Seis
El canto del ave anaranjada
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El sol pegaba fuerte en su sien y sobre sus hombros. Esperaba no tener que volver a casa nuevamente con aquellas manchas rojas en la piel que le hacían doler durante días y que no sabía como aliviar aparte de aplicando cualquier cosa fría que encontrase.
Su madre era estricta con sus salidas, prefería que nunca lo hiciese mientras los rayos del sol no tuvieran piedad con su cuerpo y menos aún estando rodeado de agua salada que solo empeoraba las quemaduras.
Esperó pacientemente y, de pronto, lo sintió. Un tirón sacudió su caña de pescar y sus brazos, jaló fuertemente y luego relajó para luego volver a tirar. Era un gran pez que sería capaz de alimentar a una familia numerosa o a muchas pequeñas.
Cuando entró al bote, se sacudió fuertemente intentando volver al mar, pero sería imposible, ya estaba condenado a convertirse en un platillo que salvaría a muchas personas de morir de hambre.
Irene se asomó por el borde del bote y observó su reflejo. ¿Quién era aquel hombre de negros cabellos y nariz quemada que tomaba su lugar? Se tocó el rostro, pero no sentía nada extraño, seguía siendo ella misma, hasta que él habló desde el mar tranquilo.
—Naciste y viviste gracias al amor de alguien, pero en su ausencia jamás lograrás descansar.
Luego se desvaneció, siendo reemplazado por un reflejo conocido. Su propio rostro modulaba frente a ella una sola palabra que no lograba identificar. La repitió muchas veces, pero no oía nada.
Las nubes se juntaron formando un grueso y frio cielo gris de las que cayeron gotas de agua que hacían que su piel ardiera.
No, no era agua. El agua no tenía sabor ferroso cuando entraba por su boca ni tampoco era tan espesa.
Detrás de ella, sintió la presencia de un alma viscosa que respiraba fuertemente en su oído, queriendo decir algo pero sin poder modular nada, un alma sin cuerpo. Cerró los ojos, tapó sus oídos, comenzó a gritar. Sentía asco y quería vomitar ahí mismo, pero nada subía por su garganta. El posible tacto de aquel hombre hacía que temblara mordiéndose la lengua con fuerza.
—¡PRISCILA!
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Despertó con la respiración agitada y cubierta de sudor. No veía nada, la noche aún era la reina del presente.
Sintió la respiración de Ophelia durmiendo en la cama del lado. Era cierto, ella no estaba en el mar, estaba en Mihria y era una aprendiz de herborista, su vida había cambiado totalmente.
Pero, ella nunca había estado sobre un bote en el medio del océano, no podía ser un recuerdo. ¿Lo había imaginado? Es posible, aunque las sensaciones eran tan reales y sentía que sabía perfectamente qué hacer mientras esperaba la llegada de un pez que cayera en su trampa.
Mordió sus uñas intentando averiguar cómo había llegado a soñar eso, pero se rindió al poco tiempo. Solo quería dormir y olvidarse de todo eso.
Se quitó las sábanas de encima y caminó hacia su compañera de cuarto. Al sentirse observada, abrió los ojos, aún muy somnolienta.
—¿Tuviste una pesadilla? —preguntó ella. Ina asintió— Ven. Acuéstate conmigo. Estás a salvo aquí.
La chica se metió bajo las tapas de su cama se tumbó a su lado. Sintió su calor aun sin tocarla y se dio cuenta de que podía estar tranquila, que las cosas de sus sueños no estaban en la vida real y que en este mundo ella se encontraba bien, al lado de una persona a quien le tenía mucho aprecio y confianza.
Aquella noche no volvió a tener pesadillas.
Cuando se presentó el primer día que tenía libre, vestida con el uniforme de herborista, Tamara le lanzó semillas de jojoba directamente hacia su rostro. La única reacción de Ina fue cerrar sus ojos.
—¡Fuera de aquí!, ¡acabas de vivir un evento traumático y debes divertirte o descansar!
Minerva comprendió en seguida que Irene no iba a quedarse tranquila, por lo que le entregó una gran carpeta con hojas blancas y un lápiz para que pudiera dedicar su tiempo estudiando a gusto, observando las plantas que se encontraban alrededor del palacio y anotando todas las cosas que le llamasen la atención.
Si había algo que no comprendía, podría consultar el enorme libro que le había prestado.
—¿Por qué llevas el uniforme puesto? —preguntó Yunis en su segundo día libre, al verla desde la ventana del laboratorio mientras se dirigía a estudiar las plantas del invernadero.
Irene observó su ropa. En realidad, era la única que tenía que le quedara bien, sin contar la que usaba para luchar en Líter. No quería usar eso.
