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Veintitrés

Así es como el ciervo nace

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El sol quemaba ligeramente su frente y su nariz. Dolía, pero aun así ella quería continuar jugando con esa especie de barro blanco que una de sus compañeras le había mostrado. Había logrado darle forma circular después de muchos intentos.

Sus manos eran considerablemente más pequeñas que la de la mujer que la acompañaba, pero también eran mucho menos ágiles, pues ella había trabajado durante años creando artefactos que se lucían y se exponían en toda la isla.

Frunció el ceño como siempre lo hacía.

—Quedaron muchas grietas. No lograste unir la mezcla.

—Pero por fin pude hacerla redonda —respondió ella con dificultad al pronunciar esas palabras con una voz infantil.

La mujer suspiró. Su alma no demostraba enojo, sino un intento de recobrar paciencia.

—Con práctica lo harás mejor. Ahora entra o te quemarás con el sol.

Después de eso, la imagen en el recuerdo de Ina se volvió negra.

Su pecho se infló en una gran bocanada de aire al abrir los ojos. No sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí.

San —recordó. Él había dicho algo de llevarla a algún lugar.

Movió sus brazos y piernas esperando estar inmovilizada, pero no lo estaba, podía moverse libremente.

Miró a su alrededor. Ella estaba sentada en una incómoda silla de madera, aún llevaba puesto su uniforme de herborista y su abrigo, lo que provocó que comenzara a sudar por el calor brindado por una flameante chimenea dentro de las estrechas cuatro paredes de madera.

Por la ventana frente a ella pudo ver la gran cantidad de árboles danzantes al compás del fuerte viento que resonaba en el tubo que ventilaba el humo de las llamas que calentaban la cabaña.

¿Dónde estaba?

—No puedo decirte.

Se sobresaltó al oír la voz de una mujer con largas y ascendentes orejas peludas blancas, al igual que sus pupilas. Llevaba el cabello corto y plateado, lo que resaltaban los delgados vellos claros que se asomaban por su cuello, escondiéndose bajo su ropa.

Su alma era tan blanca y tranquila como se veía su exterior. Le recordaba a la nieve tenue que caía lenta y armoniosamente desde el cielo en las noches más frías de Treng-Cai.

—¿Decirme qué?

—No puedo decirte dónde estás, Ina.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿Cómo sabes mi nombre?

La chica parpadeó.

—Lo sé todo. Todo lo que pienses llegará a mí, como si lo dijeras en voz alta. Estabas soñando con arcilla, ¿cierto?

Ina tragó saliva. Lo sabía todo de ella, sin embargo, ella no tenía ni idea de con quién estaba tratando. Esa persona le daba miedo.

—Me llamo Shi-Vy —continuó ella, sonriendo—. Soy inofensiva, lo prometo.

Estuvo tan concentrada en el alma de Shi-Vy, prendada por su belleza, que no reparó en la presencia de las otras que estaban cerca de ella, al otro lado de la pared.

Reconoció tres de ellas. ¿Qué hacían juntos?

La puerta de abrió de golpe y, de la habitación contigua, emergió la delgada figura de San, acompañada del obispo, quien se veía totalmente diferente a cómo acostumbraba, vestido con ropas casuales y abrigadoras.

—Shi-Vy, te pediré que nos dejes conversar tranquilos —mientras hablaba, San no miraba a Ina, la evitaba a toda costa y lo mismo hacía ella. Pensaba que estaban del mismo lado, pero ahora dudaba de todo lo que veía o sentía—. Ella tiene que hablar y nosotros también.

La chica solo asintió, comprendiendo sus instrucciones.

Detrás del obispo, una mujer alta, morena, musculosa y llena de cicatrices en sus brazos descubiertos y en su rostro se presentó ante ella con una mirada breve pero amenazante. Tenía una herida reciente en su cuello y sobre su ceja, lo que provocó que Ina no pudiera evitar mantener su mirada pegada a ella como si estuviese siendo provocada por un fuerte hechizo.

Su presencia era abrumadora.

Otra mujer más baja que ella apareció después. No había visto nada extraño en ella de no haber sido por sus delgadas piernas que terminaban en gruesas y firmes pezuñas. Al examinar su alma, se dio cuenta de que ya la había visto una vez.

Shi-Vy sonrió.

—San, ella ya lo sabe.

—Perfecto, nos ahorraremos explicaciones.

