Cuarenta y dos
Brisas de petricor
El viento frío murmura en tu oído
tan despacio el grito del arrepentimiento
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Hermoso silencio, hermosa tranquilidad, hermoso caos.
Las almas que se acercaban rápidamente cubrían sus sentidos. Era capaz de reconocer muchas de ellas: azules, suaves, con olor a las olas del mar de invierno; otras mucho más encendidas, cálidas como las piedras que, reposadas sobre la tierra bajo el sol hacen rebotar sus rayos, siempre confortables, siempre amables y rígidas.
Heridas abiertas. Algunas de ellas las tenían, sin embargo, ninguna era verde, viscosa o colorada como el instinto que derrota a los hombres y mujeres sin un propósito en su vida.
Eran muchas; muchas almas acortaban su distancia con la cabaña bajo la lluvia. Tranquilas, pacientes y expectantes.
—Puedes irte, Shi-Vy —pronunció Caeru cuidadosamente con voz calmada, algo que Ina pensó que jamás oiría—. Debes descansar, puede que te necesitemos.
—Espero que no —bostezó ella de vuelta.
De un segundo a otro, la blanca muchacha pareció en extremo cansada, como si hubiese corrido por horas o como si no hubiese podido dormir durante un día completo.
Shi-Vy abrió una de las puertas y se metió dentro de la habitación, dejando solos a Hakone, Caeru e Ina durante unos segundos antes de que la entrada se abriera.
Hakone palideció durante un segundo. Su máscara, mostrarle su rostro a todo el mundo en esas circunstancias lo hacía sentir incómodo y expuesto.
La primera cabeza en asomarse por la puerta fue la de Ti-Kaya, seguida por San y al menos otras diez personas. Algunas almas las lograba reconocer: Li-Ja y el hombre con la máscara del perro negro también estaban ahí.
El resto de las almas se quedaron fuera de la cabaña. Debía tratarse de decenas de ellas, era imposible que cupieran dentro de aquella pequeña edificación.
—Los hombres del rey están listos —declaró San para luego voltearse a mirar a Hakone, como si se preguntase qué hacía él en ese lugar, descubierto.
—Estupendo. —Caeru movió la cabeza, observando a cada uno de los participantes de aquella reunión improvisada, deteniéndose en el ex comandante— Los estaremos esperando. Necesito que traigas a un representante de los bandidos del zorro para conversar los detalles de cómo contraatacaremos.
Hakone carraspeó.
—Teresa —musito, firme—. Debes ponerla a salvo a ella y a Keen. De lo contrario, estarán solos contra el ejército de Demani. Se les declaró la guerra a ustedes, no a nosotros; así que quieren nuestra ayuda, debes darnos algo a cambio.
Caeru levantó una ceja.
—¿Tu precio es tu hermana? —sonrió— Tu hermana es el precio por los servicios de tantas personas a nuestro favor
—Sallow Teresa —dijo una voz entre el tumulto de personas a la entrada de la cabaña, abriéndose paso. Era un hombre bajo, de mediana edad cuya piel en sus brazos descubiertos y parte de su cuello estaba cubierta de pequeñas plumas grises brillantes del mismo color de su cabello y sus ojos. Parte de su vestimenta emulaba a un ave que se había posado a descansar de un muy largo vuelo. Ina no pudo evitar pensar en Ophelia y en su alma encendida, muy similar a la de aquel hombre, con la diferencia de que este parecía llevar en ella pequeñas pepitas de plata que solían decirle que aquella persona encerraba dentro de sí mismo un gran deseo de justicia que esperaba florecer.
Ina tuvo que apretar los labios para evitar pensar demasiado. Ese hombre era demasiado parecido a ella.
—Sallow Teresa —repitió este—. Es un precio pequeño. Es nuestro comodín, señor Caeru, usted lo sabe mejor que nadie. Mantenerla a salvo no es solo una moneda de cambio para el zorro, es nuestra obligación.
—Tiene razón —meditó el obispo—. Si algo le sucede a Úzui, debemos poner a alguien más en el trono.
Hakone frunció el ceño. No se sentía a gusto. Ina intuyó que el pensamiento que podría pasar por su cabeza en aquel momento tendría que ver con usar a su querida hermana o volverla un objeto como lo había sido tantos años en Koica cuando sus habitantes decidieron hacerla una santa para satisfacer sus propios espíritus.
Pero él no iba a decir nada. No si significaba la seguridad de Teresa.
—Si me lo permite —continuó el hombre plateado—, yo mismo iré a escoltarla y haré de su guardia personal.
