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Diecinueve

La balada del no dejar morir a nadie más

❧ ⊱✿⊰ ☙

Si tan solo unos meses antes alguien le hubiese preguntado "¿qué es el amor?", Ina no habría sabido qué responder.

Probablemente lo relacionaría con el matrimonio y con los actos horribles de los soldados del fuerte Treng-Cai por repetir constantemente: "Lo que quiero hacer, es demostrarte mi cuanto te quiero".

Ahora, en Mihria, sabía que aquella palabra tenía un significado complejo que no era capaz de comprender por ella sola y que, necesariamente, venía de la mano con el dolor.

Ophelia amaba tanto a Oliv, que soportó las peores penurias sin quejarse ni una sola vez, solo para que ella se encontrara bien.

E Ina también amaba a Ophelia. Fue por eso que su pérdida le carcomía el corazón como las larvas engullían los cadáveres que desechó.

Amaba también a Ireia, quien había actuado como su madre cuando la real decidió ignorarla por completo, pero se trataba de un tipo de amor diferente. No sabía cómo describirlo.

¿Cuántos tipos existirían entonces? ¿Sería capaz de volver a sentir algo similar?

Estornudó cuando sintió una minúscula mota de polvo entrar por su nariz. El libro que estaba terminando de copiar estaba lleno de ellas.

El viejo Aris ni siquiera se molestó en saludarla el primer día que llegó a trabajar luego de su ausencia de varias jornadas. Sabía que Ina conocía bien las condiciones: si quería conservar el trabajo, debía entregar copias terminadas en el plazo establecido, el cual se cumplía exactamente ese día.

Si tenía que trabajar durante horas sin parar ni comer, debía hacerlo.

Para su fortuna, terminó su trabajo con dos horas sobrantes.

—Excelente —reconoció el hombre—. Tu letra tiene un buen trazo y no logré identificar errores —Luego de hacer su revisión, cerró el libro y suspiró. No parecía enojado como siempre—. Puedes tomarte la libertad de elegir otro, pero no necesariamente debes empezarlo ahora.

Antes de siquiera dejarle pensar una respuesta, tomó a la chica por un brazo y la llevó a la sección de libros antiguos. Frente a ella, aún era visible aquel libro que brillaba del mismo color que el alma que pesaba en su espalda.

—¿Te interesa ese? —preguntó Aris, curioso al ver que ella no despegaba su mirada de él.

—No, no. Elegiré otro.

—No es necesario. Ya vi de lo que eres capaz y puedes elegir el libro que gustes. Ese no es especialmente difícil.

Ina suspiró. No quería tocarlo y volver a sentir aquel ardor en su palma, pero al mismo tiempo sentía tanta curiosidad...

—Está bien —respondió al fin.

Estiró su brazo, esperando el dolor de aquella quemadura que nunca llegó.

El libro no era muy grande, pensó que quizás tendría alrededor de doscientas páginas, su lomo estaba por completo destruido y algunas de sus hojas amenazaban con escaparse. Lucía una bella inscripción con letras doradas sobre el encuadernado rojo oscuro como la sangre, pero no era capaz de leer lo que allí decía, pues los años habían hecho lo suyo, borrando parte de la información.

—Estoy seguro de que ese no es el encuadernado original. Es demasiado nuevo.

—¿Demasiado nuevo? —Aquella información la tomó por sorpresa, pues estaba segura de aquel trabajo debería tener al menos cien años.

¿Qué tan antiguo era lo que se hubo escrito alguna vez allí adentro?

Llevó el libro a una mesa para abrirlo con cuidado. Al hacerlo, el alma extraña que llevaba sobre sí tembló.

Quería averiguar tantas cosas. El hecho de que ese libro y su peso estuviesen relacionados le hizo creer que allí podría encontrar respuestas que alguna vez se había negado a buscar.

Mis siete años en Alantra —leyó en voz baja.

Su cuerpo se estremeció.

Esa palabra... ¡Esa palabra otra vez!

