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Veintiuno

Demonios con piel de princesa

❧ ⊱✿⊰ ☙

Desde esa noche, los bailes de Ina y Hakone se volvieron tan cotidianos como respirar. Ella disfrutaba su compañía, pues sentía que tenían las mismas heridas por sanar y eso la reconfortaba.

A pesar de su apariencia, él era alguien sumamente gentil y paciente. La entendía, comprendía su dolor y no la discriminaba ni la miraba extraño por ser alguien diferente, muy por el contrario, parecía asombrado por sus capacidades.

Él no sabía toda la verdad, pero estaba tentada a contarle cada una de sus memorias, siempre con la confianza de que él estaría allí para ella. Quería desahogarse de todas sus penas, sus culpas y confiarle sus esperanzas, pues cada vez que se reunían, ella veía en él una forma de olvidarse momentáneamente de todas sus pesadillas.

Pero él nunca iba a ser un reemplazo de Ophelia. Ina se arrepentía cada día, cada hora, cada segundo, de no haberle contado su historia ni la verdad que hasta el momento sabía de ella. La única que sabía ciertas cosas era Evee, pero día tras día se cuestionaba qué tan confiable podría llegar a ser como amiga.

Decidió que no intentaría dar un paso adelante con ella desde el día del envenenamiento de la princesa. Probablemente también tenía sus secretos y sus heridas, pero Ina apenas podía cargar con las propias.

Corría una fría brisa invernal bajo un radiante sol que daba esperanzas de calor el día en que fue interrumpida de sus labores en el laboratorio de herbología por un corpulento hombre vestido de burdeo y capa negra. Su rostro y su mirada daban miedo, pero su alma era tranquila como un fino riachuelo que recorría las planicies sin ahogar a nadie.

Fue Minerva quien lo recibió amablemente mientras sus compañeras no paraban de susurrar asustadas, sentimiento del que Ina no pudo evitar contagiarse. No es necesario tener un alma malvada para traer malas noticias.

—Es ella, capitán. —Señaló Minerva a Ina al entrar a la estancia donde las chicas trabajaban.

Su corazón se detuvo por un momento, al igual que el de sus compañeras. ¿Para qué buscaba un hombre así a la herborista más nueva? Yunis asumió que se había metido en algún tipo de problema, mientras Tamara solo se mantenía intrigada por la situación. Por otro lado, Aline estaba celosa.

El capitán agradeció y se acercó a la muchacha con un sobre en la mano, sin desviar la mirada de ella. Sintió como se formaba una gota de sudor en su nuca que amenazaba con salir sin importarle el frío de ese día.

—Antes de entregarle el mensaje, señorita, es menester que elija un apellido. No puede vivir sin él si quiere ser una ciudadana de Kaslob. Se le dará solo esta oportunidad.

¿Qué? No podía estar siendo amenazada nuevamente de dejar Mihria. Por un segundo pensó que no le importaría irse, pero luego recordó a Ophelia y la tarea que tenía para honrar y darle sentido a su muerte. No era tan fácil solo irse, además ¿dónde llegaría?

—Tsuki —dijo sin pensarlo. El apellido de su antepasado sin relación alguna con lo sucedido en Líter era perfecto para completar su identidad—. Soy Tsuki Irene, capitán.

El nombre sacó un lápiz de su bolsillo y redactó algo en el sobre, para luego abrirlo, disponiéndose a leer su contenido.

Sus compañeras la observaban atentas e intrigadas, pero no tanto como ella misma. Sin poder evitarlo, dirigió su mirada hacia Yunis, quien había comenzado a verse con menos energías sin ganas de bromear últimamente. Quiso distraerse con su rostro tranquilo, pero sus pensamientos daban vueltas en su cabeza millones de veces en pocos segundos.

¿Qué contenía el sobre?

—A la señorita Tsuki Irene —comenzó a leer el hombre haciendo énfasis en su nuevo apellido, con la espalda totalmente recta y elevando la voz de manera muy similar a como lo hizo el escriba aquella vez que se celebró el cumpleaños de los príncipes—. Deseo invitar a vuestra merced a asistir en mi compañía a una magnífica reunión de agradecimiento por su destacada labor. Le ofrezco las mejores tartas y el té más fino para la tarde del día de mañana en los interiores del palacio. Lleve su mejor tenida. Completa e irremediablemente suya, princesa Amaia.

El hombre no esperó respuesta alguna para entregarle el sobre en sus manos, volteando rápidamente su cuerpo para salir del laboratorio luego de dar una impecable, pero sencilla reverencia de despedida.