Hakone miró a Ina, haciéndole una pregunta con la mirada que solo ella podría comprender.
—Sí. Puedes confiar en él —respondió ella. Su alma era sincera.
Entonces, él se puso de pie:
—Irás tú y dos de los míos. Necesitaré actualizaciones periódicas de su estado, pero no me informes de dónde se encuentra mediante notas en caso de que sean interceptadas. Pasado el riesgo vendrás tu mismo a verme y entonces, me llevarás con ella.
El hombre hizo una ligera pero significativa reverencia.
—Nombre a mis acompañantes y partiré ahora mismo, señor.
Cuando Hakone se levantó y salió de la cabaña, acompañado de aquel sujeto, dejó tras de sí una estela que Ina solo pudo llamar impaciencia y desesperación.
Jamás comprendería lo mucho que él amaba a Teresa.
Caeru aplaudió fuertemente, llamando la atención de quienes se encontraban dentro de las cuatro paredes de la cabaña.
—¡Hay que prepararnos para lo que se viene! —anunció—. Tenemos entre manos una batalla que no podemos evitar y necesito que todos me pongan atención: No quiero que ninguno de ustedes muera ni salga herido.
Li-Ja saltó entre la multitud. Era tan pequeña, que con suerte logró llamar la atención.
—¿Qué es exactamente lo que ellos quieren lograr con este ataque?
San tomó la palabra:
—Encontrar la cabaña y deshacerse de cada uno de nosotros.
Por primera vez, Ina logró divisar en su alma algo que jamás pensó que San podría llegar a sentir: Miedo. San tenía miedo.
—Creemos que soltarán a un mi-qüa —complementó Caeru—. Así que no se fíen si ven a un fati que no conocen cerca de ustedes. Será su arma y lo usarán en contra de nosotros. Lo que me lleva a un anuncio.
Acto seguido, se dirigió hacia Ina y la tomó de la mano, obligándola a levantarse.
—Ella es el ciervo —prosiguió—. Luchará con nosotros hoy. Recuerden su cara y su olor.
¿Luchar con ellos? Por un momento había logrado olvidar ese detalle.
Después de tantos meses... volvería a tomar las armas, volvería a herir a alguien, a arrebatar una vida.
No. No arrebataría ni una sola más. Ina no era así, aquella era P. Irene, alguien muy diferente a su "yo" de aquel momento. Ella no era P. Irene. Era Tsuki Irene.
El ciervo.
Maldición. ¿Por qué todos los caminos la llevaban al mismo destino?
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La lluvia se había detenido. Y ella aún estaba encerrada en la habitación donde dormía Shi-Vy. ¿Por qué de pronto ella se había puesto tan somnolienta que se vio obligada a ir a descansar?
—Las multitudes de agotan —respondió ella a sus pensamientos, abriendo los ojos poco a poco—. Si no descanso como es debido puedo quedar temporalmente ciega.
Bostezó, lo que hizo que Ina sintiera la necesidad de hacer lo mismo.
Miró su regazo. Sobre él, tenía las prendas que Caeru le entregó para vestir aquella noche. No podía ser vista como una de las antiguas herboristas del palacio, aunque su rostro estuviera completamente cubierto. Pensó en Ophelia la vez que la vio en el templo: aquel traje negro que llevaba la hizo pensar en lo hermosa y poderosa que se veía. Ahora era su turno, tenía también uno de esos, pero no se sentía bien; no si se volvía consciente de lo que significaba.
Shi-Vy había guardado el traje que ella llevaba en Líter. ¿Cuál era la diferencia entre esos dos? Ambos tenían el mismo propósito aterrador. Estaban destinados para, de un segundo a otro, quedar completamente cubiertos de tinta carmesí, de trozos diminutos de entrañas y de materia gris.
Abrazó la tela doblada.
¿En qué me he metido?
—No es igual, señorita —susurró Shi-Vy, aún con sueño.
—¿Cómo dices?
Sus ojos eran lúgubres, como lo fueron cada vez que decidía ponerse la placa sobre la cabeza y fingir que bailaba.
—No es igual —repitió la felaia—. Esta vez no tiene que matar a nadie. Solo debe permanecer segura y ayudar a los demás a hacerlo también. Nosotros no somos asesinos, pero lo hacemos cuando no tenemos otra opción.
Recordó a Hakone atravesando el vitral del templo justo antes de degollar al obispo. Shi-Vy mentía, pero entendía por qué lo hacía.
Pero había algo en lo que sí tenía razón: no debía matar a nadie. Caeru lo había dicho claro antes de enviarlos a todos a prepararse.
