Cuatro
"Mira al cielo"
TW: Agresión.
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—Tienes mal abotonada la blusa.
Ophelia se puso rápidamente de pie al ver el desastre de vestimenta que llevaba Irene, quien pasó varios minutos de su tiempo antes de su primera jornada con las herboristas intentando descifrar cómo encajar las partes de su cuerpo con las ropas reglamentarias.
Acostumbraba llevar pantalones y un top con mangas largas que eran mucho más sencillos de poner. Para ella era extraño pensar en una pendra que fuera de su talla y que no apretara cada rincón.
—Déjame ayudarte —continuó, revisando los botones de su blusa para que quedasen alineados como corresponden—. Debes abotonarlas desde el cuello hacia abajo, uno por uno. ¡Y tienes la falda torcida! Se supone que el cierre debe ir atrás. Vaya, haces que recuerde mis años cuando tenía que vestir a Oliv. También dejaba su falda torcida siempre.
—¿Oliv? —preguntó, curiosa.
—Ah, no te hablé de ella —Hizo que levantara sus brazos para enderezar las costuras de su ropa—. Es mi hija, tiene siete años y hace tiempo que se viste sola, mucho mejor que tú, incluso ata los cordones de sus zapatos mejor que yo. Lo practicó durante semanas.
Al terminar aquella última oración, levantó la tela de la espalda de la blanca blusa, dejando al descubierto un nido de cicatrices rosadas que gritaban ser evidencia de dolor y sangre, provocados por el fuerte impacto del azote de cuero animal en la blanca piel de una muchacha que no sabía cómo ponerse una falda adecuadamente.
—Supongo que lo que tienes aquí atrás explica muchas cosas —Ophelia suspiró y procedió a poner la blusa en su lugar, bajo la pretina de la parte inferior del uniforme de herborista—. Parece que todos tenemos una historia de dolor. Me pregunto cuál de todas será la más trágica.
—No —replicó Irene—. No tengo historia.
Su compañera de cuarto resopló.
—Si piensas así estarás condenada a repetirla.
Ya correctamente vestida, Irene y Ophelia se dirigieron al comedor para los funcionarios del palacio, el mismo lugar donde había almorzado con Hakone la tarde anterior, pero con mucha más gente ocupando sus mesas.
Como Ophelia replicó que le daría un ataque de claustrofobia, recibieron sus raciones y se dispusieron a comer sobre unas de las rocas decorativas del jardín.
Desde allí, Irene apreció el pasto que la rodeaba cubriendo cuidadosamente a las hormigas que buscaban cada miga descuidada para llevarla a sus hogares, se sorprendió al escuchar al menos tres cantos de aves totalmente distintos que era incapaz de divisar mientras se escondían en las copas de los árboles que variaban de color entre verde, naranja y algunos con hojas burdeos. El soplar del viento cálido acariciaba su rostro y su cabello amarrado en una improvisada coleta que llegaba hasta la mitad de sus pantorrillas. Sintió el aroma de la tierra húmeda, disminuido por el olor de la leche caliente.
En algún momento de su vida, creyó que nunca sería capaz de ver algo así, sino solo paredes grises donde tan solo una grieta tacaña la conectaba con el cielo y el exterior.
Oh, el cielo. Cubierto parcialmente con nubes blancas y esponjosas que danzaban en compañía del viento y una que otra hoja perdida.
—¡Mira, Ina!, ¡es tu amiga!
Irene salió de su ensimismamiento y observó hacia donde apuntaba Ophelia. Era un animal que nunca antes había visto.
—¿Lo conozco?
—Durmió contigo anoche, ¿no la escuchaste ronronear? —Irene negó ¿Qué es ronronear? — Mírala qué gorda está. Ya debería parir pronto, así que hay que asegurarnos de dejar las ventanas cerradas para que no vaya a tener sus gatitos sobre nuestras camas.
—¿Tendrá bebés?
—¡Sí! Pero no te emociones mucho con la idea de ser la cuidadora, no te dejarán.
Irene observó a la gata, quien, sentada delante de ellas, lamía sus patitas con dificultad.
Los animales también tenían alma, y eso lo sabía muy bien. Principalmente solían parecer de color rojo y de textura lisa, pura. Y tal era el caso de la gatita preñada.
Bebió un sorbo más de su leche y volteó el resto sobre su bandeja para luego dejarla en el piso. Cuando la gata se acercó, acarició suavemente dos veces su cabeza y la dejó tranquila.