Se concentraba en la última alma, la que más disonancia le causaba en aquella melodía de almas extrañas que conformaban difusa pero hermosa canción cuando escuchó gritar a otra mujer, esta vez, una anciana.

—¡Un ciervo!

—Gracias, Baba —la calmaba Caeru—. Puedes regresar a dormir.

—¡Ciervo!

—Sí, un ciervo.

—¡Ciervo!

—Se lo diremos a Río.

—¡Ciervo!

Al terminar esa última palabra, que parecía total y completamente incoherente para Ina, la mujer se retiró voluntariamente.

El lugar la confundía. Estaba en presencia de dos felaias sin protección alguna ni para ellos, ni para ella misma. Podría intentar huir, pero ¿hacia dónde? No tenía ni idea el lugar en el que estaba ni tampoco si podía confiar en ellos.

Tenía miedo. Juró nunca más volver a pisar un templo en su vida.

Pero, el hecho de que nadie escondiera su naturaleza debería ser bueno, al menos nadie pretendía ser lo que no era como pasaba dentro de las paredes del palacio. 

Ese era el único indicio que tenía, estaba fuera de la jurisdicción de los guardias de Mihria.

Su corazón dio un salto al recordarlo ¿Dónde estaba Hakone?

—Señorita Irene —dijo la voz perteneciente a la tercera alma que conocía y la que más la inquietaba. No era capaz de comprender las razones por las que él estuviese allí con ellos —. Lamento mucho las condiciones en cómo nos conocimos, espero que podamos comenzar de nuevo, si me permite iniciar mi presentación...

—¿Qué hace el príncipe Úzui aquí? —lo interrumpió, importándole poco su título.

Estaba a la defensiva, en una situación como aquella debía estarlo.

El príncipe sonrió ligeramente, mostrándose satisfecho.

—Aquí no soy el príncipe, no te molestes en tratarme como tal.

El cambio en su lenguaje le dio la seguridad a Ina para seguir hablando.

—¿Quiénes son? —se dirigía específicamente a San, quien permanecía jugueteando con la punta de sus guantes mientras se encontraba apoyado en la pared.

—Ya lo sabes.

Ina suspiró.

—¿Para qué me necesitan los enmascarados?

Esa era la verdadera pregunta que luchaba por escapar a través de su garganta.

La mujer de las cicatrices alzó una ceja mientras que la de las piernas delgadas mostraba auténtica sorpresa.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó esta última.

—Tu eres el gato —respondió la herborista, casi susurrando.

Caeru fue el siguiente en hablar.

—¿Eso lo sabes porque lees almas?

Ina intentó rememorar las breves conversaciones que había tenido con él. En ningún momento le había hablado sobre eso. Era algo que solo Evee y Ophelia sabían.

Pero la felaia era parte de los enmascarados, ella perfectamente podría haberles revelado su secreto a los desconocidos.

Su corazón dolió por la decepción. Ophelia no sería capaz de hacer algo así.

—No fue Oh-Filia —intentó tranquilizarla Shi-Vy.

Ese nombre sonaba ligeramente diferente.

—¿Oh-Filia?

—Ese es el verdadero nombre de la persona que conoces como Ophelia. Ella no fue la que nos dijo que podías leer almas, fue una bruja que trabaja con nosotros.

Ophelia no era su nombre. Jamás habría esperado algo como eso, lo que hizo que su corazón doliera aún más. ¿Qué otras cosas le había ocultado?

Ya no importaba. Ella ya no estaba y tampoco estaba completamente segura de que el amor y la confianza que ella tenía por Ophelia fuera recíproco. Quizás todo el tiempo estuvo intentando consolarse a sí misma pensando que había sido especial.

—¿De verdad está muerta? —preguntó mirando sus zapatos, intentando no llorar. Aunque sabía la respuesta.

—Sí —respondió Úzui.

—Ella no se suicidó.

—No lo hizo.

—Entonces ¿por qué dejaste que todo el palacio creyera que sí lo hizo? —esa pregunta iba dirigida especialmente al príncipe.

—Porque no podemos tener el control de todo lo que queremos.

Y ella lo sabía, pero no era capaz de aceptarlo.

Caeru dio un fuerte y único aplauso, que resonó en toda la pequeña sala.

—¿Quieres hablar de lo que íbamos a tratar en el templo?

—Quiero irme —musitó—. Mi jornada recién inicia.

—Puedes estar tranquila, le dije a tu jefa que te descompensaste.

—Y esperas que ella lo crea.