El lugar se quedó en completo silencio durante los siguientes segundos. Fue Tamara quien respiró primero.

La herborista se puso rápidamente de pie y tomó a la chica por los hombros, haciendo que se sobresaltara de la impresión. La miró directamente a los ojos para pronunciar las únicas palabras que jamás creyó que diría.

—Ni se te ocurra ir.

—¿Qué? —cuestionó. No podía entender por qué Tamara le diría algo así, en especial acerca de la invitación de alguien muy importante.

—Ina, no vayas —coincidió Aline.

—¿Por qué no?

¿Qué podía haber de malo en acompañar a la princesa? Supuso que estaría permanentemente custodiada y que no habría peligro alguno al estar cerca de ella.

—¿No has oído nada de ella? —La voz de Yunis carraspeaba en su garganta, sin ánimos.

Recodó que alguna vez le hablaron de ella, pero solo le había parecido exageraciones.

—Es una persona cruel —convino Minerva, desde su despacho mientras se ponía de pie de su escritorio para entrar a la zona donde trabajaban las chicas—. Sé que son solo rumores, pero son bien fundamentados. Dicen que sus sirvientas no duran junto a ella más de dos semanas. Siempre se retiran muertas, vueltas locas o con algún tipo de lesión extraña. Fui testigo de algunas de ellas, pues tuve que ayudar a Evee a tratar a una muchacha a quien le arrancaron los senos hace un par de años. Trabajaba para Amaia.

—Ella no hablaba —continuó Tamara—, pero había otra sirvienta que le contó a mi madre que ella estuvo ahí durante el incidente. Dijo que la princesa había ordenado que la desnudaran para ella misma... —se tomó un segundo para continuar. Ina se preparó para la información más desagradable— para ella misma poder arrancárselos a mordiscos solo para hacerla reír.

Ina no podía creer lo que le decían. Las inevitables imágenes del relato azotaron su mente sin poder lograr pensar en algo distinto a aquella horrorosa escena sangrienta.

Recordó su alma apagada cubierta de un color muy similar al musgo verde. ¿Era aquella persona a quién había salvado? Si era así, entendía perfectamente la reacción de la enfermera.

Pero no era capaz de juzgar nuevamente qué alma merecía ser salvada y cual no. El color verde de la que tenía la princesa era un permanente indicador de locura, sin embargo, ¿cómo distinguía la locura como la de ella de una locura que llora y grita por ser sanada?

—Supe que fue por envidia —Aline miraba sus dedos mientras hablaba—. Porque la sirvienta usaba una talla mayor que la de la princesa y ella no soportó ver eso.

Ina no pudo evitar bajar la mirada hacia ella misma. Ser torturada físicamente sería un problema, pero sería mucho peor si a ella le tocara ver cómo se lo hacen a alguien más sin poder decir ni hacer nada más.

¿De verdad había estado bien el salvarle la vida? Si no hubiese hecho nada, el mundo tendría un monstruo menos, pero también sería así con un alma.

—Tranquila —comenzó Minerva, como si adivinara sus pensamientos—, hiciste bien en salvarla. No eres una diosa y no tienes por qué decidir quien vive y quien muere. Eso es el trabajo de los seres superiores.

Ina asintió. Era verdad, solo alguien capaz de conocer absolutamente todas las circunstancias debía ser capaz de juzgar.

—Yo creo que deberías ir.

La declaración de Minerva tomó por sorpresa a todas las herboristas, incluyendo a la misma Ina.

—Si no lo haces, se verá mal —continuó esta—. Te conviene mantener tu buena reputación si quieres vivir tranquila. Además, podrías comer mucho más delicioso a cómo lo hacemos los simples mortales.

❧ ⊱✿⊰ ☙

La puerta que dividía el interior del palacio de todo el resto estaba hecha de un reluciente y brillante metal de color dorado. Las barras de este mismo se curvaban en la parte superior, simulando el tejado del templo, mientras que la parte inferior dejaba ver escasamente los jardines del otro lado.

Ambos lugares estaban resguardados por hombres uniformados: los que estaban junto a ella vestidos de azul y los que cuidaban el interior de burdeo, mostrando que obedecían a diferentes comandantes.

Hakone estaba junto a ella con el ceño ligeramente fruncido. Se había ofrecido para esperar con ella la autorización del comandante de la guardia real para abrir la puerta, aunque Ina sabía que no era necesario y solo le bastaría con mostrar la invitación.

