Capítulo 4
Hice un nudo doble en mis cordones y me aseguré de que estuviera bien atado.
Le di un vistazo a mis zapatos, un par de Converse que mi padre me había traído de Italia, y sonreí. A pesar de que uno era completamente negro y el otro morado, y de que el primero era talla treinta y siete —dos medidas más grande que mi pie, y el segundo— treinta y seis y medio, eran mis favoritos. El tamaño no era nada que un par de plantillas no pudieran solucionar.
—Lindos, muy lindos —tarareé, moviendo la cabeza de izquierda a derecha.
Mi buen humor había regresado en un abrir y cerrar de ojos. El enfocarme en un objetivo fijo me hacía sentir un paso más cerca de cumplir mi sueño. ¡Pronto conseguiría una mejor amiga! Lo único que debía hacer era encontrarla, y ya tenía una idea perfecta para lograrlo.
—Necesitaré una foto nueva —dije para mí misma.
Salí del baño con la mente ocupada, maquinando paso a paso mi próximo plan, y me encaminé hacia el comedor. Sin embargo, no recorrí más de dos metros antes de que la campana escolar resonara en mis oídos, poniéndole fin a la hora del almuerzo. Las puertas del pasillo se abrieron y un caudal de estudiantes penetró en el ala del edificio en que me hallaba.
Me vi arrastrada por la corriente por milésima vez en el día. En esta ocasión me dejé llevar por el gentío, pues había comprendido que luchar contra el río no era la idea más sensata. Marché de un lado a otro con la mirada barriendo las placas de cada salón, buscando el número de mi siguiente clase.
«¿Era A9 o A8?», intenté recordar.
Divisé a Jun entrando en un aula marcada con el distintivo A7 y, emocionada por verla, avancé a codazos en su dirección. Casi tropiezo con una chica con coletas de princesa en el trayecto, pero pude frenarme a tiempo y evitar la colisión. Ésta se paró en seco, esperando un impacto que nunca llegó, por lo que murmuré una rápida disculpa y continué mi camino.
Cuando ingresé al salón la mayoría de asientos estaban ya ocupados. Estiré el cuello e inspeccioné los que permanecían vacíos hasta dar con uno en la parte de atrás. Me alegré al comprobar que Jun estaba justo al lado, sentada en silencio y con la cabeza sumergida en un libro demasiado grueso para mi gusto.
Atravesé la distancia que nos separaba y, dejando caer mi mochila sobre el escritorio contiguo al suyo, le di una amistosa palmada en la espalda.
—¡Hey! —saludé con energía. Quizá empleé más fuerza de la debida, puesto que Jun pareció sobresaltarse un poco—. ¿Por qué no me esperaste para ir a comer?
—Hola —respondió ella. ¿Eso es considerado una respuesta? Se encogió de hombros, como si algo le preocupara, y esquivó mi mirada—. Perdona, tenía otras cosas que hacer.
«¡Qué linda! Se avergüenza porque piensa que me enojé con ella», chillé internamente.
Le dediqué una afable sonrisa y me acomodé en mi silla, cruzando las piernas en posición de loto. Tuve que ayudarme con las manos ya que mi flexibilidad tenía un límite.
—No te preocupes, mañana será —le aseguré.
Creo que el temblor en sus labios al devolverme el gesto se debía a que estaba igual de emocionada que yo por compartir almuerzos. Al parecer, Jun era el tipo de persona tímida que necesitaba un pequeño empujón para entablar una conversación. ¡Conocernos sería perfecto para ella! Se me daba bien aleccionar a las personas en el arte de socializar.
A nuestro alrededor las voces de los demás se fueron acallando una tras otra. Curiosa por saber el porqué de tan repentino mutismo, seguí sus miradas hacia la zona del pizarrón. Leí el nombre de "Alexander Moore" escrito con tiza blanca sobre la superficie oscura, acompañado por algunos datos a los que no presté atención.
El profesor, que había aparecido de quién sabe dónde, terminó de anotar lo que supuse que sería la temática de la clase, pues se titulaba "Inglés 1", y, limpiándose el polvo de las manos, se dio la vuelta para encarar a los alumnos.
Mis ojos se agrandaron como platos y mi boca se abrió todo lo que pudo ante la sorpresa que me supuso ver a un dios griego tras un escritorio de docente. Y por primera vez no eran sólo exageraciones mías. Varias de mis compañeras se encontraban en el mismo estado de shock que yo; incluso hubo una que casi se atraganta con su propia saliva.
La única que se veía inmune a la conmoción general era Jun.
—Empezaremos con las presentaciones —anunció el Sr. Moore—. A quien le lance la pelota se levantará y dirá su nombre completo y qué espera aprender en esta asignatura.
Jugueteó un momento con la esfera de caucho rojo que tenía entre las manos, inspeccionando las expresiones de los adolescentes frente a él.
Tardé un poco en recuperarme de esa impactante primera impresión.