—Escrito por Tsuki Ione —Aris pasó su dedo por sobre un sello impreso bajo el nombre del autor —. Al parecer, viene desde muy lejos. Debe ser una novela escrita en Líter, por las iniciales R.L. que se pueden ver aquí. Pero resulta extraño, ellos empezaron a usar de este papel hace tan solo unos doscientos treinta o doscientos cuarenta años.

—¿Dice que esto es más antiguo?

Todo lo relacionado con ese libro hacía que el alma en su espalda temblara y la llenaba a ella de intriga.

Su corazón latía fuertemente haciendo que resonara en su cabeza. Estaba emocionada, y mucho.

Si tan solo Ophelia estuviese allí con ella para descubrir juntas una parte de su pasado. Estaba segura de que de eso se trataba.

Aris dejó el libro para ir a buscar un curioso objeto que puso frente a uno de sus ojos para luego inclinarse sobre las hojas, observando cada detalle.

—Déjame ver. Las hojas están cuidadosamente confeccionadas artesanalmente y tiene unas pequeñas estrías que muestran un trabajo muy metódico y delicado, como las manos de una mujer. La escritura está hecha, si no me equivoco, con una espina de pescado.

Ina estaba sorprendida.

—¿Puede saber todo eso solo viéndolo?

Aris soltó una risa corta y rascó su nariz.

—Niña. Llevo décadas haciendo esto —Luego de terminar de hablar, continuó revisando el libro, con muchísimo cuidado. Ina pensó que un solo mal movimiento acabaría con su información para siempre —. Creo que este libro debe tener al menos unos cuatrocientos años. Quizás más.

¡Cuatrocientos años!

¿Cómo podría su historia remontarse hacía tanto tiempo atrás?

Pero... había una posibilidad. En Líter, había intentado suicidarse en veintisiete ocasiones y ninguna había dado resultado. Era posible que el tiempo la hubiese ignorado, que hubiese decidido dejarla fuera de sus planes tal y como la felicidad y la dicha lo había hecho.

No. Estaba pensando demasiado.

Ese libro no necesariamente contenía información sobre ella, pero sí sobre el alma que cargaba.

¿Quién era esa persona que la seguía a todos lados?

Cuando Aris ya no estaba junto a ella, esa alma ya se encontraba mucho más tranquila, al igual que su propio corazón.

Sentía tristeza, deseos de recordar un pasado que no le pertenecía pero que le era tan cercano.

De pronto, el recuerdo de un fugaz amor como el que nunca antes había sentido atravesó su corazón como espinas que crecían desde adentro y amenazaban con ocupar cada rincón, cada vaso sanguíneo de su cuerpo.

Era un amor que hervía y que había terminado en tragedia.

Al sentir eso, el alma que la acompañaba se tornó fría como el peor de los inviernos entre cuatro paredes de roca, ese que enfriaba sus pulmones y congelaba su sangre. Estaba total e inalcanzablemente triste.

Acarició el encuadernado del libro, solo para susurrar después, sin que el viejo Aris la oyera.

—Tsuki Ione, ¿eres tú?

❧ ⊱✿⊰ ☙

El danzar de sus ahora blancos cabellos al compás del soplar del viento frío hipnotizaba a cada una de las personas que la veía pasar.

Algunos de los guardias que se detenían a observarla murmuraban entre sí solo para ignorarla posteriormente y dejarla hacer sus deberes, pues la mirada amenazadora de Minerva solo era comparable a la de su comandante.

El invierno había dado comienzo. Las hojas de los árboles ahora adornaban el suelo y las aves habían decidido buscar otro lugar mucho más cálido para vivir.

Con los ducados pagados por su trabajo en la biblioteca, había logrado comprar ropa para abrigarse. Ese día lucía una bufanda rosa, como el color de las flores que más le gustaban y un abrigo café que le quedaba ligeramente grande. No tenía muchos artículos para escoger, por lo que debió conformarse con lo práctico.

Suspiró y su aliento se quedó marcado en el aire durante unos segundos y se desvaneció de la misma forma en cómo lo hacían las almas.