—Le deseo mucha felicidad.
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Las herboristas recibieron con ánimos a Irene ese día.
Minerva se encargó de conseguir una silla que la haría llegar a la altura de los levantados mesones donde las chicas debían trabajar de pie, algo que ella agradeció plenamente. No tendría que mantenerse apoyada en el bastón todo el día.
Ese pequeño detalle hizo que tomara conciencia de que había gente que sí se preocupaba por los demás, como Minerva, como Evee y como Ophelia.
Contándola a ella y a Minerva, tan solo eran cinco herboristas. Debían encargarse se la preservación de las hierbas, de brindarles el tipo y la cantidad de agua necesaria, cuidar a las que necesitan sol para que no se quemen, cortar las hojas secas, fertilizar, elaborar cremas, ungüentos, remedios bebestibles, trasladar los medicamentos y, en ocasiones, aplicarlos y cuidar de los enfermos. Tareas casi imposibles para tan pocas personas, por lo que la ayuda de una nueva compañera les venía como si hubiese caído del cielo.
Minerva era la más experimentada de todas, conocía cada una de las hierbas, semillas, flores y raíces de Kaslob junto a sus funciones y cómo usarlas. Una experta con todas sus letras que no dudaba en reprender severamente a sus colegas cuando algo estaba mal hecho o no se tomaban las precauciones adecuadas.
—En mis años en este lugar he visto muchos accidentes que podrían haberse evitado —explicaba luego de desechar un ungüento que había sobrepasado las dosis recomendadas de químicos—, las quemaduras y las intoxicaciones son lo más común en este lugar, así que es necesario que todas y cada una usen los implementos adecuados de seguridad.
Una chica más baja que Irene era quien trataba las tareas que iba a tomar ella antes de permitírsele intervenir directamente con los medicamentos. Su nombre era Aline y su suspiro se escuchó hasta el fondo de la sala cuando fue presentada. Siempre parecía ansiosa y prefería las acciones inmediatas que esperar, por lo que era perfecta para encargarse de las entregas y de la toma de instrucciones.
Su rapidez hacía que la fluidez del trabajo de sus demás compañeras jamás se topara con una demora sustancial, pero era la que menos habilidades tenía en la creación de productos. Debido a su falta de paciencia que hacía que las sustancias no reposaran lo suficiente y se estropearan.
Yunis siempre trabajaba con el ceño fruncido y los labios apretados, pero le gustaba hablar mientras molía hierbas y semillas, la mayoría de las veces de temas irrelevantes como su soltería y las ganas que tenía de encontrar un potencial novio que supiese mover las caderas, algo que Irene interpretó como bailar.
Con el tiempo incluso ella aprendió a reírse de sus comentarios.
Tamara era la hija de la última jefa de las herboristas, por lo que conocía mucho acerca del tema y solía quedarse a cargo cuando Minerva no podía atenderlas. Era amiga íntima de Ophelia y se alegraba mucho de que por fin hubiese encontrado una compañera que no fuera ruidosa o en extremo ordenada porque cuando ella se irritaba, solía desquitarse con la "pobre Tammy" como se decía ella misma.
Las tres parecían llevarse muy bien, a pesar de sus constantes enfados que acababan tan rápido como llegaban. Irene, al verlas, se preguntó cómo se sentiría tener una relación como aquella.
Fue así como logró establecerse una rutina. Se levantaba temprano para prepararse a trabajar, como una persona normal; llegaba agotada a su habitación y dormía luego de leer unas cuantas páginas del libro que Minerva le había prestado para, al menos, aprender los nombres de las plantas.
Durante sus horas de trabajo era enviada a recoger los pedidos de Evee para, luego de un intenso estudio sobre cómo se hacían los productos, sus componentes, para qué servían y cómo se usaban, poder llevarlos al hospital.
La única vez que recibió un pedido del centro de salud, Aline se encargó de ir a dejarlo porque el uso del bastón la había agotado. Sus compañeras dejaban que observara los procesos de creación de ungüentos, explicándole cada paso, lo que ella se encargaba de anotar en una pequeña libreta que Ophelia le había regalado.
—Oliv está viviendo con otros niños en una guardería —le explicó ella cuando Irene le preguntó por su hija—. La veo todos los días, soy su profesora. Algún día la conocerás ¡Y a los demás niños también! Estoy segura de que te mezclarás muy bien con ellos.
Rio hasta atorarse con el humo del cigarrillo que tenía prendido dentro de la habitación.
