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Veintidós

Todo en una sola mañana

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«Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla. Priscilla.»

La viva imagen de su madre sentada frente a ella en su habitación sin dejar de mirar hacia el vacío se robó el sueño de aquella noche. Sus ojos no estaban calcinados, pero bajo sus cuencas se asomaban gruesas y oscuras bolsas que solo demostraban su cansancio.

No tenía alma. Era de esperarlo, pues ella misma se había encargado de deshacerla.

—No llores, luz de luna —murmuraba Priscilla—. Lo que tienes en frente de ti no es tu madre, es solo el recuerdo que no quisiste recuperar de aquel libro.

Ina pasó una mano por su rostro húmedo. ¿Por qué lloraba por ella?

No tenía deseos de recordarla. De las pocas cosas que sabía sobre sí misma, el rechazo de su madre siempre la había atormentado. ¿Qué había hecho ella para merecer algo así?

Quizás el libro tenía alguna respuesta.

No. Ese libro habla de Ione, no de ella. Ina no era la luz de luna roja de la que él hablaba.

Sí lo era.

Aquel paseo a los interiores del palacio había hecho que se olvidara momentáneamente de la conclusión a la que había llegado luego de su lectura, así como lo habían hecho sus bailes con Hakone.

Pero él había desaparecido. Ya habían pasado tres días sin saber absolutamente nada del comandante.

Un hombre mayor había tomado su lugar, pero sin usar su característica capa blanca ni su juego de insignias, por lo que imaginó que se trataría de una medida temporal.

¿Pero qué había de él? ¿Se había ido sin despedirse de ella?

O peor aún, ¿había sido capturado?

Su corazón comenzó a latir rápidamente. No quería pensar en otra pérdida, no en él, que se había convertido en su apoyo durante las últimas semanas. No quería perderlo a él.

¿Qué haría si sus miedos fueran reales?

«Quemarías todo», dijo la voz en su interior.

El sonido de su puerta siendo golpeada por las almas de Tamara y Aline hizo que la imagen de Priscilla desapareciera.

Aún era temprano y no había salido de su cama, por lo que todavía vestía aquel camisón que Ophelia tanto odiaba.

Suspiró y abrió la puerta al mismo tiempo en que ambas chicas saltaron sobre ella gritando algo que no llegaba a comprender.

—¡¿Ya viste, Ina?! —Aline parecía mucho más emocionada que de costumbre.

—No. Acabo de despertar.

—¡No puedo creerlo!, ¡tienes que acompañarnos ahora!

—¡Aline! —interrumpió Tamara—, deja que primero se vista.

Apenas hubo terminado de calzarse sus zapatos, las chicas la llevaron rápidamente hacia el ágora, el cual estaba infestado de personas y almas susurrantes, mucho más que en la fiesta de cumpleaños de los príncipes y mucho más que cuando descubrieron el cadáver de su amiga. Pero había algo distinto.

Esta vez todos se volteaban a observarla, solo a ella.

—¿Aline? —Ina ya había comenzado a asustarse.

—Cállate y míralo por ti misma.

—No, Aline. La última vez que vine...

—Te prometo que es algo totalmente distinto.

Aline la llevaba sujeta de la muñeca mientras gritaba "aquí viene", provocando que todas las personas a su alrededor se apretaran entre sí para cederle el paso.

Cuando llegaron al escenario, Ina no vio nada diferente. Estaba por completo vacío a excepción de la lista publicada de los candidatos a comprometerse con los príncipes que había estado allí desde la festividad.

Aline apuntó con un dedo uno de los nombres.

Abbey Ophelia.

Su nombre estaba tachado de la lista, lo que hizo que su corazón se encogiera. Había logrado recuperar parte de su reputación gracias a las cosas buenas que había hecho e incluso logró ser nombrada candidata. Aquel día no entendía la importancia que este acontecimiento tenía para ella. Había una razón por la que rebozaba felicidad por el anuncio pese a no interesarle en absoluto el puesto.

Esperanza de ser perdonada.

—No es esto lo que querías mostrarme, ¿verdad?

—No. Es esto.

Al terminar de pronunciar esas palabras, movió su dedo a un nombre que estaba escrito más abajo, al final de la lista. Su nombre.

Tsuki Irene.

