Dieciséis
Cuando las mariposas comienzan a volar
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La creación siempre implica un proceso largo, tedioso y lleno de sacrificios que se pueden o no tomar.
La creación de la vida va más allá de eso, pues cambia por completo la cotidianeidad de al menos uno de los progenitores. Crea y modifica, moldea y destruye. Da felicidad y da tristeza. Brinda esperanza y melancolía.
Ina nunca había sido capaz de ver un alma crearse, solo estaban allí, pero sí había presenciado incontables veces el cómo estas se transformaban en polvo y aire.
El alma de Oliv se mezcló con el olor a humo y carne quemada, bailoteó entre la luz del fuego y huyó en sentido contrario hacia donde se encontraba su madre, desapareciendo por acción del viento junto con sus compañeras.
Estaba tan impresionada por la vista de aquel baile, que no escuchó los alaridos de Ophelia, quien permanecía de rodillas gritando y llorando escandalosamente. Su alma había comenzado a cambiar, pasando de sus usuales tonalidades otoñales a fríos glaciares despoblados.
—¡Ina! —su grito le desgarraba la garganta— No era ella, ¿cierto?
No podía dejar de mirar los escombros incendiados del puesto de vigilancia, resplandecía como la más brillante de las estrellas en una noche oscura en medio del fuerte Treng-Cai.
—¡Escúchame! ¡Puedes ver las almas, ella no está ahí!
La escuchaba perfectamente ahora. El humo que desplegaba aquella construcción ascendía al cielo, como si intentase mostrar el camino a la pequeña Oliv hacia donde se encontraba la libertad.
Ophelia la abofeteó en el rostro. Cuando despegó su mirada de las llamas, solo pudo ver a su amiga arrodillada frente a ella, sosteniéndola de los hombros y con el cabello pegado a su cara producto de las lágrimas. Aquella imagen le rompió el corazón.
Pestañeó dos veces para aclarar su vista. Ella también estaba llorando.
—No está —pronunció finalmente.
Ophelia se tapó los oídos y cerró sus ojos, moviendo bruscamente su cabeza hacia ambos lados.
—Hay que buscarla, no me puedo ir sin ella.
Su voz estaba por completo rota.
—Ya no está, Ophelia.
—¡No me mientas!, ¡puedes ver las almas!, ¡dime donde mierda está mi hija!
Temblando, apuntó con uno de sus dedos hacia el fuego. La felaia se puso rápidamente de pie y, con dificultad, comenzó a dar unos pasos hacia allá.
—El fuego siempre ha sido cálido y nos ha mantenido con vida. No puede hacerle nada a Oliv, pero aún no le enseño a controlarlo, se va a asustar.
Cuando la vio acercarse peligrosamente, Ina abrazó las piernas de Ophelia para detenerla. No sabía que decir. La niña estaba muerta y ella no tenía como revertirlo. La inutilidad de sus habilidades la hizo presa de la frustración. Ella solo servía para destruir.
—¿Quieres separarme de mi hija?, ¡Somos amigas, no puedes hacerme eso!
—No, Ophelia. No la vas a encontrar ahí.
—¿Por qué de pronto estás en contra mía? —La miraba con desprecio y dolor, como si de verdad se creyera lo que decía.
El corazón de Ina nunca le había dolido tanto como en aquel momento.
—Tienes que irte, yo estaré con Oliv.
—¡Quieres quitármela! —al decir eso, las manos de la felaia comenzaron a despedir un brillo azul, tan caliente como el fuego que despedía la caseta de vigilancia destruida.
Poco a poco, comenzó a divisar almas que se acercaban rápidamente. Curiosos que fueron a ver los resultados de la explosión o soldados y guardias que harían sus vidas aún más miserables.
—¡Vienen! Por favor, Ophelia, vete ya.
—¡No me iré sin Oliv!
—¡Está muerta!
De inmediato, supo que era lo peor que pudo haberle dicho. La luz azul de sus manos se dirigió hacia los brazos desnudos de Ina, que ardían dolorosamente, pero sin ni una gota de sangre ni signos de quemadura. Ahogó un grito, tenía que ser fuerte por ella.
