Cinco
La máscara del oso
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La lluvia de cristales de vitral caía lentamente en un festival de colores que iluminaba el opaco cielo del templo, e Irene observaba cada uno de los fragmentos llenándose de regocijo. Era tan hermosa que no le importaba que llegaran a ella y cortaran su piel en pedazos, aunque sabía que no iba a ocurrir.
Ese olor a metal tan conocido exploró sus sentidos, llenando sus pulmones. El cálido fluido carmesí se deslizaba por su rostro hasta llegar a su boca. Era asqueroso.
No entendía como era posible que tan solo unos segundos antes hubiese estado tan hambrienta, tanto, que si el sujeto no hubiese irrumpido por la el vitral a tiempo, habría sido ella quien le hubiese arrebatado la vida.
Hace solo segundos alucinaba con la idea de arrancarle las entrañas de un mordisco... y estuvo a punto de hacerlo.
El enmascarado limpió sus espadas mientras se escuchaban los gritos desesperados de los ayudantes del padre ahora fallecido.
Irene pudo levantar su rostro y admirar aquella silueta que se erguía frente a ella, contrastada tenuemente por la luz que entraba a través de la ventana hecha trizas. Todo su cuerpo estaba cubierto, llevaba un traje azul muy oscuro que le quedaba ligeramente holgado con finos cordones negros anudados luego de varias vueltas en sus extremidades, su rostro era cubierto por la misma máscara blanca pintada de zorro que había identificado cuando lo observaba desde la ventana del hospital aquel día.
La piel de animal caía desdela parte superior su máscara hacia su espalda, la cual se movió ligeramente cuando el hombre la levantó para llevarse los dedos a los labios y emitir un agudo sonido. Ella no logró identificar si conocía o no a esa persona, ni tampoco grabó en su memoria el pequeño pedazo de piel que pudo ver.
Estaba cansada. Quería dormir.
Un fuerte sonido hizo que las paredes del templo vibraran. Venía desde la puerta, cuyo tablón de madera se rompió estruendosamente, volando en dos grandes pedazos cortados por el medio.
Frente a la puerta ya abierta, admiró la figura de una mujer: llevaba un corto vestido negro que llegaba hasta sus muslos, exhibiendo sus piernas y una peluda cola naranja. También estaba enmascarada, era la mujer de la imagen del oso que reconfortaba a los niños el día del incendio, podía reconocerla bien. Una gruesa trenza del color de las hojas de los árboles en otoño caía desde uno de sus hombros.
Era hermosa.
Detrás de la mujer, logró ver las figuras de otras personas vestidos de igual manera. Logró reconocer muchos animales en las máscaras de los desconocidos gracias a uno de los libros que le había sido permitido leer en su cautiverio en Treng-Cai: el tigre, la oveja, el cerdo, el perro, el caballo y el conejo. No logró identificar al resto.
La mujer de la máscara de oso levantó un brazo e Irene se la imaginó sonriendo maliciosamente. Extendió sus dedos y sobre su palma abierta surgió una gran bola de fuego azul, que iluminó todo el lugar que comenzaba a oscurecerse bajo la luz del atardecer.
—¡¿Quiénes son los malnacidos?! —gritó al tiempo que su fuerte risa resonaba dentro de los muros—¡¿Creen en Dios?!
Aterrados, los hombres de blanco asintieron, sin emitir ningún sonido.
—¡Entonces pídanle que los reciba en su reino!, ¡porque en la Tierra nunca más serán bienvenidos!
De pronto, la bola se fuego se hizo más grande y luminosa. La mujer caminó de forma elegante hacia los hombres que yacían sobre sus propios fluidos producto del miedo. Desde aquel ángulo, Irene notó que ella no tenía solo una cola, sino seis, y detrás de su máscara se asomaban dos puntiagudas y peludas orejas naranjas.
—¿Debería hacerlo rápido o lento?
—¡Por favor! —gritó uno de los hombres entre sollozos —¡No hemos hecho nada!, ¡fue el padre quien nos ordenó traer a la chica!
—Oh, ¿en serio? —respondió ella con aparente voz juguetona e inocente—, pero no estamos aquí por la chica.
Lo siguiente que vio fue el fuego expandiéndose, pensó que quemaría todo el lugar, pero las flamas disminuyeron lentamente hasta apagarse sobre un montón de cenizas formadas entre gritos suplicantes.
—En el nombre de los Felaia, purifica sus restos.