Varios días después de su bienvenida, fue capaz de dejar el bastón. Se sentía extraña al caminar erguida, pero extrañamente bien. Como era más rápida para dejar los encargos, tuvo más tiempo para estudiar y empezar a practicar las fórmulas más simples, siempre de la mano de Tamara o Minerva.
—Observa, Ina —le decía Tamara—. Yunis de nuevo está con el ceño fruncido. Estoy segura de que, si colocas un papel en uno de los pliegues de su frente, este no se caerá.
—¡¿Crees que no te estoy escuchando?!— replicó esta de regreso.
—¿Ina? —preguntó Irene. Solo Ophelia la llamaba así.
—¿No te gusta? Ophelia me dijo que le gustaba más como sonaba así, parece más auténtico y creo que también me gusta.
Irene asintió. También le gustaba, le hacía sentir como una persona diferente.
Irene era demasiado similar al nombre que usaba cuando estaba encerrada en el fuerte Treng-Cai, quería deshacerse de sus recuerdos para siempre, aunque regresaran en ocasiones en sus sueños.
—¿Supieron que el fuerte principal de Líter fue tomado por los zodinenses? —comentó Aline un día, cuando entraba con un enorme papel que transmitía las noticias del mundo— Fue hace casi dos meses y ahora parece que perderán la guerra.
—No nos metamos en asuntos del exterior —respondió Yunis, agitando una mano, sin darle importancia—. Las guerras no sirven de nada y esos ya han matado suficiente gente por un pedazo de tierra infértil. ¡Que acabe pronto!
La noticia no causaba ningún sentimiento de culpa a Irene, quien sabía que probablemente fue debido a su desaparición que las cosas habían comenzado a empeorar. Sin embargo, cuando recordó a la mujer que le llevaba la comida todos los días y al resto de los civiles encerrados, deseó que, al menos ellos, se encontraran bien.
Todos los días, cuando se dedicaba a trasladar objetos para y desde el hospital, Irene veía a lo lejos a un exhausto Hakone, quien mientras descansaba de los entrenamientos necesarios para los guardias la veía pasar con sus brazos cargados y levantaba la mano para saludarla.
Quería saber cómo se encontraba luego de casi morir ahogada y cómo se adaptaba al lugar, pero ella nunca correspondió sus saludos. En su lugar dirigía su mirada hacia sus costados, incómoda por las miradas tanto de él como de hombres vestidos de blanco que volteaban cada vez que ella pasaba.
—¡Ina! —le gritó Hakone una tarde durante un entrenamiento, dejando sus armas de madera en el suelo para correr hacia ella— Necesito hablar contigo, dame eso. —Le quitó las pesadas cajas de sus brazos para caminar junto a ella en dirección al hospital.
Ella contaba sus pasos mirando hacia abajo. Cada vez se le hacían menos agotadoras esas caminatas, por lo que agradeció que contribuyeran en su recuperación.
Aún no se encontraba en plena forma, a veces perdía el equilibrio o sus piernas cedían cuando el esfuerzo era demasiado.
—¿Por qué me ignoras?
No pudo evitar levantar la vista en dirección a los ojos del guardia. No sabía de qué hablaba, ella nunca lo había ignorado. Al menos no conscientemente.
—Cuando te saludo, siempre miras hacia otro lado —continuó él.
—Perdón. Acabo de notar que eso era un saludo y siempre llevo mis manos ocupadas.
Desde el día en que Tamara había comenzado a llamarla Ina, todos comenzaron a imitarla, incluyendo Hakone.
Aquella rutina la hacía sentir la felicidad que no había conocido antes. Solo el hecho de poder caminar al lado de alguien sin sentirse degradada por su presencia era algo que la hacía sentir libre. No podría haber acabado en un mejor lugar.
Ophelia se había convertido en su confidente. Sus charlas nocturnas variaban desde el sabor del desayuno hasta los mismos chismes que comentaban las chicas herboristas. Casi siempre era quien escuchaba con una leve sonrisa en los labios, pero una de las pocas veces que ella habló, la expresión de su compañera de cuarto no parecía feliz, sino preocupada.
—Hakone es confiable y me alegra mucho que te sientas cómoda cerca de él —articuló mientras cruzaba sus piernas sobre la cama—, pero debes tener mucho cuidado cuando caminas sola. Hay gente con malas intenciones en todos lados.
En todos lados. Era una afirmación que hacía que su corazón doliese de decepción. Probablemente había sido ingenua al pensar que aquel era el mejor lugar del mundo.
