9- Los hijos del Sol
Al siguiente amanecer de haber llegado allí, Gulf ya se sentí como nuevo. Luego del desayuno en la sala de comidas del complejo turístico, decidió recorrerlo. Descubrió que la “Zona Redonda” era un balneario, rodeado de un extenso mar y un nicho arqueológico inmenso. Quiso conocer primero las construcciones antiguas, pero un cartel en lengua mercadopoliana se lo impidió. El valor de la entrada era altísimo. Gulf sonrió, burlón.
"No me extraña que lucren con esto también", pensó.
Pero lo que más llamó su atención fue el hecho de que en el aviso de la entrada figuraran dos precios distintos: uno superior y en moneda local continental y otro muy inferior en moneda mercadopoliana. Gulf se sintió confuso y no supo qué pensar al respecto. Encogiéndose de hombros y avanzando con lentitud, llegó hasta la playa. Se cercioró de que no cobraran el acceso.
—No por ahora.— le dijo un guardia que estaba parado al borde de unas escalinatas.
Comenzó a descender uno a uno los peldaños sin poder quitar sus sorprendidos ojos de aquel maravilloso mar. Era tan azul, tan brillante, ten perturbador en su extensión que dudó unos instantes. Pero las risas de unas personas bajo una tela anti-sol le devolvió la calma. Notó que parecían felices, bebiendo espumantes y charlando entre ellos. Siguió con su vista a un hombre anciano que caminaba hacia el agua, llevando de la mano a una jovencita en traje de baño. Y entonces se percató de que esa escena se repetía: hombres y mujeres mayores- y otros no tanto- acompañados de niños. ¡¿Cómo podían estar tan serios esos jóvenes, teniendo ese maravilloso océano en frente y ese cielo de ensueño, expandido hasta el infinito, sobre sus morenas cabecitas?!
Llegó hasta la arena, se quitó las sandalias que el extraño le había dejado debajo de la
cama y se sentó cerca del agua. Sintió el calor del Sol abrazándole la piel por primera vez en su vida y se dejó llevar por el sonido de las olas que no dejaban de acercarse a la
costa. De repente, algo lo golpeó suavemente en la espalda. Era un objeto de tela redondo, con varios colores.
— ¡Perdón!— se disculpó una niña de larga cabellera y esbelto cuerpo moreno. No aparentaba más de doce años.— El señor perdió su cabecera.— explicó acomodando la visera y sacudiéndole al objeto la arena dorada de su interior.
Gulf miró al hombre cubriéndose con una mano el rostro para evitar los rayos del sol. Era un mercadopoliano, inconfundible por sus lóbulos operados, sentado en una silla virtual con una larga copa vacía en su mano. La morena le sonrió a Gulf quien la ayudó a quitarle la arena que aún continuaba adherida a la tela.
—¡Gracias!— susurró con simpatía.
— ¡Nayeli! ¡Ven Aquí!— gritó el hombre rascándose la panza fofa y frunciendo el entrecejo—¡Tráeme otro espumante!— le ordenó cuando la SOIDNI se le acercaba.
Le arrebató la cabecera de las manos y le entregó la copa vacía. La niña, cabizbaja, tomó un camino de madera y llegó hasta una pequeña posada, con sillas reales y banquetas rodeando la entrada. Gulf la siguió y entró detrás de ella. Se puso los zapatos y se paró a su lado, cerca de la barra donde la jovencita esperaba ser atendida. No sabía porqué pero sintió la necesidad de hablarle. La morena, como intuyéndolo, inició la conversación:
— ¡Hola! Me llamo Nayeli, ¿y tú?
—Soy Gulf…
—¿Eres nuevo, verdad? Nunca te había visto por aquí.
— Sí…llegué hace unos pocos díaspo…días…— se aclaró la garganta.
— ¿Y ya estás trabajando? Aunque ya eres adolescente…para trabajar aquí…
Gulf no supo que contestar. Luego de un momento, al notar que la noña esperaba una respuesta, dijo:
— No, en realidad, aún no he conseguido trabajo…— intentaba parecer natural.
— Te vi en los departamentos, cuando llegaste la otra noche…Aquel hombre que te trajo compró aquí vendas y otras cosas. ¿Eran para ti?
Gulf asintió.
—Sí…— continuó la morena— algunos clientes son mejores que otros. Es cuestión de suerte.
