Spin Off 2.1
Con los cuchillos no se juega
Parte uno
Cuando despertó, una hormiga mordía su dedo grande del pie izquierdo.
Rápidamente mandó a volar al insecto y se rascó la zona, dolía demasiado para tratarse de algo hecho por un ser vivo tan pequeño, mucho más que él al menos.
Dormir sobre la maleza se había convertido en uno de sus pasatiempos favoritos. Desde allí podía ver el suave cielo azul y el movimiento de las nubes que pasaban sobre él. Imaginaba que podía montarlas y escapar a algún lugar donde las flores crecían y el agua abundaba, un lugar donde pudiese comer toda la fruta que quisiera y embarrarse las manos con su jugo para luego limpiárselas en la ropa recién lavada de su hermana.
Si tan solo ese lugar existiera.
Volvió a cerrar sus ojos y al instante sintió algo viscoso y frío en su rostro.
Se levantó rápidamente, limpiando el barro de su rostro con sus manos. Frente a él estaba su hermana con las manos sucias, pero el cabello recién lavado. Lucía un vestido cocido por ella misma, al igual que los pantalones que él llevaba y le quedaban ligeramente grandes.
—¡Ahora sí! —pronunció ella— Estás obligado a bañarte, niño sucio.
—¡Si estoy sucio es por culpa tuya!
Ella rio mientras él se ponía de pie para dirigirse al canal que abastecía de agua a todo el pueblo. Lo seguía de cerca, pues siempre había una parte que le faltaba limpiarse detrás de las orejas.
Su pequeño hermano tenía tan solo ocho años y ya se comportaba como todo un adulto, pero con la madurez que le correspondía a su edad. Se enojaba fácilmente con las bromas y le gustaba estar tranquilo, en especial, no había nada que le gustase más que ayudar a los demás, aunque lo despreciaran, pues corría de la horrible suerte de ser el hijo de un hombre importante que decidió hacer como si no existiese.
Su caso era diferente. Con quince años había tomado las riendas del hogar con una madre ausente, pero con un padre fallecido en batalla, por lo que la gente del pueblo la miraba con tristeza y compasión, a veces tratándola de la hija de un héroe.
Justos se acompañaban, eran la persona más importante del otro. Es por eso que ella se esforzó por hacerlo aprender a leer y a escribir a temprana edad y a completar los puzles más fáciles que encontraba y que ella misma podía resolver, pero pasados los años, el mismo había logrado completar los más difíciles. Era un chico listo.
Aquella tarde cenaron puré, los dos solos nuevamente. Su madre había ido a trabajar para llevar algo de dinero al hogar. Nunca les había dicho de qué trabajaba, pero ella lo sabía y el resto del pueblo también. El único que parecía ignorarlo era su hermano. O al menos fingía hacerlo.
—Encontré peces en el canal —comenzó él.
—¡No puede ser! —estaba verdaderamente sorprendida— No sabía que había vida en ese lugar sucio.
—Es cierto. Incluso creo que uno besó mis piernas. —Mientras hablaba, sostenía su cuchara en alto, como signo de victoria— No eran muy grandes, pero podríamos comer algún día.
—Pero, Konnie, si nos ven llevando uno de esos peces nos pueden castigar, pertenecen al alcalde y su familia.
—Si lo hacemos en secreto, podríamos incluso ayudar a la gente del pueblo.
Ella suspiró.
—Olvídalo, no te van a empezar a querer solo porque los ayudes. Ya no pasó, es mejor que te enfoques en ti mismo y en crecer para salir de aquí y encontrar un mejor lugar.
—No me iré a ningún lado sin ti, Teresa.
—Lo sé, pequeño. Te prometo que te acompañaré, aunque muera en el intento.
El niño se mostró triste de pronto.
—No te vas a morir.
Teresa sonrió y acarició el cabello de su hermano.
—Por supuesto que no. Prométeme que cumplirás mi sueño.
—Y vendrás conmigo.