—Si sucede cualquier cosa allí adentro —le dijo mientras esperaba—, debes correr, no pienses en quedarte allí, puede ser peligroso.

—¿Para mí?

—Si descubren lo que eres, sería mucho peor.

Era cierto. Tenía mucho miedo que supieran de su habilidad, no por un posible castigo, sino porque no quería volver a ser usada.

El comandante metió su mano a su bolsillo y, de ahí, sacó una pieza de metal brillante de color azul. Estiró tu brazo para entregárselo a Ina con cuidado para que nadie lo viera, solo para después susurrarle:

—Por mucho que me guste como se ve en ti, no uses el pin del ave hoy. Usa esto, te será útil.

El pin de Hakone tenía la forma de una llama pequeña y azulada, similar a su alma. No entendía las razones para usar algo así.

—Hay personas de confianza allí adentro —continuó hablando en voz baja—. Si te ven con esto puesto, sabrán que estás de nuestro lado.

¿Nuestro lado? Ina no sabía que era perteneciente a ningún bando. Solo sabía que estaba en contra de las injusticias de Mihria.

Quizás a eso se refería.

—¿Significa algo que yo lleve esto?

Él pensó un segundo antes de contestar.

—Significa que alguien en particular no te interrogará demasiado.

Asintió y cambió el pin de chucao por el azul. Como no tenía bolsillos ni nada donde guardarlo, se lo entregó a Hakone, quien prometió regresárselo cuando fuese a buscarla.

—Te ves muy bien hoy.

No pudo evitar avergonzarse ligeramente. Había elegido un vestido de una tienda junto con Yunis, aprovechando que tenía algo de dinero para gastar, aunque en un principio dudaba de la idea de comprarlo, pero Minerva insistió en la idea de que tener algo así para situaciones especiales nunca estaba de más.

Su compañera eligió para ella aquel vestido blanco con detalles plateados y mangas anchas hasta las muñecas. Como sabía que tendría frío ese día, aceptó una larga falda como la de su uniforme, aunque no solían ser las más cómodas para caminar, puesto que a veces la tela se enredaba entre sus piernas.

Suspiró justo cuando el comandante de la guardia real, el mismo hombre que estuvo con ella cuando salvó a la princesa, llegó a abrir la puerta. Saludó brevemente a Hakone y la dejó entrar.

El otro lado de aquella pared era simplemente hermoso. Los jardines que había previsualizado eran de un color verde brillante, lleno de vida, que rodeaban las calles perfectamente adoquinadas con patrones que deleitaban su vista. Sobre el barandal de todas las escaleras, se lucían macetas con flores aún vivas y del color de la primavera.

¿Cómo era posible un paisaje como tal en pleno invierno?

Habían elegido sabiamente árboles que se mantenían con sus hojas verdes todo el año, lo que le daba ese aire de riqueza vegetal.

No pudo evitar notar las almas de las aves escondidas entre las ramas, resguardándose del frío.

Frente a ella, una enorme edificación se alzaba. Era posible verla desde el laboratorio y al poco tiempo pudo darse cuenta de que ya había estado allí una vez, en el tejado.

—Le presento el castillo del rey Mihrii —comenzó el hombre extendiendo su brazo hacia la entrada.

El lugar parecía tan bien cuidado, que Ina no fue capaz de divisar el alma de ningún insecto sobre las paredes.

Apenas logró subir las escaleras para entrar al castillo, una alta y delgada mujer vestida como sirvienta se detuvo frente a ella, examinándola con la mirada y sin decir nada.

—Fue un gusto, señorita Tsuki —se despidió el comandante—. Ahora la dejo en manos de su majestad y su escolta.

La mujer asintió aún con el ceño fruncido para luego permitirle la entrada.

—El gusto fue mío —respondió Ina.

—¿Usted es la invitada de la princesa Amaia? —preguntó la mujer.

—Sí.

—Por favor guarde sus comentarios con la princesa y, pase lo que pase, obedezca todo lo que le diga. No puede estar en desacuerdo con ella, se lo recomiendo de mujer a mujer y de trabajadora a trabajadora.

Aquella advertencia parecía un mal presagio acerca de lo que podría suceder aquel día y, al mismo tiempo, una pequeña confirmación de los rumores que había oído de sus compañeras.

La princesa Amaia era simplemente hermosa. Frente a ella, lucía un largo y abrigado vestido color rosa muy claro, sobre el cual caían sus dorados risos que enmarcaban un rostro de porcelana con mejillas abultadas y coloradas. Sus ojos del color de las hojas en el otoño brillaban como cristales relucientes enmarcados por largas pestañas.

