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Capítulo 6


Abandonar mi cama el segundo día no fue tan sencillo como en el primero; parecía que tenía los párpados pegados y el cuerpo clavado al colchón. Tuve que repetirme una y otra vez la importancia de cumplir la misión que yo misma me había asignado durante la jornada pasada —encontrar a la chica de la toalla higiénica— para poder salir del nido de cobijas en el que yacía.

Arrastré los pies hasta llegar al baño del pasillo, en donde el espejo de pared me devolvió la imagen de una Juliet con ojeras más profundas que el Gran Cañón. Me restregué los ojos al bostezar para quitarme las lagañas.

Había pasado gran parte de la noche en vela por estar haciendo la tarea de literatura inglesa, la cual consistía en explicar con mis propias palabras qué era literatura en una cuartilla entera. ¡Una cuartilla! Apenas habíamos tenido una clase y ya el profesor pedía trabajos súper largos. No quería imaginar cómo serían los exámenes finales del Sr. Moore.

Un escalofrío me recorrió de punta a punta al recordar la intensidad de su gélida mirada sobre mí. Por muy guapo que fuera, y vaya que lo era, su personalidad me incomodaba.

«Al menos no me lanzó la pelota», agradecí mentalmente.

Me quité el pijama de cuadros azules y la ropa interior y los deposité en el canasto de trapos sucios que estaba ubicado en un rincón. Rasqué la zona de la espalda en la que el sujetador me había dejado marca. El domingo había leído en internet que para evitar la caída de los senos era recomendable dormir con el brasier puesto, pero ahora estaba segura de que era una pésima idea. Mi pobre pecho estaba enrojecido y sudado. ¡Puaj!

Entré en la bañera y giré la llave de la regadera de pared, apartándome de un salto del chorro que salió despedido de ella. Como buena chica, esperé en una esquina hasta que el agua se entibió lo suficiente para relajar cada músculo de mi cuerpo. Me encantaba la sensación que me producían los poros de mi piel al abrirse a causa del vapor que llenaba la ducha. OK, "tibio" es sinónimo de "casi hirviendo" para mí.

Tras varios segundos de deleite, ¿o minutos?, busqué con la mano el jabón en el soporte que mantenía todos mis productos de aseo a la altura de mis hombros.

—¿Uh?

Revisé el espacio tras el shampoo y el acondicionador, e incluso aparté la esponja de baño y el gorro de plástico para cerciorarme de que no estuviera escondido en alguna parte. Solté un bufido de frustración al comprender que había olvidado colocar uno nuevo ayer.

Ya sólo me quedaba una opción.

—¡MAMÁAAAAAAAAAAAAAAAAAAA! —grité a todo pulmón.

La llamé tres veces antes de escuchar a alguien golpeando la puerta del baño.

—¿Qué pasa? —preguntó mi madre desde afuera.

—Se acabó el jabón —expliqué, alzando la voz para hacerme oír por encima del ruido que hacía el agua al impactar contra el suelo.

No tuve que esperar mucho para que mamá entrara y me entregara una barra de jabón recién sacada del empaque. Me lo pasó por un lado de la cortina floral que nos separaba y le di las gracias en cuanto lo tuve entre mis dedos.

—Apresúrate —me ordenó ella—. Mira que tu padre está abajo esperándote para desayunar.

—Eso se traduce a "No le quiero servir la comida hasta que estemos todos a la mesa", ¿verdad? —le pregunté al terminar de enjuagarme el rostro.

—Exacto —respondió con su monótono tono de voz—. Tienes diez minutos para estar lista.

Dicho esto, salió del baño y yo le seguí ocho minutos y veintiséis segundos después. Atravesé el pasillo envuelta en una toalla y con el cabello goteando, y corrí en dirección a mi habitación como alma que lleva el diablo. Se acababa el tiempo y lo último que deseaba era ser reprendida tan temprano.

Me puse rápidamente la ropa interior —también una toalla higiénica para evitar accidentes—, haciendo una mueca ante lo ceñido que sentía el sostén, y me vestí con lo primero que encontré en el armario: un jean descolorido y una camisa blanca que estaba adornada por la imagen de un panda comiendo bambú; creo que la tenía desde los doce años, por lo que me apretaba bastante en la zona de los brazos.

«No importa, sólo corre», me dije a mí misma.

