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Treinta y cuatro


Lira de rendición

❧ ⊱✿⊰ ☙

¿Cómo se podría describir el sentimiento de darse cuenta de que todo por lo que han luchado por avanzar se vea reducido a escombros y cenizas?

El laboratorio de herbología se había convertido en su templo, en su lugar de crecimiento. Significaba mucho más que cualquier otro lugar físico en el que había estado. Allí, estaba escrito el historial que le decía al mundo que había cambiado, que la Irene del pasado no era la misma persona que la Ina del presente.

La armería siete la había visto crecer.

La biblioteca mantenía vivas sus esperanzas de encontrar su pasado para hacerlo presente en su futuro. Allí estaba escrito. La luna roja esperaba en las páginas de los escritos de cuatrocientos años de Tsuki Ione.

No lo había terminado. No aún. No había descubierto lo suficiente. No había descubierto nada.

Y, si la biblioteca estaba ardiendo, jamás lo haría.

Y frente a ella, los gritos de desesperación de Evee le decían lo mismo por la pérdida del centro de salud.

—¡Hakone! —sollozaba ella— ¿Cómo pudiste permitir esto?

El aludido no emitió ningún sonido. Estaba claro que la situación lo superaba por completo, encontrándose fuera de su control.

Pero, aquel no era el motivo de su silencio, al observarlo con mayor atención, pudo ver su rostro la misma expresión de aquel día en que fueron asaltados por bandidos. Estaba pensando, calculando cuál sería su próximo movimiento.

Una extraña sensación recorrió el cuerpo de Ina. Una sensación de la que había estado privada durante los últimos meses, pero que había sido tan familiar para ella hace tiempo.

Las almas desapareciendo una a una en la lejanía robaron su atención por completo.

—Hakone —musitó—. Están atacando a las personas, no son solo los incendios.

La expresión tanto del comandante de la marina como la del comandante de las fuerzas de orden mostraron un desconcierto tan grande como el palacio mismo. De inmediato, Keaton dio la orden a sus hombres de moverse para defender a los ciudadanos, mientras Hakone dividía a los suyos, dejando que algunos acompañaran a los uniformados grises y otros fueran a los demás focos de incendios.

Había gente muriendo y ella no estaba haciendo nada para evitarlo. ¿Quiénes serían?, ¿era probable que se tratara de los mismos atacantes?

Pensó en sus amigas. Habían estado con ellas durante el evento por, al salir corriendo las había perdido. Nada le aseguraba que se encontraban bien y a salvo, tenía que ir a buscarlas.

Su corazón comenzó a latir rápidamente al igual que su cabeza, acompañándose de un fuerte calor que subía por sus mejillas ¿qué era todo eso?, ¿miedo?

Ellas no podían defenderse si algo les sucedía. No podía perderlas también.

¿Dónde estaban? Sus pies ya habían comenzado a moverse en respuesta a querer aminorar su agonía. No debían estar muy lejos de donde las había delado antes de salir corriendo.

«El libro».

Se detuvo en seco. A su alrededor, las almas de los civiles asustados corrían hacia ella ignorándola por completo. Miró hacia una de las columnas de humo, estaba cerca de la biblioteca. Si tenía el tiempo suficiente, podría entrar y rescatar el libro junto con las respuestas que este mantenía.

Ione lo necesitaba, el alma que cargaba se lo pedía.

Pero, no quería dejar a su suerte a sus amigas.

Su mirada logró captar sobre uno de los tejados a un hombre enmascarado que la observaba, apuntando hacia ella un instrumento que desconocía. No era una flecha, tampoco el arma con el que rompieron la máscara de Ophelia, pero, sin duda era capaz de hacer daño.

«¿Por qué los kemonos atacarían civiles?», pensó.

No. Ellos la conocían, había colaborado con ellos.

Aquella reflexión la hizo llegar a solo dos repuestas posibles: La buscaban a ella o no tenían ni idea de quien era.

Al soltar el proyectil, que se enterró de lleno en un poste de madera a escasos centímetros de su cabeza, se tomó el tiempo para observar al sujeto que, rápidamente, se preparaba mara montar nuevamente su arma. Había visto antes su alma, pero no podía estar segura de dónde.

Supo de inmediato la respuesta que buscaba al notar que otra persona con exactamente la misma máscara que imitaba a un zorro blanco de quien intentaba atacarla, se acercaba a él.

