes de que dijese algo más.

― Lo sabe. No vale la pena. ―aseguró―. Voy a hablar con Hermes para ver si puede bajar al inframundo y recuperar la divinidad de Poseidón. ¿Apolo, podrías hablar con Poseidón sobre la situación? A ver si tenemos alguna posibilidad de que colabore. ―Astrid señaló a Ares―. No. Tú no vas con Apolo. No eres el más indicado para hacer que alguien decida ayudar.

―Aguafiestas ―refunfuñó. Astrid sonrió.

― ¿No prefieres acompañar a Hermes al Inframundo? Por mucho que molestes a Hades, estoy segura de que será complaciente. Su vida depende de ello.

Ares esbozó una sonrisa ladeada, cerrando su mano alrededor de la cintura de la diosa y besando sus labios sin ningún pudor.

― Me encanta lo bien que me lees, ricitos.

Apolo los miró solo un instante antes de desaparecer. Ninguno de los dos iba a darse cuenta, de todos modos.

***

La letanía de las tres Moiras resultó ensordecedor para él cuando llegó a Delfos. Por suerte para los demás dioses o seres que habitaban la isla flotante, únicamente él era consciente de ello. Se había acostumbrado con los siglos, pero esta vez, era mucho peor. Las Moiras no callaban. Y la razón estaba inconsciente en una de las salas aisladas del templo que le hacía honor.

Había cubierto el cuerpo del hombre con un manto, aunque sabía que no serviría de mucho. Su tez grisácea no era fruto del clima, pero parecía amable ofrecer un simbólico manto para aliviar el frío.

Apolo se acercó a la figura inconsciente mientras su mente daba vueltas a lo que se había hablado en el Olimpo. Después de siglos, los dioses estaban actuando juntos por una causa común. Sin tratos, sin chantajes ni promesas que luego terminan convirtiéndose en complejas circunstancias que los obligan a tomar partido y cambiar la historia. Ares había hecho su trabajo, como dios de la guerra, reclutando guerreros. Curioso que los guerreros se redujeran a un par de humanas recién convertidas en diosas, un dios mensajero que hacía poco lo había llegado a considerar su amigo, y el rey de los dioses, quien era también su padre y razón por la que había traicionado el Olimpo en múltiples ocasiones.

Sin duda era un gran cambio.

Quizás no era tan difícil pensar que pudiera haber algún otro milagro. Como que Poseidón se involucrara voluntariamente en un plan para salvar, otra vez, el mundo que llevaba condenándolo desde hacía siglos.

Apolo evitó reírse de sí mismo al pensar en ello. No. Estaba seguro de que había un modo de que eso encajara con la situación. Algún modo de que todo esto le beneficiara también a Poseidón y fuera razón suficiente para desterrarse a un mundo que no conocía.

Apolo abrió los ojos de par en par al percatarse de ese detalle. Habían estado dando vueltas a la verdad todo el tiempo, pero careciendo del conocimiento del verdadero beneficio que sería para Poseidón. Todos pensaban desde su punto de vista. Pero... no era el punto de vista de ellos lo que importaba.

Apolo no se consideraba el más inteligente de los dioses, cada uno de ellos se había encargado de recordárselo, incluso se mofaban a su costa en múltiples ocasiones, pero recordaba que una vez Tatiana le había dicho que no hiciera caso de las insinuaciones. Que el hecho de que no comprendiera las cosas como los demás lo hacían no lo convertía en estúpido, simplemente veía las cosas de forma distinta. Y quizás por esa razón acababa de ver cómo plantear la situación a Poseidón.

Esbozó una sonrisa mientras se sentaba en el lecho donde Poseidón permanecía inconsciente. Centró su mente en el lugar donde había enviado la consciencia del que fue dios de los mares, y con una mano, tocó sutilmente su frente.

Un oleaje salvaje azotaba las rocosas costas de una isla pequeña. La tormenta ofrecía un aspecto tenebroso y oscuro que dejaba poco espacio para vislumbrar nada más. Ni siquiera el horizonte.

El caótico lugar que era la mente del dios parecía lo adecuado. Y allí, en medio de la más pura de las tormentas, Poseidón se mantenía agazapado sobre una roca con el rostro escondido en sus rodillas. En esa posición parecía más joven. De hecho, desde que lo encontró, parecía distinto. Como si el impacto de las divinidades lo hubieran despojado de toda su experiencia y antigüedad, asemejándose a cuando todavía era un muchacho. Un dios joven e ingenuo.