Gulf no comprendió a qué se refería. Pero antes de que pudiera preguntarle, la niña
SOIDNI tomó el vaso de espumante que el asistente le alcanzó y saliendo de allí le comentó:
— Luego nos veremos, ¿te parece?
—¡Claro! Seguro…—balbuceó, mirando de reojo una pantalla de plasma, a lo alto de la entrada. La morena sonrió y se alejó.
— Oí que buscas trabajo.— le dijo el asistente a Gulf, detrás de la barra mientras secaba unos vasos.
Gulf lo observó sin decir palabra. No sabía si era su voz o su mirada oscura, pero algo de ese hombre la perturbaba. Tenía una cara redonda, poblados bigotes y cejas nevadas.
—Tengo un cliente que estaría dispuesto a pagar bien, aunque ya estás muy crecido…
— ¡¿ Qué insinúa?!— se horrorizó Gulf.
El viejo rompió en una sonora y discordante carcajada.
—¡El SOIDNI se indigna porque uno le ofrece un cliente! Cuando tengas hambre vendrás a pedir no uno sino diez clientes.— le dijo con tono muy desagradable- Y ahora si no consumes nada, deberás irte. —gritó.
— ¡¡¡Déjalo en paz!!!— le dijo una mujer casi anciana, cana y regordeta con fuentes en las manos.
—¡Cállate, mujer! Que no es contigo la fiesta.— rió el asistente— Y ve a limpiar las mesas que faltan, o pretendes que lo haga yo…
Gulf había esperado ver alguna información en la mega pantalla pero la situación tan desagradable lo obligó a retirarse. Temblaba, un poco por el fresco viento, otro poco por el temor que le había causado aquel horrible personaje.
No volvió a ver a Nayeli esa tarde, ni al díaspoliano siguiente. Evitó volver a la playa. Sólo se animaba a contemplar todo desde la puerta de su habitación. Debía decidir pronto qué hacer: sólo le quedaban dos noches antes del alzamiento para averiguar algo de aquel Comité clandestino del que su abuelo había escrito. Y se dio cuenta de que el estar allí encerrado y solo no le servía de nada. Debía interactuar con la gente. Aunque sabía que ése no era el sitio correcto. Encontrar alguna comunidad SOIDNI, de las que su abuelo le había mencionado, como al pasar, lo acercaría
más a su meta: TOJOLABAL, TZOTZIL, ZAPOTECO, MAYA, MIXE... Se maravilló de recordar cada nombre con mucha facilidad...
Gulf estaba decidido: se iría al amanecer. Pero antes debía hablar con Nayeli quería despedirse.
Aún no se sentían los primeros rayos del Sol cuando juntó coraje y caminó hasta la playa. Estaba vacía, a no ser por dos ó tres personas juntando los restos de botellas y vasos de lo que parecía haber sido una noche de fiesta. Trató de ubicar a Nayeli pero no lo consiguió. Descendió las escaleras y se aproximó a la posada. En la puerta se topó con la mujer de pelo blanco que lo había defendido, la última vez y única vez que estuvo allí.
—¡Buenos amaneceres!— saludó Gulf.
— ¡Sabía que no eras de aquí!- sonrió la mujer complacida— ¡Y el tonto de mi marido ofreciéndole trabajo a un mercadopoliano…!
— Estoy buscando a una niña SOIDNI morena, de largos cabellos…que estaba conmigo cuando…
— ¡Nayeli!— la interrumpió la vieja mientras apagaba una lámpara de Sag´.
—¿La ha visto? ¿Sabe dónde vive?
—Debe de estar descansando; tuvo una noche bastante agitada. Trabajó duro…— reflexionó la anciana— Debe de estar en el subsuelo…
—¿El subsuelo?— inquirió Gulf.
—Allí…donde están aquellas luces. Pasando la torre alta de luz, vas a encontrar una puerta con unas escaleras. Allí descansan los trabajadores de esta área.
Gulf caminó apresurado hacia el lugar que la mujer le había indicado. La costa aún seguía vacía. Llegó a un páramo donde un par de luces alumbraban. Encontró dos puertas de madera con bordes de metal y un candado manual en el picaporte. Intentó observar por las rendijas que poblaban toda la tabla pero nada pudo ver a causa de la oscuridad.