No. No. No. ¿Por qué estaba su nombre ahí? La reunión con la princesa había sido un completo y rotundo fracaso. Ina asimiló que se trataría de una condena para ella, un castigo disfrazado de premio por haber hecho algo bien.

Su corazón se detuvo cuando escuchó aplausos. No entendía nada de lo que sucedía a su alrededor. ¿Por qué celebrarían el nombramiento de una extranjera que hasta unos pocos días atrás no tenía profesión ni apellido?

—Salvaste la vida de la princesa —Tamara pronunció esas palabras con seriedad—. Ahora todos lo saben y celebran eso. Eres como una heroína.

—Pero fue solo una casualidad.

Desde que conoció en persona a Amaia, una parte de ella se arrepentía de haberlo hecho.

—La enfermera más experimentada no pudo, pero tu sí. Y aquí tienes tu reconocimiento.

—No es posible. Lo estropeé todo en la visita, la hice enojar.

—Fue el príncipe quien te nombró, no ella.

Ina negó con la cabeza. Jamás había imaginado algo como eso y la reacción de las personas alrededor de ella la perturbaba.

—Apenas lo vi, ni siquiera hablamos.

—Consideremos que fue amor a primera vista —Aline parecía mucho más feliz que cualquier otra persona.

—Aline. Sabes qué es lo que te diría Yunis si estuviese aquí.

Yunis no estaba presente con ellas. No pudo sentir su alma en ningún lado.

—¿Dónde está Yunis? —preguntó alejándose del ágora.

—En su habitación —respondió Aline—. No quiso salir.

Eso la preocupó muchísimo. Durante las últimas semanas, Yunis había perdido parte del color de su alma y de su rostro. Estaba más apagada y triste, algo que sus compañeras también notaron. Ya no molestaba a Aline ni hacía bromas, tampoco se enojaba y parecía distraída gran parte del día, a veces sin decir ni una sola palabra.

—A mí también me preocupa —pronunció Tamara sonriendo hacia su compañera, una sonrisa que escondía tristeza.

En algún momento, sin siquiera notarlo, las tres se encontraron frente a la puerta de la habitación de Yunis. Cada vez que tocaba, solo respondía el silencio, pero Ina sabía que ella se encontraba adentro.

Decidió seguir golpeando cada vez con más insistencia ante las miradas confusas de las herboristas.

Su alma se estremecía cada vez que gritaba su nombre, hasta que obtuvo una respuesta.

—No iré a trabajar hoy, déjenme sola.

Su voz parecía cortada y débil. El corazón de Ina comenzó a latir rápidamente al sentir que algo le había pasado, algo malo. Siguió golpeando.

—¡Déjenme tranquila! ¡Maldita sea!

—Si no sales, entraremos nosotras. —Tamara había sacado voz de un lugar que Ina jamás supo. Había comenzado a molestarse, algo que creyó que jamás sucedería, en especial con ella.

—Si lo hacen, las golpearé a las tres.

—Yunis —comenzó Ina—. Estamos preocupadas por ti.

—No hay nada de qué preocuparse. Váyanse y díganle a Minerva que iré mañana.

—Tu eres más importante.

—No, Ina. Váyanse por favor, no las necesito.

—Te necesitamos a ti, Yunis. Por favor, déjanos entrar.

Ni siquiera supo qué había dicho. Solo sabía que luego de pronunciar las últimas palabras, el silencio reinó, pero ella sabía que Yunis había decidido moverse hacia ellas lentamente y dudosa.

Su alma por poco parecía rota, embargada por la tristeza y el arrepentimiento.

—Solo tú, Ina —dijo con un hilo de voz para luego abrir la puerta sin dejarse ver.

Ella entró rápidamente luego de intercambiar miradas con Tamara y Aline.

Su habitación tenía una sola cama, la cual se encontraba aún desordenada, sin embargo, le preocupó ver vidrios rotos en el suelo en el que Yunis caminaba descalza, así como una gran cantidad de objetos regados por todo el lugar.

Una mancha de algo líquido adornaba una de las paredes.

—¿Qué pasó aquí? —preguntó.

—Tuve una noche difícil, perdón por hacer que te preocuparas.

Por primera vez, miró su rostro, el cual cubría parcialmente con su cabello cada vez más largo, dejando ver solo uno de sus ojos.

Ina lo adivinó de inmediato. La conocía bien, la Yunis real jamás cubriría su rostro de aquella manera, no después de pasar meses discutiendo con Aline sobre los beneficios del cabello corto para no entorpecer la visión. Algo escondía.