Ophelia se arrodilló, mirando hacia el cielo y soltando una triste risa. Había intentado herir a su amiga, algo que juró que jamás haría.
—Debo haberme vuelto loca.
Ina lloraba. Una mezcla de dolor físico y mental amenazaba con consumirla, pero no era momento de doblegarse y dejarse caer. Tenía que convencerla de irse y para eso, debía mantenerse cuerda.
—Dime, Ina. ¿Se fue al cielo?
Ella asintió, acariciando sus brazos.
—¿Se fue feliz?
—No se dio cuenta.
—Qué alegría.
Aquellas almas que logró sentir, se acercaban cada vez más. Quería que corriera rápidamente, que no mirara hacia la luz que se había llevado a su hija, que no buscara venganza para poder encontrar por fin la paz en algún lugar cerca de un río o un lago tranquilo, con la posibilidad de envejecer sintiéndose plena. Eso le deseaba a Ophelia.
—Por favor, no me odies por dejarte sola con Monoi.
La felaia se puso de pie rápidamente, y luego de lanzarle un beso al fuego, corrió hacia las paredes que tenía en frente, desapareciendo en la oscuridad. Ina supo que se había ido cuando su alma se perdió mucho más allá de los muros.
Ya sola, se mantuvo dónde estaba y abrazó sus piernas. Ya no le importaba quienes eran los que se encontraban detrás de ella, tampoco le importó que una mujer desconocida la abrazara asegurándole que todo estaba bien ahora.
—Jamás podría hacerlo —murmuró finalmente sobre el hombro de la mujer en respuesta a las últimas palabras que le había dedicado la persona a quien más había llegado a querer.
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El sol golpeó su rostro, quemaba como si se tratase de un crudo verano envuelto en llamas descontroladas y hambrientas.
Al abrir los ojos, la cama de Ophelia estaba vacía.
Sintió una fuerte punzada en el corazón, había huido; Oliv había muerto, haciéndola quedarse sola otra vez. No podía culparla, huir había sido lo correcto en ese momento. Ni siquiera quería imaginar qué le habrían hecho de haberla encontrado pues, tal como ella misma lo había dicho alguna vez, era mucho más que una escoria para el palacio.
Sintió asco por sentirse cómoda en aquel lugar alguna vez. Habían asesinado niños para hacerle daño a alguien que solo luchaba a su manera para salvarlos. Ophelia no era una escoria, era una heroína, pero nadie lo reconocía.
No recordaba cómo había llegado a su habitación aquella noche. Poco importaba, al igual que lo hacía el saber cómo se desvistió para ponerse su camisa de dormir maltratada. Suspiró, observó a su alrededor y las emociones llegaron a ella nuevamente. Se sentía increíblemente sola.
Oliv, pobre chica. Si había alguien que era total y completamente inocente por lo sucedido era ella. Ophelia tenía que estar sintiéndose horrible y culpable, asegurándose de que por su culpa su niña había perdido la vida, nada más alejado de la realidad.
Sintió una lágrima recorriendo su mejilla. Aquella niña llena de esperanzas y felicidad era alguien a quien nunca más lograría ver, alguien que no podría convertirse en adulta jamás, y todo por la decisión de una persona.
«Hakone», pensó.
No. Imposible. Él no podría haber sido el responsable de haber dado esa orden, no después de todo lo que había luchado para mantener a salvo a los niños encerrados en la taberna.
Sus manos temblaban. ¿Qué podía hacer? No sabía cómo reaccionaría si supiese la identidad de la persona que provocó la explosión. Había visto su alma y podría reconocerla en cualquier lugar. Era del color de la crema y olía a metal, un olor distinto a la sangre, pero muy similar al cobre, el olor que tiene un alma consumida en la codicia.
Una tos la hizo recobrar sus sentidos. Había dos personas detrás de su puerta, esperando afuera. Dos almas que conocía y que veía a diario ¿Qué hacían ahí?
