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Cero

Trece mujeres

❧ ⊱✿⊰ ☙

Pequeña, pequeña luz de luna,

Que tu humanidad te ha sido negada,

Llora a las caídas

Y volverás a ser amada.

❧ ⊱✿⊰ ☙


P. Irene no puede morir.

La primera vez que intentó suicidarse, ató una gruesa soga a su cuello, la colgó y se dejó caer. No sintió la presión en su garganta, tampoco se provocó rotura cervical con el impacto de su peso.

 «¿Cuánto demora esto? », pensó. 

Había visto incontables veces cómo los hombres y mujeres con ideales peligrosos se retorcían en la horca, expuestos en el patio del fuerte Treng-Cai, que llevaba su nombre en honor a la diosa serpiente creadora de la humanidad y el mundo. 

Sus muertes no demoraban más de unos segundos si tenían suerte y recibían la bendición de un fallecimiento inmediato. En caso de que aquello no sucediera, quedaban inconscientes en pocos minutos y el tiempo hacía el resto. 

P. Irene podía advertir la forma en que sus almas de desvanecían poco a poco, dejando solo cuerpos vacíos. 

Para su segundo intento de quitarse la vida, rompió una daga en su brazo sin causarse ningún daño; la tercera vez, bebió el contenido de una cápsula de un soldado que guardaba por si era capturado por el enemigo; la cuarta vez, se apuñaló el corazón. En total había intentado acabar con su vida en veintisiete ocasiones.

La República de Líter era famosa por su gran poder bélico. Había estado en guerra durante décadas contra Zodinni, el país vecino. 

Los generales más importantes casi no recordaban las razones por las cuales su conflicto dio comienzo, pero aprovechaban cada ocasión, cada momento para sacar a relucir su arma más preciada: una soldado que no podía morir y que se encontraba a completa disposición de sus superiores.

Proyecto Irene fue su nombre cuando comenzaron a entrenarla, luego de perder a otras doce mujeres que se presumía que poseían sus mismas características. 

Era la única niña del grupo encontrado en una isla exclusivamente femenina casi paradisiaca al norte de la República. Su líder parecía inestable mentalmente, así que no opusieron resistencia al ser capturadas. 

Una vez llevadas al fuerte Treng-Cai, donde servirían a los soldados que no habían tenido oportunidades para llevar a cabo sus visitas conyugales, una de ellas luchó contra sus captores. Sola, asesinó a seis hombres, pero ante la amenaza de hacerle daño a la pequeña, quien con un cuchillo en su garganta intentaba detener el hilo de sangre que emanaba, se abstuvo de seguir cosechando cadáveres masculinos.

Las mujeres eran hermosas. Todas compartían el color cobre en sus cabellos y parecían jóvenes entre los veinticinco y treinta años, por lo que sus cuerpos fueron inmediatamente bienvenidos por los exasperados soldados que creían haber tenido el mejor día de sus vidas. 

Cada vez que se llamaba a una de ellas, P. Irene veía como se estremecían al salir del calabozo frío; lúgubre con solo una pequeña ventana atravesada por barrotes y llegaban con sus ropas rasgadas y con el rostro hundido, pero sin heridas físicas, pese a que las mentales saltaban a la vista. Algunas dejaban de hablar y comer durante días, solo dirigiendo su atención a un punto fijo en la pared.

La última noche que estuvo acompañada, escuchó a Rubí, quien era una de las encargadas de entretención cuando aún vivían en la isla, murmurar el plan de liberar las almas de las trece. Estaban cansadas y todas parecían de acuerdo, sin embargo, no podían evitar mirar de reojo a la niña que no había sufrido tanto como sus mayores. 

Se entabló la discusión de si incluirla o no, pero coincidieron en hacerlo, pues de ser excluida, estaría condenada a tener el mismo destino que ellas sufrieron, o podría ser incluso peor. 

Podrían haber tratado de huir. Todas eran hábiles y con un as bajo la manga que haría la tarea mucho más sencilla, pero aquello implicaría asesinar a cientos de personas en el camino, precio que nadie estaba dispuesta a pagar.

—Daianna —comenzó Ireia. Su madre era Priscilla, la líder, pero era ella la mujer que la había criado, por lo que se preguntaba si la amaba más que a la propia persona que le dio la vida—, necesitamos que pongas de tu parte. No tengas miedo, estarás con nosotras en todo momento, jamás nos separaremos de ti. Esto es para huir de este lugar y encontrarnos en uno mejor.

La niña no entendía nada de lo que decía la mujer, pero confiaba en ella.

—Concéntrate en nuestras almas, y sentirás un cosquilleo en la nuca. Cuando eso suceda, debes llevar toda la energía a tus ojos, el resto se hará solo.