Al día siguiente, el pequeño fue a ver los peces, sin éxito solo para enterarse de que unos chicos mayores que él los habían pescado. En consecuencia, por ello, recibieron siete azotes en la plaza pública cada uno y les habían cortado un dedo para que no se acostumbraran a robar.
—¿Lo vez, Konnie? Tienes que tener cuidado con los poderosos —le respondió ella al escuchar la historia— Sé inteligente.
Aquella noche, su madre llegó especialmente enojada por no conseguir ningún cliente.
—Bienveni... —comenzó el pequeño, antes de recibir una fuerte abofeteada que le dejaría ardiendo la mejilla.
—¡Todo es tu culpa!
—¡Mamá! —Teresa estaba dispuesta a cuidar de su hermano.
—¡Sal de aquí, Teresa! ¡Voy a matarlo ahora mismo!
La chica sostuvo los hombros de su furiosa madre, mientras que con una pierna alejaba la mensa de comedor que tenía el único cuchillo afilado del hogar sobre ella.
—¿Qué sucede? —preguntó, intentando calmarla en vano.
—¡Si no hubiera nacido no estaríamos en esta situación!
—Está bien, mamá, pero ¿Qué sucedió hoy?
La mujer se arrodilló en el limpio piso de madera y comenzó a llorar. Cada palabra que salía de su boca era inentendible para los hermanos.
—Tu si tienes unos ojos hermosos, mi niña.
Teresa desvió la mirada hacia su hermano, que permanecía de pie observando la escena con tristeza y muchas ganas de llorar que reprimía con dificultad. Lo peor que podría pasar en ese momento era derramar una lágrima frente a su madre y parecer débil.
Ambos tenían el mismo color de cabello negro de su madre y el color de piel claro que los caracterizaba, pero con la diferencia de que Teresa tenía los ojos verdes de su padre, el esposo y el hombre a quien su madre había amado. Por otro lado, su hermano lucía sin poder evitar, los ojos grises del alcalde de ese lugar. Un hombre cruel que veía a su gente como meros esclavos que solo eran útiles para servirle.
—Me robaron todo lo que había conseguido —comenzó la madre, lamentándose—. Y cuando se dieron cuenta quién era, ellos...
Al levantar la mano derecha, que había mantenido escondida, mostró los dos dedos faltantes.
Teresa se tapó la boca, sorprendida, mientras que Konnie no dejaba de ver lo que le habían hecho a su madre, a quien quería mucho a pesar de todo.
—¿Quién fue? —preguntó apretando los puños. Estaba enojado, de un modo que un niño de su edad jamás debería estarlo.
—No te importa.
—¡Mamá! —le reprendió Teresa— Dinos quién fue.
Ella suspiró y luego de varios segundos, decidió responder.
—Los pacificadores.
No lo pensó dos veces. Antes siquiera de que su hermana se diese cuenta, el chico tomó el cuchillo de la mesa y salió de la casa, dando un fuerte portazo que interrumpió los gritos de Teresa.
Solo pensaba en una cosa. Hacer que esos hombres lamentaran haberle hecho eso a su madre y, de paso, demostrarles a todos quién era él, que no era un simple hijo no reconocido de un hombre poderoso y cruel.
—¡Konnie! —gritaba su hermana en vano— ¡Regresa aquí!
Decidió ignorarla. Si la escuchaba podría arrepentirse y no quería eso.
—¡Konnie!
Continuó caminando apresurado con el cuchillo escondido en sus pantalones, ignorando las miradas de las pocas personas que se mantenían despiertas a esa hora.
—¡Hakone! —gritó por última vez— ¡Regresa inmediatamente!
Detestaba cuando lo llamaba por su nombre. Lo hacía sentir miserable y culpable, jamás debió entender lo que significaba ni por qué se lo habían puesto.
Una vez más, ignoró sus llamados y comenzó a correr. Su hermana no podría ir detrás de él, pues elegiría quedarse cuidando a su madre mientras rezaba que no le sucediera nada malo.
Qué petición tan difícil.
