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Antes | Él


Era frecuente realizar excursiones dentro de nuestro territorio, tanto por seguridad como para mantener viva la conexión con la naturaleza. Era todavía más común para los que nos formábamos salir en expedición, acompañados por lo menos por un instructor, para poner en práctica nuestros conocimientos.

Esa noche corríamos por el bosque buscando conejos. La tarea era hallar uno, agarrarlo sin matarlo y encontrar el camino de regreso a las instalaciones con él. El grupo de quince se dispersó por el perímetro; cinco adolescentes puros y diez impuros, todos deseosos por ganarle a los demás e impresionar a Arthur, quien nos evaluaba.

Yo conocía la teoría. Los conejos eran roedores que vivían en comunidades de máximo diez integrantes, organizados jerárquicamente, dentro de madrigueras bajo tierra que podían contar con diferentes túneles conectados entre sí. Comían básicamente frutas y verduras. Eran más activos durante la noche y bastante rápidos. Sin embargo, ¿de qué me servía saberlo si no me ayudaba a ubicar uno?

Me movía veloz sobre el terreno irregular cubierto por piedras, raíces y ramas caídas. Tenía buena visión nocturna y un aún mejor sentido del olfato y de audición, como todo licántropo. Tan desarrollados que la cantidad de olores y sonidos al inicio me abrumaron. En ese momento el problema radicaba en no poder enfocarme en solo uno. Información provenía de cada ser viviente a mi alrededor, así como de los otros elementos de la naturaleza. Tampoco ayudaba la cantidad de voces que se colaban en mi mente.

«Debería haber una penitencia para el que no pueda atrapar uno», dijo alguien.

«Incluso para el que llegue de último», aportó otro.

«Lo haría más emocionante», comentaron.

«Sí»

«Lo dicen porque son los mejores»

«No te preocupes, la nueva seguro perderá»

«Exacto»

«Ni siquiera debería ver clases con nosotros. Todavía le falta mucho por aprender»

«No sean malos, a mí me cae bien»

«Lo dices porque es una impura como tú»

«Son unos estúpidos»

«¡Creo que encontré un conejo!»

Me detuve y cerré los ojos por un instante. Me concentré en callar los pensamientos de los demás, justo como había aprendido. Logré bajar el volumen lo suficiente como para ignorarlos, pero sus palabras refiriéndose a mí continuaron resonando con fuerza. Yo era la nueva de la clase que fracasaba. Ni yo misma entendía cómo no me había rendido todavía. Con cada tropiezo volvía a levantarme para fallar otra vez.

La luna dejó de ocultarse tras una nube y uno de sus rayos se posó en una roca justo frente a mí, sobre la silueta de un animal encima de ésta. Se trataba de un conejo blanco y de ojos sangrientos que me observaba. Mientras lo veía paralizada, sorprendida, se irguió, oliendo en mi dirección. Después, soltó un chillido y se perdió entre los arbustos.

Reaccioné, sin estar dispuesta a perder esa oportunidad que no se repetiría. Lo seguí sobre mis cuatro patas a máxima velocidad. A los pocos segundos lo tuve de nuevo en mi campo visual. Brincaba ágilmente buscando escapar, mas no tan rápido. Iba a ser más fácil de lo que creí atraparlo.

Cuando estuve cerca de alcanzar mi objetivo, fui empujada. Se sintió como si un carro acabara de golpearme. Rodé una vez y luego caí. Mi tobillo se atoró entre unas piedras y quedé colgando en vertical. Mi peso corporal fue soportado por la articulación, hasta que ésta no pudo más, crujió y terminé de impactar contra el suelo. Mi cara cayó en un charco de lodo.

El dolor estalló en mi pata. Solté un aullido. Perdí el agarre de mi forma lobuna y regresé a mi cáscara humana. A pesar de querer evitarlo, las lágrimas se hicieron presentes. Me senté, el mínimo movimiento aumentó la agonía, y apreté la mandíbula para no quejarme. Escupí el barro fuera de mi boca y con una mano me limpié el rostro. Comprobé que me había roto el tobillo.

Oí pasos acercarse. Me preparé para seguir decepcionando a Arthur.

De las sombras apareció un enorme lobo negro con brillantes ojos amarillos y tras él otro con pelaje parecido, solo que con destellos blancos y ojos grises. El primero cambió de forma; era Arthur. Se sujetó el mentón y permaneció pensativo mirándome.