Tres de los enmascarados restantes entraron al templo, cubrieron a Irene con una gruesa manta, tapando la evidencia que habían dejado sus ropas maltratadas y su cuerpo semi descubierto.
Al intentar ponerse de pie, volvió a caer al suelo con sus piernas temblando. ¿Estaba asustada o emocionada por lo que acababa de ver?
El hombre de la máscara de zorro la cargó entre sus brazos. Era cálido y suave, podría haberse quedado dormida ahí mismo si no fuese por los gritos de una conocida mujer que se oían en un volumen tan alto que sintió que sus oídos explotarían apenas la sacaron del recinto.
—¡Ina! ¡Por todos los dioses, dinos que estás bien! —gritaba Minerva.
El lugar estaba repleto de personas que no conocía, pero logró divisar a Hakone y sus hombres intentando mantener el orden de las multitudes que intentaban entrar a la iglesia.
Apenas este se volteó, descubrió su lanza doble para arremeter contra los enmascarados, quienes desaparecieron sin dejar rastro frente a todas las personas, como por arte de magia. En ese momento, Irene ya estaba en los brazos de uno de los guardas que desconocía.
Observaba a Hakone. ¿Qué estaba tratando de hacer? Se supone que eran ellos quienes la habían ayudado, aunque al mismo tiempo no sintió en él la energía o voluntad real de hacerse cargo de ellos.
Lo desconocía de cierta manera, no era el Hakone que acostumbraba, pues él la miraba como si tratase solo de una víctima y no como alguien a quien llevaba conociendo durante semanas. Pensó en hablarle sobre sus disculpas por haberlo maltratado, pero no era el momento.
—Me encuentro bien —respondió finalmente a Minerva, al mismo tiempo que sentía que sus lágrimas saldrían por sus ojos.
—¡Déjenme pasar! —decía otra voz femenina entre la multitud, era Evee— ¡Irene! Necesito verla, déjenla sobre aquel banco, por favor. ¿Cómo te sientes?, ¿te duele algo? No me digas qué hicieron, solo dime qué sientes.
—Estoy bien —repitió—, usted sabe que no pueden hacerme nada —estas últimas palabras las pronunció con amargura y un volumen muy bajo, para que solo ella la oyera.
—Aun así, no puedes levantarte, tienes mucha sangre en tu cabeza —Mientras hablaba, palpó su ropa y sacó algo húmedo y pegajoso que se encontraba en su espalda—. Vaya, vaya...sí lo tenían todo planificado —Le mostró un parche de color blanco con cuidado, sosteniéndolo con sus guantes para luego guardarlo y buscar entre sus cosas una botella vacía. Maldijo silenciosamente—. Minerva, necesito pastillas de carbón, urgente. Y ustedes —dirigiéndose a los guardias cercanos—, llévenla al hospital.
Irene se levantó lentamente para sorpresa de Evee. Al verse siendo capaz de volver a mover sus brazos, no lo dudó y los cruzó en la espalda de la enfermera, hundiendo su rostro en su ropa, con la garanta picando sin ser capaz de pronunciar ni una sola palabra, pero queriendo decir tantas cosas a la vez.
Ella sonrió ante el abrazo y lo correspondió con fuerza susurrándole que estaba bien, que era fuerte y lo contenta que estaba de haberla ayudado a tiempo.
—Estaba muy asustada —pronunció Irene por fin—. Por un momento pensé que lo reviviría todo y que la felicidad que sentía aquí se había acabado.
—Querida. En todos los lugares del mundo encontrarás personas que quieran hacerle daño a otras. Es el lado oscuro de todo.
—Fue mi culpa. Me confié demasiado, aunque Ophelia me dijo que tuviera cuidado. Acepté ir con ellos.
Luego de oír eso, Evee levantó uno de sus brazos y acarició el cabello de la chica.
—Nada de esto es tu culpa. Es culpa de las personas que lo hicieron, recibirán sus castigos por haberte hecho pasar por esta situación.
—¿Aunque ya se encuentren muertos?
Evee se detuvo repentinamente.
—¿Muertos?
Miró a Hakone con expresión incrédula y preocupada. Este captó la señal y corrió hacia las puertas del templo, para encontrar el cadáver del padre ensangrentado en el altar y una gran marca negra de hollín en una de las paredes, sin evidencia de cuerpos cerca.
Ante esa escena, los observadores ya alterados comenzaron a gritar algo que en un inicio fue inentendible para Irene, al unísono, levantando uno de los puños cerrados al ritmo del bucle de una frase que parecía repetirse infinitamente.