Yunis entendió la situación a la perfección sin necesidad de que ella respondiera.
—Bien, acompáñame —tomó de la mano a Ina y la invitó a recorrer los pasillos del palacio hasta llegar frente a una gran puerta con un número dos inscrito—. Tengo un poco de ropa que me queda pequeña, pero tú eres más delgada y baja que yo, así que te debería quedar bien —Buscó entre unas cajas que tenía escondidas debajo de lo que Ina pensó que era su cama entre todo el desorden y sacó varias prendas para luego entregárselas a la chica—. Ten, te las regalo, ve a cambiarte en seguida.
Llevaba una semana sin ir a trabajar y sentía culpa por no apoyar a las demás herboristas, sabía que no era la más importante de todas y que su aporte era mínimo, pero el no hacer nada la llenaba de sensación desagradable y hacía se distrajera fácilmente.
No dejaba de pensar en las cosas que le habían sucedido y en su extraño sueño de la otra noche.
Comió su almuerzo sentada sobre la roca en que había estado su primera mañana como aprendiz. Le gustaba escuchar atentamente los sonidos de las aves que se le acercaban a pedirle algo de comer para luego verlas alejarse y perderse entre las hojas de los árboles.
Una de ellas tenía un canto hermoso y melodioso. Intentó imitarlo, quizás para reemplazar el lugar en su corazón que habían tenido los chucaos, que extrañaba muchísimo.
—¿Te han dicho que tienes una muy bonita voz?
Su corazón dio un salto. Estaba tan distraída, que no sintió a Hakone sentarse a su lado con su comida. No estaba vestido como de costumbre, su capa y su impecable uniforme habían sido reemplazados por unos pantalones oscuros y una camiseta verde que dejaba al descubierto sus brazos. Tenía cicatrices por todos lados, pero la más grande se encontraba detrás su de oreja izquierda. Su uniforme no debería taparla, pero Irene nunca había puesto su atención en ella.
De pronto sintió que enrojeció. ¡Por los dioses! No lo había visto desde el día del incidente y recordó que le había faltado el respeto anteriormente.
La vergüenza que sentía la obligó a taparse el rostro con las manos y desear que se fuera para luego volver a encontrárselo cuando tuviese el valor de pedirle perdón.
—Si te incomodo, puedo irme —parecía decepcionado.
—¡No, espere!
—¿Espere? —Hakone levantó una ceja, sin dejar de mirar a Ina— No debo ser mucho mayor que tú, no me trates como a un anciano.
—No puedo —aun tenía las manos en su rostro, no podía mirarlo—. Usted es una persona con un importante rango y yo le he faltado el respeto sin ser nadie. Le ruego que por favor me perdone.
Él frunció el ceño y quitó una de las manos de la chica de su rostro completamente enrojecido. Ella se descubrió y comenzó a temblar. Su tacto la incomodaba demasiado, por lo que apartó su vista.
—No me has faltado el respeto jamás. Y nunca digas eso de que no eres nadie.
—Si lo he hecho. No le agradecí como es debido cuando me sacó del mar, también me alejé bruscamente cuando intentó ayudarme y obligué a la señorita Evee a hacerlo a pesar de que significó mucho esfuerzo extra para ella. Casi lo apuñalo cuando me asusté e ignoré sus saludos cuando se mostró tan amable conmigo.
La velocidad con la que Irene hablaba, hizo que Hakone sonriera, le divertía mucho, pero al mismo tiempo le preocupaba que sintiera que le debía algo.
—Está bien, estás perdonada.
La chica abrió los ojos, algo aturdida.
—¿No va a castigarme?
—Tu penitencia será que me trates como si fuese cualquier persona.
—¡No puedo hacer eso!
—Si puedes —Soltó su brazo y se puso de pie frente a ella—. Hoy soy un civil.
Ina pensó en lo que había aprendido en el fuerte. El uniforme siempre era más fuerte, sin importar quien lo lleve. Había visto incontables veces cómo un mismo puesto era tomado por personas distintas, y todas demandaban autoridad y respeto.
La persona que tenía en frente no podía ser distinto y mucho menos con tantos soldados entrenados a su cargo. Podría hacer lo que quisiera.
Volvió a apartar la mirada—Lo siento.
Hakone suspiró y volvió a sentarse a su lado. Discutir con ella sobre aquel tema podría agotarlo mucho más que el ejercicio físico. Y menos aún si no estaba dispuesta a cambiar de punto de vista.
Adivinó que alguien con esa postura estaba acostumbrada a mirarse a sí misma como alguien inferior. Su mera presencia debía serle intimidante.