—Lo hizo, con la ayuda de nuestro querido San.

Sintió decepción. Alguna vez pensó que quienes componían al grupo de los enmascarados eran personas con un agudo sentido de lo que era justo con un toque de heroísmo disfrazado de vandalismo. Pero, eran mucho más parecidos a Mihria de lo que creía.

A ambos bandos les gustaba jugar sucio.

—¿Qué quieren de mí?

Tuvo una sensación de amabilidad cercana al ver cómo Shi-Vy se le acercaba con una taza de té frío. De todo el lugar, parecía ser la persona más comprensiva y extraña del lugar y no pudo evitar sentir en ella un pequeño escape de toda la desconfianza que sentía.

—Evitaste nuestro acto de venganza por la muerte de Oh-Filia y decidiste tomar justicia por tus propias manos —era la primera vez que escuchaba a la mujer de las cicatrices hablar—. Usando su máscara, por cierto.

—Eso puso todos los ojos en nosotros —decía Caeru sin dejar de mostrar una expresión de preocupación—. Fuiste muy temeraria.

¿Cómo sabían eso? Se suponía que nadie, salvo Hakone, estaba enterado de que había sido ella quien había empuñado las dagas aquella noche sobre las paredes del palacio.

¿Acaso él también estaba con ellos? Y, de ser así, podrían saber dónde se encontraba y si estaba bien.

—Se supone que ellos creyeron que se trataba de un espectro.

—Y así fue —Por alguna razón, Caeru parecía emocionado—. Pero también hay personas que no creen en fantasmas y solo saben que era alguien vestida con la máscara del oso.

—Aun así, ¿cómo saben que se trata de mí?

No tenía caso mentir, no con Shi-Vy presente.

Caeru se llevó un dedo a sus labios.

—Nos lo contó un astuto zorro.

Eso despertó su curiosidad. Desde el día en que lo vio desde la ventana del hospital y, especialmente el día en que ocurrió lo que no quería recordar en el templo, que quería conocerlo, agradecerle por despertar en ella las ganas de luchar y por evitar que se convirtiera en un monstruo.

—¡Quiero conocerlo! —fue lo único que dijo, ante la sorpresa de los presentes.

El obispo soltó una ruidosa, pero corta risa al ver los ojos brillantes de la chica.

—Será en otro momento. Quizás ya lo conozcas.

Imposible, reconocería su alma en cualquier lugar.

...Si tan solo la recordara.

No pudo ocultar su vergüenza. No era momento para mostrarse entusiasmada por algo. La habían secuestrado, no podía perder la concentración por ningún momento o estaría vulnerable.

—¿No se supone que el príncipe estaría en desacuerdo con asesinar a su hermana?

Úzui, por primera vez, pareció perturbado.

—Solo nos une la sangre. Si ella muere, no ascenderá al trono.

—Pero, ¿no suele ser el hombre la primera opción?

—Puedo decir que ella es la favorita. Yo discuto mucho con mi padre. El que ella logre casarse y ascender al trono significa la continuidad de los deseos del actual rey —suspiró para continuar—. Y no queremos eso.

—Pero, ¿asesinarla?

—Era nuestra opción hasta que apareciste, heroína.

Úzui hizo especial énfasis en la última palabra al mismo tiempo que reverenciaba con un dejo de ironía, pero sin dejar de sonreír ni de mirar directamente a los ojos de Ina, como si estudiara su expresión.

—No comprendo. ¿Tiene que ver con la razón por la que mi nombre está inscrito en la lista de pretendientes?

El príncipe asintió.

—Es un pequeño premio por salvar la vida de mi hermanita.

—No quiero casarme.

—Tranquila, yo tampoco, pero eso no importa de momento. Cerraste un camino al salvar a Amaia, aunque abriste otro —Acto seguido, tomó asiento sobre una de las butacas que se encontraba cerca de ella y, sin dejar de mirarla, continuó—. Colabore con nosotros, señorita Tsuki Irene.

Colaborar. ¿Qué significaba esa palabra en esos momentos para ella? Perder la poca tranquilidad que le quedaba, no poder concentrarse en encontrar las respuestas que quería sobre quien fue ni tampoco en el futuro que quería construir para olvidar su pasado. Significaba ser usada como lo había sido durante tantos años. Por fin tenía algo de libertad y no quería que se la arrebataran por una equivocación. 

Sí, salvar a Amaia había sido un error y nunca había estado tan segura de ello.