—¡¡¡Con picos y palas, venceremos!!!
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Durante los días siguientes, Evee se preocupó de visitar periódicamente a Irene para revisar su estado mental, aunque ella no mostraba prácticamente ningún cambio a excepción de la confianza con su alrededor.
Ya no caminaba sola por los pasillos del palacio y, cuando no sentía ganas de estar acompañada, se quedaba en su cuarto leyendo la guía de hierbas o sentada en un lugar a la vista de muchas personas que cuchicheaban entre ellas observándola.
Minerva le consiguió un permiso especial para poder ausentarse en el trabajo durante unos días producto de agresión pese a las protestas de la chica, quien insistía en la idea de encontrarse perfectamente bien y capaz de trabajar.
Aquel día, cuando llegó a su habitación, Ophelia estaba ausente. Irene se extrañó mucho de eso, ya que solía llamar sus descansos como sagrados y la mayoría de las veces se la encontraba acostada en su cama fumando o leyendo el periódico con lo que nombraba "noticias inútiles pero que sanan el alma".
Fue a dormir sin comentarle sobre su día a nadie, pero un fuerte ruido hizo que abriera los ojos sin importar la profundidad de su sueño.
—¡Ina! Perdón, ¿te desperté?
—Sí —respondió ella sentándose bajo las sábanas.
—Perdón, puedes volver a dormir.
Ophelia parecía más cansada que de costumbre. Caminó arrastrando sus pies y se dejó caer sobre su colchón. Se podían escuchar los primeros cantos de las aves madrugadoras sin recibir ni un solo rayo de sol, aún era muy temprano.
—¿Cómo está hoy Oliv? —preguntó para romper el hielo, tenía tantas cosas que hablar con ella.
—Hermosa, como siempre. Todos los días me entristece mucho tener que dejarla al cuidado de alguien más —al decir esto, tapó su rostro con uno de sus brazos—. He visto niños que creen que sus cuidadoras son sus madres y me alegra tanto que Oliv no sea una de ellos.
—Quiero conocerla algún día.
La mujer se levantó en seguida, pareciendo olvidar el cansancio con el que había llegado.
—Creo que se llevarían muy bien. Ella podría enseñarte a vestir como se debe.
Irene sonrió. Pero la expresión de Ophelia se tornó rígida y seria.
—Oliv fue un error —admitió—. Quiero decir, no ella, pero sí las circunstancias que me llevaron a su nacimiento. Estaba tan perdidamente enamorada de un hombre mayor y casado, que no me importaba que solo me utilizara. Era joven y estúpida, pero eso nos pasa a todas en cierta medida.
—Todas tenemos una triste historia.
Ophelia soltó una pequeña risa, sin alegría— Admitiste que tienes historia y algún día tendrás que contármela, pero hoy, me toca a mi —Volvió a recostarse sobre el colchón, apoyando su cabeza en la almohada—. Aunque no lo creas, vengo de una familia de gran renombre. Mi madre era una respetada diseñadora de interiores y mi padre se dedicaba a gestionar los asuntos internos de mi pueblo, era algo así como un alcalde. Tenía tres hermanas, una de ellas falleció en un accidente en el que no se encontraron culpables y las otras dos ya no quieren ni verme, piensan que soy una escoria.
››Para no aburrirte con los detalles, resumiré esto en que éramos una familia feliz hasta que nos enteramos de que mi padre había hecho tratos irregulares con personas peligrosas y les daba trabajo a cambio de ejercer negocios de sicariato a nombre del jefe. Mi padre hacía que asesinaran a su competencia a cambio de mucho dinero que pertenecía al pueblo para quedarse con el poder. Ya habían pasado muchos años cuando al fin fue descubierto.
››Mi madre y mis hermanas apoyaron a mi padre, pero yo no fui capaz de hacerlo. No sé si hoy seguirá en el poder o no y no me interesa, pueden hundirse en su mierda como quieran. Cuando vi que no podía convencerlos de tomar el camino correcto, decidí marcharme por mi propia cuenta, sin saber hacer nada que me hiciera especial.
››Junto con las pocas cosas que llevaba, llegué a una hostería donde me enteré que buscaban a una mujer joven para que cuidara los hijos de una familia rica muy cerca de aquí, como a cincuenta kilómetros al norte de Mihria en una finca llamada Rosewood. Así que me apunté sin saber cómo siquiera cambiar un pañal, pero no me importó, necesitaba dinero para poder sobrevivir.