Se secó las lágrimas y se asomó. El sol resplandecía y le incomodaba a la vista, por lo que se vio obligada a entrecerrar los ojos. Pudo escuchar lejanamente el ruido de vitoreos y gritos, un total desorden, probablemente provocado por las noticias de lo ocurrido la noche anterior.
—Despertaste, finalmente.
Yunis la empujó para que volviera a entrar a su habitación, detrás suyo, Aline cerró la puerta.
—¿Qué está pasando? —Ina no era capaz de entender nada. Las almas de ambas compañeras estaban ligeramente diferentes, mostrando muchísima tristeza.
Aline estaba por completo callada, lo que la sorprendió mucho más.
—Nos enteramos de lo que ocurrió anoche. Quisimos venir a apoyarte.
Miró hacia el suelo. Sus pies aún estaban ligeramente sucios y fríos.
—Gracias, pero no tenían que hacerlo.
—Si tenemos —Yunis tomó las manos de Ina entre las suyas, mirándola directamente a los ojos—. Sabemos que es difícil pasar por una decepción así, pero estaremos contigo siempre.
¿Cuál decepción? Observó a su compañera, quien seguía con sus ojos pegados a los suyos. Claro, ella no sabía la versión verdadera de la historia, pero prefirió que se quedara así.
—Es difícil —fue todo lo que pudo pronunciar.
No estaba decepcionada de Ophelia, todo lo contrario. Estaba muy orgullosa de que hubiese sido capaz de tomar la dura decisión de escapar dejando atrás a su hija.
—Lo sabemos. Vivías con ella y sé que la querías mucho. Pero, ¿sabes? A veces no importa si eres una humana, felaia o feérica o como se digan. Amistad es amistad y amor es amor, que nadie te haga creer lo contrario.
—Lo sé.
Apretó los labios. No podría seguir pensando en ella.
—Ustedes pueden seguir adelante. Tamara también está muy triste, no ha salido de su habitación en toda la mañana.
—También eran amigas —Había comenzado a llorar nuevamente.
Yunis secó sus lágrimas con su pulgar, dulcemente. Era tan distinta en ese momento, quería abrazarla y descargar toda su pena en ella.
—Sí, así que pueden acompañarse.
Ina asintió y la habitación se quedó en completo silencio. Aline se mordía los labios mirando hacia el suelo. Sentía mucha culpa por todo lo que había dicho antes sobre las "bestias", pues nunca había conocido una de cerca realmente. La noticia de Ophelia había impactado mucho en su forma de ver el mundo, pero no tanto como lo que acababan de ver, lo que se convirtió en la razón de su silencio.
Podía seguir escuchando los gritos de la gente, probablemente venía desde el ágora donde habían anunciado a los candidatos para desposar a los príncipes.
Algo la inquietaba.
—Yunis. ¿Qué es todo ese alboroto?
—No es nada —De pronto, parecía alarmada. Apretó con más fuerza las manos de Ina.
Eso inquietó mucho a la chica.
—¿Yunis?
—No puedes ir aún.
—¿Qué está pasando?
Ella no respondió. Entonces lo adivinó, todo lo que había temido era muy posible que se hubiese hecho realidad.
Aline, quien sostenía un sobre en sus manos, lo abrazó con fuerza y, por primera vez, habló:
—Esto lo dejó ella, para ti.
Ina se acercó a ella sin despegar la vista del sobre arrugado. Lentamente se lo quitó de sus brazos solo para leer en la parte frontal su nombre escrito. Nunca había visto la letra de Ophelia, ¿Era posible que aquella hermosa caligrafía estuviese hecha por la inquieta felaia, aún más cuando debía estar sintiéndose tan triste?
No. Eso no era lo que debía preocuparle.
¿Por qué siquiera esta carta existía? De haber huido ella exitosamente, no habría recibido nada.
Abrió su contenido con prisa. Sus manos temblaban y su corazón estaba por completo acelerado. No quería leerla. No quería conocer las últimas palabras que su amiga le había dedicado.