—No —respondió con un hilo de voz—. No quiero ser usada otra vez.

Aquella afirmación dejó perplejo a Úzui, pero no así al obispo, quien se levantó de su asiento para acercarse a la herborista y hablar con suavidad.

—Tengo respuestas para ti. Podemos hacer un trato.

Respuestas. Eso era lo que estaba buscando, y sabía que ese hombre las tenía. De no ser completamente cierto, aun así sería capaz de ayudarla a encontrarlas. Aunque no le gustara la idea, Caeru era un importante aliado para ella en su búsqueda de su propia identidad.

Y los enmascarados eran aliados en su búsqueda de justicia por Ophelia.

Pero tenía miedo. No quería ni iba a repetir los mismos hechos que la mantuvieron cautiva como un arma en Líter.

Estaba tentada a decir que sí, pero era difícil. ¿Cuál de sus objetivos era más importante? ¿La tranquilidad o avanzar? De todas formas, no obtendría lo primero si solo se quedaba quieta, y había prometido no volver a ser una simple espectadora.

No era una decisión fácil, por lo que demoró varios minutos en volver a hablar.

—Necesitan una soldado inmortal y yo necesito avanzar por Ophelia.

De pronto, todas las almas parecieron congelarse, incluyendo la de ella misma.

—¿De qué estás hablando? —Caeru hacía trabajar su cerebro a máxima potencia para interpretar de la manera correcta las palabras de la chica, temiendo equivocarse.

¿Había dicho algo errado?

—¿No era eso por lo que me buscaban? ¿El zorro no se los dijo?

Temió haberlo estropeado todo. Si ellos no tenían intenciones de usarla de esa manera, ahora mismo sí estarían considerándolo al conocer su otra habilidad.

—Creo que olvidó mencionárnoslo.

—No puede ser.

La segunda vez que la mujer de las cicatrices habló, sacó de su bolsillo una daga plegable y, con un movimiento brusco, tomó el brazo de Ina y rompió el objeto en dos al chocar contra su piel, provocando que el filo volara y se estrellara contra el piso haciendo un ruido metálico.

Ina contuvo la respiración y ocultó su brazo, observando las reacciones de los demás. Todos mostraban una expresión perpleja a excepción de Shi-Vy, quien, por supuesto, sabía la verdad desde que la herborista lo recordó por primera vez.

Caeru no pudo evitar reír.

—¡Entonces lo que el comandante Demani dijo al confesarse era verdad! ¡Repeliste su espada con el cuello sin hacerte ningún daño! Pensé que estaba loco.

—Lo voy a matar —refunfuñó la mujer cuya daga se había roto—. Estas son cosas que no se olvidan decir.

—Habrá tenido sus razones. Recuerda que es el zorro, y nunca verás a un zorro que se entregue cien por ciento a un amo.

Sin siquiera darse cuenta del rápido movimiento de la mujer, Ina se encontró a sí misma mirando su rostro mientras ella sostenía su cara con una mano cálida y firme.

—A ver qué tan cierto es lo que dice esta.

—¡Ti-Kaya!

La voz del príncipe sonó fuerte en la habitación y la mujer la soltó, para luego irse en silencio al rincón donde había estado antes.

—Bien, querida —comenzó Caeru, ignorando por completo los acontecimientos recientes—. Estoy seguro de que ibas a verme al templo para preguntarme qué sé de ti y por qué te defendí la vez que dejaste que el Invunche descansada, ¿es correcto?

Ina asintió. Ya se había cansado de hablar tanto.

—Yo quería hablarte por algo similar —continuó—, pero no podía hacerlo allí porque a veces las paredes hablan.

—¿Y estas paredes no lo harán?

—Estas paredes juraron por sangre que nada de lo que se diga aquí podrá ser repetido afuera.

Miró a Ti-Kaya, la mujer de las cicatrices con desconfianza. ¿Qué le aseguraba que lo que decía era verdad?

—Me habías preguntado por las doce de Alantra aquella vez ¿Qué te llevó a ellas?

No lo sabía realmente. Reconocía la palabra y en aquel momento solo sabía que alguna vez había tenido familia y las había asesinado a todas. Por alguna razón se sintió identificada con la figura de la niña sin ojos y el agujero en el corazón, pero ahora sabía algo más allá de las conjeturas de ese día, solo que no era capaz de aceptarlo aún.

—Tenía curiosidad por las figuras —mintió a medias.

Shi-Vy tosió.