—¿Estás segura, Ina? —consultó Minerva, preocupada— Ahora ya eres una herborista profesional, pero preferiría esperar unos días antes de venir aquí. Creo que puede ser un poco perturbador para ti.

Eso ya lo sabía bien. Cuando aún estaba en recuperación, Aline se había ofrecido voluntaria incontables veces para ir a dejar los pedidos al Centro de Salud por ella, obviamente para evitar que lo hiciera la recién llegada.

Se encontraban de pie frente a la puerta de entrada de aquel lugar. Ina observó por fuera y solo pudo notar unas pequeñas ventanas sucias varios metros sobre ella. Nadie podía mirar hacia adentro ni nadie podía hacerlo hacia afuera.

Por un momento, reconoció su pequeño calabozo en el fuerte, solo que, en dimensiones mucho mayores, pues allí adentro fue capaz de divisar al menos cuarenta almas agonizantes.

Pero quería entrar. Quería conocer la verdad detrás de esos muros. El lugar donde Ophelia había pasado su embarazo y donde la hubiesen enviado el primer día de no ser por Hakone.

—Si no puedo ver lo que hay allí adentro, ¿cómo seré capaz de salvar vidas como ustedes?

Minerva sonrió.

—Esa es mi chica.

—Disculpen. —Uno de los guardias que se había quedado observándola momentos antes estaba ahora de pie frente a ellas con mirada severa.

—Es una de mis trabajadoras—dictaminó Minerva, mostrando la insignia de la hoja que representaba a las herboristas del traje de Ina —. Tiene autorización para entrar.

—Eso no lo dudo, señora. Pero nos inquietan los rasgos no humanos de esta mujer.

Mientras hablaba, apuntaba a Ina con un dedo.

—¿Ustedes son imbéciles? ¿No reconocen el vitíligo cuando lo ven?

El guardia bajó su brazo y quedó viendo a Minerva, dudoso.

—Nuestro campo no es la salud, señora.

—Pues deberían al menos saber diferenciar a una de las bestias de una persona con una enfermedad que hace que las células de su piel y su cabello se vean despigmentadas, sin color.

El hombre la miraba sin entender ni una palabra de lo que decía, pero parecía tan convencida, que Ina se cuestionó si lo que decía era verdad o no.

—Nunca habíamos visto algo así.

—Claro que no, es extremadamente raro, pero es normal en humanos —bufó Minerva—. Hablaré con su comandante, no puede ser que personas tan ignorantes estén rondando dentro del palacio. Por suerte tu eres amiga de él.

Por un segundo dudó, hasta que entendió lo que su jefa estaba diciendo.

—H... Hakone sabe de esto.

Al escuchar que Ina llamaba a su comandante por su nombre y no por su apellido, se disculpó y, luego de mostrar una leve reverencia, se marchó a hablar con el resto de sus compañeros, quienes se mostraron ligeramente incómodos por la situación.

—Ahora ves por qué es bueno estudiar.

Pero Ina seguía con la duda acerca de si lo que había dicho era real o no.

—¡No me digas que te lo creíste también! —rio Minerva cuando le expresó su duda— Esa enfermedad existe, pero no funciona para nada como lo que te sucede a ti. Creo que tienes un cabello muy bonito y deberías conservarlo así. Si alguien te pregunta, di lo mismo que yo y nadie te cuestionará.

Deseó poder aprender a mentir así.

Fue Minerva quien empujó la puerta del gimnasio donde se ubicaba el Centro de Salud. Adentro olía a sudor, orina y sangre. El sonido de los llantos de los bebés y de los heridos reverberaba entre las paredes, haciendo que deseara tapárselos.

Aquella era la imagen del sufrimiento y la miseria.

Cuerpos desmembrados, gente muriendo de hambre, embarazadas, fracturas expuestas, enfermedades infecciosas, pieles cortadas. Todo en un mismo lugar hacía parecer el hospital de Evee un paraíso.

El campo de batalla en Zodinni palidecía en comparación con aquel escenario.