Sin embargo, su alma era completamente diferente. No había prestado atención a los detalles la primera vez que la vio, pero entonces pudo darse cuenta de que además de poseer el verde de la locura, también tenía rincones fríos llenos de tristeza que peleaban espacio con la ira.

Definitivamente no era alguien con quién pudiese estar abiertamente en desacuerdo.

Quiso Inclinarse levemente para saludarla, cuando comenzó a hablar.

—Si juntas tus rodillas estando de pie, ¿tus muslos se tocan?

¿Acaso era un código o una extraña forma de saludar en la clase alta?

—No.

—Perfecto. Estás muy flaca ¿te lo han dicho?

—Solo cuando estuve enferma.

—Enferma, entiendo. ¿De verdad eres tu la que salvó mi vida?

Su mirada recorría su cuerpo de lado a lado. Parecía no poder creer lo que veía.

—Mi nombre es Tsuki Irene, su majestad. Pero, puede llamarme Ina si así lo desea.

—¡Ina! Me gusta. Tienes suerte, no eres tan bonita como pensaba.

La mujer que se encontraba a su lado suspiró de alivio. ¿Qué significaba eso?

—No hablas mucho, ¿verdad? —continuó, mientras comenzaban a caminar por los pasillos del lugar.

—No acostumbro a ser el centro de las conversaciones.

—¡Qué bien! Odio en serio cuando las personas fuerzan conversaciones solo para tratar de agradarme ¿Te gustan las flores?

—Mucho. Trabajo con ellas.

—A mi no. Creo que son vanidosas sin sentido. Apenas les deja de dar un poco de sol, se marchitan o se esconden, como si quisieran su atención.

—Hay flores que hacen eso, sin embargo, también hay otras que crecen incluso en los lugares donde menos se lo espera.

—¿Dónde?

Ina recordó la vista del calabozo VI del fuerte Treng-Cai. Esa imagen la perseguiría por siempre.

—Entre las grietas de las rocas, por ejemplo.

—Parece algo falso.

—Le aseguro que no.

La charla se extendió por varios minutos mientras paseaban por los diferentes lugares del castillo. Era frío y gris, pero al mismo tiempo tenía un aire primaveral dado por las flores cortadas que adornaban cada pilar.

Ina pudo darse cuenta, gracias al paseo, que dentro de aquel lugar había muchos más guardias que del otro lado y todos parecían atentos a sus labores. Algunos de ellos ni siquiera pestañeaban cuando caminaban en frente suyo.

—¿Ves lo graciosos que son? Puedes tocarlos o hacerles cualquier cosa y ellos no te harán nada porque así son las reglas. Ve, jálale el cabello y veras.

Una primera orden. No podía negarse a hacerlo, pero al mismo tiempo sentía culpa por siquiera considerarlo. La mirada de la princesa en su nuca apresuraba su decisión.

Jalarle el cabello a un guardia no era tan malo, pero, de obedecer, podría darle órdenes más difíciles.

No quiso pensarlo más y lo hizo, pidiéndole perdón con la mirada a un guardia que ni siquiera hizo un gesto de desagrado con el rostro. Parecía una estatua y eso creería que fuese de no ser por el alma gris que había allí adentro.

Amaia estalló de risa.

—¿Lo ves? Son muy graciosos.

Ina sonrió sin ganas.

La tarde fue mucho mejor de lo que esperaba. Se sentaron a beber té y a comer delicias que Ina jamás había conocido, a las cuales la princesa llamaba "pasteles". No le dio más órdenes y fingió estar de acuerdo con ella cuando comentaba acerca de lo despreciables que eran las bestias del mundo exterior y los salvajes enmascarados que solo buscaban quemar el mundo.

Pese a eso, hubo un comentario que le costó mucho más digerir.

—¿Recuerdas el día en que encontraron a la mujer zorro muerta? ¡Dioses! Jamás sentí tanto placer como aquella vez. Por fin, uno de ellos acabó muerto después de tanto tiempo. Mandé a adornar mi habitación con colas de zorro. Te las mostraría, pero las retiraron hace dos días. Mamá dijo que era antihigiénico o algo así.

Algo tembló dentro de Ina. Tomó aire para mantener la compostura y reprodujo el cantar de los chucaos en su mente.

Su mandíbula estaba tan apretada, que le dolían los dientes.

—Es una lástima —dijo, por fin—. Me hubiese gustado verlo.

Una parte de ella decía la verdad. Sabía que, si presenciaba algo así, dejaría de dudar a la hora de buscar justicia por Ophelia.

