Veintiocho
Gotas en los bosques de Verni
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El sonido del galopar de los caballos y de las ruedas de la caravana chocando contra las piedras que mantenían en un constante baile vibrante a los viajeros llenaba los oídos de una herborista novata que moría por entender los secretos que se escondían fuera de las paredes.
Sus manos frías jugueteaban con una pequeña gota de agua caída del cielo que había recogido al estirar su brazo fuera de la protección de la lona que cubría la carreta.
La lluvia era hermosa, pero el clima que garuaba tenía sus encantos. Aquellas pequeñas gotas cubrían poco a poco todo a su paso, mojando la superficie sin que lograran percatarse hasta que fuese demasiado tarde. Con delicadeza. Con paciencia.
Se preguntó si Hakone y el cochero estarían empapados por la fina capa de agua que cubría las hojas verdes que se lucían al interior de los bosques de Verni.
Pestañeó rápidamente dos veces. Se sentía extraña, de una manera que nunca antes lo había estado. Por un momento, se encontró deseando que el comandante sí estuviese luchando contra las gotas que agua. ¿Acaso estaba molesta con él por haber intentado eximirla del viaje al que, por unos segundos, había sentido tanto entusiasmo por ir?
Si la vista fuera de las paredes del fuerte Treng-Cai le había parecido maravillosa, lo que le ofrecía el estar fuera de Mihria era mucho mayor. Libertad absoluta, sin muros de piedra ni líneas imaginarias que dividían dominios entre personas. Solo almas de insectos, árboles y animales que convivían armónicamente en una relación de dependencia mutua donde nadie le hacía daño a nada gracias a intenciones egoístas.
Definitivamente no había querido perdérselo por nada del mundo.
Sintió como Yunis, Asami, Rina y Estibaliz —las dos enfermeras que viajaban con ellos— se sobresaltaron al momento en que Hakone abrió la lona cuando la carreta se detuvo.
Ina no pudo mirarlo por mucho más de un segundo al notar que su cabello mojado tapaba ligeramente su frente y sus ojos. Realmente no quería verlo así mientras ella y el resto de sus compañeros se encontraban cómodos, secos y en silencio bajo la protección de la lona. Y se arrepintió de haberlo deseado.
—Nos detendremos aquí un momento para alimentar a los caballos y dejarlos descansar antes de continuar —informó el comandante.
Ina sentía su mirada pegada a su nuca.
—¡Gracias a los dioses! —exclamó Yunis, pegando un salto para levantarse— Necesitaba con urgencia un baño.
Estibaliz rio. Su alma era tan enérgica como la de Yunis, similar a un torrentoso río que arrasaba con todo en pleno verano bajo el sol fulminante. Todo en ella le recordaba la época estibal, en especial la mezcla entre azul y naranjo que la recorría de rincón a rincón en trazos heterogéneos, como pintura en el agua.
—No creo que encuentres un baño aquí, en medio del bosque —inquirió ella.
—Una vez escuché que, en la naturaleza, cualquier lugar se puede transformar en uno.
Dicho eso, salió de la carreta, seguida por Rina, quien pareció estar de acuerdo con la idea.
—Tu también puedes salir, si quieres —le dijo Asami con suavidad. Su voz parecía un cansado canto de aves nocturnas.
Ina asintió. Quería ver desde más cerca todo lo que se había estado perdiendo estando rodeada de paredes en su pasado y en su presente.
Cuando sus pies pisaron la tierra húmeda, sintió el familiar olor que emanaba esta y las hojas de los árboles al estar en contacto con la lluvia, como si se tratara de la sangre que corría por las venas de un gran dios. Dejó que aquel aroma inundara sus pulmones y reemplazara los recuerdos que solían acompañarlo acerca de su pasado. Estaba segura, podía ver, no había armas cerca. Solo almas de animales revoloteando y alejándose de ellos.
Asami se encontraba a su lado, observando las copas de los árboles con tanta fascinación, que Ina pensó que alguna vez él había estado en su misma situación, aunque su alma no diera indicios ello.
—A veces me pregunto si los árboles sienten amor —fue lo que dijo luego de un suspiro.
Ina no pudo evitar el impulso de mirarlo.
—¡Perdón! Fue una reflexión extraña —se disculpó él—. Y creo que era algo que me lo decía más a mi que a alguien más. Por favor, olvida que dije eso.
Dolor. Había mucho dolor de una pérdida en su alma.