—Listo, ya viste suficiente —decretó Minerva —. Yo ayudaré a las enfermeras, tú entrégame los ungüentos y llévale el resto a Evee. Cuando termines diles a las chicas que pueden irse, no regresaré hasta terminar aquí.

Las enfermeras del Centro de Salud parecían agradecidas con la llegada de los medicamentos. Saludaron amablemente a Ina y Minerva sin estrechar sus manos, pues estaban vestidas por completo con una bata blanca, un sombrero que no dejaba ver sus cabellos, una mascarilla que solo dejaba a la vista sus ojos cubiertos por lentes transparentes además de sus manos cubiertas por guantes parcialmente sucios y ensangrentados.

Con que eso era la desesperación.

Sin que lograra darse cuenta, Minerva la empujó fuera del lugar, cerrando la puerta desde adentro, dejándola sola con una caja de ungüentos.

Sintió que alguien aclaraba su garganta a su lado.

—¿Sorprendida?

San se encontraba apoyado en la pared del establecimiento con sus manos en sus bolsillos. Había cambiado su usual sombrero negro por una gorra de lana que cubría sus orejas.

Pese a que era capaz de engañar a los sentidos, podía sentir frío.

—No esperaba que todo fuera tan terrible allí adentro.

San arqueó una ceja.

—¿Le dices a eso terrible? —había comenzado a alzar la voz— ¿Sabes qué es terrible? Ver cómo una muchachita extraña salida de quién sabe donde está a punto de arrancarle la garganta a mordiscos a mi hermano.

«¿Hermano?»

San no había superado aquel episodio. Y ella tampoco.

Podía sentir la desesperación y el dolor en la tormentosa alma de San. Esa era otra de las formas que tenía el amor.

Hakone y San nunca les pareció especialmente cercanos, pero pudo comprender que entre ellos había un gran vínculo. Uno que podía ir más allá que solo la sangre. Uno similar al que tenían ella y Ophelia, pero manifestado de una forma completamente diferente.

—San, yo nunca quise hacerle daño a Hakone —respondió, apenada. Cada palabra que salía de su boca era real.

—Por favor, ni siquiera te dignes a llamarlo por su nombre. Él puede ser estúpido y confiar lo suficientemente en ti como para perdonarte por algo así, pero yo no soy igual que él —Mientras más hablaba, más alzaba la voz, pero nadie de los que caminaban a su alrededor volteaba a ver. Parecía como si ambos estuviesen completamente solos —. Si no hubiese llegado, ¿sabes lo que habría pasado?

Estaba furioso. Intentaba sanar esa herida que había quedado en su interior enfrentándola.

Quizás era así como debía sanar las propias.

—No sé qué fue lo que sucedió ese día. Tampoco sé lo que habría pasado si no hubieses intervenido —Al decir eso, se inclinó lo más que pudo—. Te lo agradezco con todo mi corazón. De no ser por ti, estaría perdida.

San se quedó en silencio por un momento, observándola, pero sin hacer ningún gesto.

—No confío en ti. No vuelvas a acercarte a él —decretó—. Si lo haces, desearás que el infierno sea real en lugar de las pesadillas que te daré.

Cuando se marchó, el alma de San estaba mucho más serena, pero sabía que la suya se había convertido en un auténtico torbellino, a pesar de no poder verla.

Quería olvidar aquel evento indeseable, pero ella no había sido la única herida. Lo que es peor, ella no lo había sido en absoluto, las reales víctimas de esa situación fueron todos los que allí se encontraban, menos ella.

Ella misma era la amenaza.

¿Acaso de verdad solo servía para destruir? Había tomado la firme decisión de seguir adelante, de no volver a dar un paso hacia la desesperación y no dejar que nada ni nadie borrara sus sueños, ni siquiera ella misma.

Su verdadera enemiga era ella misma, eso fue algo de lo que se dio cuenta al intentar cobrar venganza por la muerte de Oliv. La vista de aquel hombre rogando por su vida y rezándole a dioses verdaderos y falsos hizo que se diera cuenta de que cada quien era víctima de sus propias circunstancias. 

