Cuarenta y tres
Silbidos incesantes
Pobre alma desgarrada
Cada vez que grita nadie le oye
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¿Cómo se puede explicar aquel sentimiento que se instala en tus huesos, en tu piel y en tu garganta que provoca que todos tus músculos se tensen y que las órdenes de tu cerebro no lleguen finalmente a ningún lugar?
Aquel sentimiento que te prepara para huir, salvar tu integridad o la de alguien más, pero que no permite que tus pies se muevan para cumplir las ordenes que les das a tu cuerpo.
Aquello no era miedo, tampoco pánico, ni terror. O quizás eran todas juntas.
De pronto, todo el lugar se volvió pequeño. Los árboles parecían extender sus ramas hacia él, intentando atraparlo y absorberlo dentro de sus fibras para convertirlo en tan solo una estría, un nudo en la madera. Se sintió tan pequeño, tan insignificante como un insecto aplastado con sus entrañas afuera bajo el peso de sus propias pisadas.
El viento que había acariciado su cabello minutos antes cortaba con furia su piel bajo la tela como cuchillas heladas cuidadosamente afiladas en sus brazos, su espalda y su cuello, haciendo que un dolor que no estaba ahí penetrara su cuerpo de lado a lado, sin perdonar ningún rincón, llegando tan profundo hasta su alma.
Las nubes que cubrían el cielo se tornaron púrpuras, oscuras mientras el único y rojo rayo de sol lo apuntaba directamente a él... al joven que tenía en frente vestido como un simple soldado al mando de Demani.
Quiso correr, pero las raíces de los árboles se habían enrollado fuertemente en sus piernas, cortando toda circulación de sangre que tenía como objetivo sus pies emanando un olor putrefacto que perfectamente podría confundirse con la pila de cadaveres que su lucha había dejado detrás.
Sintió ganas de haber perecido de una vez en la plaza de Koica cuando tuvo la oportunidad.
Una gota de sudor se mezclo y se hundió entre las fibras de su ropa.
Buscó algo, un indicio que le dijera que estaba en una pesadilla o en una ilusión como las de San. Nada. Era real. Sabía exactamente cómo había llegado allí, recordaba el camino, sus divagaciones, los olores, todo.
Entonces miró al muchacho. Parecía humano de pies a cabezas a excepción...
A excepción de esas marcas negras que iban desde el cuello de su camisa hasta sus mejillas cubiertas por su largo cabello negro.
Y cuando se volteó a verlo... sus ojos... sus ojos estaban invisibles bajo sus párpados cosidos con un grueso hilo negro manchado con sangre seca que podría llevar días o semanas ahí.
Un kirlio. Un feérico capaz de modificar su propio cuerpo.
Entonces, ¿qué era lo que lo tenía atrapado?, ¿por qué no podía huir? Un kirlio no debería ser capaz de hacer que las raices de las árboles lo apresaran.
Desvió su mirada a sus piernas. Nada.
No era el tipo que tenía en frente el que no le permitía moverse, sino él mismo.
Tragó saliva cuando el mi-qüa levantó la barbilla y sonrió.
Dioses, sáquenme de aquí.
Recordó cuando Ina se le abalanzó babeando con intenciones de desgarrar su cuello. Aquella sonrisa era aún más aterradora que ese evento.
Sus ojos hicieron ademán de abrirse cuando se impulsó hacia él.
Los músculos de Hakone reaccionaron más rápido que su cerebro, lo que le permitió conservar su brazo derecho justamente donde lo quería: pegado a su cuerpo.
El ruido del metal siendo golpeado con otro alertó a los bandidos que estaban sobre él, escondidos entre los árboles.
—¡Quietos! —gritó levantando un brazo.
Una risa chillona atravesó sus oídos y entonces lo volvió a ver.
