Uno
Desobediencia
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Fuera de las paredes del fuerte Treng-Cai, un vendaval soplaba bajo la luz del sol tapado por gruesas nubes blancas. El calabozo VI llenaba sus muros con un murmullo melódico que se repetía en bucle cientos de veces, sin variar ni siquiera una sola nota.
No le gustaban los días en que el viento soplaba. Cuando sucedía, los chucaos, pájaros cantores que revoloteaban frente a la grieta que ella llamaba ventana, buscaban refugio en un lugar donde no tendrían que volar a la fuerza. Al no escuchar el canto de las aves, solía reemplazarlo con su propia voz.
P. Irene no sabía cuánto tiempo había pasado desde que los guardias del fuerte la encontraron llorando sobre el cadáver de su madre, rodeada de otras catorce víctimas que yacían con los ojos calcinados en el piso.
Los generales más importantes del lugar la golpearon hasta hacerla sangrar inconsciente en el suelo helado. "Es una bruja" dijo el comandante de los gendarmes que cuidaban a los presos. Querían asesinarla por destruir la mercancía y haber llevado a la muerte a tres de los suyos.
Sin embargo, acabaron por interrogarla. Amenazaron con quitarles sus uñas y sus dientes uno a uno si no respondía correctamente a las preguntas del general, pero ella colaboró completamente. Les explicó que no sabía lo que había sucedido, solo que, de un momento a otro, sintió que sus ojos brillaban y acto seguido todos los que se encontraban cerca murieron sin advertencia ni ser tocados por nada.
Decidieron creerle. ¿Por qué mentiría tan bien una niña de alrededor de siete años? Además, las evidencias saltaban a la vista. Ella no era humana y tenía poderes que los que no habían escuchado hablar jamás.
En Líter no existían muchos feéricos, pero sabían que en otros lugares sí.
Ahora, P. Irene, como la habían nombrado, tenía el cuerpo de una mujer adulta joven, de alrededor de unos veinte años.
Pero no era lo único que había cambiado: sus cabellos crecieron hasta llegar muy cercanos al piso, los que mutaron de un color cobre, igual al resto de las mujeres encontradas en la isla, a un plata muy claro, casi blanco. Sus ojos se mantenían el mismo color que no lograban decidir si ser cafés claros o verdes.
El cambio más impresionante en su madurez fue que se convirtió en alguien incapaz de ser herida tanto por ella misma como por otros, sin embargo, las cicatrices de las heridas que le habían provocado los soldados antes de aquel evento se mantuvieron a modo de recuerdo de la persona que alguna vez fue.
Su crecimiento trajo consigo nuevos trabajos y desafíos que no podía hacer cuando niña por considerarse inmorales. Se sometió a pruebas con respecto a lo que era capaz su cuerpo. No podía tener hijos, ser cortada, aplastada ni apuñalada. Por esta razón fue entrenada como un arma imbatible para el ejército de la República de Líter.
Le enseñaron a usar dagas y espadas cortas que llevaba siempre escondidas en pequeños bolsillos en su traje y zapatos, también a conocer los puntos débiles y de presión de los humanos.
Había desarrollado su propio estilo fluido de pelea, asesinando a más de quinientos soldados zodinenses, lo que le hizo ganar varios apodos.
El general de turno tomó todos los resguardos para que un evento como el sucedido con las llamadas doce de Alantra no volviera a pasar, por lo que P. Irene fue encerrada en el calabozo VI con una cama, un baño y multitudes de libros para que su mente se mantuviera activa.
Ordenó que le enseñaran a leer, pero los profesores tenían tanto miedo de sus ojos que lograron arreglárselas para mantenérselos cubiertos con una placa de hierro cada vez que saliera de su hogar o hablara con personas. Acostumbró a llevarla incluso para luchar.
Peleaba a ciegas, aunque eso solo hizo que sus demás sentidos se agudizaran.
P. Irene salió de su trance cuando sintió que tocaban su puerta para entregarle su alimento. Se apresuró a buscar la placa de metal para colocársela en sus ojos y la abrió.
El menú del día era arroz y un vaso de leche.
—Por favor, reconsidere lo de la carne —dijo la mujer encargada de dejar todos los días las tres comidas diarias a su puerta—, anoche me golpearon por devolverla.
Podía sentir su alma, a pesar de tener los ojos cubiertos. Era triste y melancólica, le recordaba un transparente celeste con matices de gris. Aquella persona era alguien bondadosa, pero había sufrido mucho.
La muchacha asintió y cerró la puerta.
Aquella era su rutina diaria. Abrir para recibir comida y dejar platos sucios, sentarse en el frio suelo y comer leyendo algún libro repetido. Escuchar a los chucaos cantar por su lado izquierdo. Poner y sacarse la placa de la cabeza.
El sonido del viento entre las hojas de los árboles que acompañaban al fuerte colgando del barranco hizo que se diera cuenta tarde de lo que había comenzado a suceder.
Las bocinas de los encargados de vigilar el mar en caso de un ataque por esa vía comenzaron al sonar al mismo tiempo que se escuchaban las explosiones de los cañones que intentaban hundir los barcos de guerra cargados hasta el tope con soldados de Zodinni.