La casa del alcalde era grande y rodeada por altos muros vigilados por los pacificadores, que terminaban siendo simples guardias. Parecía un enorme castillo lleno de ventanas y plantas bien cuidadas, donde nadie pasaría hambre ni sed. Aquel canal pasaba por el medio de este, haciendo que tuviesen su propia reserva de agua, muy distinto a los métodos a los que tenía que recurrir el resto del pueblo, quienes debían ser sabios y elegir la hora adecuada para no toparse con la hora en que los desechos pasarían por ahí.
Se escondió tras unas cajas vacías, analizando cómo podría entrar sin ser descubierto. No sabía exactamente a quién buscaba, pero podría adivinarlo si lograba colarse en el interior, un incidente así no se quedaría en secreto entre aquellos hombres chismosos.
La puerta principal no era una opción viable, no sabía si existían traseras o laterales, pero sin duda estarían igual de bien vigiladas. ¿Meterse dentro de una caja y esperar? No, era posible ser descubierto o peor, ni siquiera tomado en cuenta. No era tan tierno como para convencer a los vigilantes, tampoco se le daba bien hablar, necesitaba otra manera.
El canal, por supuesto. El agua corría desde adentro hacia afuera de la enorme casa, entrar en contra de la corriente sería difícil, pero no imposible. El verdadero problema sería si el agujero se encontrase enrejado, de ser así, tendría que encontrar otra manera.
Para salir de su escondite, solo tenía que ser paciente y esperar que los hombres dejaran de prestar atención a su trabajo distrayéndose por algo o dejándose llevar por el cansancio.
Así, esperó por casi una hora. Sus rodillas dolían por estar tanto tiempo presionando las piedras del suelo y ya había comenzado a sentir el frío de la noche sin estrellas y con una luna parcialmente oculta. Estuvo a punto de replantearse sus razones para estar allí cuando escuchó un ruido muy cerca de él, en la posada que se ubicaba a su derecha: eran dos hombres borrachos peleando por una bebida, cuya discusión llegó hasta la calle. Los vigilantes de la entrada no paraban de reírse del asunto y, por supuesto, no intentaron detenerlos en ningún momento.
Aprovechó para escabullirse fuera de sus vistas periféricas y se escondió en una de las esquinas del muro, al lado de la entrada del canal. El agujero podría ser potencialmente visto por los hombres, por lo que con cuidado asomó la cabeza. Seguían riéndose, pero no era capaz de verificar si había o no una reja que le impidiera el paso.
Apostó por todo y se metió dentro del agujero, hundió su cabeza bajo el agua y caminó. Podía hacerlo sin saber nadar, pues su caudal era considerablemente bajo, pero la fuerza de este lo obligaba a ser firme. Estiró los brazos, buscando con su tacto los barrotes de una reja que logró encontrar.
Maldijo en su mente y pidió perdón. Los niños no debían decir esas cosas.
Se afirmó fuertemente de los barrotes e intentó pasar su cabeza entre ellos; si podía hacerlo, su cuerpo entero llegaría al otro lado.
Y lo hizo, en cuestión de segundos se encontró dentro de la casa enorme del alcalde.
Respiró y salió del agua. Hacía tanto frío que todo su cuerpo temblaba y le castañeaban los dientes. Buscó el cuchillo, que afortunadamente, seguía donde mismo lo había puesto. Ahora que ya estaba allí sentía mucha más determinación que antes, pues el hermoso paisaje de los jardines de la casa eran por completo diferentes de cómo se veía el resto del pueblo que no tenía ni una sola flor sana.
Sacó su cuchillo y lo mantuvo apretado en su pequeña mano izquierda. Caminó con cuidado hasta encontrar a un grupo de pacificadores que se carcajeaban contando una historia.
Tan fácil fue encontrar lo que buscaba, que no se lo creía.
—En un principio pensé que sería una belleza.
—¿Y?
—Pues parecía un trapo sucio.
Los hombres rieron.
—Llevaba una bolsa repleta de dinero en sus manos y se la tuvimos que quitar.
—¿Estaba robando?