—Me gusta pensar que sí, de lo contrario, no estarían vivos —respondió, pese a la petición de Asami.
Él solo le dedicó una sonrisa y se acercó a la carreta que llevaba los suministros.
Allí se encontraba, sola, observando con la mirada y todos sus sentidos la naturaleza que la rodeaba, disfrutando cada gota minúscula de agua que caía sobre su cabeza y su frente. No le importaba que sus manos dolieran por el frío ni que el aire que entraba por su nariz dejara un camino congelado hacia su interior.
Los cantos de las aves eran interrumpidos por las conversaciones entre sus acompañantes, pero continuaba oyendo la armonía entre aquellos sonidos, lo que le hizo querer cerrar los ojos y perderse en ellos para siempre.
Uno, dos, tres...decenas de almas rojas bailaban a su alrededor sin que pudiese verlas. Evitando que prestara atención a las pocas de colores que se encontraban escondidas entre los árboles, observándolos con detenimiento.
Abrió los ojos de pronto. ¿Qué hacían mirándolos?
Buscó a Hakone con sus ojos, olvidando su molestia por un segundo. Al verlo conversando con uno de los cocheros al tiempo que acariciaba la cabeza del caballo moteado, gritó su nombre.
Fue cuando sus miradas se encontraron, el momento en que sintió un ligero silbido detrás de ella seguido de un quejido ruidoso que provenía de uno de sus compañeros de viaje.
La mirada de Hakone se ensombreció al instante.
Habían herido a Asami.
Apenas lo vieron recostado en la tierra con una flecha enterrada en su brazo derecho, el grupo de desconocidos salió de su escondite de entre las hojas de los árboles. Sus rostros estaban por completo cubiertos con distintas prendas que hacía imposible reconocerlos solo con la vista. Les recordaban vagamente a los enmascarados que asaltaban Mihria, pero se encontraban a varios kilómetros de la ciudad amurallada, además, no parecían tener la misma organización que ellos.
Mientras Asami chillaba de dolor, Ina corrió hacia él para alejarlo a rastras de la carreta de suministros, el cual era claramente el objetivo de sus atacantes.
—Sácala, Ina, por favor —rogaba entre lágrimas y sollozos.
No tenía nada para detener la hemorragia que produciría, así que negó con la cabeza.
—¡Rina! —gritó. Sabía que ella estaba cerca.
La enfermera no tardó ni un solo segundo de salir de entre los árboles, con el pánico asomado en sus ojos mientras buscaba con la mirada a Ina, quien sostenía a Asami con cuidado.
Era increíblemente ligero, lo que le sorprendió demasiado para tratarse de un hombre de edad adulta.
—¡Madre mía, Asami! —exclamó Rina al verlo —Ven, Ina. Tráelo a la carreta, necesitamos sacarle esa cosa, pero no aquí.
Ella asintió y obedeció, ignorando el olor de la sangre y el sudor del guardia.
Mientras caminaba, alzó la vista para encontrarse con Yunis y Estibaliz, quienes corrieron hacia ella y la ayudaron con Asami.
Pudo observar, muy cerca de ella, como Hakone caminaba tranquilamente hacia los bandidos que entraban a la carreta de suministros y salían con las cajas llenas de comida y medicamentos que poco antes habían cargado.
«¿Qué está haciendo?», pensó.
Aquellos hombres y mujeres lo ignoraban. Era obvio que, para ellos, era mucho más importante el contenido de la carreta que el intentar luchar contra sus escoltas.
Pero Ina no soportaba verlo quedarse parado sin hacer nada. ¿Acaso era cierto que no era capaz de imponerse frente a los demás pese a que de eso constaba su trabajo?
Dejó a Asami a cuidado de los otros y comenzó a caminar hacia los ladrones. No podía dejar que hicieran lo que quisieran con los suministros. Había más personas que los necesitaban, ellos no eran los únicos.
Una mirada seria y fría se dirigió hacia ella desde Hakone. Estaba molesto, pero aún así se movía como si no tuviera intenciones no hacer nada al respecto.
—No harás nada —le dijo en voz baja.
Frunció el ceño. No iba a quedarse así. No tenía armas, no iba a asesinar a nadie.
Pero, conocía a Hakone. Así que decidió confiar en él.
El comandante, que era ignorado por los bandidos que pasaban frente a él, con un rápido y calculado movimiento, tomó el brazo de uno de ellos y atrajo su cuerpo hacia sí, al mismo tiempo en que, con su otra mano desenfundaba una daga que llevaba escondida dentro de su abrigo. Por supuesto que estaría preparado para cualquiera de esas eventualidades.