De los arbustos no tardaron en salir mis compañeros, los se encontraban cerca al momento de lo ocurrido, y que pararon su actividad para ser testigos de mi error. Al ver hacia arriba, se asomó de la saliente uno con un conejo en el hocico. Era el blanco que yo perseguí. En los ojos del puro detallé burla antes de retirarse.

—Debes tener más cuidado, Vanessa —fue lo que dijo Arthur. Sin molestia, ni reproche.

No se acercó para ayudarme. El haberlo hecho hubiera amplificado la humillación. Yo tenía que ser fuerte y tragarme el dolor. Esa también era una lección. Yo misma debía ponerme de pie.

—Lo tendré —repliqué con voz quebradiza.

—Bien. Ahora vuelve a casa. Ve a descansar.

Asentí.

A sus espaldas, Drake pasó a su forma humana.

—¿Eso es todo lo que le dirás? —cuestionó irritado.

Arthur suspiró y giró para encararlo.

—Sí, no hay más que decir.

—Claro que sí. Sigue siendo una inútil, no ha mejorado para nada.

—Entonces no estás listo para ser alfa. Estás haciendo un mal trabajo. Esperaba más de ti —respondió cortante—. Según tengo entendido, Jerónimo te puso como su tutor, ¿no? Sus fallas son tus fallas.

—¿Me regañas a mí en vez de a ella?

—No, te recuerdo que una manada es tan fuerte como su integrante más débil. Se lo recuerdo a todos, de hecho. En lugar de quejarse o burlarse, deberían ayudarla.

Establecido aquello, se transformó y se fue.

Drake no se movió de su puesto. Se quedó tenso, digiriendo lo dicho por su abuelo.

Me odiaba. Eso lo sabía. No soportaba tenerme cerca. Yo era el recuerdo de su imprudencia y su desdén se reflejaba con cada oportunidad que se le presentaba para echarme en cara mis debilidades desde que subí de nivel. Lo que no se detenía a pensar era que, si no hubiera sido por él, yo hubiese seguido con mi tranquila vida de adulta joven normal. Él fue quien me colocó en esa situación.

Los hombres lobo que fueron testigos de la escena no se marcharon. Se mantuvieron expectantes a algún reproche por parte del castaño dirigido a mí. Ya estaban acostumbrados a ello durante las clases.

No obstante, la mirada enojada de Drake se posó en ellos.

—Lárguense —ladró.

Obedecieron de inmediato.

Nunca me había quedado por completo sola con él. Sentí una presión en el pecho que me dificultó respirar. Me asustó encontrarme en ese estado, sobre todo vulnerable y expuesta en el piso. Intenté reincorporarme, pero una descarga de dolor lo impidió. Todavía no había sanado lo suficiente.

—¿No piensas levantarte? —preguntó sin enfocarse en mí. No solía observarme directamente.

—Aún no puedo. Me rompí el tobillo —murmuré.

—De verdad eres una inútil, ¿no?

Se acercó. Se agachó junto a mí y puso su atención en la articulación hinchada que se tornaba morada.

—Tardará mucho en curarse por sí solo —señaló—. Lo mejor es que te atiendan en la enfermería.

—Si quieres vete. Puedo esperar un par de horas a que mejore para poder regresar. No necesito de tu ayuda.

Frunció el ceño.

—¿No escuchaste lo que acabo de decir? ¿Quieres que te abandone en medio del bosque? ¿No te da miedo?

Me aterraba, pero no iba a admitirlo. Prefería quedar a merced de los peligros, sin ser capaz de huir, a soportar su desprecio.

—No creo que te importe. Si desaparezco, tus problemas también lo harán. Ya no sería un estorbo. Si hubiera muerto esa noche, tu vida sería más sencilla.

Se abstuvo de contestar.

Era cierto. Si hubiese terminado de perder el control cuando me mordió, si hubiera clavado sus dientes más profundo, si me hubiera dejado ahí tendida desangrándome, no estaría cargando conmigo. No sería el niñero de una impura, ni Arthur estaría cuestionando sus cualidades de aspirante a alfa.

Sin buscar aprobación, colocó un brazo detrás de mis rodillas y otro a través de mi espalda hasta sujetarme de mi costado. Y me alzó. Su piel quemaba. No era un calor incómodo, sino uno reconfortante. No me agradó sentirme a gusto en sus brazos. Traté de no pensar en que no había ni una prenda de ropa cubriendo nuestros cuerpos.