—No creo, todos saben que es una prostituta desesperada para conseguir monedas.
—Le quitaste sus ahorros —ese hombre parecía indignado.
—¿Te da pena? Eran negocios ilegales y sucios. Ese dinero era indigno, no debería ser usado en nuestro pueblo.
—Pues sí, creo que te pasaste de la raya.
—En todo caso, no fui yo exactamente.
—Pero estabas ahí.
—No lo iba a impedir, estaba de acuerdo con todo. Pero eso no es lo más interesante, la llevamos hacia adentro, pensamos en divertirnos un momento. No se enojaría por algo así teniendo una bolsa llena de monedas sacadas de ahí.
—Qué asco.
—Ya me estás haciendo enojar, pero para tu suerte fuimos interrumpidos. El señor alcalde llegó y al enterarse de todo nos ordenó dejarla ir.
—¿Y lo hicieron?
—Sí, pero no sin antes cortarle los dedos.
El corazón del chico se detuvo por un segundo. Había cosas que no lograba comprender de aquel diálogo, pero cuando escuchó lo de los dedos, confirmó que hablaban de su madre. Ese hombre que tenía en frente había estado presente y partícipe de la situación, solo era salir de su escondite y hacer lo que había planeado, pero sus manos temblaban y pensó que no sería capaz.
Vamos, Konnie. No eres un niño.
Sí lo eres.
Contó hasta tres con dificultad, tomando el cuchillo con ambas manos. Al llegar al último número escuchó algo que lo haría cambiar de opinión.
—Están locos.
—Ahí supimos que era la puta del alcalde de la que siempre se habla, por eso pensaba que era una mujer más bonita, pero no. El mismo le cortó los dedos y le ordenó no mostrar su rostro nunca más por aquí. Al final solo fuimos observadores.
—Que no hicieron nada por ella.
—Como si importara.
El alcalde. Era el, estaba dirigiendo su enojo a la persona equivocada, a pesar de que no era totalmente inocente.
Replanteó su objetivo aún escondido. Llegar al alcalde sería mucho más difícil que solo herir a los pacificadores. Tenía que ir a buscarlo a alguno de los dormitorios tibios, pero le era casi imposible saber cuál era. Necesitaba un plan rápido antes de que lo descubrieran o todos sus esfuerzos se le irían en contra.
—¿Estás perdido?
La voz de una mujer sobresaltó al chico. Era una de las sirvientas de la casa, l miraba dulcemente como si quisiera ayudarlo de verdad.
Escondió su cuchillo rápidamente, tan nervioso que sentía como una gota de sudor bajaba por su cuello.
—Pero si estás todo mojado, déjame ayudarte. ¿Dónde está tu mamá?
—No lo sé —se limitó a mentir.
La mujer lo tomó de la mano y lo hizo entrar a la casa. Estaba perfectamente iluminada y por completo libre de polvo. No entendía la razón de tanto adorno dorado en las paredes que solo le incomodaban a la vista.
Caminaron por un pasillo alfombrado hasta llegar a una pequeña habitación con una cama y una mesita de noche.
—Y bien, ¿Qué hace un niño como tu aquí adentro?
—Estoy buscando a mi papá.
Lo mejor que podía hacer era aprovechar su aspecto y mentir. Así al menos lograría salir ileso, aunque no cumpliera su objetivo.
—¿Quién es tu papá?
Se quedó sin palabras. No sabía que responder a eso, así que solo se quedó callado.
Mientras ella lo secaba con una toalla, se planteó la forma de salir de allí. Podría solo despedirse y pedirle que lo acompañara a la puerta, pero los demás residentes del pueblo lo verían salir y todos lo conocían. Aquella mujer debía venir de otro lugar o no haber salido nunca de aquel lugar.
—¡Vaya! Tienes unos ojos muy bonitos, ¿Te lo han dicho?
—No.
—Te pareces mucho al alcalde. ¿Es él tu padre?
La indiferencia con la que tocó el tema lo tomó por sorpresa. Esa mujer de verdad no sabía nada, y tenía suerte porque podría utilizarlo.