Ella podía sentir las almas de las personas, por lo que era capaz de juzgar si se trataban de presencias preocupantes o confiables. De pronto, Irene recordó algo que hacía que los vellos de su nuca se erizaran.
—Siempre veo unos hombres vestidos de blanco que me observan —mientras hablaba, tocaba las yemas de sus dedos, pareciendo distraída—. No sé de dónde son o qué quieren, pero me incomodan.
Ophelia llevó sus dedos a sus labios, frunciendo el ceño, pensativa.
—Deben ser los hombres de la iglesia. Ten un poco de cuidado con ellos, al igual que con los guardias. La mayoría son unos descarados y conozco unos pocos que se salvan, Hakone es uno de ellos, pero esperaba que, como comandante fuera capaz de cambiar las conductas de sus hombres.
De pronto, el rostro de Irene enrojeció por completo y quiso taparlo con sus manos, sin mucho éxito.
¿Hakone era el comandante? Y ella lo había tratado como si fuese solo un guardia o un conocido más, sin brindarle el respeto que alguien de su rango merecía. Casi lo apuñaló, no le agradeció como debía por haberla sacado del agua, había ignorado sus saludos y jamás le habló como autoridad que era. Estaba tan avergonzada de ello que sentía ganas de salir corriendo de la habitación y buscarlo para pedirle su perdón y tratar de enmendar su error.
Logró aguantar hasta el día siguiente. Apenas comenzaron a cantar los primeros pájaros mañaneros se vistió y emprendió su búsqueda, pero no dio con él en toda la mañana. ¿Por qué cuando no lo buscaba era capaz de verlo siempre, pero cuando se desesperaba por encontrarlo era imposible?
Decidió rendirse momentáneamente para cumplir con su horario de trabajo. Ya tendría tiempo para volver a buscarlo o, quizás, podría toparse con él cuando camine por los pasillos hacia el hospital.
Ese día, los soldados no entrenaban. No había visto a Hakone en toda la jornada y el único momento que estaba segura de que aparecería, tampoco lo hizo. Se sentía culpable y miserable, no podría volver a mirarlo a los ojos sin sentir vergüenza.
Al regresar del hospital, decidió observar lo que la rodeaba: un hermoso atardecer que tenía el cielo de un suave rosa acompañado de una brisa ligeramente fría que le daba escalofríos.
Tenía frente a ella una plaza donde los niños jugaban vigilados por un adulto, se encontraba muy cercano al lugar de trabajo de Evee y adornaba sus cuatro esquinas con esculturas de criaturas que juraría haber visto en sueños alguna vez, con grandes dientes y alas sin plumas que intensificaban el miedo que podría sentir frente a sus miradas bestiales. Cuando se acercó a observar una con cuidado, un hombre le habló con un volumen muy bajo:
—Se llaman gárgolas. Y protegen el templo de los malos espíritus y de los demonios que quieren profanar nuestra tierra.
En efecto, frente a ella se erguía una enorme edificación hecha de madera oscura. No parecía muy impresionante salvo por su tamaño y su puntiagudo techo que parecía estar siempre apuntando hacia arriba, hacia el cielo.
—Usted es Irene, sin apellido —acertó el hombre. Ina asintió con la cabeza, sin entender qué sucedía. Cuando lo vio bien, notó que se trataba de uno de los hombres vestidos de blanco, de los que trabajaba para la iglesia.
Tembló un poco al notar que, a pesar de su apariencia de anciano gentil, tenía un alma viscosa, similar a la de algunos hombres del fuerte. No sabía cómo entender las señales que se le enviaban.
—Nos han comentado que es extranjera —Asintió nuevamente—. Necesitamos que venga con nosotros a la iglesia, debe rendirle honores a Nesu, el verdadero dios, confesando sus pecados frente al padre. Solo así será considerada bienvenida y podrá quedarse indefinidamente, de lo contraria tendrá que marcharse.
Lo último que quería era ser expulsada de aquel lugar que había logrado llenar su corazón de alegría. Jamás había escuchado el nombre de ese dios, pero la conformación de ellos no era un tema en el que fuera muy competente.
El hombre tocó su espalda antes de abrir la puerta de dicho templo.
El interior de la iglesia era mucho más deslumbrante y hermoso que su exterior. Las luces del sol ocultándose pasaban a través de los coloridos vidrios, exponiendo un hermoso festival de colores en el suelo de la iglesia. Estaba casi vacía, de no ser por otros tres hombres vestidos de blancos, de los cuales uno llevaba un holgado sombrero dorado y una mirada gentil.