Un solo segundo fue suficiente para ver su sonrisa enmarcando amarillos y caninos colmillos mientras sus ojos luchaban cada momento por abrirse para ver entre los hilos negros que lo dejaban ciego. Sudaba frío y respiraba agitado como si el aire que entraba en sus pulmones no fuese suficiente. Las venas de sus manos, cuello y frente palpitaban de prisa mientras sus dedos enrojecidos sostenían dos cuchillas medianas en forma de semicírculo.
Estaba loco, hambriento y armado.
El mi-qüa volvió a arremeter contra él, haciendo sonar sus hoces contra el metal de las dagas largas de Hakone. No estaba intentando hacerle daño, de lo contrario, ya habría acabado con él en el primer ataque.
Se divertía sintiendo su rostro cerca del suyo, infringiéndole temor.
El peso del cuerpo del mi-qüa hacía que el suyo se torciera hacia atrás poco a poco, arrastrando sus pies por la tierra. Si sus brazos cedían tan solo un poco...
De entre sus dientes comenzó a colarse un hilo de saliva al mismo tiempo que sentía cómo su cuerpo se hacía cada vez más y más grande, aumentando exponencialmente la fuerza que aplicaba sobre sus extremidades.
Sobre él, el sonido de una cuerda de arco hizo que desviara la mirada.
—¡Deya, no! —gritó.
Pero la fecha que la muchacha había lanzado logró incrustarse limpiamente en el cuello del mi-qüa.
Lo habría matado si la situación fuese otra.
De un segundo a otro, aflojó su fuerza sobre el cuerpo de Hakone y saltó tan alto que llegar a la copa del árbol donde se encontraba Deya parecía ser una tarea fácil.
La joven bandida gritó de horror y cayó al suelo sin vida entre los brazos y los dientes del hombre que, alguna vez, fue un feérico.
Un segundo. Un solo segundo le bastó para destrozar a su compañera sin parecer esforzarse siquiera.
Lo había entendido apenas lo vio. No iba a poder vencerlo. Ni él ni sus acompañantes.
Solo había una opción: correr.
Pero el muchacho ya había escogido a su juguete.
Con el rostro ensangrentado, se volteó hacia Hakone con una sonrisa aún más grande que la que le había mostrado momentos atrás. Dejó caer sus hoces y se limpió la sangre de la boca con el puño del uniforme.
Corre. ¿Por qué no estás huyendo? —pensó.
Dobló sus rodillas y sacó sus espadas dobles. Las mismas que había usado el día que le cortó el cuello al obispo. Eran ligeras, rápidas y fáciles de manipular. No necesitaba la fuerza bruta en ese momento, necesitaba ser flexible. Necesitaba salir con vida.
Miró hacia arriba. Si sus bandidos atacaban, correrían la misma suerte que Deya. Estando sobre los árboles era mucho más difícil huir en caso de que volviera a atacar.
Negó con la cabeza. Señal de que tenían prohibido moverse. No iba a morir nadie más.
Sé inteligente —Le repetía Teresa cada vez que estaba por hacer una estupidez.
Enfrentarse al mi-qüa era, por lejos, la más grande de todas.
No esperó que se le volviese a tirar encima. Corrió en línea recta hacia él, para desviarse en último momento y así tener un mejor ángulo de la zona expuesta de su cuello, donde su hoja se deslizó suavemente dejando tras de sí un rastro de oscura y fétida sangre.
Su contrincante chilló y Hakone bufó. Había sido un corte preciso, pero su carne era mucho más dura que la media. Aquel daño que le había provocado era mínimo.
Pero lo había hecho. No era una criatura inmortal ni invencible.
Giró las espadas y se preparó.
El mi-qüa había dejado de jugar. Sus piernas se tornaron más anchas, provocando que sus pantalones cedieran justo antes de saltar sobre Hakone justo como lo había hecho con Deya.
Se toma un tiempo para que su cuerpo se adapte al cambio antes de moverse —notó.
Cayó al suelo, golpeándose la espalda con el cuerpo de la bestia encima. Su aliento era casi tan podrido como el olor de su sangre. Era evidente que la piedra infinium había estado por mucho tiempo ahí, consumiendo su sangre y volviéndola desechos de lo que alguna vez había sido.
