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Capítulo 1

—Juliet, ¿aún sigues en el baño?

Las palabras de mi madre me llegaron desde el otro lado de la puerta. Su voz estaba teñida de preocupación.

—Puedo llamar a la escuela y decir que amaneciste enferma.

—¡No! —respondí de inmediato, la angustia bullendo en mis entrañas—. Estoy bien, de verdad. Ya no tardo en salir.

Hubo varios segundos de silencio antes de que mamá volviera a hablar.

—De acuerdo, pero date prisa o llegarás tarde.

Cuando oí alejarse el repiqueteo de sus tacones contra el suelo, suspiré.

Por fin había llegado el día.

Toda mi vida fantaseé con cómo sería mi primer día como estudiante de preparatoria y había esperado fervientemente por él. Sin embargo, nunca imaginé despertar retorciéndome de dolor, sometida por mi peor enemigo.

Mi útero y yo no nos manteníamos en buenos términos desde el día en que decidió torturarme por primera vez con los más despiadados cólicos. Por eso, mes tras mes nos debatíamos en feroz combate: él con su ventaja natural sobre mi cuerpo y yo con un par de analgésicos. Empero, hoy no podía esperar treinta minutos para que las pastillas surtieran efecto. No, tenía que reunir toda mi fuerza de voluntad para ir a clase.

—¡Juliet! —bramó mamá desde el piso de abajo.

—¡Ya voy!

Terminé de acomodarme la falda y salí del baño. Quería darme otro vistazo en el espejo para estar segura de que estaba bien arreglada, pero resistí la tentación gracias al chillido que emitió mi celular en ese momento. Tenía un grito de terror por alarma, la cual estaba fija para sonar faltando un cuarto para las siete, hora en que pasaba el autobús escolar.

Bajé las escaleras con premura y casi choco con mi madre, quien, mirándome con el ceño fruncido, me tendió mi mochila.

—Te he dicho que cambies ese horrible sonido. Me tiene con el credo en la boca cada vez que lo escucho —me reprendió.

—Es lo único que me levanta en las mañanas —dije, agarrando mi bolsa y colocándola al hombro.

—A ti y a todo el barrio —resopló.

—Los vecinos deberían agradecerme —continué. Me adelanté hacia la entrada principal para que no pudiera ver la sonrisa dibujada en mis labios—. Gracias a mí jamás llegan tarde al trabajo.

—Juliet... —El tono de advertencia suprimió todas mis ganas de bromear.

—OK, le bajaré el volumen.

Cerré la puerta detrás de nosotras luego de que mamá la atravesara. La llave molestó un poco dentro de la cerradura, pero logré sacarla al final. Tendría que recordarle a papá que la cambiara el fin de semana, si es que llegaba a una hora razonable esta noche.

Después de depositar un maternal beso en mi frente y de desearme una buena jornada, mi madre subió a su camioneta, una Kia de color plateado, y se alejó en dirección a su bufete. Yo, por mi parte, caminé hasta la parada de autobús más cercana. Quedaba a sólo media manzana de distancia, lo cual me venía perfecto, puesto que no tenía que madrugar demasiado sólo para alcanzarla a tiempo. No obstante, hoy el trayecto de cinco minutos a pie se sintió eterno. La parte baja del abdomen me ardía como si estuvieran quemándome los órganos internos y me hacía avanzar a paso lento.

«Maldito castigo de Eva», me quejé mentalmente.

Al llegar al punto de espera, me sorprendió no encontrar a nadie alrededor. Sabía que en el barrio habían varias familias cuyos hijos tenían rondaban mi edad, por lo que supuse que al menos uno o dos asistirían a la misma escuela que yo. ¿Acaso sería la única en el sector en ir a la preparatoria Hamilton? ¿O es que me habría equivocado de lugar?

Un largo bus de color amarillo apareció en el cruce de la esquina y, contestando a la segunda pregunta, se detuvo justo frente a mí. Las puertas se abrieron de par en par y dejaron a la vista a un hombre entrado en años, de cabello cano y afable rostro surcado de arrugas, el cual me saludó con un cordial "Buenos días" cuando subí al vehículo. Respondí de igual manera antes de adentrarme en el pasillo para buscar asiento.