Esperó la orden. No podía salir del calabozo sin una, pero se preparó para el momento, estaba emocionada.
Se vistió con el único traje con el que se sentía realmente cómoda y segura: era completamente negro, un pantalón ajustado acompañado con un top con mangas largas y cuello alto. Se trenzó el cabello hacia atrás firmemente, era molesto cuando uno de sus mechones decidía no hacerle caso y chocaba contra su rostro.
Revisó sus dagas y las colocó dentro de los compartimientos secretos de su traje entre los muslos, pantorrillas, bíceps y pecho. Para terminar, se calzó sus zapatos con hojas metálicas escondidas bajo sus talones y cruzó sus dos espadas cortas favoritas en su espalda.
Estaba lista, solo debía esperar la señal para colocarse la placa sobre los ojos e ir a luchar. Era lo único que le gustaba del lugar, exceptuado la parte de asesinar gente. Disfrutaba moverse entre los cuerpos de los soldados, como si se tratara de un baile, pues, mientras peleaba, imaginaba que se encontraba danzando.
Cuando el momento que esperaba llegó, corrió por los pasillos del fuerte. Dentro, los civiles y los detenidos que servían a las tropas gritaban con pánico, algunos de ellos corrían, entorpeciendo a quienes se dirigían a defender Treng-Cai y otros permanecían de rodillas rezando para no morir ese día.
El patio estaba vacío, todos habían ido a luchar fuera de las gigantes paredes de piedra que se alzaban sobre el barranco. Las puertas principales estaban cerradas y los arqueros sobre ellas disparaban cientos de flechas a aquellos que intentaran penetrarlas.
—¡El ariete! —gritó uno de los arqueros. Acto seguido, una multitud de soldados subió las escaleras con baldes con aceite, cuyos contenidos fueron vaciados sobre las cabezas de los zodinenses y sus maquinarias para luego ser encendidos con fuego lanzados en las flechas.
P. Irene sintió al general Cross, quien parecía desesperado mientras conversaba a viva voz con sus pares.
—¡Si continúan insistiendo, lograrán entrar! —exclamó el general de las tropas marítimas— No estábamos preparados para un ataque directo justo aquí.
La muchacha no podía hacer nada. No tenía permitido salir del fuerte salvo que el general Cross se lo ordenara directamente y era imprescindible estar cerca de él para que el rango de la placa de su cabeza fuera el óptimo y, en caso de querer huir, pudiera activar una descarga eléctrica que la dejaba petrificada temporalmente.
—Dejen que entren —propuso Cross—. Una vez que estén aquí, Proyecto podrá luchar. Se deshará de todos en unos minutos.
—No podemos dejarlos, ¡hay civiles viviendo aquí! Es peligroso. Además, es solo una muchacha, no puede cubrirlos a todos y aunque hayan refuerzos, hay posibilidades de que alguien se infiltre y logre asesinar al comandante en jefe.
Cross cerró los ojos un instante mientras P. Irene se acercaba a ellos, desenvainando las espadas que traía en la espalda.
—Señor —comenzó a decir—, los soldados enemigos serán los únicos que caerán hoy. —Su garganta picaba. No le gustaba admitir que era capaz de matar personas— Si teme ser asesinado afuera, deje el control a uno de sus hombres de confianza y déjeme ir a hacer el trabajo sucio. Tardaré unos minutos.
La vena sobresaliente de la frente del general Cross comenzó a palpitar. ¿Le acababa de decir que era un cobarde?
Decidió ceder ante la presión y dio permiso a la muchacha para que peleara afuera.
Apenas escuchó esas palabras, corrió hacia las escaleras que los arqueros usaban para llegar a la cima de las paredes y subió rápidamente para luego saltar sobre las cabezas de los soldados, aterrizando al otro lado del muro, frente a los zodinenses.
—¡Una mujer! —gritó uno de ellos sin poderlo creer.
Al principio la ignoraron, sin embargo, luego de darse cuenta de que estaba armada hasta los dientes decidieron que era realmente una amenaza y la atacaron. Habían oído de la Bailarina Espectral, pero jamás pensaron que se trataba de una persona real.
P. Irene se movía entre los soldados zodinenses con tal elegancia que parecía que estuviera danzando como lo hacían las mujeres nómades que visitaban sus pueblos de vez en cuando para conseguir algo de dinero.
Estaba completamente ciega, pese a eso, sus cuchillas atravesaban los puntos vitales de los hombres con tal precisión que no les daba tiempo para notar que habían sido asesinados.
Un enorme hombre arremetió por la espalda de la chica y la empujó, haciendo que perdiera el equilibrio. Eso fue aprovechado por otro soldado que, con un martillo golpeó su cabeza con tal fuerza que hizo que su cuerpo terminara varios metros más alejados de donde había estado originalmente.
—Perra —murmuró el hombre, escupiendo al piso y creyendo que había acabado con el problema.