Sostuvo a la chica que había logrado capturar y posó el filo de la navaja en su cuello, pero sin hacerle daño. En ese momento, todos los demás ladrones se detuvieron, algunos incluso dejaron las cajas que cargaban en el piso.
Hakone no dijo nada, ni una sola palabra para tener la atención de todos.
—¡Déjenme! —gritó la chica— ¡Váyanse sin mí!
—No lo harán —susurró él, para luego alzar la voz—. Hirieron a uno de mis hombres y creen que se irán con los suministros gratuitamente.
Ina observó a su alrededor. Normalmente, cuando se encontraban en una situación similar, quien tomaba de rehén a alguien corría grave peligro por lo que pudiesen hacer sus compañeros. Eran incontables veces las que había visto aquella maniobra y, la mayoría de ellas, acababa con una flecha en la cabeza del que creía que estaba en posición de exigir.
Su corazón comenzó a latir rápidamente. Tenía miedo. No podía perder a Hakone.
Pero, nadie estaba amenazándolo a él. Solo pudo ver a un hombre de rostro cubierto con un arco, pero este no tenía flechas.
¿Se había dado cuenta Hakone de eso mientras parecía no hacer nada?
—¡Suéltala! —gritó un muchacho mientras saltaba de la copa de un árbol.
El comandante sonrió. Ina quería saber qué era exactamente lo que estaba pensando.
—Les doy exactamente tres minutos para devolver todo e ignoraré lo que le hicieron a mi compañero.
El alma del hombre de rostro cubierto ardía como la más grande fogata, pero no de rabia, sino de vergüenza e impotencia.
—Solo déjala ir. Así no tomaremos a las mujeres que llevas contigo también.
Hakone soltó una pequeña e irónica risa. Nunca lo había visto así, lo que le hizo sentir un ligero temor. Primero, no sabía por qué no hacía nada, pero ahora, temía hasta dónde era capaz de llegar.
No respondió sino hasta dirigirle una mirada a Ina, como si quisiera expresándole sin palabras que prefería morir antes de ponerla en riesgo. Incluso sabiendo de lo que ella era capaz de hacer.
—No harás eso. En cambio, yo...— Al pronunciar esa última palabra, presionó con un poco más de fuerza la daga en el cuello de la chica, quien había soltado un gemido de terror.
Su alma estaba profundamente cubierta de miedo. Miedo a Hakone y lo que podía hacer.
—¡Tiene un hijo!
—Oh, ¿en serio? Entonces no querrás dejar a un niño sin su madre.
No pudo evitar ver a Ophelia entre los brazos de Hakone. Por un momento, había olvidado por completo la razón por la que la caravana había dado inicio. No era solo una tradición impuesta, tenía una razón detrás. La de ayudar a quienes lo necesitaban fuera de las paredes del palacio que lo concentraba todo.
Ophelia vivía en Mihria, pero ella y la chica frente a ella no eran distintas. Ambas luchaban por sobrevivir y cuidar a sus hijos a su propio modo. La diferencia era que la bandida aún tenía una oportunidad.
¿De verdad Hakone era capaz de arrebatarle la vida?
Su alma le decía que no. Desde un inicio, incluso antes de saber que era madre, él no había tenido la intención de hacerlo.
—Déjenme —sollozaba la mujer—. Al menos le habremos ganado una batalla a esos bastardos de Mihria.
Estaba dispuesta a dar su vida. Tal como lo habría hecho ella.
Hakone suspiró y observó a su alrededor. Yunis, Asami, Rina y Estibaliz no estaban a la vista. Le rogó con la mirada a Ina que hiciera lo mismo y desapareciera.
Pero ella no se iría. Confiaba en él, confiaba en la idea de que no haría lo que tanto había insinuado. No después de Ophelia.
—Bien —comenzó él en voz baja.
Dirigió su mano libre dentro de su abrigo, lentamente, sin dejar de mirar al hombre que tenía en frente, sin mover ni un solo centímetro la daga del cuello de la mujer.
El sonido del silencio inundó el bosque, dejando como protagonista el choque de las gotas de agua contra las hojas y la respiración agitada de la prisionera.
Cuando Hakone retiró su mano, una brillante luz azul se reflejó entre sus dedos, proveniente de una piedra con forma de flama que Ina conocía bien: el pin que Hakone le había prestado cuando fue invitada a los interiores del palacio.