No podía salvar eso. No esa vez.
Golpeó su estómago con sus rodillas, pero no hubo ninguna reacción. No sentía dolor a menos que se tratara de cortes o perforaciones.
La flecha seguía en su garganta, así que la golpeó, empujándola aún más dentro de su cuello haciendo que este volviera a emitir un agudo sonido de dolor.
El mi-qüa abrió la boca y se dirigió directo a su cuello. Se había cansado de jugar con su comida.
Fue entonces, cuando el brazo izquierdo del ex comandante se interpuso entre él y sus fauces. En esa ocación, fue Hakone quien gimió de dolor. Sus colmillos atravesaban su antebrazo con tan facilidad como lo era morder una hogaza de pan. Por cada segundo que pasaba, más dolor sentía y menores eran sus esperanzas de salir con vida de aquel lugar.
Había sido una estupidez, pero debía hacerlo si quería averiguar sus debilidades.
Si fortalece una de sus extremidades, otra queda por completo vulnerable.
Con la cuchilla que aún tenía en la mano libre, perforó uno de sus ojos, provocando nuevamente un alarido que lo dejó libre. Sintió como su alma regresaba a su cuerpo. Ya no sentía el brazo, pero aún podía mover los dedos.
Se arrastró con dificultad hasta ponerse de pie. Ya había sido demasiado, necesitaba huir, pero el mi-qüa no se lo iba a dejar fácil, pues la sensación del metal frío en su hombro lo hizo volver a detenerse.
Su hoz. Le había lanzado una hoz.
Entre quejidos, se la quitó encima y se dio media vuelta mientras el muchacho volvía parecer joven y humano. Cubría su rostro con una mano sangrante mientras gritaba.
Estaba debilitado y cansado. No iba a aguantar una pelea mucho más larga, aunque él tampoco.
—¡Háganlo, ahora! —gritó.
En ese momento, las flechas de los bandidos llovieron sobre el mi-qüa enterrándose en su nuca, brazos, piernas y espalda. Esperaba que cayera, que se rindiera sobre la tierra, pero nada de eso sucedió. Se mantuvo de pie frente a él sin quitarle la vista de encima. Decidido a acabar con él.
Hakone apretó el mango de la ahora solitaria espada ligera que cargaba. ¿Cómo podía mantenerse de pie? ¿Cómo podía hacerlo él mismo?
Respiró hondo y esperó. Levantó dos dedos y los bandidos sobre los árboles comenzaron a moverse en sentido contrario. Era mejor aprovechar que estaba pendiente de él para que los demás huyeran, para que no volviera a pasar lo mismo que con Deya.
Su cuerpo estaba destrozado a tan solo unos pocos metros de él.
Un ruido apresurado de pasos se acercaba hacia él, pero, aunque fuese enemigo no podía despegar la vista del muchacho.
Cuando este volvió a correr pese a las flechas enterradas en todo su cuerpo, un silbido rompió el aire y una gran lanza dio justo en la sien del mi-qüa.
—¡No se muere! —gritó Ti-Kaya al acercarse a Hakone.
—No —reafirmó el—. No tenemos de otra que salir de aquí.
—¿Qué haces aquí, entonces? Imbécil.
Hakone sonrió. Así demostraba su preocupación ella.
—No viste lo que le hizo a Deya. Envié a volar a los demás bandidos.
—Sí, después me cuentas.
Ti-Kaya se mantenía con las manos vacías mientras el mi-qüa desenterraba la lanza de su cabeza. Ella estaba casi completamente descubierta: solo llevaba encima unos anchos pantalones largos y un top sin mangas que dejaba al descubierto todas las cicatrices que tenía sobre su morena piel.
Esta vez, el objetivo era ella.
La felaia sonrió al ver al mi-qüa crecer y crecer como un gigante oso. Al fin alguien que podía hacerle el peso.