››Ahora que soy mayor y miro al pasado me soy cuenta de que el señor Rosewood era un hombre muy egoísta y nada sexy, los guardias de aquí están mucho mejor a pesar de ser unos imbéciles en su mayoría. Cuidé a sus seis hijos durante dos años y medio, fallando mucho, pero aprendiendo en el camino. Él iba a buscarme un par de veces a la semana a la residencia donde dormía, me regaló muchas joyas que después averigüé que eran de su esposa y me prometió amor eterno. Juró que dejaría a la señora Rosewood y que me acogería en su lugar para que fuera solo suya. Y yo le creí. ¡Qué estupidez! Jamás le creas nada a un hombre casado que intenta seducirte, lo único que sale de sus bocas son promesas falsas y mentiras.
››De verdad pensaba que algún día la dejaría y así estuve dos años: viéndome en secreto con él durante las noches, pero debí darme cuenta que todo era mentira cuando luego de acostarme con él en repetidas ocasiones, ya no me decía que me amaba ni me besaba la frente antes de irse a dormir a la cama de su esposa. Simplemente se iba y anunciaba que nos veríamos al día siguiente.
››Cuando me embaracé, estaba muy feliz, pero sabía que no podía contárselo a todo el mundo así que guardé el secreto hasta que nos viéramos a solas de nuevo. Pensé que aquel sería el momento en que yo tomaría el lugar en su sortija de matrimonio, pero sucedió todo lo contrario. Aun lo recuerdo. Ese día entró, cerró la puerta y comenzó a desvestirse de inmediato, pero cuando le dije que tenía que hablar con él sobre algo importante solo cerró los ojos, se vistió y se fue sin decirme nada. A los pocos días me enteré por los rumores de las sirvientas que yo había tenido una aventura con uno de los jardineros y había quedado embarazada. Había comenzado un rumor sobre mi para desviar la atención de él. Lloré mucho y me fui ese día, caminé sin saber que me dirigía hacia este lugar y cuando no podía más, me encontró el comandante Rist.
—¿Comandante Rist?
—Sí. El es el antecesor de Hakone. Falleció hace casi un año, creo. Era un hombre bastante...especial. Le gustaba dar recorridos dentro y fuera del palacio en busca de personas que necesitaran ayuda, es lo mismo que "el muchacho de anchos hombros y mirada seductora, pero muy joven para mi" hace ahora. En uno de esos recorridos te encontraron a ti.
Irene miró los dedos de sus manos intentando desviar la atención de aquel momento. Aún tenía una tarea pendiente acerca de ese episodio de su vida.
—En fin. El comandante Rist me llevó al centro de salud y allí pasé casi todo mi embarazo. Fue duro, mucho, pero cuando Oliv nació sentí que todo por lo que había pasado tenía una recompensa. Era una bebé tan linda y es completamente mía. No se parece en nada a ese canalla que tuve en mi cama por años y me dejó a mi suerte, aunque sí tiene la nariz de su abuelo. No me importa mucho porque no es su culpa. Para que no me echaran a la calle con mi niña recién nacida, me ofrecí voluntaria como cuidadora, conseguí trabajo aquí y ahora tengo para darle de comer a mi hija y, a veces, puedo regalarle algún juguete o un bonito vestido.
—¿Por qué Oliv no puede vivir contigo?
Ophelia suspiró. Temía esa pregunta obvia pero indeseable.
—Porque lo eché todo a perder. Durante unos días que fueron muy duros y cansadores para mí, me dormí durante mi horario de trabajo. Estaba cuidado a unos...siete niños, entre ellos mi propia hija. Herví un poco de agua para cocinarles algo con ella, pero mientras estaba en el tercer sueño, Oliv, que siempre fue muy inquieta y curiosa, la dio vuelta sobre ella y se quemó. Su pequeño cuerpecito salió herido por mi descuido y me prohibieron quedarme a cargo nuevamente de los niños. Y de paso de Oliv. Pero pude convertirme en su profesora, por lo que podría verla a diario bajo vigilancia.
Irene no sabía que decir en momentos como aquel. Sabía que Ophelia sentía un gran dolor y podía percibirlo cada vez que hablaba de su hija, pero siempre cubriéndolo detrás de un manto de felicidad, aparentando que todo estaba bien.
—Haces todo por ella —dijo, finalmente.