Los kemonos no atacaban civiles, tampoco repetían sus máscaras. Eran parte de su identidad.

No eran ellos.

Entonces volvió a correr. Si no eran ellos, quería decir que se trataba de personas impredecibles que no tenían miedo de arrebatar vidas de inocentes. Si resultaba ser que tampoco temían perder las suyas, significaba que estaría frente a las personas más peligrosas que habían pisado el palacio.

Mientras corría sin saber exactamente hacia donde, pues el humo y la muchedumbre interrumpían su vista, buscaba las almas de Asami, Yunis o cualquiera que conociera, sin éxito. Necesitaba saber que estaban a salvo.

El libro... solo era un montón de hojas. Era consciente de eso a pesar de que dolía profundamente en el alma de Ione.

—Encontraremos otra forma, Ione. Ellas son irreemplazables.

Su respiración comenzó a dificultarse mientras más se acercaba al humo. Quemaba por dentro y ni siquiera la tos era capaz de hacerla volver a su ritmo respiratorio común. Aquella sensación no distaba de la que había tenido aquel día en que se hundió en el mar durante días.

De pronto, un alma conocida tomó su atención. Se encontraba muy cerca del lugar de donde procedía la columna de humo más cercana. Supo exactamente donde estaba cuando identificó al dueño de esta: El viejo Aris. No podía estar en otro lugar que en la biblioteca.

Aunque ya sería demasiado tarde para rescatar el libro.

—Ayúdame —suplicó el hombre con dificultad entre un ataque de tos cuando la vio acercarse a él—. Estoy bien, pero me cuesta respirar.

El sonido de las llamas proveniente del edificio y de los pequeños derrumbes dentro de él ensordecía levemente sus palabras. Gran parte de las almas se habían esfumado del lugar, probablemente Aris había querido rescatar algo antes de huir como debía o quizás había decidido quedarse en el lugar al que le había dedicado su vida hasta encontrar la muerte.

—Señor, sus libros.

—Una pérdida de la que no nos podremos recuperar jamás —carraspeó él—. Quien hizo esto no sabía en qué se metía.

No pudo hacer nada más que avanzar cargando parte del peso de su jefe mientras se lamentaba por la pérdida de la biblioteca.

—Ayúdame a llegar al centro de salud, Ina.

—También está en llamas, señor.

Pudo sentir el pánico en su voz.

—¿Y los pacientes?

—Salieron a tiempo.

—¿Viste a una niña pelir...?

Aris no terminó su frase, pues el empujón que le propinó Ina interrumpió tanto su movimiento como sus pensamientos. En ese momento, ella había sentido un alma hostil que se acercaba a ellos rápidamente.

Había sentido el aroma de las almas verdes ansiosas de sangre incontables veces, pero no esperaba encontrarse con alguna en aquel lugar, menos aun yendo a atacarlos a ellos cuando no causaban daño a nadie.

¿Qué intentaban hacer esos extraños?

Sintió un fuerte y sordo ruido dentro de su cabeza, seguido de un dolor que hizo eco en todo su cuerpo que definitivamente no había echado de menos. El golpe que le habían dado en su cabeza la obligó a ponerse de rodillas mientras su visión dejaba de dar vueltas.

Aún aturdida, logró darse cuenta de que el alma de Aris ya no estaba. Había huido, perfecto.

Cuando logró levantar la mirada nuevamente, pudo ver a un hombre desconocido frente a ella. Por su tamaño, perfectamente podría hacerle frente a Hakone y, quizás, incluso ganarle en un combate de fuerza bruta. Llevaba puesta la misma máscara que los otros sujetos del tejado y un traje oscuro que dejaba ver sus brazos morenos. Intentó memorizar esa apariencia para cuando volviera a verlo, pues después de ese día, era bastante posible que su alma cambiara para siempre, añadiéndoseles las grietas carmesíes de quienes arrebataban vidas.

El hombre levantó los brazos que sostenían un arma que ella había visto pocas veces y que no había logrado nombrar jamás. Parecía un martillo para herreros, pero más ligero.

Iba a golpearla, pese a los milisegundos de duda que pudo vislumbrar en su alma. Él no era un asesino, pero estaba dispuesto a convertirse en uno por una causa que desconocía.