—¡Madres!, ¡es solo un kirlio! —exclamó ella mientras hacía sonar sus dedos— Está enfocado en mí. Aprovecha de correr.
—No creas que te voy a dejar sola.
—Estás herido, eres inútil ahora. Yo me las arreglaré, sabes que cuando me emociono me salen alas.
Hakone se mordió el labio. Pero tenía razón, debía correr hacia la cabaña mientras podía para decirle a Caeru y los demás que la peor idea de todas sería enfrentar a aquella criatura. Más aun estando solos.
—Te veré en la cabaña —musitó él, poco conforme.
—Espera.
Cuando se dio media vuelta para verla, vio su espalda desnuda. Ti-Kaya lanzó sus ropas a sus brazos juntos con sus zapatos.
—No quiero perder otra buena tenida —fue todo lo que dijo ella antes de que el zorro se echara a correr alejándose de los alaridos de la osa parda que estaba decidida a detener a una bestia.
Cuando ya se hubo encontrado lejos, sintió su respiración pesada, como si le hubiesen arrancado un pulmón. Se vio obligado detenerse. Posó su espalda contra un árbol y se quitó la máscara y la piel que cubría su espalda. Fue entonces cuando notó el profundo y extendido dolor que tenía en todo su cuerpo.
Con dificultad, primero se quitó el abrigo que llevaba puesto; la mordida del mi-qüa había atravesado la tela y también todo lo que había debajo. Sentir como las fibras se despegaban de su piel lo hacía sudar y quejarse silenciosamente. Después de un rato, terminó por retirar toda la ropa que llevaba en la parte superior hasta quedar en solo una capa al darse cuenta de que no solo su brazo había salido lastimado.
Apretó los labios al ver la mordida. Era profunda y alargada, por lo que no parecía tratarse de una sola, sino de varias que se extendían por todo su antebrazo como si con cada segundo que pasó entre sus dientes estos lo desgarraban poco a poco, pero, para su sorpresa, sangraban mínimamente. Movió los dedos; aún podía hacerlo.
Se las arregló para cubrir la herida con su propia ropa pese a que la derecha no era su mano hábil. Bastaba con aguantar hasta encontrar a alguien que pudiese ayudarlo.
Siguió tocando y revisando en busca de más heridas. Su hombro sangraba por la puñalada de la hoz, tenía un corte nuevo en la cintura, en los brazos y en la clavícula. Su pantalón estaba manchado de sangre ¿en qué momento había sucedido eso? Levantó con cuidado para encontrar una larga y fina línea vertical en su muslo. No la había sentido hasta aquel momento.
No esperaba salir tan herido antes de adentrarse en el bosque. Realmente no creía que el mi-qüa fuese tan fuerte.
Tenía que seguir su camino y encontrar a alguien. La cabaña no estaba lejos, allí podría hacerse de algo para, al menos, aminorar el dolor.
Cerró los ojos cuando escuchó los pasos que se le acercaban, buscando con sus dedos el arma que había dejado en el suelo.
—No te muevas— dijo la voz desde atrás, llevando el filo de su arma sobre su manzana de Adán.
—Keaton —arrastró las palabras—. ¿Vienes para cobrar una recompensa?
—No puedo crees que hayas estado con ellos.
—Ni yo que ahora estés aquí amenazándome.
Hakone levantó la vista hacia su ex compañero, quien ni siquiera se inmutó en mover ni un centímetro su arma.
Keaton lo observó de arriba hacia abajo, deteniéndose en sus heridas y en los objetos tirados a su lado en el suelo.
—Tú eras el zorro— afirmó—. Mataste al obispo, quemaste edificaciones. ¡Los incendios dentro del palacio! Todo el tiempo fuiste tú y ahí estabas fingiendo ayudarnos.
—No fuimos nosotros quienes provocaron los incendios del hospital, el centro de salud y la biblioteca.
—¡Llevaban esa máscara!