—Es mi razón de vivir. Nunca pensé que me pasaría algo así. La amo más que a todo lo existente en el mundo y más que a mi misma, más de lo que alguna vez pensé que amaba a ese imbécil.
—¿También tiene seis colas?
Aquella pregunta petrificó a Ophelia. ¿Colas? No pudo evitar tocar la parte superior de su cabeza, todo estaba donde debía estar. Observó a Irene, quién permanecía mirándola con genuina curiosidad, sin mostrar ningún atisbo de maldad ni pillería.
Quedaron en silencio, cruzando miradas durante algunos segundos. La chica entendió que había tocado un tema sensible e incorrecto y decidió hundirse en sus sábanas con la intención de dormir.
—¿Cómo lo sabes? —pronunció finalmente. Observando a la nada.
—Estabas en el templo. —No habían tocado el tema de lo sucedido dentro de aquel lugar. Quería evitarlo, pero al mismo tiempo sentía la necesidad de respuestas.
—No es cierto.
—Gracias por ayudarme.
—¡Yo no fui, Irene!, ¡me estás confundiendo con alguien más que se parece a mí!
Irene negó con la cabeza. No la había reconocido por su físico. Volvió a sentarse y abrazó sus piernas, hundiendo su rostro en sus rodillas. Ophelia se había abierto con ella y era su turno, al menos una pequeña parte de su historia.
—Puedo sentir las almas de los seres vivos —susurró lo suficientemente alto como para que su compañera la escuchara—. Todas las personas son diferentes, ninguna es igual a otra, aunque sean idénticas por fuera.
—Ina... —Esta vez, se levantó de su cama para sentarse al lado de ella— ¿Tú tampoco lo eres?
Negó con la cabeza, sabía perfectamente a qué se refería. Irene no era humana y Ophelia tampoco.
—Dioses... ¿entonces qué...?
—No lo sé —pronunció antes de que terminara de hablar—. No es nada que la señorita Evee conozca tampoco.
Ophelia la abrazó. Era tan cálida como su alma y parecía el auténtico abrazo de una madre que ama a su hija. Sintió un nudo en su garganta y un lado de su mejilla húmedo, pero no eran sus lágrimas. Apretó sus manos sobre la blusa de su compañera y deseó que ese sentimiento jamás se acabara.
—Perdón —comenzó Ophelia, haciendo sonar su nariz y limpiando sus lágrimas—. Sé que tienes muchas preguntas, pero prométeme que jamás le dirás algo de esto a nadie.
—Lo prometo.
—Bien —tomó aire antes de hablar—, Oliv y yo somos felaias. Los humanos viven con la idea de ponernos distintos nombres según nuestras apariencias y habilidades, pero en el fondo somos todos lo mismo. Nos definen como criaturas híbridas entre animales y humanos que pueden usar habilidades mágicas, pero es mucho más que eso. No somos híbridos, solo somos diferentes, pero eso es algo que a la humanidad no le gusta y le da terror.
—Les da terror —repitió Irene, reflexionando.
—Sí. También existen los feéricos. Son mucho más parecidos a los humanos, pero tienen algunos rasgos pequeños que los distinguen, como colmillos, orejas diferentes o la talla de sus cuerpos completos.
Pensó en Evee y sus orejas puntiagudas, pero decidió no hablar de ella.
—Ahí tienes una pista. No veo que tengas nada similar a algún animal así que debes ser una feérica.
—Pero tampoco pareces un animal ahora mismo. En el templo...
—Lo sé, lo sé. Es un disfraz, tengo un conocido que es capaz de engañar los ojos de cualquier persona. Apuesto que engaña también los tuyos y podrás ver las almas de todos como si fueran la misma.
—Imposible. Realmente no veo las almas.
Ophelia se quedó en silencio unos segundos.
—Entonces, ¿cómo es?
—No lo sé, solo las siento.
—¡No me digas que solo las sientes! —espetó— ¡Dime!, ¿cómo son? Grandes, pequeñas, de colores, sólidas, líquidas.
—No sabría cómo explicarlo.
—Pues, inténtalo.
—No puedo, es como intentar explicarle a alguien que nació ciego lo que son los colores.
Ophelia resopló, observando a Irene con los ojos entrecerrados. Bostezó y sus ojos se llenaron de lágrimas. Su relato y la emoción de saber que Irene era diferente hizo que se olvidara de su cansancio.
—Al menos, dime si la mía es bonita o no.
Irene mostró una tenue sonrisa.
—Es muy bonita.
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