No podía dejar que lo hiciera. Estaba en juego el secreto de su habilidad. Podría salir fácilmente de esa situación si golpeaba sus talones para desequilibrarlo y salir corriendo.

La gota carmesí que cayó en su mano la hizo salir de sus pensamientos. ¿Sangre? ¿A quién pertenecía?

El dolor y la humedad que sentía en su sien le dio la respuesta.

Había vuelto a sangrar luego de semanas.

¿Qué significaba todo eso? Había estado años sin recibir un solo rasguño, pero apenas hubo pisado ese sitio las cosas habían cambiado... al menos así había sido hasta la muerte de Ophelia. Sin embargo, en ese momento, había vuelto a suceder. ¿Qué había de diferente entre lo vivido en Treng-Cai y Mihria, que la hacía cambiar físicamente de aquella manera?

Todos esos pensamientos azotaron su mente durante tan solo unos pocos segundos mientras el hombre decidía bajar el martillo con todas sus fuerzas. Si la golpeaba, la heriría de verdad. ¿Sería capaz de asesinarla?

Cerró los ojos, pensando que aquella gota viscosa que había caído de su frente era un mensaje para ella misma. Había llegado el momento que había esperado durante años. El momento en que un golpe le haría el suficiente daño como para dejarla fuera de la batalla y, con un poco de suerte, del mundo entero.

Odiaba Treng-Cai y lo que le habían hecho.

Aquel momento se vio mezclado entre dos sentimientos contrapuestos. El odio y el amor. El odio por su vida y el rumbo que había tomado y el amor por la esperanza de por fin darle cierre a aquellas promesas incumplidas que había hecho con ella.

«¿Cuál era su nombre?», se preguntó.

«Ophelia».

Sí. La echaba de menos. Si cerraba los ojos y solo esperaba podría volverla a ver, podría reír junto con ella, podrían regresar a comer a la intemperie y dormir abrazadas para evitar las pesadillas.

—Estoy cansada —susurró para sí misma, esperando el golpe.

Pero este no solo no llegó, sino que, en su lugar, un grito ahogado ocupó sus oídos. ¿Era ella? No, era un grito masculino.

A su lado, el martillo cayó junto con el cuerpo inclinado del hombre que la amenazaba. Podía sentir el olor a su sudor y ver sus ojos a través de la máscara que le pedían que lo que fuera que le sucediera se detuviera. Estaba sintiendo un fuerte dolor y no supo la fuente o la razón de ello hasta que percibió un alma conocida acercarse.

¿En qué había estado pensando? ¿De verdad estuvo dispuesta a recibir la muerte tan solo unos segundos antes?

Intentó ponerse de pie, sin éxito mientras la figura de San con las manos en los bolsillos se le acercaba. Si era capaz de alterar los sentidos de las personas, también podría infringirles un penetrante dolor sin siquiera tocarlos.

Sintió miedo de sus capacidades por primera vez. No importaba qué tan grande o qué tan ágil fuera su oponente, él siempre tendría la ventaja.

El grito del hombre enmascarado de pronto se convirtió en un horrible sollozo agonizante. Podía sentir como el miedo se apoderaba de todos sus sentidos, pues no era capaz de dejar de temblar, babear y llorar murmurando palabras ininteligibles.

Los ojos de San la estudiaban, como si se encontrara debatiendo en ese ese momento el qué hacer con ella.

—San... —fue todo lo que pudo pronunciar.

—Si piensas que te daré la mano para levantarte, te equivocas —gruñó él—. Ponte de pie y pelea como mujer.

De un segundo a otro, su piel quedó por completo helada, pero no por acción de la persona que tenía en frente, ni por las palabras que este le había dicho, sino por el alma que sentía acercarse rápidamente.

Por un momento, ignoró como algunas de las que se encontraban a su alrededor desaparecían poco a poco.

—¡¿Qué estabas haciendo?! —gritó Hakone arrodillándose y tomándola por los hombros.

Olía a metal. No. Olía a sangre. Su capa blanca y parte de su rostro estaban salpicados con ella, al igual que el antebrazo de su uniforme oscuro cubría un gran manchón que indicada que había limpiado la hoja de su arma en él.

Había asesinado a alguien. No supo a cuantas personas, pues su alma no mostraba cambios en absoluto. Era exactamente igual a la que había sentido al comienzo del día.