Mi muy querida Ina:
Lamento tanto haberte sorprendido de esta manera, quizás no era lo que esperabas de mí. Te prometo que soy buena y que no tienes nada que temer de mí, por favor recuerda todo lo que pasamos juntas.
Perdóname.
Con amor,
Abbey Ophelia.
¿Qué rayos acababa de leer? No comprendía el contenido de la carta, pues no sabía qué era lo que debía haberla sorprendido ni a qué debía temerle. Estas no podían ser las últimas palabras de Ophelia, no era posible.
Leyó la carta muchas veces más para encontrar alguna pista que se le hubiese pasado por alto hasta que se dio cuenta de que no parecía escrita por ella. ¿Acaso con la sorpresa y con lo de no tener miedo se refería a su condición de felaia? Ella ya lo sabía hace mucho tiempo, pero era la única persona que se había enterado de hasta donde manejaba la información. Ni Hakone, ni Evee, ni Yunis sabían que ella estaba enterada de que Ophelia no era humana.
Como si de haber resuelto un enigma se tratase, logró entender todo. Los gritos, la carta, la actitud de Yunis y Aline.
Dejó caer la carta y, aún descalza, salió de la habitación ignorando las protestas de su compañera detrás suyo. La gente la observaba escandalizada por la poca ropa que llevaba, pero no le importaba en absoluto, ni siquiera se dio cuenta de ello.
Corrió lo más rápido que sus piernas le permitieron hasta lograr divisar el ágora en la lejanía. Las personas a su alrededor gritaban y alzaban los brazos frente a una masa anaranjada que colgaba de una de las vigas del techo desarmado. Un hombre con un amplificador de voz gritaba al ritmo de una frasecita que rebotó en su cabeza durante muchos segundos, pues gran parte de los que observaban el acontecimiento lo imitaban al unísono.
—¡Supremacía humana! ¡Uno a uno, derrotaremos a los terroristas!
Mientras se acercaba lentamente, temiendo lo que pudiese ver, logró escuchar a una ciudadana gritarle a un guardia.
—¿Qué es esto? ¡Hagan algo maldita sea!, ¡No pueden dejarlo así, hay niños en todo el palacio!
—Disculpe, señora. No hemos recibido órdenes de intervenir.
—¿Dónde está su superior?
—Eso no es de su incumbencia.
La mujer continuaba gritándole, mientras él se mantenía implacable ante la situación, como si la disfrutara.
¿Dónde estaba Hakone? Lo buscó por todos lados, pero no era capaz de encontrarlo en ningún lado. Debía estar muy lejos.
A partir de cierto punto, su mirada no era capaz de despegarse de el bulto colgante. Había visto esa posición incontables veces en su estadía en Líter, cuando las personas con ideales peligrosos eran castigadas con la muerte. Se cuestionó cuál era la diferencia entre su antiguo hogar y el nuevo y solo pudo encontrar una: En Líter, las personas sabían que no eran libres, pero en Mihria, lo ignoraban por completo.
Ya sabiendo lo que se iba a encontrar, continuó caminando, con la esperanza de equivocarse y de haber supuesto todo completamente mal. Las lágrimas recorrían su rostro ante las miradas de los curiosos que le hacían un lado ante la multitud, solo para acercarse lo suficiente para darse cuenta de que sus suposiciones eran terrible e irremediablemente correctas.
El cuello doblado de su mejor amiga colgaba de aquellas vigas, dejando al descubierto sus orejas y seis colas, mostrándole a todo el mundo que habían vencido, que habían logrado cazar a la bestia terrorista seis veces escoria. Y la gente lo celebraba al mismo tiempo que otras personas miraban con horror o tristeza que intentaban ocultar.
Ina no podía despegar su mirada de ella, ni siquiera para pestañear. El sol quemaba sus ojos, pero no dolían más que su pecho.
Buscó dentro de ella un rastro de vida, pero se encontraba por completo vacía. Su alma había dejado su cuerpo mucho tiempo atrás. ¿Cómo era posible que hubiese estado durmiendo en una cama tibia, bajo un techo que tapaba las ventiscas y la protegía de los insectos mientras su mejor amiga sufría las peores torturas jamás imaginadas?