No alcancé a calzarme los zapatos antes de que los diez minutos acabaran, así que los agarré por los cordones y me apresuré a bajar las escaleras; casi muero cuando las medias me hicieron patinar sobre el piso de cerámica del comedor, pero logré apoyarme en la mesa y dedicarle una inocente sonrisa a mi madre, quien ya había comenzado a beber su café matutino.

—Tarde —Fue lo único que dijo ésta.

—¿No hay puntos extra por la camiseta de panda? —le pregunté, tomando asiento a su lado—. Buenos días, papá.

—Hola, Juliet —respondió él, sin apartar la vista de su revista Men's Fitness. Conociéndolo, debía estar leyendo algún artículo sobre cómo tener abdominales de oro.

En el plato frente a mí reposaba un huevo frito y un par de tostadas, además de las zanahorias que nuevamente me había negado a comer la tarde anterior. Aparté éstas últimas con el tenedor.

—No me gustan las zanahorias, mamá —declaré.

—Te las vas a comer y punto —sentenció ella.

—¡Papá, dile algo! —le supliqué.

—Amor, Juliet no quiere zanahorias —comunicó éste, aún sumergido en su lectura.

Sus ojos azules se movían con parsimonia sobre las letras y no se apartaron de la revista ni siquiera para cerciorarse de que el pedazo de pan que se llevaba a la boca no chocara con su barbilla. ¿Cómo no se atragantaba? Yo no podía masticar y parpadear al mismo tiempo.

—Entonces te las comes tú, cariño —respondió mamá, indiferente.

—Juliet, come tus zanahorias —indicó mi progenitor.

«Traicionada por el hombre que me dio la vida», pensé.

Oh, creo que este es el punto en que tendría que describir físicamente a mis padres, ¿verdad? Bueno, pues, papá era rubio y sus pupilas parecían hechas de hielo, mientras que mamá tenía el cabello castaño y su mirada era de color chocolate; mis rasgos faciales eran iguales a los suyos, puesto que las mujeres de mi familia solían ser casi idénticas a sus antecesoras.

Nuestra genética era muy injusta. ¡Yo habría adorado ser tan rubia como Sharpay!

Lo único que tenían en común era que ambos vestían de manera formal diariamente, aunque eso se debía más que nada a sus respectivos empleos.

Bañé los trocitos de aquel horrible vegetal en mantequilla y los coloqué entre mis dos tostadas, fingiendo que era un emparedado de pollo y obligándolo a deslizarse por mi garganta. Mi cerebro no aceptó el engaño y por poco devuelve el contenido al plato.

—Por cierto, necesito nuevos sujetadores —anuncié, luego de tomar un sorbo de jugo naranja para quitarme el sabor de la zanahoria del paladar—. Los que tengo ya me quedan pequeños y me lastiman los costados.

—¿Qué sucedió con los que te compré la última vez? —preguntó mi padre.

—Eso fue hace dos años, cuando cumplí catorce —le recordé.

—¿Y te siguió creciendo el pecho? —dijo, alzando por fin la vista del artículo—. No noto ninguna diferencia.

—Ojalá —suspiré, resignada a la realidad del asunto—. Es la espalda la que se me ha ensanchado.

—Podemos ir el fin de semana al centro comercial —sugirió mamá, quien ya estaba de pie y recogía los utensilios sucios para llevarlos a la cocina—. De todos modos, nos vamos a encontrar con Susan allí para ayudarle elegir una lavadora que no se estropeé a la semana de uso.

La mera mención de mi prima me puso los vellos de punta.

Susan no había vuelto a llamar desde lo ocurrido en literatura inglesa y su silencio me atormentaba más que cualquier otra cosa. ¿Seguiría enojada? Lo más probable. No había respondido mis mensajes de disculpa e ignoraba todos mis emoticones llorones. Aquello se asemejaba a la calma que precede a la tormenta, y sabía que el pronóstico no era bueno. Al menos, no para mí.

Me levanté de mi asiento y ayudé poner los platos en el lavavajillas. Mi padre nos acompañó, y al verlo desocupado, mamá le ordenó que guardara la mantequilla y la botella de jugo de naranja en la nevera.

—¿Y qué tal la escuela, Juliet? —me preguntó papá. Apoyó su peso en la barra junto a la estufa.

—¡Genial! —respondí con renovada energía—. ¡Me hice amiga de un chico llamado Ethan! Es parte del equipo de voleibol, está en segundo año y tiene un hermano que trabaja en un gimnasio del norte. Por lo que hemos hablado, siento que es alguien bastante amable y divertido. Creo que nos llevaremos bien.