Un ligero olor a sangre llegó hacia ella. Era inconfundible.

Sin decir nada y sin pensarlo dos veces llevó su mano hacia su rostro y levantó el mechón, dejando al descubierto un corte en su ceja que se extendía hacia su párpado, obligando a mantener su ojo cerrado por la hinchazón que la herida había provocado.

—¿Qué te sucedió?

Yunis quitó con un golpe la mano de Ina de su cara.

—¡Te dejé entrar a ti porque eres la menos intrusa!

—Yunis, no estás bien.

—Si lo estoy, solo fui un poco torpe. Quise cortarme el cabello y...

Se detuvo. No iba a continuar el relato.

Pero Ina solo le creía la mitad.

—Querías cortarte el cabello.

—Sí, pero me hice esto con las tijeras.

Esta vez no le creía nada.

—¿Fuiste tu?

—Sí. Quiero decir, Kairos estaba conmigo.

No iba a decirlo. Yunis no era capaz de pronunciar su nombre sin que su alma temblara de miedo. Se sintió mal, impotente por su amiga, quien la había ayudado tantas veces; tan mal que olvidó por un minuto que estaba allí para consolar y convencer a su compañera de hablar con las demás.

Yunis rompió a llorar.

Es pequeño y sincero acto hizo que su corazón se estremeciera. Su amiga estaba sufriendo frente a ella, mostrando realmente como se sentía: triste, desolada, con miedo y sin energía. Todo lo contrario, a la Yunis que conocía.

¿Acaso era así como funcionaba el amor? No. Eso no podía ser producto del amor.

Tragó y la abrazó. Esta vez no iba a quedarse de brazos cruzados viendo cómo otra de las personas que quería sufría frente a ella.

«Kairos. ¿Dónde estaba ese infeliz?»

Cuando se separó de ella, tomó las tijeras que estaban en el piso y salió de la habitación, dejando la puerta abierta y con paso firme.

Lo iba a encontrar. El que Hakone no estuviese allí solo hizo que sintiera la seguridad de que nada de lo que ella hiciera aquel día recaería como culpa de él. Sería Ina y solo Ina la responsable de sus actos ante ella misma y ante todos.

Cuando lo encontró, riendo junto a un compañero mientras observaba a las sirvientas caminar con sus apretados vestidos, sintió cómo sus uñas se enterraban en sus palmas y sus dientes de apretaban.

Iba a hacerle daño, definitivamente lo haría.

—No, amigo. Creo que me gustan más las "S" —decía él entre risas.

Su novia estaba llorando aterrorizada en su habitación por su culpa y el sólo reía y decía cosas sin sentido.

—Tienes una admiradora —decía el otro guardia mientras observaba a Ina desde arriba hacia abajo y viceversa.

Kairos resopló.

—Es una amiga de Yunis.

¿Cómo podía pronunciar su nombre como si nada? ¿Cómo se atrevía siquiera a pensar en las letras que lo componían?

«Qué asquerosidad de humano».

Cuando se le acercó, su compañero silbó y levantó una ceja al notar la tijera en sus manos.

Ina, sin dejar de mirarlo a los ojos, arremetió rápidamente contra él y lo obligó a retroceder contra la pared que se encontraba detrás de él. Kairos levantó los brazos al mismo tiempo en que ella pegaba un fuerte rodillazo en el muro, justo bajo su entrepierna y llevaba la punta de la tijera bajo su mentón, presionándola contra su piel. Mientras tanto, su mano libre apretaba con toda la fuerza que no sabía que tenía las muñecas del guardia, quien solo la miraba confundido.

Por una vez, no sintió hambre, ni sus colmillos salir, ni sus ojos cambiar de color. Era ella en plena consciencia, sabiendo exactamente qué era lo que hacía.

Su compañero no hacía nada, solo observaba.

Kairos sonrió, para sorpresa de la herborista.

—Mírate, eres toda una fiera. Y yo pensaba que eras una frígida.

—Hazle daño nuevamente a Yunis y entenderás lo sencillo que es separar la piel de la carne.

El guardia volvió a silbar.

—"S"?

—"S" —concordó su compañero.

—No la vuelvas a tocar.

—¿Si no qué? ¿Vendrás nuevamente a jugar conmigo y hacerme sentir cosquillitas o lo reportarás a mi superior?