Fue entonces, cuando comenzó a escuchar la respiración agitada de todos los bandidos que estaban a su alrededor.
El hombre, hipnotizado por la vista de aquella piedra, llevó sus manos a su rostro y lo descubrió. Ina no pudo apartar la vista de uno de sus ojos hinchados sobre una expresión de perplejidad.
—¡Es usted! —exclamó, confundido— Pero, viene de Mihria.
La mirada de Ina se posaba en Hakone, luego en la mujer y en el hombre, para solo regresar a él nuevamente.
¿Se refería al secreto de su apellido? ¿Era posible que fuese reconocido como tal tan solo por una joya?
Recordó la vez que conoció al príncipe Úzui. Antes de perdonar su atrevimiento con su hermana, su mirada se había posado en el pin prestado.
—No lo digas —lo calló Hakone—. Soltaré a tu compañera, pero, a cambio, necesito que nos regreses todo. Hay más pueblos aparte del tuyo que necesitan ayuda y estamos aquí para ellos también.
—Señor, en serio lo respeto, pero no dejaré a mi aldea sin alimento.
—No tenemos mucho que discutir entonces.
—¡Necesitamos las medicinas! —intervino Ina, sin pensarlo— Uno de los nuestros fue herido por ustedes y tenemos lo necesario para ayudarlo.
El hombre apretó sus puños, analizándola con la mirada.
—Bien, regresaremos parte de las medicinas.
—Todas —inquirió Hakone —. También los alimentos.
—No, Nolan —comenzó la mujer—. La comida vale mucho más que mi vida.
—Tu vida no vale más que un par de meses con el estómago lleno si después volverán a morir de hambre —Luego de pronunciar eso, guardó la joya donde estaba—. Les propongo algo: nos regresan todo, olvidan que fui yo quien estuvo aquí y, a cambio, ella sobrevive y su aldea recibirá raciones de nuestra parte periódicamente.
El hombre frunció el ceño, desconfiado mientras Ina intentaba comprender el significado de sus palabras. Entendió por qué probablemente él prefería que ella se mantuviera escondida, sin oír nada.
Su cabeza era un caos, al igual que su corazón.
—¿Cómo estaremos seguros de que cumplirás?
—Si sabes quién soy, entonces asumo que eres el líder de esta banda. Sabes que siempre cumplo. Además, realmente tienes dos opciones: aceptar pese al riesgo o ver morir a tu compañera y no conseguir nada, porque estoy pidiendo de regreso las cosas solo por cortesía.
Nolan suspiró, aún con su ceño fruncido y con sus manos temblando. ¿A qué le temía? Su alma demostraba que creía en cada palabra que Hakone le decía, y no solo él, sino todas las personas a su alrededor también.
Cuando el comandante soltó a la mujer, esta se llevó su mano a su cuello e Ina corrió hacia ella. Solo una leve marca de presión era visible, pero se encontraba por completo ilesa. Su corazón parecía latir a mil pulsaciones por minuto mientras que su alma se cargaba de angustia, miedo y tristeza. No podía ver su rostro, pero era evidente que estaría cubierto completo de lágrimas y lluvia.
—Tranquila —le susurró Ina—. Eres muy valiente, tu hijo estaría orgulloso de ti, pero te necesita.
Entre sollozos, la mujer descubrió su rostro. Tenía sus ojos rojos e hinchados por el llanto, al igual que sus labios. Ina limpió sus lágrimas con una de las pocas partes de su ropa que aún se encontraba seca y limpia.
—Gracias —musitó en respuesta la mujer—. Ustedes no eran quienes creíamos.
—Estamos para ayudar, pero se equivocaron. Atacar fue una mala idea.
—Creímos que eran vasallos del rey.
—De cierta forma, lo somos, pero no significa que también tengamos que ignorar sus necesidades.
Cuando se puso de pie, Hakone no estaba junto a ella, sino que observaba con atención cómo la mercancía robada era devuelta a su lugar.
¿Qué clase de influencia tenía que era capaz de provocar una reacción como aquella? No pareciera tener que ver con su rango de comandante, era algo mucho más allá. Algo sobre lo que temía preguntar, pues no quería enterarse de que el Hakone que conocía era una fachada que había comenzado a querer.
Sintió miedo de no conocerlo realmente.
¿Cuántos secretos más escondía?
Recordó a Asami y corrió hacia la carreta de suministros para tomar una de las cajas con medicinas. Había dejado pasar mucho tiempo y eso carcomía su conciencia. Las necesitaba ya.