Tomó aire, cerró los ojos un momento y se concentró en las almas de sus compañeras. Siempre había sido capaz de sentirlas sin esfuerzo. Todas, a excepción de la suya. Según las palabras de Ireia, era brillante como la luz de luna y le causaba las mismas sensaciones que un azul muy claro, casi blanco. 

El alma de su segunda madre rebozaba de energía y P. Irene lo relacionaba con el color naranja. 

Las que poseían los soldados parecían borrosas y grises, con ligeras grietas carmesíes que se asimilaban con heridas sin sanar, sin embargo, esas no eran las que más le asustaban. Aquellas correspondían a las que se mostraban completamente fragmentadas, donde el tono de la sangre predominaba en cada uno de los pedazos. 

Algunas tenían tonos de verde, otras eran por completo rojas. 

Rubí le explicó que las verdes a menudo tenían que ver con la locura y que eso impulsaba los actos horribles que cometían, pero las que no lo poseían, significaban algo peor: que actuaron de forma cruel plenamente conscientes y solo se dejaban llevar por su propia maldad y no por influencia de la demencia que justificaba los peores comportamientos sin convertirlos en aceptables.

A pesar de concentrarse, no logró sentir el cosquilleo que Ireia le anticipó. Pensó que quizás no se esforzaba lo suficiente o que algo andaba mal. 

Cuando abrió los ojos, rendida, la mujer la calmó diciendo que no todas lo lograban la primera vez que lo intentaban.

El fallo de la niña no amainó la determinación de sus compañeras, quienes decidieron que no sería necesario que usara los poderes que tanto les avergonzaba a las más experimentadas.

Priscilla habló luego de un largo silencio de varios días.

—Daianna —comenzó con una voz frágil, que parecía que estaba a punto de llorar—, perdón por dejarte a un lado. Eres lo más valioso que me ha pasado en la vida, pero al mismo tiempo tenerte me trajo una gran tristeza.

La niña no podía creer lo que oía. Era su madre quien le estaba dirigiendo la palabra, parecía sincera y dispuesta a reconocer sus errores. 

La muerte de su marido había provocado en Priscilla una rotura de corazón que amenazó con acabar con su cordura, debido a las circunstancias y al hecho de que fue ella misma quién lo asesinó. 

Cuando P. Irene nació, no fue aceptada por ella e Ireia se hizo cargo de la bebé, mientras la progenitora lloraba durante años la pérdida de su amado frente a sus restos calcinados, ignorando la existencia de su hija. 

Pero la niña se lo perdonaba. La abrazó tan fuerte que sus pequeños brazos le dolían.

Estaba feliz de poder sentir, por primera vez, el amor de su madre.

—Sé que es tarde, mi preciosa —continuó la líder—, pero tendremos un buen final. Acabaremos los tres juntos como debió ser desde un inicio. —Se puso de rodillas y acercó sus labios al pecho de su hija, justo frente a corazón.— Ione, mi amor. Espero que haya agua allá, en el lugar donde nos encontraremos otra vez.

Aquella noche, P. Irene escuchó su verdadero nombre por última vez. Sintió el cosquilleo y acto seguido se concentró en las almas de las doce mujeres presentes dentro de la habitación. Al mismo tiempo, percibió a tres soldados acercarse con sus grises interiores, pero no tenía visión de ellos ni ellos podían verlas aun, pues la pesada puerta de metal estaba cerrada con llave desde afuera.

—Me arrepiento tanto de no haberte dado el amor que merecías.

El rostro de la niña se cubrió con lágrimas mientras veía la luz de luna roja brillando entre los barrotes de la pequeña ventana. 

Sin poder entender sus sentimientos ni la situación, un escalofrío subió desde su pecho hacia su cabeza, convirtiéndose en un cálido fuego. Sus ojos brillaron en un color blanco sobre unos iris rojos con pupilas verticales. 

Accidentalmente, hizo lo que Ireia le había dicho y llevó esa energía a sus cuencas ante las miradas atónitas de sus compañeras. Sintió como el calor se desvanecía y cómo el alma de su madre se apagaba y su cuerpo caía al piso, provocando un fuerte estruendo. 

Pero Priscilla no era la única vacía en el calabozo. Junto con ella, las otras once mujeres y los tres hombres detrás del muro yacían inertes, podía sentirlo.

Cuando se acercó muy confundida a observar a sus compañeras y a su madre, vio el horror de haber nacido con la habilidad que tanto odiaban.

Los ojos de todas las mujeres estaban carbonizados. 

Fue entonces cuando sintió dentro de sí como se formaban las heridas carmesíes de alguien que había arrebatado una vida.

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