Una mano cubierta parcialmente de tela cubrió sus ojos, despegándola de la macabra imagen. No quería dejarla, pero no opuso resistencia, su cuerpo no la obedecía, solo temblaba.
—No veas —susurró San.
Sintió como el muchacho caminaba con ella hacia una dirección que no se molestaba por identificar. Sus piernas se movían solas, haciéndole caso a él y confiando plenamente en que la llevaría un lugar seguro, donde no se encontraría con una Ophelia expuesta como un trofeo de una batalla que jamás debió lucharse.
Sintió a Yunis que corría hacia ella. La abrazó fuertemente sin dejar que San la soltara y juntos la dirigieron a su habitación.
El camino pareció mucho más largo de ida que de vuelta. No podía dejar de ver el rostro de su mejor amiga grabado en el interior de sus párpados. No había sido capaz de hacer nada por ella, haciéndola terminar de aquella manera...
No se dio cuenta cuando ya se encontraba sentada en su cama a solas con una Yunis que hablaba sin parar, pero sin hacer llegar ni una sola palabra a los oídos de la desdichada Ina, quien reflexionaba acerca de lo que hizo, lo que no y lo que pudo haber hecho.
Pudo haberla acompañado, pero no lo hizo. No supo qué fue lo que la retuvo en aquel lugar, quizás pensó que estorbaría, quizás pensó que estaría bien sin ella. Su mente era un absoluto torbellino de pensamientos que no conectaban entre ellos.
Así, pasaron las horas hasta hacerse de noche. Fue entonces cuando observó la luna, resplandeciente como lo fue la jornada anterior, tan hermosa y tan cruel.
Se puso de pie y la observó sin decir nada. Las personas le rezaban, pero no parecía escucharla a ella. Sentía una fuerte conexión con ella, sin embargo, ¿de qué servía? si no le brindaba respuestas ni calma, ni nada.
Una pequeña lámpara se hallaba entre ambas camas, no dudó en tomarla y arrojársela a la luna, haciéndola trizas contra el cristal de las ventanas y dañando también este. No conforme con eso, tomó todo lo que tenía a su alcance e hizo lo mismo repetidas veces, abrió la caja que contenía sus pertenencias de Líter y sacó una daga. Observó su reflejo en él y se planteó enterrarlo en sus piernas solo para saber si le hacía más daño que lo que había hecho aquella imagen de Ophelia.
Al hacerlo, no le sucedió nada. La daga se había roto por la mitad.
Observó el pedazo caído en el piso al mismo tiempo que su garganta volvió a hacerse un nudo. Su cabeza dolía y sus ojos estaban hinchados, no había comido en todo el día, pero no sentía hambre.
Mientras soltaba nuevamente las lágrimas, tomó el pedazo roto de la daga y volvió a arrojarlo a la luna, se arrodilló y vació todo el aire de sus pulmones en un grito que desgarraba su garganta al mismo tiempo que apuñalaba el piso con la mitad de una daga en una de sus manos y se tapaba el oído con la otra.
Ya no quería nada, nada le importaba. Solo quería quedarse ahí y nada más.
Su puerta fue fuertemente abierta y un alma que no se molestó en identificar corrió hacia ella y la abrazó en la oscuridad, meciéndola hacia un lado a otro mientras ella mantenía sus manos apretadas y su mirada en la nada, cuestionándose sus razones para pelear.
El aliento de la persona que la abrazaba calentaba su cabeza, pero no le daba calma.
Admiraba la fortaleza de Ophelia, el cómo luchaba día a día para y por su hija. Y cuando dejó de tenerla volvió a tomar la decisión casi imposible de dejarla atrás.
Ella no tenía una razón para alzar la voz ni para levantarse por la mañana.
Lo último que vio antes de quedarse profundamente dormida fue una enorme mariposa nocturna que se atravesaba entre el vidrio roto y la luna.
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