Se acercó al borde de la rocosa costa, cerca de donde estaba sentado, decidiendo cómo empezar.

― Sabes tú dónde estoy, ¿verdad?

Apolo frenó sus pasos al escuchar su voz. Seguía siendo la suya, eso no había cambiado, y cuando alzó el rostro para mirarlo pudo ver con mayor claridad aquello que lo hacía parecer más joven. Sus ojos eran de un tono gris, no el claro que poseía cuando eran ciegos o los que había visto cuando lo encontró en el desierto. Se parecían a la tormenta que azotaba el mar. Su cabello corto y oscuro con los reflejos azulados estaba mojado y rizado alrededor de su rostro bronceado. No llevaba la perilla que solía dejarse cuando era un dios, y su cuerpo había perdido volumen tras los siglos siendo humano y haber perdido la fuerza que lo caracterizaba antaño. Nada de eso lo hacían parecer débil, sin embargo, sus ojos llameaban con pura desconfianza. Mostraba su rostro tenso y determinado, capaz de enfrentarse a la mismísima tormenta que azotaba el mar que tanto amaba. Pero precisamente eso es lo que ofrecía esa impresión. Su porte confiado y poderoso de dios de los mares había desaparecido por completo. Lo único que quedaba era el cansancio y la derrota.

Apolo se sorprendió un poco ante las cicatrices de su cuerpo. Marcas de cortes, quemaduras y cuerdas recordaban la razón por la que la maldición que sufrió Océano era una condena tan horrible. No poder morir no significaba no sufrir las heridas que deberían matarte. Y por esa razón Poseidón tenía tantas marcas de heridas mortales. Balas en el pecho, cortes en la garganta, cicatrices en la sien... Esos ojos no eran de un dios, no eran de un humano. Esos ojos eran los de un ser condenado.

― En realidad estás en Delfos ―confesó Apolo un minuto después―. Este lugar está en tu cabeza.

Poseidón no cambió la expresión ni apartó la mirada.

― ¿Estás en mi cabeza?

― En una parte. La única que puede mantenerse en pie ahora ―explicó con cautela―. Sabes que algo ocurrió cuando le diste su divinidad a Astrid consciente de que serías humano y no podrías protegerte de nada de lo que sucediera después.

El silencio invadió el espacio, alterado solo por los truenos y las olas que rompían en las rocas. Poseidón lo miraba intentando encontrar las palabras. Apolo no siguió hablando, considerando oportuno el espacio en la conversación.

― ¿Ves la tormenta que azota el mar? ―Apolo se permitió un instante para observar a su alrededor antes de asentir con la cabeza―. Entonces no intentes ver el cielo azul tras las nubes de tormenta. Porque detrás solo hay noche oscura ―dijo con la voz grave y profunda―. Demeter también apareció en un día tormentoso para ofrecerme algo. Pero al menos ella no fingió que tenía otra intención que la de utilizarme. Pese a que al final fui lo suficientemente estúpido como para caer en la trampa. Me consuela saber que su destino fue peor que el mío, al parecer. ―Entonces alzó una ceja en su dirección en señal de reto―. ¿O tal vez no?

Apolo avanzó un paso, quedando a pocos milímetros del borde de la roca.

― Todo el mundo tiene la mala costumbre de interpretar mis palabras, pero en realidad, lo que digo no tiene otro significado que el que hay. No intentaba endulzar nada ni ver más allá. Solo estaba señalando un hecho. Le diste la divinidad a Astrid y te quedaste sin ninguna. Te volviste humano y fuiste azotado por el impacto de dos divinidades poderosas ―aseguró con el ceño ligeramente fruncido―. No soy Ares, para engañarte con palabras a medias, ni soy Zeus, que señala con autoridad los hechos y te ofrece o te niega lo que le parece correcto. No soy Hermes, que se sacrifica por los que lo merecen y defiende lo que cree que está bien. Y, por supuesto, no soy Demeter. No pienso decirte una verdad que sé que creerás que es beneficiosa para mí y que casualmente también lo es para ti solo para traicionarte en el último momento.

Poseidón, que no se había movido ni un milímetro de la posición en la que estaba, dejó que un brillo de curiosidad se instalara en la profundidad grisáceas de sus ojos.