—¿Qué signo es? —inquirió él.

—Leo —puntualicé.

—Fuego —confirmó papá—. Me agrada. ¿Cuándo nos lo presentas?

—Querido, los adolescentes no suelen visitar tan fácilmente a la familia de las personas que acaban de conocer —le dijo mi madre.

—¿Por qué no? Yo fui a tu casa la tarde siguiente a nuestra primera charla —repuso él.

—Hoy en día eso se considera acoso —explicó mamá—. Sobre todo porque entraste por la puerta trasera sin ser invitado.

—¿Puedo hacer lo mismo? —pregunté.

—No —dictaminó mi madre—. No tengo tiempo para sacarte de la estación de policía si los padres de ese chico te denuncian por allanamiento de morada.

—A papá no lo arrestaron —protesté, cruzándome de brazos.

—A tu padre lo golpeé con una enciclopedia cuando atravesó la sala —señaló ella.

—Fue como si Cupido me hubiese flechado —aseguró papá. Se acarició la parte posterior de la cabeza como si rememorara el dolor de antaño—. Te recomiendo que lleves puesto un casco, Juliet.

—Juliet, te lo prohibo —dijo mamá. Su tono de voz era severo y no permitía réplica alguna.

—Sólo bromeaba —confesé, sonriendo de forma angelical y batiendo las pestañas con aire inocente—. No quiero que el dios del amor me noquee todavía.

—Más te vale —insistió ella. La mirada que me dedicó me hizo sentir incómoda por el hecho que pretendía leer mis pensamientos como si se tratara de un láser de rayos X.

Mi celular profirió un chillido de horror, esta vez con un volumen más bajo, y lo saqué del bolsillo de mi pantalón para acallarlo. La pantalla del móvil avisaba con grandes números que faltaban quince minutos para las siete, hora a la que pasaba el autobús por mi parada.

—Me voy —anuncié. Me puse de puntitas para depositar un afectuoso beso en la mejilla de papá y otro más en la mamá, la cual me entregó un sándwich de atún envuelto en papel aluminio antes de que saliera de la cocina.

Cuando llegué a la entrada me até los cordones de los zapatos bicolor que tanto me gustaban. Mi mochila, que había estado reposando junto a la caja que contenía decenas de sombrillas, se parecía al caparazón de una tortuga esa mañana. La alcé con fuerza y le di un último vistazo a su contenido para asegurarme de que no se me quedaba nada: libros, cuadernos, cartuchera, la tarea de literatura inglesa, el emparedado que hizo mamá, un paquete nuevo de toallas higiénicas y otro de analgésicos y un fajo de fotocopias.

«Todo en orden», me felicité.

Abandoné mi casa a paso raudo, emocionada por cumplir los planes que tenía en mente. Corrí tan rápido que para cuando alcancé la parada me faltaba el aliento. Sin embargo, el ardor en mis pulmones sólo lograba excitarme más. Era así como se sentía ser una estudiante de preparatoria, ¿no? ¡Con el corazón desbocado y listo para enfrentarse al mundo!

El autobús no tardó en recogerme y pronto inició el recorrido al que ya me estaba acostumbrando. A medida que el vehículo se llenaba, vi algunas caras familiares, como la de la chica pelirroja que me ignoró monumentalmente al pasar por mi lado, y varias de las que no me había percatado antes.

«¡Concéntrate!», me ordené, pellizcándome la nariz para dejar de mirar a un chico pelinegro súper sexy y al trigueño que estaba a su lado. ¿Cómo culparme? ¡Se veían tan bien juntos!

OK, ya tenía mi primer shipp yaoi.

«¡Que te enfoques, joder!», le rugí a mi yo interior.

Me obligué a prestar especial atención a las personas que se subían en cada parada y a la dirección de las mismas. Tenía listo el lápiz y el cuaderno en que iba a anotar la ubicación de mi objetivo; por eso fue cuestión de segundos que grabara sobre la página blanca las palabras "Knoxville 67" en cuanto divisé a Ethan a través del cristal de la ventana.  

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Los padres no deben ser de adorno. (?) 

¿Qué les pareció el capítulo? Sé que no es tan bueno como los anteriores, pero me estoy esforzando. Lo prometo. </3

Nos vemos el próximo sábado. (^u^) Si no me dejan de leer, claro está. (?)

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