—Sí, pero no lo encuentro.
—Vamos, te llevaré hacia él.
Bingo.
Una vez seco, la ignorante mujer lo tomó de la mano y lo llevó por los pasillos hasta una gran puerta mientras se balanceaba y canturreaba. Todos los hombres que se encontraban ahí la observaban con tal naturalidad que todo parecía estar bien.
Tocó la puerta tres veces.
—Adelante.
La sirvienta abrió la puerta lentamente. Allí adentro había dos personas: El alcalde y su esposa, ambos acostados en la amplia cama leyendo.
—Marissa, ¿Qué nos has traído?
Apenas el chico dio un paso dentro de la habitación, analizó el rostro el hombre. No podía parecerse en nada a él, estaba obeso y limpio, mientras que él era un niño flacucho con los pies sucios y las uñas mal cortadas.
—Tiene una visita de su hijo. De verdad se parecen mucho.
El alcalde observó al pequeño Hakone de pies a cabeza, horrorizado. Su esposa hizo lo mismo, lanzándole una mirada que le exigía explicaciones a su marido, pues ella no estaba enterada de nada y aquel chico era el espejo de su padre, para su desgracia.
—Draven, ¿Quién es ese chico? —pronunció.
Fue entonces cuando la sirvienta se dio cuenta de su error. Pidió perdón mil veces, asegurando que se trataba de un error y, cuando tomó al niño del brazo, este se deshizo del agarre rápidamente, sacó el cuchillo y corrió hacia su padre.
Ese hombre le había hecho tanto daño a su madre, ya no podía dudar ni un solo segundo.
La esposa de su padre gritó horrorizada, al mismo tiempo que el hombre empujó al niño una vez que se le había acercado, pero no sin antes recibir un corte en su mano derecha.
Golpeó su cabeza contra el piso y solo vio imágenes borrosas por algunos segundos. Al intentar ponerse de pie nuevamente, los pacificadores lo tomaros de los brazos y lo levantaron. Dolía tanto que soltó el cuchillo y lo dejó caer al piso, pero sin dejar de dirigirle a su padre una mirada que aseguraba su muerte a manos de él.
Al verlo así, el alcalde rio.
—Si te pareces a tu padre, chico.
—No tengo padre.
—¿Ah, no? No me digas que tu mamá aún no te cuenta cómo se hacen los bebés.
Con un movimiento de su mano sangrante, ordenó a los pacificadores que se lo llevaran.
—Señor, ¿No va a castigarlo?
—¿Qué clase de castigo sugieren?
—Cortarle los meñiques, ambos.
El hombre se llevó su mano a la barbilla, pensando por un momento.
—No. Córtenle la oreja y márquenlo en la muñeca. No es un ladrón, pero qué importa.
Retorciéndose, el chico intentaba zafarse del agarre de sus mayores, sin éxito. Solo pudo ver el rostro culpable de la sirvienta engañada y decepcionada cuando se le ordenó vendar la mano del alcalde y recibir el mismo castigo que al chico.
Ahora sí se sentía mal. Esa mujer lo había ayudado y por su culpa sería castigada. Otra deshonra que le llevaría a su familia, con tan solo ocho años.
Los ladrones más peligrosos eran marcados en la muñeca izquierda con tinta negra que se quedaría allí para siempre. Cuando se la hicieron, lo inmovilizaron completamente ignorando los gritos de dolor del niño que no aguantaba el tacto de las agujas en su aun suave piel.
Aquella marca negra estaría allí toda su vida y no podría hacer nada para quitársela, envolvía su muñeca de lado a lado, sin que se notara donde comenzaba y donde terminaba. Se odiaba a sí mismo por haber cometido ese error, el error de no haber previsto que el alcalde se defendería, pero no se arrepentía del resto, solo de haber involucrado a la sirvienta.
Aún sintiendo el dolor en su muñeca, lo obligaron a sentarse. Observó alrededor, estaba nuevamente en el patio y solo unos pocos pacificadores observaban animadamente su sufrimiento.