—Seguro ni siquiera recuerdas cómo regresar.

—Sí lo hago. Te puedo guiar para demostrártelo.

—Adelante.

—Solo tienes que volver a subir y caminar en línea recta hasta llegar al gran tronco caído, ahí continúas avanzando en diagonal y listo.

No me felicitó, sin embargo, confirmó que estaba en lo correcto cuando empezó a seguir mis instrucciones. Nos desplazamos varios metros sin comunicarnos; él mirando hacia el frente y yo aprovechando para detallarlo.

Sus manos eran ásperas. Desde mi posición, tenía buena visual del resaltante lunar blanco en su cuello; la marca de Diana en los puros que podía variar de sitio dependiendo del individuo. Era un círculo perfecto, haciendo recordar a la luna llena, cerca de su manzana de Adán. Deslicé mi atención por la línea de los músculos definidos hasta su clavícula y parte superior del pecho. No había ni una sola imperfección.

—Casi no se te nota la mordida.

El comentario me hizo dar un pequeño brinco de la impresión. No esperaba que lo mencionara, ni siquiera que se diera cuenta.

—A veces incluso olvido que está ahí —repliqué observando el sendero—. Otros no tuvieron tanta suerte. He visto a algunos que hasta les falta un pedazo de brazo o pierna.

—Y a muchos les fue tan mal que murieron —añadió.

Y yo pude haberme sumado a esa lista. Pensándolo bien, en ese instante, agradecí no haber muerto aquella noche. A pesar de las dificultades, del cambio, de la agonía, conservaba la esperanza de reencontrarme con mi familia. Quizás ese destello de luz al final del túnel era lo que me mantenía en pie, sin darme por vencida.

Una interrogante se formuló en mi cabeza; una a la que no sabía si quería obtenerle respuesta. No obstante, se encontraba en la punta de mi lengua y acabó por ser más fuerte.

—¿A cuántos has convertido a parte de mí?

—Solo a ti —susurró.

Ese dato me obligó a mirarlo. No creí que fuera la única, aun cuando transformar a humanos era visto como un acto de descontrol. Hallé sus ojos posados en mí. Un cosquilleo me hizo estremecer.

—Lo siento —agregó.

Fue una disculpa que tampoco anticipé, la cual obtuvo una contesta que salió de mi boca por sí sola.

—Yo igual.

Por haber estado en el lugar equivocado en el momento equivocado. Por mi falta de adaptación. Por no mejorar mi desempeño como debería. Por no comprender qué era lo que me estaba sucediendo.

Soltó un suspiro y volvió a ver hacia adelante.

—¿Sabes qué es lo que más me... irrita de ti? Que no logro descifrarte. —Realizó una pausa, en la que permaneció unos segundos en silencio. No me atreví a interrumpirlo. Un corazón se aceleró; no estuve segura si era el suyo o el mío. El destello de una sonrisa cruzó sus labios—. Y, ¿sabes qué es lo que más me molesta de mí mismo? Que aunque quiera odiarte, no puedo. Que estoy loco por poder entenderte para ver si así dejo de pensar en ti.

Podía tratarse de un puro buscando aprovecharse de una impura. Muchas caían encandiladas por recibir la atención de quienes visualizaban como inalcanzables, haciendo oídos sordos a los consejos de otras que habían pasado por lo mismo, confiadas en que con ellas el desenlace sería distinto. Drake podía querer usar el vínculo de conversión; si era que quedaban rastros de él.

Sin embargo, para mí, su desahogo pareció sincero. En verdad lució como si acabara de quitarse un peso de encima. Le creí.

—Entonces... ¿no me odias?

—Me odio a mí mismo por perder el control esa noche y como resultado haberte arruinado la vida. Todo lo que he dicho o hecho ha sido para alejarte de mí y así no seguir dañándote.

—Entonces no lo sigas haciendo. No me gusta.

No tenía claro qué era lo que sentía por él, solo que no se trataba de un sentimiento negativo. Fue obvia la culpa en su interior por lo ocurrido y tal vez ni siquiera había sido su completa responsabilidad. Quise saber el porqué de su desequilibrio ese día para entender. Esa fue mi excusa para aceptar encontrarnos a escondidas.  

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