Me limpié rápidamente la comisura de los labios, donde un hilillo de saliva había alcanzado a fugarse, y pretendí mantener una compostura serena. Nadie puede culparme por babear en una situación así. Es que ¿cómo no hacerlo? Si el tipo que se paseaba por las filas de adelante exudaba testosterona pura.
Su tez bronceada resaltaba el color verde de sus iris; su cabello y barba estaban perfectamente cuidados, y tenía cuerpo de actor porno.
O sea, ¿alguien podía explicarme qué hacía semejante espécimen enseñando en una escuela pública?
El Sr. Moore lanzó la pelota a un chico de la segunda fila de la derecha, el cual la agarró en acto reflejo y se puso de pie con parsimonia.
—Carter Adams —señaló, su tono de voz irradiaba aburrimiento. Se notaba que era de esos a los que no les molestaba en absoluto hablar en público—. Espero pasar la materia porque mis padres no están muy contentos con la idea de que tome el curso por tercera vez.
—Todo dependerá de usted, señor Adams —declaró el maestro, recibiendo en el aire la pelota que el joven le arrojó de vuelta. A pesar de que su semblante permanecía imperturbable, podía captar cierta frialdad en sus palabras—. Si este año decide leer las obras de Shakespeare en lugar del resumen que ponen en Wikipedia, de seguro lo logrará.
Carter entornó los ojos y se arrellanó en su asiento con los brazos cruzados.
Las presentaciones continuaron, pero yo dejé de escucharlas pasada la cuarta. Sentía que la cabeza me iba a explotar si no me alimentaba pronto. Apoyé la frente contra la mesa a la espera de que el frío tacto de la madera aliviara el malestar, aunque lo más probable es que sólo lo empeorara. Siempre resultaba mareada si no comía a las horas precisas.
Mi estómago rugió en protesta y me abracé a mí misma con la esperanza de acallarlo.
—¿Tienes hambre? —preguntó Jun, susurrando. No quería interrumpir el discurso de la muchacha morena que estaba a un par de sillas de distancia.
Le respondí con un leve asentimiento.
Oí el sonido que hacían sus pertenencias dentro de la mochila al ser desplazadas de lado a lado. Curiosa por saber qué buscaba, giré el cuello hacia ella y me quedé observándola en silencio. Me fijé en sus dedos largos y delgados, perfectos para ser pianista, y en sus uñas pintadas con barniz transparente. Había descartado a Jun de mi lista de posibles chicas de la toalla higiénica desde un principio, ya que ésta tenía una piel acaramelada, mientras que mi heroína era blanca como la nieve.
Sacó un paquete de brownies y me lo tendió por debajo de la mesa.
—Para que lo comas cuando la clase termi...
—¡OMG! ¡Ese es mi favorito! —la interrumpí con renovado ánimo, tomando el empaque y abriéndolo sin demora.
El crujido del plástico al abrirlo hizo eco en las paredes del salón, empero no me importó. Jun se cubrió el rostro con la manga de su camisa apenas mordí el postre. ¿Se habría arrepentido de compartirlo conmigo? De todos modos, lo que se regala no se pide, así que no se lo iba a regresar. Aunque podría dejarle un pequeño pedazo si eso quería.
El chocolate se hizo agua en mi boca y me deleité con su dulce sabor, el cual hacía danzar de alegría a mis papilas gustativas. Era como si el azúcar penetrara inmediatamente en mis venas, pues no tardé en sentirme mucho mejor.
«¡Salve sea el Brownie!», pensé mientras tragaba.
—¿Qué cree que está haciendo? —exigió saber el Sr. Moore, quien se había materializado junto a mi asiento sin que me diera cuenta—. El almuerzo concluyó hace rato y estamos en medio de una lección. ¿No le parece una falta respeto, señorita...?
—Juliet. Mucho gusto —le ayudé, aún masticando—. Lo que pasa es que no alcancé a comer y tengo mucha hambre —expliqué, haciendo énfasis en la "u" de "mucha".
—¿Acaso no podía esperar hasta la hora de salida?
—¡Pero faltan dos clases para que acabe la jornada! —gimoteé.
La mirada severa que me dedicó me impidió seguir protestando, dejándome helada en mi lugar. Tenía una intensidad que te obligaba a callar sin necesidad de emplear palabras. Si sus ojos hubiesen sido azules en vez de verdes, de seguro serían témpanos de hielo clavados directamente en los míos. Un escalofrío me recorrió de punta a punta.
—Lo siento —dije en voz baja, guardando el paquete en el bolsillo de mi falda.
—Espero que no se repita. —sentenció él. Colocó la pelota de caucho sobre mi escritorio y preguntó—: ¿Apellido?
—Brook.
—Muy bien, señorita Brook, ¿puede contarnos qué espera aprender en Literatura Inglesa?
«¿No era sólo Inglés 1?», indagó mi yo interior, confundida.
Medité unos segundos, pero no se me ocurría una respuesta que no implicara poder trabajar con Jun hasta que fuéramos inseparables. Debía buscar algo más normal, y rápido, ya que el profesor parecía impacientarse al tamborilear los dedos sobre la superficie de la mesa.