"Deben sobrevivir". Eso era todo. La única orden. No había más.
—¿Quién te cuidará a ti? —preguntó entonces Ina.
Shi-Vy sonrió, incómoda. Para Ina era evidente que ella no sería capaz de defenderse sola y por sus propios medios, aunque, de cierto modo, ella misma no parecía una amenaza y trágicamente lo era.
—El señor San lo hará. Me protegerá a mí, a Rio y a nuestra bruja. Pero yo lo protegeré a él.
Ina pestañeó repetidas veces. ¿Cómo funcionaba eso?
—El señor San es alguien muy fuerte —continuó Shi-Vy—, pero tiene sus límites. Un caren puede llegar a perder el control muy fácil y puede llegar a autodestruirse si pierde la consciencia. Es por eso que hay tan pocos en el mundo y él no es la excepción. Hubo un par de veces en que su poder se le fue de las manos y se hizo creer a sí mismo que estaba en una situación incontrolable; estuvo a punto de morir y de matarnos a todos.
Ina la veía con horror. El poder de San no se limitaba a crear ilusiones, sino que era algo mucho más complejo que eso. Creyó, por un momento, que, si él hacía creer a una persona que se estaba muriendo, finalmente el corazón de su víctima se detendría. No solo engañaba a la mente, sino también a la carne.
—¿Cómo pudo salir de eso? —preguntó, asustada de la respuesta.
Pero Shi-Vy sonrió.
—Porque tenía a Shi-Vy a su lado. Solo un mi-wa es capaz de sacarlos de ese estado. Por eso nos cuidamos mutuamente.
Si un mi-wa podía detener a un caren descontrolado, ¿podría hacer lo mismo con un mi-qüa como el arma de Mihria? Logró responderse sola. Eso era lo que había discutido con Caeru: no, no podía.
Suspiró y desdobló su traje. Tenía razón, no era igual.
Una reluciente blusa blanca con mangas largas y cuello abotonado cubriría la parte superior de su cuerpo. La tela no era rígida pese a su apariencia, sino elástica y flexible, lo que le permitiría mover los brazos con libertad.
Un pantalón muy corto y negro acompañaba la otra prenda. Estaba hecho de la misma tela y llevaba muchos bolsillos alrededor de su cintura, ideal para guardar objetos pequeños que podrían salvarle la vida a alguien. Junto con esa ropa pudo ver caer el suelo un par de largas medias oscuras que probablemente le cubrirían incluso por sobre la rodilla.
Extraño traje para alguien como ella.
—Esas ropas están preparadas para alguien con su estilo de pelea, señorita Irene —reflexionó Shi-Vy—. Necesita moverse libremente y la tela ayuda mucho a eso. Y la blusa blanca fue escogida por Rio porque imaginó que preferiría ver las manchas a ignorarlas.
Estaba equivocado. Prefería un millón de veces ignorar lo que sucedía a su alrededor. Aquella era una de las razones por las que jamás cuestionó seguir usando la placa de metal sobre sus ojos. No quería ver; por eso era ciega.
La muchacha que estaba a su lado suspiró.
—Señorita —comenzó ella nuevamente—, debe hacer las paces con usted misma.
Ina apretó fuertemente la tela y cerró los ojos. Suspiró.
—¿Las paces?
—Sí. Su pasado no fue su culpa, pero es parte de usted. —Dicho eso, se puso de pie con dificultad para caminar hacia ella y mirarla directamente a los ojos, como hacía Hakone cuando quería tener su total atención— ¿Cómo va a seguir avanzando hacia el futuro si no se reconcilia con su pasado?
Ina miró hacia otro lado, sin saber qué decir. Perdonar a Hakone por haberle mentido era una cosa, pero perdonarse a sí misma por haber arrebatado tantas vidas ignorando el problema durante años era algo completamente diferente.
No, no podía perdonarse. Y no lo haría tampoco.
El alma de Shi-Vy se tornó triste.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó, cambiando el tema abruptamente.
—Aquí.
Entonces, la telépata abrió un cajón que se encontraba en la mesita al lado de su cama para luego sacar la caja con las pertenencias de Ina.
¿Aquel lugar tan seguro para sus artículos era una cajonera sin llave?
De todas formas, era mejor que donde estaba.
Ina hurgueteó entre los objetos y sacó sus tres dagas junto con sus zapatos y los dejó a un lado. Los bolsillos de su anterior vestimenta podrían ser útiles para guardar, pero decidió descartar la idea de usarla. Nunca más lo haría, nunca más vestiría como el arma de la república. Lo había decretado en ese momento.