¿Cómo podía ser el Hakone de siempre después de eso?

Sintió como si miles de espinas apuñalaran su corazón. ¿Quién era Hakone realmente? ¿Por qué no había ni una gota de remordimiento ni culpa evidenciada en su alma?

No. Esa sangre que llevaba encima no necesariamente significaba que él había arrebatado una vida, quizás significaba que solo hirió a alguien.

Quiso convencerse de eso con todas sus fuerzas.

—¡Ina, escúchame!

Estaba enojado, furioso con ella. Era evidente en su tono, en su mirada y en la fuerza que inconscientemente usaba en sus dedos para afirmarla. Su alma era una mezcla de sentimientos que no terminaban de entenderse entre ellos.

Enojo, decepción, preocupación, alivio.

—Yo quería... —comenzó a decir sollozando— solo quería irme.

—No. Tu no eres de las que se rinden fácil. Tienes coraje y ganas de salir adelante, aunque te encante mentirte a ti misma haciéndote creer que no —dicho eso, pasó uno de sus dedos sobre la frente de la herborista, haciendo contacto con la sangre que había comenzado a secarse sobre su piel—. ¿No crees que lo mejor que puedes hacer por Ophelia es seguir adelante junto con su memoria?

Esa idea se la había planteado millones de veces, pero no sabía como llevarla a cabo. Vivir solo para sobrevivir no era hacerle honor a nadie.

—Deja el discurso y los besos para después —interrumpió San, bruscamente, provocando una oleada de calor en el rostro tanto de Hakone, como de Ina—. Aún tengo que sacar gente de aquí.

En ese momento, un nuevo pensamiento regresó a su mente para reemplazar a todas las preocupaciones que había tenido un segundo atrás.

—San, ¿dónde están...?

—A salvo. Ahora, pónganse de pie y síganme.

—Llévatela a ella —lo detuvo Hakone, ayudando a levantarse a Ina, cuyas piernas temblaba, a causa del golpe que había recibido en la cabeza—. Necesito averiguar quienes son los m-iqüa que están tras este desastre.

—No son los enmascarados— apuntó Ina dirigiéndole una mirada cómplice de San, sin saber realmente hasta dónde llegaba el conocimiento de Hakone sobre las actividades de su amigo.

—Claro que no son ellos —respondió el aludido de inmediato—, estos son solo imitadores —luego, añadió dirigiéndose a Hakone—: No pienses que te dejaré sin protección ahora.

—Eres como un gatito, en el fondo si te preocupo —replicó este—. No, llévala con el resto. Y en cuanto a ti —dijo cambiando su foco a Ina— te veré más tarde.

Cuánto deseó con todas sus fuerzas que aquella promesa se volviera realidad.

  ❧ ⊱✿⊰ ☙

El silencio que atravesaba las respiraciones de todos los presentes se acentuaba conforme pasaban los segundos. Por primera vez, logró identificar a algunos de los kemono entre la multitud de personas que caminaba a paso lento en dirección a quien sabe dónde, pues solo podía divisar humo las luces que emitían las llamas que no lograban apagarse.

Li-Ja estaba junto a ella, vistiendo la piel de una hermosa chica rubia y menuda, no muy diferente a cómo la había visto cuando la conoció.

Sin embargo, no hablaron en absoluto.

Su mente estaba ocupada en una persona. Podría haberse negado a acompañar a San a juntarse con los demás civiles, pero no se atrevía a enfrentar la idea de lo que Hakone era capaz de hacer. Tener un rostro tan serio y fingir que nada malo ha sucedido mientras su ropa estaba por completo manchada con sangre ajena la asustaba. Ese no podía ser Hakone.

Además, estaba decidida a encontrar a Asami, Yunis y las demás. No había tenido ninguna señal de ellas desde que la festividad tomó el giro que llevaba.

No podía perderlas, no sabía si su corazón sería capaz de resistir otra rotura. Ya se había dado cuenta de lo débil que era su espíritu aquel día, frágil como un trozo de hielo capaz de hacerse pedazos con las yemas de los dedos y como los pétalos de una flor a punto de caer. Un solo soplido del viento era capaz de derribarla por completo.