—Por alguna razón me sentí identificada con la figura de la niña —se corrigió. Había olvidado que no podía mentir.

—Honestamente no creo que seas una de ellas —el obispo de pronto parecía serio al hablar.

Eso sorprendió a Ina.

—¿Por qué no?

—La leyenda de las doce de Alantra fue real. Alguna vez ellas fueron la mano derecha de un dios al que le dieron la espalda para servir a la diosa del caos y la muerte, por lo que fueron castigadas y enviadas a la Tierra, condenadas a jamás salir de la isla donde se les había confinado y a no poder vivir como celestiales ni terrenales.

Se tomó una pausa para respirar, beber un sorbo de té y apuntar a Ina con un lápiz que llevaba en su mano sin saber para qué ni por qué.

—Si estás aquí significa que no eres una de ellas —continuó—. No podían salir de su isla ni tener hijos, aunque hubiese llegado un hombre que se divirtiera con todas.

El pecho de Ina se apretó. Si ella no era pariente ni descendiente de las doce de Alantra ¿Cuál era la conexión? ¿Quién era Ione en ese mundo?

—¿Ireia era el nombre de una de ellas? —preguntó aguantándose las ganas de esconder su rostro.

—Sí. La líder se llamaba...

—Priscilla —lo interrumpió.

El obispo se detuvo un momento.

—Correcto.

—No entiendo. Si ellas no podían tener hijos, entonces ¿quién es la niña que sale con ellas en el tallado del templo?

—Es la misma pregunta que me hago yo. Las doce eran solo doce. Y no podían tener hijos por una razón muy simple: once de ellas eran hermanas, nacidas de la carne y sangre de Priscilla.

—Era su madre —intervino Úzui.

—Eran parte de ella.

Estuvo a punto de hacer una pregunta para continuar la conversación, cuando sintió un alma conocida, muy familiar acercándose poco a poco hacia la puerta.

Se puso de pie rápidamente, aun con sus brazos y piernas temblando, mientras esperaba que su silueta se asomara por aquel umbral.

¿Qué hacía aquella alma ahí en ese lugar? Buscaba respuestas, pero no las encontraba ni siquiera entre el silencio eterno que reinó durante los próximos segundos. Quería susurrar y gritar su nombre al mismo tiempo.

Había echado tanto de menos esa alma cálida y fría. El sentirla cerca evocó en ella un montón de sentimientos confusos que solo amenazaban con hacerla llorar hasta secarse.

La figura de un corpulento hombre pasó por la puerta e Ina sintió que su alma se cayó a sus pies.

Aquel hombre no se parecía en nada a la mujer que la había acompañado en el sueño de aquella mañana cuya alma pertenecía.

—Pari —susurró sin poder creerlo.

Pari. Una de las mujeres a quienes había asesinado de niña, una de las artesanas del lugar donde había vivido con sus compañeras estaba de pie frente a ella, pero en la piel de un hombre con varias décadas encima y de apariencia imponente.

¿Qué había pasado con su alma? ¿Por qué la tenía aquel hombre?

Sus piernas cedieron cuando él la miró con el ceño fruncido, igual que cómo lo hacía ella para regañarla cuando no lograba moldear bien la arcilla.

La presencia del alma de Pari provocó en ella un aluvión de preguntas sin respuestas inmediatas. ¿Por qué cada vez que creía avanzar un paso, retrocedía tres?

Necesitaba tomar una decisión, rápido.

—Padre Caeru —comenzó—. Colaboraré. Pero quiero que me diga todo lo que sabe de las doce de Alantra.

El obispo esbozó una tenue sonrisa, llevando sus manos a sus bolsillos.

—Tenemos un trato —Al decir esto, estiró su brazo para estrechar su mano con ella—. Ahora podemos presentarte al resto del clan.

—No se equivoque, por favor.

El hombre detuvo de pronto la fuerza que apretaba la mano de Ina, mientras observaba como ella no dejaba de mirarlo directamente a los ojos, con una seguridad que ella jamás había llegado a sentir.

—¿Qué quieres decir?

—Colaboraré, pero no formaré parte de su grupo. No quiero encadenarme voluntariamente.

En ese momento, el príncipe se puso de pie y dirigió su mirada a la chica desde las alturas. Se veía imponente, mucho más de lo que había imaginado alguna vez.

—Estés dentro o no, desde el momento en que pisaste este lugar, se te bautizó como la manifestación del espíritu del ciervo. Bienvenida.

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