Sin embargo, no era capaz de dejar ir los zapatos que escondían cuchillas en sus suelas. No tenían nada que los mantuviera apegados emocionalmente a ella, pero prefirió optar por la comodidad y por lo práctico.
Shi-Vy volvió a sonreír al comprender el gesto, aunque Ina no entendió el por qué.
Iba a desvestirse ahí mismo, hasta que recordó las palabras de su nueva compañera de trabajo.
—¡Oh! —exclamó Shi-Vy— ¡No se preocupe por mí!, ¡me daré la vuelta para no ver!
Apenas hubo abierto la puerta de la habitación, un fuerte sonido similar a un chillido llegó a sus oídos junto con aplausos.
—¡Te ves hermosamente letal! —anunció Caeru para luego dirigirse a la persona que tenía a su lado con un codazo— ¿No es así, príncipe? Tendremos que esforzarnos para estar a la altura en el baile por su compromiso.
Úzui bufó. No había notado cuando puso un pie dentro de la cabaña.
—Sí —arrastró las palabras.
—Ten —volvió a tomar la palabra el obispo, esta vez dirigiéndose hacia Ina extendiéndole otro montón de tela negra doblada—. Sería buena idea que llevaras esto puesto, aunque tengas que quitártelo después. Es para pasar un poco más desapercibidos.
La muchacha estiró la tela para ver de qué se trataba: una capa, lógico.
La única vez que había llevado una, luchar se le había hecho tremendamente incómodo.
—Gracias —masculló, observando a su alrededor—. ¿Dónde fueron los demás?
—Están en sus lugares, esperando —respondió el príncipe—. Puedes unirte a ellos en seguida. Necesitábamos entregarte unas cosas antes de que te fueras, por ser la primera vez.
—¿Prefieres armas de corto o largo alcance? —preguntó entonces Caeru.
—Corto.
—Te prestaremos las que escojas, mientras Rio forja las tuyas.
—Me gustaría unas espadas dobles, no muy largas ni tampoco cortas.
—¿Con doble filo?
—No. Solo uno, son más flexibles.
Aquellas eran las que usaba en Líter. Quizás Shi-Vy tenía algo de razón: recurriría a su pasado de vez en cuando; como con los zapatos, como con las espadas, como con su nombre.
Caeru asintió y, detrás suyo, Shi-Vy apareció con ambas espadas cubiertas por unas largas y finas telas. Al entregárselas, Ina notó que eran pesadas, no como acostumbraba llevarlas.
De todas maneras, se arregló para colgárselas en su espalda para luego cubrirlas con la capa negra que aún olía a nuevo. No las usaría, solo las llevaba por si acaso.
—Maldito sea aquel que logre volver a despertar a la bailarina espectral —murmuró el obispo justo antes de que ella se dispusiera a salir.
Aquello hizo que tuviera toda la atención de la muchacha. ¿La bailarina? No le estaba diciendo lo que creía que decía.
—La bailarina tiene decenas de años —respondió ella recordando las palabras que alguna vez Hakone le dijo sobre la leyenda.
—Y tu estás perdida en el tiempo y en la tierra.
Ina llevó una de sus manos a su máscara. Tenía los agujeros de los ojos abiertos, perfectos para poder ver a través de ella. No era el momento para cuestionarse a sí misma quien era o quien fue; lo importante en ese momento, era ayudar a proteger a los kemono, a la cabaña, a Shi-Vy, a San, a Hakone y a las miles de almas rojas que habitaban en el bosque.
Sin embargo, no pudo evitar que esas palabras fuesen pronunciadas a través de sus labios:
—¿Qué sabes de mí?
El alma de Úzui se mostró inquieta, mientras que la de Caeru parecía ansiosa, como si estuviese guardando un secreto por mucho tiempo que en cualquier momento se filtraría por su propia voz.
—Sé exactamente quien eres. Y te lo diré cuando regreses, hija del demonio.
❧ ⊱✿⊰ ☙
El viento era frío y parecía distante, como si la boca del dios que lo soplaba estuviese cansada de trabajar, de decir las mismas palabras todos los días y de dar las mismas órdenes cada vez.
El olor del agua de lluvia sobre la tierra y las hojas lo hizo sentir como si estuviese todo en calma. Casi lo engañan. La tensión era palpable en el aire y el silencio que cubría el cielo inundaba su oído derecho como siempre lo había hecho en el izquierdo.