Detrás del altar se alzaban las figuras de algunos dioses que sí conocía. Pudo reconocer a la diosa de la luna y a la diosa del sol, también estaba la gran serpiente Treng-Cai, creadora del mundo. A su lado pudo ver la figura de un hombre que sostenía sobre sus hombros una gran esfera.
—Ahora, por favor, no hable muy fuerte.
El hombre que la había acompañado cerró la enorme puerta detrás suyo, atravesándole de forma horizontal un grueso tablón de madera, para que no pudiera ser abierta desde afuera.
—¿Qué está...? —comenzó a articular Irene cuando vio que los otros tres hombres se le acercaban con cuerdas en sus manos.
Huir de allí sería sencillo. Solo debía correr lo más rápido que pudiese y retirar el tablón de la puerta, pero cuando se dispuso a dar un paso, el hombre más cercano golpeó con una tabla su pantorrilla, lo que la hizo caer sintiendo un fuerte dolor en las piernas, aun le faltaba por recuperarse. Mientras se concentraba en su dolor, ataron sus manos en su espalda, sin dejarle posibilidades de moverlas ni un poco.
No era tan ágil como lo había sido en su última batalla en Treng-Cai, pero recordaba perfectamente los puntos de presión del cuerpo humano, por lo que cuando la obligaron a levantarse, golpeó con el pie la ingle de uno de los hombres, dejándolo retorcerse en el piso, aquel era el punto más sencillo y que mejores efectos para inmovilizar que conocía.
Al segundo de ellos lo golpeó en el estómago, pero mientras recuperaba el equilibrio, el tercero se lanzó con todo su peso sobre ella, sosteniendo sus piernas que se movían frenéticamente. Dobló su espalda y logró darle con el codo en una de sus costillas y logró ponerse de pie, para luego caminar rápidamente hacia la puerta.
—¿No me habías dicho que era sumisa? —gritó el hombre con el sombrero dorado— Haces un pésimo trabajo investigando. Al menos lograste hacer algo de tiempo.
Dicho eso, Irene comenzó a sentirse extremadamente cansada. Sus extremidades dolían y perdían fuerza. Recordó una de las lecciones de Tamara sobre sustancias que eran capaces de hacer que estuviese somnolienta y apagada, pero nada de lo que le dijo se parecía a lo que sentía en aquel momento.
Sus rodillas cedieron justo cuando se encontraba a menos de un metro de la salida. No iba a poder levantar el tablón en ese estado, tendría que pedir ayuda.
—Si gritas, te cortaré la garganta.
—Adelante, no sería el primero —replicó ella con un hilo de voz, tampoco sería capaz de alzar la voz. Deseó tener las energías suficientes para azotar su cabeza contra la puerta, así al menos alguien sabría que algo extraño sucedía allá adentro.
Los tres subordinados, ya recuperados, la llevaron hacia el altar donde quedó inerte mirando el cielo cubierto con madera.
—Es demasiado mayor —volvió a reclamar el hombre del sombrero dorado.
—Padre. Esta es la indicada, se lo prometemos. Con el incidente de los niños, no era prudente traer uno aquí ahora.
Irene jadeaba y su pulso se aceleraba. Sabía exactamente lo que iba a suceder, ya había estado en esa misma situación decenas de veces antes en Líter, que despreciaba y al que no planeaba volver.
No podía creer que tal clase de maldad fuera capaz de cruzar el océano y llegar tan lejos, justo al lugar que había comenzado a amar.
El padre se acercó a su rostro y lo examinó detalle a detalle, pero sin tocarla. Sentía tanto asco que podría vomitar ahí mismo, pero no era capaz.
La mirada desconcertada del hombre recorría sus ojos, sus orejas, su mentón y su cuello, hasta que finalmente sonrió mostrando unos relucientes dientes blancos.
—Si me encuentro de espaldas suyo, podría olvidar el detalle de la edad.
El alma de aquel hombre no solo parecía viscosa, sino también pegajosa con un olor putrefacto y un sonido alegre. No podía relacionarla con ningún color como las otras almas ni tampoco parecía fragmentada en aquellas heridas sangrantes tan comunes en los asesinos.
Este sujeto era malvado de una forma completamente diferente y jamás había dañado a alguien sin tener otra opción, era de los que hacía daño en plena conciencia y sin remordimientos, la clase de persona a los que Irene más temía.
Y no se había dado cuenta.