Pensó, entonces, que aquella mujer se había estado burlando de él. Divisó una escalera que unía la playa con una calle desierta y caminó hasta allí. Cuando estaba completando la totalidad del trayecto, sintió los pasos y las carcajadas de unos hombres, acercándose a la puerta de madera. El más alto, de piel aceitunada y poblados bigotes; el otro, regordete, calvo y con nariz aguileña.
Aprovechó que no notaron su presencia y se recostó detrás de un árbol antiguo.
Desde allí, en complicidad con la oscuridad, pudo ver a uno de los hombres abrir el candado que sellaba la puerta. Luego, observó cómo se arrodillaba y gritaba con voz de acero:
— Muy bien…¡Es hora de despertar! ¡Hay muchos clientes esperando! ¡¡¡Arriba, ratas flojas!!!
Y para sorpresa de Gulf, quien se había tapado la boca para no gritar, comenzaron a ascender de la fosa uno a uno niños y niñas de un amplio ramillete de edades, algunos aún medio dormidos. Contó veinte y por lo menos la mitad eran mujeres. Divisó a Nayeli; era una de las últimas. Siguió la hilera humana con la vista, que avanzaba a paso firme y en silencio hacia donde Gulf se encontraba agazapado. La fila iba escoltada a ambos lados por los hombres armados con palos lásers cortos.
Gulf divisó unos arbustos y corrió hacia ellos. Se hundió entre sus ramas y esperó en silencio a que pasara. Ninguno lo vio. Clavó sus ojos en Nayeli. Tenía el rostro pálido, impávido y estaba despeinada. Cuando la columna atravesó la calle y desapareció esquina arriba, Gulf salió de su escondite.
Sin razonar demasiado, corrió hacia la playa, se acercó hasta las puertas que ahora estaban abiertas de par en par y miró hacia adentro. La luz del Sol iluminó todo repente. Descendió las escaleras y se encontró en un espacio reducido, de piso de arena, cerrado, con un fuerte olor nauseabundo, sin ventilas ni luz. Vio desparramados en el suelo algunos colchones viejos, mojados, un par de vasos sucios y manchas de humedad y sangre en las paredes de madera que revestían el lugar. Y con horror, se dio cuenta de lo que sucedía. Recordó el cartel de la entrada del pueblo. Decía: “Zona Redonda”. Ahora sabía porqué ese lugar le sonaba familiar. Era la villa más famosa del Continente, con un paquete turístico que incluía playa, diversión y…niños- acompañantes… Con razón, Sseinhu le había dado lo que pedía. Era demasiado escandaloso que alguien se enterara de sus “vacaciones”. Con nitidez revivió en su mente la escena del primer díapoliano que había bajado a la playa: hombres y mujeres, todos mercadopolianos, acompañados de niñas y niños- que evidentemente no eran sus hijos- en completa y atroz libertad.
Y entonces, en cuclillas, lloró amargamente. Intentó calmarse varias veces más no lo logró. Unas voces lo alertaron y se alejó de allí corriendo, tropezando varias ocasiones en el camino, llevándose a varias personas por delante. Llegó hasta la puerta de su habitación en un temblor total. Se sintió avergonzado de ser mercadopoliano. Pero luego se dio cuenta de que varios continentales- como los dueños de la posada- también formaban parte de aquella pesadilla.
—¿Cómo puede ser posible?— lloraba amargamente mientras entraba en la habitación.— Debo…irme de aquí…Tengo que dejar este infierno. Sí, eso es lo que tengo que hacer.— pronunció casi sin respirar mientras cerraba con dificultad su bolso.
El sistema de sellado se le trabó y entonces lo arrojó al suelo y se descargó pegándole patadas y gritando y llorando. Después se sentó en la orilla de la cama y se cubrió el rostro con ambas manos. Se secó las lágrimas y respiró profundamente buscando serenarse. Miró un punto fijo en la pared y sostuvo la mirada sin parpadear hasta que los ojos no le resistieron más. No supo nunca de dónde sacó las fuerzas, pero ese instante le bastó para sentirse mejor. Se incorporó decidido, tomó una postura erguida y pronunció con un tono de voz diferente, decidido y firme:
— ¡No permitiré que le hagan eso! ¡No…lo…permitiré!
Avanzó hasta el cuarto de aseo, se enjuagó la cara y mientras se la secaba, se miró al espejo.
Ya no vio a un joven débil, feo, indefenso. Ahora veía a una persona completamente distinta…que sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Le sonrió a su reflejo. Le gustaba lo que veía.
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