No supo que responderle. Le daba asco y pena esa persona. Creyó que una amenaza sería suficiente para hacerlo entrar en razón y asustarlo, tal como había sucedido con el hombre que había asesinado a Oliv y a los demás niños, pero no todos eran iguales, algunos estaban más desquiciados que otros.

—Tiene mucha suerte Sallow, ¿qué dices?

—Definitivamente.

Su mano tembló, quiso empujar la tijera para atravesar la mandíbula del hombre, pero no podía hacerlo frente a todas las personas que caminaban cerca de ella y se detenían a observar la extraña escena.

Estaba enojada. Por el daño que le había hecho a Yunis y por minimizar sus intenciones burlándose de ella.

Retiró su tijera, derrotaba. ¿Quién era una simple herborista para amenazar a un guardia armado mientras se encontraba acompañado? Era obvio que no se iba a sentir amenazado en absoluto, pero quería y debía hacer algo por Yunis. No iba a dejarla sufrir gratuitamente sin que hubiese consecuencias.

—Así me gusta. Perra que ladra, no muerde —decía él mientras se frotaba la barbilla—. No deberías excitar a los novios de tus amigas, es peligroso.

—Ten cuidado con lo que bebes —fue lo último que dijo antes de retirarse, haciendo caso omiso a sus palabras.

Sonrió cuando sintió la reacción de alarma en su alma, pero aun así se sentía decepcionada. No solo no había hecho caso de sus advertencias, sino también se había burlado de ella. Tendría que encontrar otra manera de alejarlo de Yunis.

¿Por qué Hakone desaparecía cuando más lo necesitaba?

Podría contarle la verdad y obligarlo a dejar el palacio, pero ¿qué certeza tenía ella de que se harían cargo de él? Al palacio no parecía importarle en absoluto lo que sucedía con sus trabajadores siempre y cuando entregaran un producto final, tal como el viejo Aris le había adelantado al contratarla.

Quería ayudar a su amiga y verla sonreír maliciosamente otra vez, pero tendría que pedir su cooperación. Hacer las cosas por ella misma probablemente no funcionaría esta vez.

Y no quería asesinarlo.

Sintió una presión en el pecho. ¿Dónde estaba él? Ni siquiera Aline lo sabía, la había escuchado decirlo. No podía ser posible que le hubiese sucedido algo durante su paseo con la princesa.

No, si podía. Si alguien había sido capaz de derrotar a Ophelia, era posible que Hakone hubiese corrido la misma suerte.

Intentó disipar esos pensamientos, no podía estar segura de nada de eso.

Quería verlo y saber que estaba bien.

Aún tenía tiempo antes de que comenzara su jornada en el laboratorio de herbología, podía ir a su habitación. Su instinto le decía que había algo que tenía que encontrar allí.

Pero, ¿qué buscaba? ¿Una nota que dijera que huyó para salvarse?, ¿una pista que dijera algo sobre él?, ¿su cadáver escondido en algún rincón?

Pensó que se atrevía demasiado con la última opción. De todas maneras, comenzó a caminar hacia el ala este del palacio, donde estaban las habitaciones masculinas. Jamás olvidaría el lugar donde tuvo que ser contenida por el hambre.

Cuando se halló a sí misma frente a la puerta de la habitación, supo qué era lo que la atraía hacia aquel lugar.

El alma sin cuerpo que flotaba dentro de la habitación había comenzado a desaparecer. Pudo notar cómo se consumía poco a poco en el aire, llevando sus restos y su energía hacia un lugar que desconocía, como el fuego cuando ya no quedaba nada más que hacer arder y comenzaba disminuir su intensidad.

Estaba muriendo, tal y como había pasado con el alma de Tobías.

Dio la vuelta para llegar a la parte trasera de la habitación. Tras el muro se encontraba mucho más cerca de ella que cuando la espiaba desde la puerta. Las almas solían reaccionar cuando ella hablaba de algo en específico, cuando nada un nombre o describía una sensación.

Se preguntó qué haría temblar esta alma.

—Hakone —dijo. Y el alma tembló.

Era de esperarse que tuviese relación con él, pero ¿de qué tipo? ¿quién era esa alma?

No sabía mucho de la historia del comandante como para hacer conjeturas, pero debía intentar con todo.