Ese hombre, por su alma, no era alguien malvado, sino alguien desesperado. Tan, pero tan desesperado que fue capaz de quitarle la vida a cuatro niños sin rechistar. Su alma mostraba codicia porque nunca había tenido nada y creyó que hacía lo correcto.

Hasta que la vio de pie frente a él. Supo que la justicia llegaría y no en la otra vida, sino en la actual, en la vida en la puede sentir, en la vida que tendrá consecuencias no solo para él, sino también para su familia.

Las noticias de Aline esa tarde le anunciaron que el hombre había sido jubilado de urgencia y había vuelto con su familia para no trabajar nunca más debido a un trauma permanente causado por el avistamiento de un fantasma. El palacio se haría cargo de su familia, pero el nunca recuperaría la cordura.

¿Eso era acaso la justicia? ¿Había hecho lo correcto al dejarle vivir?

Su corazón le decía que sí. No quería seguir caminando dejando un rastro de cadáveres. Esa era la antigua Ina.

No. No era Ina. Era P. Irene.

Suspiró. En realidad, ella era solo un demonio que bailaba disfrazada con una máscara de ángel.

Evee la recibió con alegría en el hospital, solo para que su rostro cambiara completamente hacia una expresión de preocupación.

—¡Ina! Entra, ¿te vieron así?

Ah, cierto. Su cabello era nuevamente de esa tonalidad plateada, casi blanca.

—Minerva les dijo a los guardias que era vitíligo.

Su rostro volvió a cambiar. Evee soltó una salga y armoniosa risa.

—¡No funciona así! Pero, qué importa, supongo que ellos no lo saben.

—Eso mismo fue lo que dijo ella.

—Exactamente. Y bien —tarareó, llevando sus brazos a sus caderas— ¿Qué me tienes?

Ina tomó la caja que Minerva le encomendó y la dejó sobre un mesón. Observó a su alrededor.

Todas las camas estaban ocupadas, pero no se parecía en nada a lo que había visto en el Centro de Salud. Los hombres y mujeres allí acostados no olían mal y sus heridas estaban bien cubiertas mientras ellos solo se dedicaban a leer o a conversar con las asistentes.

—Traje —comenzó, aún distraída— dos ungüentos para quemaduras, uno para picaduras e insectos, tres cremas hidratantes, una humectante y una bolsa de pastillas de carbón.

—Solo hace falta entonces... —Intentó recordar.

—La botella de hidrolato de rosas.

—Esa misma.

Pese a que no lo demostraba, Evee estaba nerviosa por algo. Ina podía sentirlo en su alma y verlo en su insistente actitud de mirar el reloj cada dos segundos.

Algo le preocupaba. Podía tratarse de algo que acababa de sucederle o que estaba a punto de pasar.

Por alguna razón, sintió la necesidad de quedarse, pese a que la instrucción de Minerva había sido entregar e irse.

—Evee, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro linda. —Su brazo temblaba ligeramente mientras firmaba los papeles que constataban la entrega de los objetos.

—Verás, me gustaría aprender un poco acerca de cómo cuidar personas.

—¿Te refieres a lo básico de la enfermería?

Ina asintió.

Evee estaba inquieta. Pero mostró una amplia sonrisa.

—Claro que sí.

—¿Tienes tiempo ahora?

Tenía que encontrar la manera y una excusa para quedarse. Necesitaba saber qué era lo que la mantenía tan incómoda.

—Preferiría que fuera mañana. Hoy aún tengo algunas cosas que hacer.

Tenía que insistir. ¿Qué podía decirle?

—Verás —comenzó, aún muy insegura de lo que iba a decir—, desde que estoy sola, no me gusta volver a mi habitación.

Evee se detuvo un momento, pensativa. Desde que había sucedido lo de Ophelia, no habían hablado ni una sola vez.

La había visitado para alimentarla, pero en ningún momento hubo interacción entre ellas. Evee sabía perfectamente cómo le había afectado su muerte y no se molestó en ni siquiera lamentarse por eso.