Cuando por fin me decidí por la excusa de que me interesaba leer a los clásicos, un grito de terror inundó el aire. Jun pegó un brinco en su asiento que casi la hace caer al suelo, y aparentemente, los demás se sobresaltaron de igual manera. En mi caso, mis mejillas se encendieron cual bombillo de navidad y me apresuré a sacar el celular de mi mochila.
Vi el nombre de Susan en la diminuta pantalla del teléfono y el alma se me cayó a los pies. Presioné el botón de colgar con un ligero temblor, temiendo la tormenta que esa acción desataría más tarde sobre mí. No contestar una de las llamadas de mi prima era lo peor que podía hacer en la vida. Sin embargo, tenía otros problemas de los que preocuparme en esos momentos. Como, no sé... pongamos por ejemplo la gran y viril mano que me arrebató el móvil para alzarlo a la vista de todos.
—Esto es algo que no permitiré en mi clase —anunció el Sr. Moore, dándose media vuelta para barrer con la mirada a cada uno de los presentes. La mayoría se limitó a guardar silencio; lo único que se oyó fue el temeroso "OK" de la morena de enfrente—. No comida. No celulares. No siestas. —dijo esto último tras arrojar la pelota en dirección a Carter, a quien el impacto del objeto no pareció molestar. El pelinegro simplemente se restregó la zona de la nuca y luego se cubrió la cabeza con la capucha de su de buzo para seguir durmiendo.
«¿Quién usa buzo en pleno verano? O sea, debe estar asándose allí adentro», pensé.
El teléfono profirió un nuevo chillido y vibró en la palma cerrada del maestro.
—¿Quién llama? —me preguntó. Bueno, fue más una demanda que una pregunta.
—Mi prima —respondí, mordiéndome el interior de la mejilla por los nervios. ¿Qué tan enojado estaba conmigo? ¿Y Susan? ¿Habría planeado ya la forma más dolorosa de asesinarme?
Permitió que el móvil sonara hasta que se perdiera la llamada, quizá en un intento por darle a entender a la persona que marcaba que yo estaba ocupada. Mala elección. El dispositivo aulló por tercera vez. Luego por cuarta. Quinta...
Exasperado, el Sr. Moore contestó a la sexta llamada. Desde el otro lado de la línea se escuchó un bramido que opacaba incluso a mi ringtone.
—¿CÓMO TE ATREVES A COLGARME, INÚTIL PEDAZO DE URUK-HAI? —rugió Susan. No necesitaba altavoz para que su palabras fueran audibles en Marte.
Me encogí en mi asiento, deseando que la tierra se partiera en dos y me enterrara en sus entrañas. De seguro era un sitio más agradable que aquél. Un espacio al que la ira de Susan no llegaba. Un paraíso para mis tímpanos.
—¡34 MENSAJES! ¡34 PINCHES MENSAJES DE EMOTICONES LLORANDO! NO ME DICES QUÉ PASA. NO ATIENDES EN FACEBOOK NI EN WHATSAPP. ¿Y AHORA TE ATREVES A COLGARME? ¡JAMÁS SE HA SABIDO DE UN ELFO DOMÉSTICO QUE IGNORE A SU AMO! ¿SABES LO PREOCUP...?
El Sr. Moore apagó el teléfono, cortando así el sermón de mi prima. Se llevó la yema de los dedos a las sienes, masajeándose con movimientos circulares, y liberó un suspiro que no supe interpretar. ¿Era de alivio? ¿Irritación? ¿O ambas?
«Susan y su súper poder de generar jaqueca a larga distancia», me lamenté.
Sentí pena por él.
Yo ya estaba acostumbrada a los gritos de Susan, por lo que me era más fácil lidiar con el dolor de oídos que provocaba su voz. Pero para alguien que nunca antes se ha enfrentado a ella... Sólo puedo decir que compadezco de esa pobre criatura.
—No lo enciendas jamás en esta clase —decretó el maestro.
Asentí con la cabeza, incapaz de pronunciar sonido alguno.
Me devolvió el teléfono, mirándome aún con severidad. Cuando lo recibí, sentí una descarga eléctrica atravesar mi brazo, de esas que te hacen soltar una maldición por lo fuerte que son. Gracias al cosmos que logré sofocar el improperio que trepaba por mi garganta.
Después de unos eternos segundos, el profesor apartó sus inquisidores ojos de los míos y prosiguió con las presentaciones.
Tragué en seco.
Aquel tipo había ignorado a Susan. Nadie nunca se había atrevido a hacerlo, y yo sería la que pagaría los platos rotos.
Oh, Aslan. ¿Por qué yo?
«Alexander Moore», recordé su nombre completo. Decirlo en mi mente me ponía los vellos de punta. «Me asustas».
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¡Hola, chicos!
Quería agradecerles de todo corazón por darle una oportunidad a esta historia. No saben lo feliz que me hacen sus votos y comentarios. ¡Mil gracias!
¡Los quiero mucho!
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