Luego de beber un largo y ruidoso sorbo de té, la princesa suspiro.

—¿Sabes? Ya se nos acaba el tiempo y la verdad es que he disfrutado charlar contigo, pero necesito decirte algo en serio antes de que se acabe el día.

—¿De qué se trata, su majestad?

—Quiero, no, necesito que te presentes como mi enfermera personal. ¿Quién sabe cuántas veces más estaré en peligro por culpa de esos animales? Te necesito aquí, conmigo.

Su corazón se encogió por un momento. Había logrado agradarle a la princesa, pero eso también tenía consecuencias negativas.

No podía aceptar, pero, al mismo tiempo, no podía negarse.

La sirvienta no dejaba de dirigir su mirada de Ina a la princesa y, de la princesa, al suelo.

—Sería un honor, princesa —dijo, inclinando ligeramente su cabeza.

—¿En serio?, ¡qué alegría!

—Sin embargo —interrumpió a pesar de la severa mirada de la mujer frente a ella—, no puedo figurar como su enfermera, pues no me dedico a eso.

El rostro de Amaia cambió por completo. Uno de sus ojos tiritó al mismo tiempo que Ina pudo notar que los rincones de ira se hacían cada vez más y más grandes.

—¿Qué estás diciendo?

—Soy una herborista, su majestad, no una enfermera.

—¡Salvaste mi vida!

—Eso tengo que agradecérselo a la fortuna, pues en realidad, no sabía qué hacer.

—¡Serás mi enfermera personal!

—Discúlpeme, pero no soy enfermera.

En ese momento, la princesa comenzó a gritar mientras su sirvienta intentaba calmarla sin poder evitar retirar su mirada de desprecio de la herborista. Su alma se cubría poco a poco de miedo.

Lo había estropeado, hacer que la princesa perdiera los estribos de aquella forma solo le traería problemas a ella y a su sirvienta.

¿Qué debía hacer? ¿Quedarse y esperar que el berrinche terminara o huir para no regresar ni asomarse nunca más por esos lados?

—Usted es una persona muy interesante, señorita Tsuki Irene.

Se sobresaltó al escuchar una voz que venía desde su espalda. No lo había sentido llegar.

—Su majestad —masculló la sirvienta.

—Dese cuenta de que tratar así a mi hermanita no puede ser gratuito.

El príncipe Úzui. El hombre que había inscrito a Ophelia en su lista de posibles pretendientes.

No se parecía en nada a la princesa. Era mucho más alto y su cabello era oscuro y largo, pero lo que más marcaba la diferencia era su alma azul como la noche misma, pero al mismo tiempo brillante como las estrellas. Buscó en ella una pizca de verde, aunque sin encontrar nada. ¿De verdad estaban emparentados?

Abrazó a su hermana y acarició suavemente su cabello, echándole un vistazo rápido a Ina, quien permanecía sentada sin moverse de su lugar.

Su mirada se detuvo brevemente en el pin de Hakone.

—Sin embargo, es libre de retirarse ahora, si lo desea.

No lo pensó dos veces y se levantó, hizo una ligera y breve reverencia y comenzó a caminar por donde había llegado, acompañada por uno de los guardias.

Caminó tan rápido que sus piernas habían comenzado a doler por el esfuerzo, sin embargo, en cierto punto, se vio obligada a detenerse no por el dolor, sino por la sorpresa de un alma que se encontraba muy lejos de ella, hacia abajo, como si estuviese bajo tierra.

Esa alma llamó su atención tanto por su ubicación, como por su oscuro color rojo sangre cubierta por completo con heridas.

¿A quién pertenecería esa alma tan horrible?

—Camine, por favor —le recordó el guardia.

Tendría un momento para visitarlo en otra ocasión, pero sabía que, de no ser por la vista de algunas mujeres desechando kilos y kilos de comida en uno de los patios, habría estado pensando en ello durante todo el día y los posteriores a ese.

¿De verdad consideraban las sobras de tanta comida como basura cuando detrás de los muros interiores había tanta gente disimulando su hambre?

La vista de ambos lados de la muralla no era tan diferente, pero escondía sus secretos, como el alma bajo tierra.

Junto con el guardia, esperó la autorización de alguno de los comandantes para abrir la puerta y regresar a su hogar. Estaba cansada y solo quería dormir sin pensar en nada, pero al mismo tiempo quería hablar con Hakone, contarle lo que había visto y cómo se había sentido.

Sin embargo, él nunca llegó.

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