― ¿Quién eres entonces, Apolo?

El dios saltó hacia la roca donde Poseidón permanecía sentado. Le tendió una mano, tan azotada por el clima como el cuerpo del que fue dios de los mares. Poseidón miró la mano, luego al hombre que se la ofrecía.

― Soy quien te ofrece una mano para levantarte, para empezar ―dijo con simpleza―. Y una explicación, que de seguro necesitas.

― ¿Y después me ofrecerás un trato?

Apolo compuso una mueca, encogiéndose de hombros.

― Más bien te ofreceré las opciones que tienes. Y supongo que esta ―apuntó hacia su mano―, es la primera que te doy.

Poseidón entrecerró los ojos. Había escuchado a otros dioses hablar de Apolo, aunque en realidad, siglos atrás, ya coincidió con él. Lo conocía en ese entonces lo suficiente como para participar en algunas misiones que involucraba a los humanos con tal de que los honraran con veneraciones. Ahora ni siquiera sabía por qué eso era tan importante en ese entonces.

Las cosas cambiaron en la guerra de Troya, recordó, cuando Apolo decidió unirse al bando de los Troyanos cuando habían sido ellos los que habían faltado a su promesa de una generosa recompensa por crear su preciosa muralla. Todavía recordaba lo que Apolo le dijo en ese entonces.

<< ¿No saldaste tu ofensa con el monstruo marino que asoló sus costas?>>

Y sí, se había vengado de los Troyanos enviando ese monstruo, pero eso no significaba que tuviera que luchar a su favor en la guerra. No merecían tal consideración después de su falta de palabra. Pero Apolo no parecía opinar igual. Nunca había entendido su forma de pensar.

Ahora... Bueno, no parecía haber cambiado en absoluto, al parecer. Aunque lo que sí había cambiado era su perspectiva. Porque ahora, se percató con ira, él era Troya.

Decían que Apolo era un dios extraño. Un dios que muchos catalogaban como estúpido. Quizás lo era. Bien sabe que lo pensó en su momento. Pero no vio estupidez en sus ojos ni en su mano tendida. Solo claridad. Lo que decía, lo que veía, es lo que era. Sin el azul claro o la oscura noche tras las nubes. Por primera vez en siglos, Poseidón creyó comprender un poco el punto de vista de ese Dios que jamás había logrado entender.

Sin saber muy bien la razón que lo impulsó a ello, Poseidón alzó su mano y aceptó la ayuda. Haciendo la primera de las muchas elecciones que debería tomar en un futuro no muy lejano.

***

Inframundo,

El tenebroso mundo en el que la muerte habitaba era tan familiar como escalofriante. No hacía tanto que había estado allí, paseándose a sus anchas hasta llegar al río Aqueronte con tal de llegar al tártaro.

Su visita, en esta ocasión, era más sencilla, aunque sumamente importante. Hermes lideraba el camino, no perdiendo el tiempo en llegar hacia donde Caronte ya los esperaba. Ares miró las almas que allí esperaban, almas distintas a las que vio la última vez.

― Siempre es una alegría venir por aquí. Deberías llevarte a la sirenita en la barca un día, como cita romántica y eso ―comentó Ares mientras se acercaban a Caronte.

― No creo que tenga muy buenos recuerdos de este lugar, ¿no te parece? Aunque teniendo en cuenta lo mucho que disfrutaste del viaje, podrías considerarlo como destino de luna de miel o algo así.

Hermes le dedicó una simple sonrisa.

― Mmm... Nha! Creo que prefiero los sitios más... altos.

Hermes se detuvo un instante, alzando una ceja curiosa.

― ¿Eso quiere decir que te estas planteando una ceremonia humana con tradiciones humanas y todo? ¿Quién eres y que has hecho con Ares? ―dijo con sorpresa.

― ¿En serio vamos a tener esta conversación? ―se defendió Ares sin perder el humor ni parecer avergonzado en lo más mínimo―. ¿Quieres hablar también de las flores y los vestidos? ¡Oh! ¡El catering! Sería ideal poner canapés. Yo lo veo como... ¿un sueño de color salmón?

Hermes puso los ojos en blanco mientras seguía avanzando, pisando ahora más fuerte con los pies.

― Ja, ja, muy gracioso. ―Ares fingió estar ofendido.