Abrió los ojos y contó a las personas que tenía cerca de sí, sobre las ramas de los árboles tal y como lo hacía él en ese momento: una... dos... siete. Tres mujeres y cuatro hombres. Cinco de ellos eran buenos con el arco y los otros dos se llevaban mejor peleando cuerpo a cuerpo, por lo que, en caso de encontrarse con un enemigo, podrían tener una fácil y contundente ventaja de mantenerse todo el tiempo ocultos entre el follaje.
¿Qué podría estar pasando por la mente de Demani? Aquel hombre no era ni la mitad de listo que una gaviota, pero tenía ambiciones y jamás dudaba en utilizar sus mayores armas para conseguir lo que buscaba.
Hakone sabía que, de ser necesario, sería capaz de quemar todo el bosque para encontrar a los kemono... y para encontrarlo a él.
Cerró los ojos, deseando equivocarse.
Cuando dos hombres uniformados pasaron por debajo de él, llevó uno de sus dedos a sus labios. Silencio. No los buscaban a ellos, Hakone y los bandidos estarían al pendiente del mi-qüa en cuanto apareciera, si decidía hacerlo.
Durante los siguiente veinte minutos, solo escuchó a quince soldados pasar cerca de él. Algunos reían quitándole importancia a la situación, otros parecían asustados, otros simplemente buscaban en silencio, pero jamás miraban hacia arriba.
Del mi-qüa no había rastro. Deseó, por tan solo un segundo, tener la habilidad de Ina de poder ver las almas. Ella lo encontraría en seguida, pero ¿cómo reaccionaría?
Esa fue la razón por la que decidió no pedirle que fuese con él. Si llegó a perder la conciencia ante la versión corrompida de Marianne, no podía llegar a imaginarse como lo haría ante el alma que ella misma había descrito. Quizás no habría forma de calmarla, no antes de que acabase con el mundo entero.
Aquella faceta suya lo asustaba e intrigaba al mismo tiempo.
El olor a leña quemada lo devolvió a sus sentidos. Hizo una señal a sus compañeros con los dedos y cubrió su rostro con su máscara.
No veía humo por ningún lado. Era de extrañarse, a menos que la fogata hubiese sido apagada tan rápido como fue encendida.
Bajó del árbol. No había nadie cerca, afortunadamente, y comenzó a caminar hacia el oeste, ordenándole a los bandidos que permanecieran en sus puestos.
Siempre supo que su debilidad era el lado izquierdo. Pocas veces podía oír lo que se avecinaba desde aquella dirección, razón por la cual había acostumbrado a llevar siempre un arma al alcance de su mano derecha, pese a que no era su lado fuerte.
Había aprendido a hacer sus pasos silenciosos, como los de un pequeño felino pese a la gran cantidad de hojas secas y ramitas que se rompían bajo sus pies. Las enseñanzas de Rist siempre le fueron útiles, pero la lección más importante que tomó de él fue la de aquel día en que fue derribado dieciocho veces por su entrenador ya anciano antes de hablar con él.
—¿Estás ciego? —le había dicho a modo de reprimenda.
—No.
—¿Estás sordo?
—Del lado izquierdo.
—¡Pero escuchas lo que te estoy diciendo!
El joven Hakone asintió.
—¿Para qué tienes tus ojos, tus manos y tu oído derecho si no los usas? Estás prestando mucha atención a lo que dice San. Sí, es fácil engañar a los sentidos, pero es tu única conexión con el mundo real, tienes que confiar más en ellos.
—Pero, ¿y si lo que me muestran es un error?
—Si vives pensando en que te vas a equivocar, jamás; escúchame Vein Hakone; jamás disfrutarás tus victorias por muy pequeñas o enormes que sean. Te has movido y has tomado buenas decisiones porque has confiado en lo que ves y escuchas. Cuando te vi así de expuesto en Koica podría no haber creído lo que mis ojos me mostraban y estarías muerto ahora mismo. ¿Entiendes lo que digo?
—Sí, señor.
—Si no puedes confiar en tus ojos, ni en tu oído, confía en tu piel, en tu instinto. Eso, hijo mío, San no lo puede manipular.
Aquel día fue vencido veinticinco veces, pero aprendió a lidiar con las ilusiones de su compañero. Rist tenía razón: siempre había algo de lo que afirmarse para mantener la mente donde debía estar.
Era como los sueños: se puede presentar una situación real y creíble, pero, por alguna razón, no se sabe cómo llegaste ahí, pese a que todas las sensaciones se compenetran perfectamente dentro de tu cabeza. Solo apareces ahí, en un escenario y crees que es real hasta que te das cuenta de ese pequeño detalle que no encaja con lo demás.
Así fue como Hakone supo que había encontrado al mi-qüa.
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