P. Irene se encontraba tendida en el piso, su cabeza le dolía y daba vueltas.
Cuando abrió los ojos logró distinguir los pies embarrados de quienes luchaban a su alrededor, enemigos y aliados que evitaban pisarla. Se levantó y pestañeó rápidamente, en ese momento se dio cuenta de que su placa había volado por el golpe, aterrizando quien sabe dónde.
Una de sus espadas se había perdido, pero no le importaba, con una era suficiente.
En el momento en que se puso de pie se dio por enterada del lugar en donde estaba. No se había dado cuenta de que los zodinenses habían desembarcado en la playa a un costado del fuerte, en un punto ciego que los cañones no podían alcanzar.
Vio subir a las hordas de soldados hacia el cerro donde ella se encontraba de pie, el cual terminaba en un acantilado de decenas de metros de altura. Un pequeño descuido y cientos de personas podrían caer al vacío.
—¡Irene! —escuchó gritar al general Cross—, ¡tu placa! ¡Búscala o estarás en problemas!
Cuando terminó de pronunciar esas palabras, otro barco bajó sus anclas en la playa con decenas de soldados que rápidamente subieron el cerro. Viendo la posibilidad de ser derrotados por tal diferencia numérica, el general Cross cambió de idea.
—¡Usa tus ojos! —exclamó, desesperado— ¡Es una orden!
Miró a su alrededor. No solo había soldados enemigos y jamás logró discriminar a quienes asesinar de aquella forma. La única vez que lo hizo, fue cuando su familia falleció a causa de ello. Si de alguna manera volvía a usar su habilidad, moriría mucha gente.
Quería escapar de su realidad de asesina tal como lo hacía usando la placa sobre sus ojos, que la protegía más a ella que a sus aliados.
Era una orden.
No quería intentarlo.
Si no lo hacía la torturarían.
Obedecer.
Romper las reglas.
Mantenerse al margen.
Correr...
La placa no estaba en sus ojos. Cross no tenía el control sobre ella en ese momento. Por primera vez en toda su estancia con las fuerzas militares de la República de Líter, tomó una decisión por sí sola.
Saltó al vacío.
El agua fría calaba sus huesos y se introducía por su boca, dejando un camino salado que recorría su garganta.
No había tomado en cuenta el hecho de que no sabía nadar. Movió desesperadamente sus brazos tratando de salir a flote, pero nada resultaba. Se encontraba desorientada.
¿Y si en lugar de ir hacia la superficie se estaba hundiendo más?
Sus pulmones iban a colapsar; aún así siguió intentando encontrar el aire. Quizás era posible morir ahí. Había intentado suicidarse veintisiete veces, la veintiocho podría ser la que la salvara.
Se lanzó para huir de sus secuestradores, pero la muerte tampoco le parecía una mala idea. Así que olvidó su pretensión de retorcerse y dejó que el mar la llevara donde las olas decidieran.
Lo último que escuchó antes que caer inconsciente, fue un recuerdo del cantar de los chucaos, esta vez desde su derecha.
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Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que no solía apreciar un cielo azul. Quizás era la primera vez en años.
Sintió un brazo en su espalda que la levantaba para que se sentara en...¿la arena?
No tenía ni idea de donde estaba. Líter solía ser frío y lluvioso, pero aquel lugar parecía cálido y el viento que soplaba no era tan húmedo.
—¿Estás bien? —escuchó decir una voz masculina que no reconocía.
Asintió con la cabeza al mismo tiempo que tosía agua salada.
—Bien. Te llevaremos al hospital, ahí te tratarán bien para que te recuperes. —Esta vez se trataba de otro hombre.
—¿Dónde estoy? —preguntó, desconociendo su propia voz.
El brillo del sol encandiló sus ojos y se vio en la necesidad de cerrarlos unos segundos. Cuando los abrió, pudo darse cuenta de que estaba ante la presencia de tres hombres, todos vestidos con uniforme similar al de los guardias del fuerte: de color azul oscuro y de apariencia formal, pero con una larga capa negra cayendo desde sus hombros.
El único diferente llevaba una capa blanca y una gran insignia dorada sobre su pecho. Parecía ser el sujeto con mayor rango de los presentes.
Era ese mismo hombre quien la sujetaba para que no colapsara. La miró entrecerrando sus ojos grises.
P. Irene no pudo evitar fijarse en su alma: le recordaba al color del cielo cálido de aquella playa, pero era extraño. Podía sentir las grietas carmesíes de alguien que había arrebatado una vida, con la diferencia de que estas no eran sangrantes, más bien parecían cicatrices. A pesar de la calidez del azul del verano, logró sentir pequeños rincones fríos que encerraban un profundo dolor.
El joven tocó su frente y sus labios morados. Tomó su mano, mirando atentamente las yemas arrugadas de sus dedos. Sus ojos de detuvieron en la ropa de la chica, que llevaba un prendedor con una gran R.L. grabada en color rojo sobre un fondo dorado.
Luego de unos segundos, al darse cuenta de que ella provenía desde muy lejos, respondió.
—No sé como terminaste aquí —expuso frunciendo el ceño, algo extrañado—. Estás en el reino de Kaslob y te llevaremos al palacio de Mihria. Después, te regresaremos a tu país.
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