—¿Qué estabas cantando?
—Nada. Intentaba imitar a las aves.
—Deben gustarte mucho.
Irene asintió —Su canto me calma.
—Pensé que dirías algo cliché, como que ellos eran libres de poder volar hacia donde quisieran y su fantasía era ser como uno de ellos.
En algún momento ella sí lo había pensado, pero la libertad era algo demasiado inalcanzable, incluso para un ave.
—Solo la muerte es capaz de liberarnos. La vida no hace más que encadenaros.
Pensó en cómo las almas se desvanecían en el viento cuando alguien moría. Tal y como lo habían hecho sus doce compañeras.
Recordó que también en algún momento dejó de sentir las almas de los hombres del templo. No podrían tener el mismo destino siendo que ellos fueron personas despreciables, no era lógico.
Ellos y las mujeres con las que había crecido no podían ser iguales.
Un largo silencio pasó entre ambos, pero solo incomodándolo a él. Ina solía disfrutar los momentos así, podía seguir escuchando el viendo entre las hojas y sintiendo los acelerados latidos de su corazón.
—Has pasado por mucho.
—Sí. —Recordó las grietas cicatrizadas de su alma. Él también había pasado por mucho.
—La próxima vez que necesites ayuda, llegaré primero.
—No necesitaba ayuda.
Hakone rio. No era una de esas risas ruidosas que tanto la incomodaban. Parecía ligera como el viento y eso le gustaba, estaba segura de que había escuchado una risa como aquella alguna vez, solo que no podía recordar donde.
—Perdón, pero creo que sí lo hacías.
Recordó la situación. La habían drogado y atado, pero era cierto que no necesitaba ayuda, podría haber salido de allí ella sola, aunque habría tomado varias vidas y probablemente los recuerdos de aquella situación la atormentaran por siempre.
Pero eso no era algo que puediese decírselo a él.
—Cuando vivía en Líter —comenzó con intenciones de cambiar el tema. El silencio no funcionaría con él—, siempre escuchaba cantar a las aves, pero ellas no están aquí.
—Dijiste que ayuda a calmarte. ¿Qué era lo que hacías allá?
Aquella pregunta tomó desprevenida a Irene. No quería decir realmente lo que hacía. Era un trabajo horrible que, además, no era considerado para mujeres en su actual hogar.
Le habría gustado volver a luchar sin cobrar vidas, pero se sentía obligada a aceptar las nuevas reglas a cambio de un poco de dignidad. No era un precio muy caro.
—Yo...
—Sé que luchabas. Y por como me tratas, formabas parte del ejército.
La voz de Hakone, de pronto se tornó seria.
—Sí —respondió en voz baja.
—Nadie nunca había reaccionado tan rápido para intentar apuñalarme con esa impresionante precisión.
—Lo siento —repitió. Aún se sentía muy avergonzada, a pesar de que él ya le había dicho que la perdonaba.
—No le diré a nadie, pero, algún día, quiero que me enseñes lo que puedes hacer.
—No quiero hacerle daño.
—No lo harás, y deja de tratarme de usted.
Ina negó y dio de comer a otra ave que se acercaba a ella.
—¿Estás libre hoy? —preguntó, imitándola.
—No me han permitido regresar a trabajar.
—Entonces no tienes nada que hacer.
Antes de que se diera cuenta, Hakone la tomó de un brazo y la obligó a ponerse de pie y correr, dejando atrás la bandeja con los restos de su comida.
Corrieron a través de un pasillo entre los árboles de todos los colores, hasta llegar a un edificio de una planta cuya entrada estaba custodiada por un guardia. Pensó que la presencia de su comandante lo obligaría a abrir la puerta sin dudarlo, sin embargo, cuando se dio cuenta, Hakone permanecía escondido tras un árbol.
—Espera —susurró—. Hay que darnos la vuelta, no iremos por ahí.
¿Dónde quería llevarla?
Irene intentó zafarse de su agarre, pero este sostenía su brazo con fuerza.
—Tranquila, no es nada de lo que debas preocuparte. Si no te gusta puedes apuñalarme.
—No diga esas cosas.
El volvió a reír. Irene realmente no pensaba que algo malo fuese a suceder con él, solo no le gustaba que la tocara a pesar de que su tacto parecía gentil y no era nada como el de otros hombres. Eso la incomodaba aún más.
—Bien, ahora cierra los ojos —ordenó apenas rodearon el edificio e Irene obedeció de inmediato.
Entraron a un ruidoso y fresco lugar. Aún con los ojos cerrados, pudo sentir a través de sus párpados la luz del sol que chocaba en cientos de pequeñas almas rojas que conocía perfectamente.