Lo que la hizo sentirse profundamente culpable.

La enfermera aceptó a Ina como aprendiz de un día. En dos horas, ella aprendió a reconocer las heridas recientes, de las viejas y de las infectadas, además de cómo tratar cada una. Adicionalmente, Evee le enseñó lo básico de cómo utilizar las cremas y ungüentos que creaba para no contaminar ni el recipiente ni su contenido.

Casi olvidaba la verdadera razón por la que se encontraba allí, cuando un hombre canoso vestido con uniforme burdeo y capa blanca entró corriendo al hospital.

—¡Señorita Evee! ¡Una cama, urgente!

La enfermera dejó lo que estaba haciendo para prestarle atención al hombre.

—Comandante Lyon, no tenemos camas disponibles ahora.

—Es una emergencia, se trata de la princesa Amaia.

Ina se sobresaltó. ¿La princesa estaba enferma?

—¿La están trayendo?

—¡Sí, señora! ¡No había tiempo para venir a buscarla!

—¿De qué se trata?

—No lo sabemos. De un momento a otro dejó de respirar.

Evee miró a su alrededor. El hospital estaba lleno.

Al ver la cara del comandante Lyon, Ina entendió que se trataba de una emergencia de gran magnitud que no solo significaba una posible obstrucción de sus vías respiratorias. Algo extraño estaba sucediendo.

Esta vez haría todo lo posible por ayudar, sin importar de quien se tratara o de los pocos conocimientos que tenía.

Hakone entró al hospital con una joven muy bien vestida y de cabellos dorados como el mismo sol, quien no dejaba de estirar el cuello de su ropa pretendiendo que de esa forma lograría dejar de hacer esos ahogados sonidos con su garganta.

La mirada del comandante de las fuerzas de orden chocó con la de Ina, intentando entender qué hacía ella en ese lugar.

No lo pensó dos veces. Mientras Evee alegaba que no podía dejar sin cama a uno de sus pacientes, Ina barrió con todos los objetos que se encontraban sobre el mesón de la enfermera, dejándolo libre.

Después se encargaría del desorden. Planeaba mantener su promesa de no dejar que ninguna otra alma se desvaneciera frente a ella si podía evitarlo.

No tuvo que decir nada para que Hakone la dejara con suavidad en aquel lugar. Evee se le acercó y revisó sus ojos, cuyas pupilas se habían dilatado tanto que no dejaban ver el verdadero color de sus iris al mismo tiempo que sus venas se habían hinchado de tal manera que parecía que explotarían.

Su cuerpo no dejaba de moverse violentamente, pese a los esfuerzos de los hombres y de las asistentes para que se mantuviera tranquila con tal de que la enfermera la revisara.

Evee buscaba y buscaba algo que Ina no comprendía. ¿Qué le había sucedido a la princesa?

—Está envenenada —dijo por fin—, pero la fuente no parece ser externa, no hay nada en su cuerpo. ¡Ina! —gritó— Vamos a probar los antídotos, entrégame esa caja.

Ella obedeció. Quería ser útil, pero al mismo tiempo no quería estorbar. Sabía que Evee era la mejor en su trabajo y que no podía comprarse a ella, por lo que su frustración llegó a niveles que nunca antes había sentido cuando la enfermera decretó que ninguno de los antídotos que tenía, ni las pastillas de carbón le hacían efecto.

El veneno era de un origen desconocido.

¿Qué sabía ella de los venenos? Muy poco, Minerva solía destacar las funciones benignas para el cuerpo de las plantas y jamás el cómo utilizarlas para hacer el mal, algo que, en ese momento le habría sido sumamente útil para saber cómo librarse de él.

¿Qué podía hacer?

Observó a su alrededor. No conocía nada que pudiese serle útil.

Evee gritó frustrada.

«Tobías»escuchó dentro de su cabeza.

Tobías. Tobías.

El Invunche.

La carne del Invunche.