—Keaton, sé que no te crees todo lo que dice el rey y sus seguidores. Tu piensas un poco más.
El comandante se mantuvo en silencio un segundo.
—El rey... es el rey. Nos guste o no.
—No tiene que ser así.
Apretó un poco más fuerte el agarre del arma contra el cuello de Hakone.
—¡No intentes lavarme el cerebro!
—No lo hago —respondió el zorro con calma—. Sé que puedes pensar por ti mismo y sacar conclusiones.
—¡Debería cortarte la garganta ahora mismo! —espetó para luego hablar más bajo— Eres un traidor.
Hakone cerró los ojos y suspiró.
—Son órdenes de tu rey. Hazlo.
Pudo sentir la mano y el pulso de Keaton temblar. Siempre supo que no era un hombre con más ambición que valores como los demás. Era único de sus pares en quien alguna vez sintió que podría confiar, pese a que muchas veces no compartían las mismas opiniones sobre un tema.
Sin retirar el arma de su cuello, el hombro murmuró:
—No te he visto y tú tampoco a mí.
Hakone sonrió, aliviado.
—¿Tienes algo para las heridas?
Cuando el comandante negó con la cabeza, una figura lo derribó, haciéndolo soltar el espadón y caer de espaldas al piso. Sobre él, la figura de una chica vestida de negro presionaba la punta de su daga sobre el cuello del hombre, sin temblar, sin decir nada.
—No lo hagas —rogó Hakone a punto de decir su nombre.
Pero ella no escuchaba. Le bastaba con lo que había visto: a Hakone herido con un arma en el cuello y aquel hombre sosteniéndola.
Todo lo que Keaton podía ver eran aquellos ojos furiosos dispuestos a hacer lo que fuera para proteger a quien quería.
—Yo te conozco —musitó con cuidado—. La hija del demonio.
Ese apodo de nuevo.
Ina aflojó la presión de su daga, esperando que siguiera hablando, pero ninguna palabra salió de su boca. El hombre solo se quedó observándola, esperando que la máscara cayera por sí sola o por arte de magia, mostrando aquel rostro que se escondía tras su letalidad.
—No lo hagas —repitió Hakone—. Es inofensivo.
Keaton levantó la cabeza como si no creyera realmente lo que había llegado a escuchar de la boca de su ex compañero.
—Sí, lo soy —respondió el, abatido.
Ina levantó la cabeza, dirigiendo su mirada a Hakone y al desconocido y viceversa, luego, se levantó con cuidado, guardando la daga en uno de los múltiples bolsillos de su cintura.
—Confías en él —afirmó ella.
Hakone asintió. En ese momento, Ina desvió su mirada hacia su brazo y su pierna descubierta y, como si hubiera recordado de pronto la urgencia del asunto, dio un par de pasos rápidos hacia el zorro para arrodillarse frente a él. Levantó su capa y dejó al descubierto su traje.
Cuando sacó una pequeña botella con un líquido verde, Hakone la contempló a ella. Su blusa blanca no tenía ni una sola mancha carmesí, estaba radiante como ella misma cuando hablaba de los árboles de colores y del canto de las aves madrugadoras. En ese lugar donde se unía el botón de su cuello solo pudo ver el radiante pin que alguna vez le había regalado.
No podía ver su rostro, pero estando allí, de rodillas frente a él mientras tocaba su piel herida le pareció más hermosa que nunca.
—Muéstrame tu brazo —masculló.
Sintió que Keaton se ponía de pie detrás suyo al mismo tiempo en que Ina volvía a apuntarlo con su daga. Estaba alerta, con todos sus sentidos al pendiente de lo que sucedía a su alrededor.
Hakone desenrolló la tela que cubría su herida. Estaba mal, la carne ni la sangre jamás debieron ser tan oscuras.
—Imagino que no tienes nada que me ayude con eso —dijo él mientras no despagaba la vista de su cuidadora.
—No. Pero puedo hacer que no se ponga peor mientras encontramos a alguien que ayude a curar esa herida.