Y Hakone. No quería aceptar la idea de que podría ser diferente a como esperaba, pero no podía dejar de pensar en él y en la agonía que le hacía sentir el no saber si realmente estaba bien. Tenía miedo, miedo de todo, miedo de él, miedo de tener a otra Ophelia en su vida.

Un contundente murmullo comenzó a sonar de repente, mientras continuaban caminando hacia adelante, lo que hizo volver a Ina de su trance.

—¿Qué dicen? —murmuró Li-ja a su lado.

—No lo sé —contestó ella con honestidad.

—El rey nos dará un mensaje cuando lleguemos al castillo —intervino un desconocido que las había oído.

¿Al castillo? ¿de verdad se dirigían en esa dirección?

¿Qué clase de mensaje querría dar el rey?

«Mi padre», recordó decir a la voz de Úzui cuando le informó la identidad del asesino de Ophelia.

Apretó la mandíbula involuntariamente. Iba a verlo, iba a conocer su alma. El alma del culpable de sus noches más intranquilas y dolores de cabeza provocados por tanto llorar la pérdida de su mejor amiga.

Se odió a sí misma por haber prometido absurdamente no atentar contra la vida de ese hombre sino hasta el momento adecuado.

Luego de varios minutos, la multitud se detuvo y, frente a ella, pudo observar un alto muro de piedra que se alzaba a varios metros de distancia. Sin embargo, por más que esperaron, las puertas no se abrieron.

Las cientos de almas conocidas y desconocidas a su alrededor temblaban ansiosas. Querían refugiarse del ataque a los civiles y de los incendios, sin embargo, en ese momento más que en ningún otro se sintieron apresar y acorralados.

Mientras el sudor sucio de sus cuerpos de enfriaba y daba paso a la sensación más desagradable en sus cuerpos, un corpulento hombre asomó por sobre el muro. No parecía un anciano, sino un hombre un poco mayor que Minerva apenas, con sus ojos rasgados demandantes de atención y de expresión severa. Su cabello oscuro se encontraba ligeramente tapado por una brillante corona que no reflejaba luz alguna.

Su alma tenía las heridas abiertas que solo unos pocos lucían dentro del palacio.

A su lado, un hombre bajo y de abdomen prominente, le extendía un papel escrito.

El rey hizo sonar su garganta antes de comenzar a hablar.

—Queridos ciudadanos de Kaslob y el reino de Mihria. Hoy es un día que permanecerá infame en nuestra memoria y en la de nuestros descendientes. Fuimos atacados cobardemente y una vez más por un grupo de terrorista de hombres, mujeres y bestias que no tienen la valentía suficiente de mostrar sus rostros.

Ina miró a su lado, pero Li-ja, ya no estaba ahí.

No pudo evitar pensar que, si fuera ella, haría lo mismo. Evitaría oír aquel discurso.

—Estábamos en paz con ellos —continuó leyendo el nombre— hasta el día de hoy. ¡Nunca más pasarán a llevar nuestros límites! ¡Han agotado nuestra paciencia al atacar recintos de enfermos y de importancia estratégica para llevar a cabo el buen vivir de nuestros ciudadanos! ¡Asesinaron a muchos de los nuestros! La sangre de Mihria está en sus manos, manchando un glorioso y santo día como el de los dioses blancos. Son criaturas sin escrúpulos algunos y sin respeto por la divinidad.

El corazón de Ina latía más y más fuerte cada vez, especialmente cuando escuchaba los murmullos de aprobación a su lado.

—He dado la orden a los cinco comandantes de nuestro reino que tomen todas las medidas necesarias para el resguardo de nuestra gente y nuestra defensa. Ya no hay vuelta atrás, venceremos ahora y para siempre y pediremos a los dioses hoy blasfemados que estén de nuestro lado. Es por eso que yo, el rey de esta nación me he visto en la obligación de tomar la decisión de declarar el estado de guerra entre el pueblo civilizado de Kaslob y los terroristas que buscan quitarnos nuestros recursos. Señores comandantes, el destino de todo Kaslob y, en concreto, Mihria, está en sus responsables manos.

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Dato curioso:

Hakone es el mejor amigo de San; San es el mejor amigo de Hakone.

Sin embargo, solían llevarse mal cuando recién comenzaban a conocerse. Fue el acompañamiento forzoso que tuvieron uno con el otro lo que hizo que se tuvieran cierto grado de aprecio.

Ninguno de los dos jamás lo admitiría.


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