Sus piernas se movieron solas hacia el exterior del hospital, sin importarle con qué o quién chocaba en camino a su habitación.

Ya no era momento de detenerse, si se demoraba un poco más, Amaia podría morir.

«Por favor, aguanta».

No se molestó en ordenar el desastre que había dejado la evidencia de su caja de pertenencias de Líter y la máscara de oso sobre la cama. Por una vez, iba a ser egoísta, pero consigo misma para elegir la vida de alguien más por sobre su propia paz, pero confiando en que nadie entraría a su vivienda mientras ella se encontrara afuera.

El pequeño saco pesaba en su mano y olía horrible. Intentó abrirlo mientras corría, pero se dio cuenta de que era poco conveniente.

Al llegar nuevamente al hospital, todos la observaron.

Temió lo peor, pero el alma de Amaia seguía ahí. Solo había dejado de moverse y de hacer ruido.

Pero, ¿qué haría con eso que tenía en la mano? No tenía tiempo para averiguarlo ni preguntar.

Abrió el saco ante las miradas incómodas de los presentes y se llevó un pedazo de carne seca a la boca. Masticó lo mejor que pudo sin intentar sentir aquel horrible sabor e ignorando de dónde venía.

La muerte de aquel muchacho había significado la obtención de esa carne que supuestamente lo curaba todo. Si era real, salvaría a alguien más, pero si no lo era, el destino de la princesa no cambiaría. Ya estaba condenada a la muerte.

Masticó y, finalmente y abriéndose paso para llegar a ella y obligándola a sentarse recta, hizo que tragara la carne sin molestarse en usar sus manos para dársela.

Evee y el resto de los espectadores la observaban sin poder creer lo que veían.

Lyon comenzó a protestar, pero la enfermera entendía perfectamente lo que estaba sucediendo, por lo que se las arregló para hacerle entender que ella intentaba salvarle la vida.

«Por favor»pensó Ina, mientras Evee la ayudaba a mantenerla sentada.

Sus músculos estaban tensos y se percató que también su mandíbula no era capaz de relajarse, haciendo que sus dientes dolieran.

Por algunos segundos, solo esperó. El silencio más largo dentro de cinco segundos se hizo presente dentro del hospital. Si una hormiga se hubiese atrevido a pasar por el recinto, la habrían escuchado caminar.

—Por favor —susurraba Ina repetidas veces.

No quería dejar que ninguna otra alma se perdiera.

No quería estar nunca más sin hacer nada.

Un agudo sonido salió de la garganta de la princesa para luego dar paso a un enorme suspiro seguido de tos y vómito.

La chica respiraba.

Ina también se dio el lujo de hacerlo.

Soltó una gran bocanada de aire y se dejó caer. Frente a ella, un avergonzado Hakone tapaba su rostro parcialmente con una de sus manos, sin decir nada.

—Ina, ¿Qué fue eso? —replicó Evee.

La princesa estaba viva. Por el momento, ya nada más importaba.

—No lo sé —fue todo lo que dijo. Y era verdad.

—¡Salvaste a la princesa! —El comandante Lyon no cabía en sí de felicidad.

Lo había hecho. Por primera vez, había salvado una vida.

Era posible que su destino no se tratara solamente se cosechar cadáveres. Tenía otro camino, otra oportunidad.

Su vida le había entregado una espada que siempre apuntaba hacia la desgracia y la muerte, pero era posible hacerla balancearse hacia el camino contrario.

Lyon intentó abrazar a Ina, pero de un momento a otro y sin pensarlo, ella lo rechazó con los brazos y cerrando los ojos como si fuese a recibir un golpe. El hombre se disculpó y luego todo se convirtió en silencio.

Ina prestó atención a las almas. Amaia estaba viva, las asistentes y Lyon estaban aliviados, pero Evee...

Evee estaba por completo perturbada. Su alma vibraba inquieta, con miedo, frustración y decepción.

Pero no entendía a qué se debía su extraña reacción. La había salvado, había salvado la vida de la princesa, había hecho bien.

¿O no?

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