Ya era el momento de huir, pero debía encontrar la manera. No se encontraba inmovilizado como hace tres segundos atrás, así que podía fingir nuevamente y correr.
Sudaba mucho, lo que significó una clara ventaja para él. Fingió que su respiración estaba más agitada de lo normal y su voluntad rota. Los hombres que lo mantenían firme, aflojaron su agarre y, cuando uno de ellos estiró su oreja izquierda para cortarla, reaccionó rápidamente saltando hacia adelante.
Al llegar al piso, supo que había alcanzado a ser cortado, pero su oreja continuaba allí. Corrió y se sumergió nuevamente en el canal, esta vez tomando ventaja de la corriente e impulsándose con ella.
Su hogar estaba a oscuras, al igual que las casas vecinas. No había nadie despierto, por suerte.
Entró, intentando hacer la menor cantidad de ruido posible. Su hermana estaba allí durmiendo junto a su madre en el suelo, tapadas por una fina capa de tela. Se acostó al lado de Teresa, al sentirlo, ella lo abrazó.
—Estás bien —murmuró.
—Sí.
Se planteó limpiarse la sangre que tenía dentro de su oído la mañana siguiente para eliminar esa sensación de sordera parcial, sin imaginar que esta no se iría jamás. El corte que sintió al correr no había sido simple y superficial como pensaba, pero eso no lo averiguaría sino hasta que Teresa lo revisara con horror.
—Konnie, te hiciste mucho daño.
La marca en su muñeca y el corte en su oreja serían un factor que no lo ayudaría a salir de allí. Aquella era la marca de un delincuente peligroso, después de eso era imposible que alguien lo considerase siquiera una persona decente fuera del pueblo. Rezó por un milagro.
—Dime, ¿Aún sientes tu oído tapado?
—Si, como si estuviera sucio.
—Pues ya te limpié bien.
—No puedo escuchar bien.
Eso le rompió el corazón a Teresa. El pobre chico había salido mucho peor de lo que creía, aquella sordera parcial, la cicatriz y la marca jamás se irían. Y era tan solo un niño.
—Perdón —dijo este.
—¿Por qué? —Pensó que se disculparía por sus actos.
—No logré vengar a mamá. Pero prometo que cuando sea más grande y fuerte lo haré.
—No seas tonto —sentenció—. La mejor venganza que puedes obtener es salir de aquí y ser un hombre feliz, para demostrarle a esos imbéciles que nada de lo que ellos hagan nos afecta. Así sabrán que no pueden con nosotros.
Konnie asintió. No sabía cómo sentirse al respecto. Había logrado llegar al hombre que hizo sufrir a su madre, pero no había hecho nada y salió herido por eso mismo. Quizás la respuesta sí era encontrar la venganza de otra manera, no lo sabía.
Al pasar los días, la incomodidad del oído izquierdo del niño continuaba igual, por lo que se resignó a tener que acostumbrarse a ella. Por esto, adoptó el hábito de siempre caminar a la derecha de su hermana y ladear la cabeza para escuchar mejor. No estaba del todo sordo, pero había una gran diferencia entre un oído y otro.
La herida sanó al igual que su muñeca, dejando la permanente tinta negra expuesta como tal. La ocultaba de todas las formas que podía: con un pedazo de tela, con barro, metiendo sus manos en los bolsillos.
El único chico que alguna vez aceptó ser su amigo huyó al saber el significado de aquella marca. Nunca más lo volvió a mirar a los ojos y así, todo el pueblo se enteró que era un criminal, por lo que dejó de ocultarla.
Ahora sí era una escoria con razones fundadas, sus vecinos le temían, pero eso no lo hizo sentir bien. La única persona que sentía que lo quería era su hermana, pues su madre al enterarse de que había perdido el cuchillo, dejó de hablarle y de considerarlo como un ser vivo. Desde ese día ella solo tenía una hija.
Dos meses después, un hombre enorme tocó a la puerta de su casa.
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