― ¿Qué? El color salmón combina con mi ojo y contrasta con el otro ―aseguró señalándose primero el rojo y luego el azul.

Hermes se dio la vuelta, dispuesto a darle una respuesta, aunque la conversación en sí no lo mereciera, cuando una voz oscura y profunda interrumpió su fascinante conversación.

― Después de hoy, creo que mi condena está completa ―ambos se dieron la vuelta para encarar al barquero―. No sé qué me resulta más extraño, si el hecho de que el dios de la guerra esté aquí contigo, mensajero, o que estéis hablando sobre qué color combina con qué.

Hermes se aclaró la garganta, afianzando su posición recuperando el orgullo que siempre parecía perder alrededor de Ares.

― Disculpa, Caronte. Venimos a hablar con Hades, es importante.

Caronte frunció ligeramente el ceño. Dirigió una sutil mirada hacia las almas que seguían en el barrizal, esperando poder subir a la barcaza.

― Nunca eliges mi barca para llegar al inframundo. Sabes que cada viaje es tiempo que las almas aquí condenadas permanecen de más en el barrizal a orillas del rio.

El hecho de que Hermes esté dispuesto a dejar que esas almas permanezcan más tiempo en una condena que, en su mayor parte, no merecen, es suficiente para hacer saber al barquero que hay algo importante de verdad.

― Es el paso más rápido ―excusó sin entrar en detalles.

Caronte ladeó la cabeza hacia las almas, sopesando las opciones que tenía. No era una obligación llevar a nadie más que no fuesen almas. De hecho, podría negarse. Pero los siglos que llevaba confinado en esa condena le habían enseñado que las cosas no son siempre tan sencillas. Que todo tiene un propósito. Y que los sucesos que se saltan el patrón natural tienen una razón de ser y una consecuencia final.

Justo en el momento en el que Hermes le tiraba un par de óbolos, Caronte alzó la mano para atraparlos. Podía negarse, pero algo en los ojos decididos de Hermes le advirtió que era mejor ceder en esta ocasión.

Apretó los óbolos en un puño e inclinó la cabeza solo una vez. Los dos dioses avanzaron hacia la barcaza y se sentaron en ella mientras Caronte sujetaba el remo largo con ambas manos para emprender el viaje.

― Oye, Car, espero que esta vez vayamos por el caminito corto, lo de ser el lobo feroz y engañar a la caperucita lo dejas para un momento en el que no tengamos que morir todos devorados por Jumanji.

Caronte alzó una ceja hacia el dios de la guerra. Hermes cubrió su cara con una mano, maldiciendo a Astrid internamente por sugerirle a Ares que lo acompañara.

― Siempre puedes ir nadando ―contestó Caronte pasados unos segundos, sin inmutarse apenas por las palabras de Ares más de la sorpresa inicial―. Dudo que Hermes te necesite realmente para algo en el inframundo ―Caronte vio a Hermes de reojo alzar la cabeza.

― En absoluto ―aseguro avergonzado―. Todavía no sé por qué está aquí.

Ares hizo un gesto ofendido hacia Hermes.

― ¡Vamos! ¡Te alegras de que te acompañe y lo sabes! Dijiste que me considerabas... ¿Cómo lo llamaste? ¡Oh, sí! Tu amigo ―señaló con una sonrisa complacida.

Caronte alzó la otra ceja, acompañando la anterior para mostrar su evidente sorpresa.

― ¿De verdad?

Hermes suspiró, derrotado por la situación.

― En mis días cómo humano aprendí que todo el mundo tiene o ha tenido alguna vez ese amigo pesado que siempre te avergüenza y no sabe cuándo callarse.

― ¿Y tenías que escoger a este? ―preguntó incrédulo. Ares ni siquiera estaba ofendido. Miraba de nuevo el fondo del rio, tirando algunos trozos desprendidos de la barca intentando que alguno le diera a alguna alma del rio.

Hermes entornó los ojos antes de contestar a Caronte.

― ¿Conoces algún candidato mejor para ese puesto?

Ares se detuvo al tirar el tercer trozo y alzó el puño en señal de victoria. Exclamando con alegría su aparente puntería. Caronte decidió que no valía la pena hacer nada al respecto. Al fin y al cabo, las almas no podían tocarse y el acierto con el trozo de barca era solo ilusorio.

― Afortunadamente; no. 

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