Dejó caer sus brazos a sus costados y disfrutó del sonido. Era un caos total y le costaba distinguir entre ellos.
—Puedes abrirlos si quieres.
Apenas separó sus párpados, el brillo del sol encandiló momentáneamente sus ojos. El lugar se parecía mucho al invernadero con sus paredes transparentes, pero con un techo mucho alto bajo el cual volaban y piaban cientos de aves coloridas a través de un canto descoordinado. Era hermoso, nunca había visto a tantas juntas. Quedó completamente hipnotizada por sus bailes aéreos, olvidando quien era y donde estaba.
—Las azules son golondrinas —interrumpió Hakone sus pensamientos—, ellas nos avisan cuando alguien dejará el palacio —su voz se tornó un poco más baja en volumen que lo acostumbrado.
Las plumas azules de aquellas pequeñas avecillas brillaban a la luz del sol acompañadas de un canto uniforme, pero descoordinado. Ina intentó recordar la melodía para repetirla más tarde, pensó que quizás la presencia de esa hermosa ave la ayudaría a encontrar tranquilidad, pero jamás podría reemplazar el canto que oía en Treng-Cai.
—Los pitíos —continuó— son aquellos negros que parecen tener rayas blancas, anuncian cuando recibimos visitantes. Cuando cantan, recorremos los alrededores del palacio —se detuvo un momento, recorriendo con la mirada el lugar—. El día en que llegaste, se volvieron locos, nunca habían cantado tantos a la vez.
Ina prestó atención. En ese momento los pitíos no estaban cantando, se encontraban en completo silencio mirándose los unos a los otros.
Observó el resto de las aves. Algunas de ellas eran más pequeñas que la palma de su mano y aleteaban muy rápido para mantenerse en un punto en el aire, otras tenían largas y elegantes colas rojas que tenían un canto grave, otras eran pequeñas y completamente amarillas. La variedad parecía infinita y le encantaba.
Un aleteo agitado pasó muy cerca de su oído derecho. Era un ave pequeña, de color gris con el pecho anaranjado y una larga y respingada cola. Ina lo observó un segundo y se acercó a ella, que se había parado en la rama de un árbol y permanecía observando en silencio.
—Nunca he escuchado cantar a ese —Hakone hablaba detrás suyo, cerca de su oído. Podía escucharlo respirar—. Creo que no he tenido la suerte simplemente, porque parece que soy el único.
Estiró su brazo hacia el ave. No sabía por qué había llamado tanto su atención y le parecía extrañamente familiar.
Las almas de los animales tienen el común el fuerte rojo del instinto, pero todas son diferentes y no se distinguen entre razas ni especies. A Irene le parecía hermosa esa conexión entre ellos que no discriminaba, muy distinto a cómo funcionaban los humanos, los feéricos y los felaia, quienes, a pesar de ser indistinguibles entre ellos a través del alma, se jerarquizaban a partir de aspectos y habilidades.
Para ella, Evee, Ophelia y un humano, tenían en común el factor que los hacía personas capaces de razonar, reflexionar y amar ya sea a sí mismos o a otros.
Eso le hizo cuestionarse ¿qué era Hakone? Era incapaz de averiguarlo solo observándolo.
El ave emprendió vuelo nuevamente. Dio unas vueltas rápidas en el aire y cantó junto al oído derecho de Irene, para luego alejarse y perderse entre los demás.
Hakone celebró. Era la primera vez que lo escuchaba cantar.
Cuando se acercó a Ina vio su mirada perdida y sus ojos inundados en lágrimas. Se preguntó si había sido buena idea haberla llevado a aquel lugar, quizás todo el alboroto en lugar de relajarla había provocado el efecto contrario, pero se quitó esa idea de su cabeza cuando la escuchó hablar mientras secaba sus lágrimas.
—Gracias. Siempre lo había escuchado, pero no conocía su aspecto. Es hermoso.
Suspiró, aliviado y recogió una pequeña pluma anaranjada que había caído a la tierra cuando el ave voló.
—El chucao —comenzó, ofreciéndosela—, cuando escuchas su canto desde tu derecha es porque te predice buenos momentos. Felicidades.
Tomó la pluma y se la llevó a los labios. Estaba tan feliz de volver a escuchar aquel canto que la había ayudado a mantener la cordura en su encierro.
Ahora que sabía donde estaban, quería visitarlos periódicamente para agradecerles, pero sabía que probablemente no podría.
—La atesoraré por siempre.
Hakone se cruzó de brazos frente a ella, mostrando solo una de sus comisuras levantadas.
—Ahora, ¿me mostrarás lo que sabes hacer?
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