La obligó a levantarse mientras los demás hombres solo observaban atentamente. Comenzó desabrochando con cuidado los botones de su blusa para sentir el contacto de su suave piel.
Ella podía sentir aquel repugnante bulto en su espalda sin poder hacer nada para evitarlo.
Estaba cansada e inmóvil. Lo único que podía hacer era repetirse lo mismo que se decía a sí misma en Treng-Cai.
Mira al cielo.
Eso fue lo que hizo, murmurando el sonido del cantar de los chucaos.
Los echaba tanto de menos, no los había escuchado durante toda su estancia en Mihria. Si pudiere rescatar algo bueno de aquel lugar, era el sonido que la calmaba.
Mira al cielo.
Sobre ella, podía ver el sol atravesando una ventana de colores de forma circular. Le recordaba la figura de una rosa mirada desde arriba. Era una hermosa representación de la naturaleza que rodeaba el lugar frente al altar de los dioses que debían protegerla.
¿Dónde estaban las diosas? Seguramente dormidas por algún sitio, ignorando todo lo que sucedía en el mundo creado y moldeado por ellas. De nada valían los ritos de los fieles, porque cuando más los necesitaban eran ignorados.
Ella no era fiel a ningún dios, pero, de haberlo sido, le hubiese encantado que en un momento como aquel pudiesen hacerse presentes, prestarle apoyo, darle una mano, hacerla olvidar todo.
Mira al cielo.
El sol comenzaba a ocultarse lentamente y los colores de la hermosa ventana eran cada vez menos notorio.
Durante las últimas semanas había llenado su memoria de buenos recuerdos, de felicidad y de esperanza.
Ah...con que aquello era. Antes no podía sentirse triste porque no conocía la dicha, pero ahora que la había experimentado, la echaba más de menos que cualquier otra cosa, incluyendo el canto de los chucaos, pues quien jamás ha experimentado un sentimiento no es capaz de extrañarlo cuando está privado de él.
Quería volver a cuando se sentía plena, caminando a paso lento hacia la reconstrucción de sí misma. Pero ahora volvería a destruirse y quién sabe si sería capaz de recomponerse.
La tristeza, la desesperación y la melancolía recorrían cada rincón de su cuerpo. Jamás debió meterse en la cabeza la idea de ser feliz, no era lo que el destino había escrito para ella. Se había desviado y esta situación no era nada más que volver a ponerla en su camino.
Las lágrimas recorrieron sus mejillas y en lugar de seguir sumando tristeza, un nuevo sentimiento recorrió cada célula de su cuerpo.
Era furia.
De pronto comenzó a sentir un hambre incontrolable, un hambre que jamás había tenido antes.
No quería comer nada que acostumbraba, quería algo en específico de alguien en específico, pero no sabía de qué se trataba. Por un momento dejó de ver y su mente estuvo casi por completo sumida en una espesa niebla.
No sentía el tacto de aquel despreciable hombre, ya no.
—¡Padre, suéltela! —escuchó decir a uno de los hombres— ¡No es humana!
Las venas de la frente de Irene habían comenzado a resaltar con fuerza mientras seguía mirando al cielo. Sus ojos abiertos se tornaron de un violento color rojo con sus pupilas cerrándose verticalmente, sin embargo, lo que más asustaban a los hombres eran los afilados colmillos que se asomaban por su boca, con la misma expresión que un animal furioso que se encuentra a punto de reducir a pedazos insignificantes de carne a su presa.
Sus brazos y piernas se habían endurecido aún más y sus uñas crecían lentamente asimilándose a las zarpas de un bestia que podría cortar todo, sin entender dónde estaba o qué hacía.
Fue la presencia de una alma conocida lo que hizo que pudiera retomar su conciencia. Solo que no podía relacionar a quién pertenecía, pues la misma furia que ella había experimentado hasta segundos antes, la podía sentir del otro lado de las gruesas paredes del templo...desde arriba.
Un fuerte estruendo se escuchó y, con ellos, gritos de sorpresa y pánico desde afuera.
Era el hombre con máscara de zorro que vio su última noche en el hospital, había entrado a través de la redonda ventana colorida con la figura de un rosa haciéndola añicos.
El alma pertenecía a él.
La trayectoria de su entrada parecía totalmente planificada y perfecta, pues, antes de siquiera tocar el piso, sus espadas gemelas atravesaron la garganta del padre, cubriendo a Irene de sangre.
Ella continuó tarareando y mirando al cielo.
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