—Soy amiga —continuó, susurrando—. Puedo ayudarte.

Era un alma consciente, pues sentía miedo cuando ella le hablaba. También sentía mucha desconfianza.

—Perdón por lo de la otra vez. No quería herir a nadie.

Aquel fuego flotante se estremecía cada vez que hablaba. Con una disculpa no podía solucionar todos los problemas, pero al menos, podría intentarlo.

Era un alma dulce, como el de una chica fuerte que tuvo que lidiar con un montón de dolor para salir adelante. Y sentía un amor desbordante por Hakone, un tipo de amor que ya había visto antes...

El amor que sentía Hakone cuando hablaba de su hermana.

—¡Teresa! —gritó.

El alma se tornó triste, emocionada y con un montón de sentimientos revoloteantes que Ina no pudo descifrar. Era ella, era el alma de la hermana que llevaba dormida por años y que lo había acompañado en todo momento mientras él seguía con su vida.

Tenía que hacer algo con ella antes de que se deshiciera en el aire por completo. Pero, ¿cómo? Nunca había manipulado las almas de ninguna manera, solo disolviéndolas.

No quería hacer eso con Teresa. Si había alguna forma de salvarla, lo haría.

Se levantó rápidamente. No le quedaba ya mucho tiempo para seguir dando vueltas por el palacio, pero sí lo suficiente como para ir a darle una pequeña visita al padre Caeru. Ese hombre sabía y mucho. La había visto deshacer el alma del Invunche y no se había comportado extraño, además, la había defendido contra quienes la llamaron demonio.

Apenas entró a la iglesia, reconoció el alma de Luciela, la mujer que siempre estaba con él.

—Ah, es usted —moduló observándola desde abajo hacia arriba—. Pensamos que se tardaría menos en venir.

—¿Qué? ¿Estaban esperándome?

Luciela asintió y apuntó breve y elegantemente hacia la estatua de la serpiente, donde se podía ver a un hombre arrodillado frente a ella. Luego de ese, salió apresurada del lugar.

Estaban solos Caeru y ella. Por supuesto que todos sus sentidos estaban alertas, aunque no llevaba ningún arma con ella. No iba a dejar que este hombre se le acerca ni un centímetro más allá del límite que ella misma impusiera.

Cuando se le acercó, el hombre se puso de pie y le sonrió.

—No queríamos ser imprudentes e ir a buscarla, señorita Irene. Hay un par de cosas que quiero hablar con usted.

—Sea breve, por favor, también quiero preguntarle algunas cosas.

El padre abrió los ojos.

—Bien, supongo que tiene muchas preguntas acerca de usted misma.

—Así es.

—Eso es, justamente, lo que quiero preguntarle yo a usted, pero, tristemente, no podemos hablar de eso en este lugar.

¿Qué lugar sería más seguro para un obispo que su propio templo?

Sintió un alma conocida acercarse. No quería verlo desde que había hecho caso omiso de sus advertencias con su acercamiento a Hakone.

San no dijo nada cuando se sacó sus guantes y, de un movimiento amplio de sus brazos, hizo que todo el lugar se cubriera de un oscuro y profundo negro, pero ella aún podía ver las almas de los dos hombres y de toda la gente que estaba fuera de la edificación. ¿A qué quería llegar con eso? En la oscuridad se sentía cómoda.

—Tranquila, Ina —murmuró San mientras se le acercaba—. Solo no podemos dejar que veas hacia donde iremos.

—No, hablemos aquí —Ina miraba directamente hacia el alma de San. Estaba tranquila, muy al contrario que todas las otras veces que se había encontrado con él.

—No podemos. Es necesario que conozcas a algunas personas que no pueden venir.

—Cuando llegues, lo entenderás. —Caeru parecía convencido de lo que decía.

No confiaba en Caeru, pero si lo hacía en San. Aun así no pudo evitar que su corazón comenzara a latir a un ritmo apresurado. ¿Qué camino debía tomar? Evidentemente, se había equivocado con uno de los dos.

¿Dónde estaba Hakone?

Cuando San tomó su mano, ella gritó y lo golpeó, lo suficiente como para alejarlo y hacerlo titubear.

—¡No me toques!

El muchacho resopló, perdiendo la paciencia.

—Bien, no quiero perder el tiempo contigo.

Al momento en el que él chasqueó los dedos, Ina cayó profundamente dormida.

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