—Pueden quedarse con las tres cajas restantes —escuchó decir a Hakone mientras de alejaba—. Como garantía del trato.
Con algo de suerte, Asami estaría bien bajo el cuidado de las dos enfermeras y de Yunis, pero su distracción las había obligado a hacerlas esperar innecesariamente.
Al entrar a la carreta, vio a Asami sudando mucho más que antes. Estaba asustado, pero manteniéndose en una aparente calma pese al dolor que recorría gran parte de su cuerpo.
Sentado sobre uno de los taburetes, apretaba su puño izquierdo sobre su rodilla. A su lado, Yunis le hablaba acerca de las locuras que vivía en el laboratorio de herbología, para mantenerlo distraído mientras Estibaliz y Rina observaban la herida sin tocarla.
—¡Traes nuestras cosas! —exclamó Estibaliz al verla, aliviada mientras le arrebataba la caja de las manos.
—Necesitaremos ayuda de al menos una, ¿entendido?
Yunis e Ina asintieron ante las palabras de Rina.
—Bien —continuó ella—. Necesitamos quitarle la flecha. Asami, te va a doler un poco más y necesito que resistas e intentes no moverte.
—Sí —musitó el guardia con un hilo de voz.
Rina lavó sus manos antes de que Estibaliz abriera la caja y le vertiera cuidadosamente un poco de alcohol sobre ellas. Acto seguido, tomó la flecha con una de sus manos mientras sostenía la clavícula de Asami con la otra. Inspiró y comenzó a quitarla suavemente entre gritos agudos inútilmente reprimidos.
Yunis respiraba nerviosa. No era capaz de ver.
—Perdón, yo solo hago medicinas, pero las heridas me son algo difícil —se excusó esta al notar que Ina la miraba.
La entendía y le hubiera gustado poder decir lo mismo siendo verdad.
—¡Listo! —exclamó Rina, lanzando lejos la flecha— Rápido, ayúdenme a quitarle el abrigo.
Fueron Ina y Estibaliz quienes ayudaron en ese proceso, mientras Yunis continuaba caminando de lado a lado nerviosa, sin saber exactamente que hacer.
—¿Cómo está Asami? —chilló Hakone entrando a la carreta.
—Estamos en eso, comandante —respondió Estibaliz—. Necesitamos su ayuda para desvestirlo mientras preparamos todo.
—¡No! —exclamó el guardia— Por favor, señor. Salga de aquí.
—Voy a ayudarte, aunque no quieras.
—Por favor, me ayudaría más si no se encuentra aquí.
Hakone parecía atónito, completamente. Luego de lo que parecieron largos segundos, suspiró.
—Asami, ya lo sé.
Inmediatamente después, el comandante se retiró de la carreta, pero no se mantuvo lejos, pues Ina podía sentir su alma pegada a la espalda de su compañero desde el otro lado de la lona.
Al desvestirlo, una lágrima cayó por su rostro, evidenciando la razón por la cual se encontraba tan preocupado con la idea de que su superior lo viera.
Ignoraron las apretadas vendas alrededor de su pecho que escondían su mayor secreto para ejercer presión con una venda limpia sobre la herida punzante que no logró atravesar su cuerpo de un lado a otro.
Rina se dedicó a limpiar la herida, mientras Ina buscaba la pomada adecuada entre las muchas empacadas. Estibaliz la aplicó y vendó.
—Asami —comenzó Yunis—. No le diremos a nadie, no te preocupes por eso.
Nuevamente, el sonido del silencio se hizo presente, esta vez con forma de incomodidad.
Asami cubría sus pechos vendados con vergüenza. Su rostro estaba por completo enrojecido en una mezcla de dolor aun existente con preocupación y desconfianza.
—Por favor, déjenme sola un momento —dijo con un hilo de voz—. Necesito pensar las cosas.
—Déjanos ayudar a vestirte al menos —inquirió Yunis—. Ya no hay nada que ocultar.
Ella solo asintió.
Ina fue la primera en salir. El agua que caía sobre sus cabezas se había detenido y ya no había rastros de ninguno de los ladrones. El sonido de las aves había vuelto a adueñarse del ambiente auditivo, dejando solo como un recuerdo los gritos de Asami y el llanto de la mujer a manos de Hakone.
Prefería el silencio acompañado por notas agudas de chucaos.
Sin darse cuenta, había comenzado a tararear otra vez.
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