Dicho eso, destapó el frasco con el líquido verde y lo vació sobre la herida aun abierta.
Hakone sintió cómo un relámpago pasó a través de su cuerpo desde su cabeza, recorriendo toda su espina dorsal hasta llegar a la punta de los dedos de los pies y de las manos. Luego sintió calor, muchísimo, para luego culminar en un frío congelante anclado en su brazo izquierdo. Reprimió un gemido de dolor cuando Ina apretó su brazo para volver a cubrirlo con tela, ajustándola tanto que creyó que jamás podría volver a sacársela.
—¿Dónde más? —preguntó con una mirada tan seria que casi creería que ella ya no lo conocía.
—El hombro y la pierna.
Sentir el tacto de sus dedos sobre su piel, tan suaves, tan precisos lo hizo desear encontrarse solo y tras cuatro paredes con ella, en un momento distinto, en una situación diferente.
No pudo evitar dejar caer los recuerdos de hace dos noches, cuando esos mismos dedos recorrieron curiosos su silueta; con miedo, con ansias y, por sobre todo, con deseos de no acabar nunca.
Un tacto tan hipnotizante, que incluso olvidó por un momento lo herido que se encontraba.
—¿Tu estás bien? —preguntó intentando alejar los pensamientos que repercutían directamente en su cuerpo.
Ina asintió con la cabeza.
—No me he encontrado con ninguna situación de peligro. —Mientras hablaba, limpiaba con cuidado la herida de su pierna— Estuve buscándote.
"Estoy bien" estuvo a punto de decir como acto de reflejo. Era evidente que no era así.
—Me alegra que no te hayas visto forzada a hacer algo que quizás no querías.
Pudo ver como sus ojos se abrieron a través de la máscara.
Aquella situación se le hacía de lo más irónica: Ahora, era ella quien ocultaba su identidad tras el rostro de un animal de arcilla mientras le salvaba la vida a él, completamente descubierto.
—Esto lo hizo el mi-qüa —especuló Ina.
Hakone asintió.
—Es más agresivo de lo que pensaba.
—No quise acercarme a él —masculló ella—. No sabía qué me pasaría si lo veía de frente.
Entonces, el levantó su brazo para acariciar su cabello suelto, jugueteando con ellos entre sus dedos.
—También lo pensé. Agradezco que no te hayas puesto en riesgo por ir a verme.
Un largo suspiro atravesó la garganta de la chica.
Cuando hubo terminado, volvió a ponerse de pie dirigiéndole una severa mirada a Keaton.
—Háblame de la hija del demonio.
Su rostro parecía confundido, como si no creyera que realmente ella no supiera de qué se trataba.
—Tu... sí eres real. De carne y hueso.
Observó a Hakone. Sus ojos gritaban confusión.
Los tres levantaron la vista hacia el cielo al mismo tiempo. El olor que Hakone había sentido tan solo un par de horas atrás había regresa: madera quemada.
—Un incendio aquí en el bosque —se atrevió a especular antes de ver una gris nube pasar por encima de sus cabezas.
—Sallow, ¿esto es parte de su plan? —lo encaró Keaton.
—Jamás quemaríamos nuestro hogar. Menos aún si intentamos defenderlo.
—Entonces ¿cuál es la idea de hacerlo?
El zorro se mordió el labio, pensativo.
—Es obvio —respondió luego de unos segundos—. Si encierras a un animal entre seis muros y quemas uno de ellos, ¿qué hará?
Ina se quitó la máscara, mostrando su expresión perpleja y horrorizada.
—Comerá todo lo que haya a su paso para huir. Y se expondrá a quienes lo esperan afuera.
❧ ⊱✿⊰ ☙
Dato curioso:
Keaton tiene dos hijas. Fueron criadas por él solo luego de la muerte de su esposa. No ha vuelto a enamorarse desde entonces y tampoco piensa hacerlo. Cuidarlas siempre ha sido y siempre será su primera prioridad.
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