Todos estaban desocupados, así que me senté en la primera hilera, mirando a través de la ventana las casas que dejábamos atrás conforme nos poníamos en marcha. Al parecer, aquella ruta escolar apenas iba a comenzar a recoger a los estudiantes. Mi parada era la primera.

¡Genial! Así podría saber en qué sectores vivían el resto de mis compañeros.

No es que fuera a stalkearlos ni nada, ¿de acuerdo? Simplemente consideraba oportuno conocer a personas que residieran cerca a mí para facilitar reuniones de trabajo en grupo y demás.

Pasado un rato, el autobús empezó a llenarse de adolescentes con todo tipo de colorida vestimenta, y aquí y allá las conversaciones entre amigos y las estrepitosas risas juveniles brotaron con ánimo. El calor de tantos cuerpos concentrados en un ambiente tan estrecho me sofocó un poco, y el aire seco del verano no ayudaba a aliviar el ardor en mis pulmones; el ruido de distintas voces colisionando entre sí me provocó un leve dolor de cabeza, pero el entusiasmo que me embriaga en ese momento me permitió hacer caso omiso a todos esos males y disfrutar de la vista.

«Cuánta testosterona reunida en un solo lugar», pensé, avergonzada.

El noventa por ciento de los que ocupaban el vehículo eran hombres. Contándome a mí, había un total de cinco chicas, cada una sentada en un extremo diferente del autobús. Era un poco incómodo visto desde esa perspectiva.

«¿A quién le importa? Tú llénate el ojo y ya», dijo mi yo interior, ese oscuro y siniestro ente que habita en las profundidades de mi alma y que logra subsistir alimentándose de Yaoi y de libros de romance erótico.

Traté de barrer con la mirada el menú exhibido ante mí: rubios, morenos, altos, bajos, flacos, de contextura atlética, etcétera. Algunos tenían pinta de extranjeros, otros eran tan americanos que exudaban patriotismo. Para resumirlo de algún modo, era una panorámica espléndida para deleitar a una adolescente en estado hormonal.

El autobús dio un giro brusco en una curva y me envió de golpe hacia la derecha. Del otro lado, alguien impactó contra mí, convirtiéndome en un sándwich humano. El dolor en mi abdomen se disparó de nuevo y me encogí sobre mí misma.

—¡Lo siento! No pude sujetarme a tiempo —dijo una voz masculina a mi lado—. ¿Te lastimé?

Alcé la cabeza lo justo para toparme con el rostro de un chico a escasos centímetros del mío. La sorpresa fue tal que retrocedí instintivamente, olvidando la distancia que había entre la ventana y yo, y me golpeé la parte posterior del cráneo contra el cristal. Una nueva y ardiente punzada reemplazó a los cólicos, y tuve que apretar con fuerza los dientes para no soltar una retahíla de improperios.

—¿Estás bien? —preguntó el joven—. No era mi intención, en serio. No pretendía asustarte.

Conté mentalmente hasta diez antes de exhalar el aire contenido. Volví mi atención hacia el chico sentado junto a mí. El cabello azabache caía de manera desordenada sobre sus oscuros orbes verdes, dándole un aire descuidado; el tono de su piel era de un exótico canela y, si me fijaba bien, su labio inferior estaba partido en una esquina, quizá por morderlo mucho.

Mi corazón se detuvo.

Era guapísimo. Diez de diez. Completamente mi tipo.

«Oh, Dios, si tengo que convertirme en tortilla para conocer a un chico como este, no me importa. Acepto gustosa», bromeé para mis adentros.

¿Cómo se me pudo haber pasado? Ah, cierto, estaba babeando por el rubio del asiento contiguo.

—Estoy bien —afirmé, tratando de disimular el malestar—. No fue nada grave.

Pareció que se relajaba al oír mi respuesta. Me devolvió la sonrisa, y creo que iba a añadir algo, pero una mano sobre su hombro llamó su atención.

—¿Qué estás esperando? —dijo el chico rubio a sus espaldas—. ¿Que el bus te lleve al salón? Vámonos.

No me había percatado de que ya estábamos en el estacionamiento de la escuela y de que casi todos los demás habían bajado del autobús. Un mar de estudiantes se extendía fuera del vehículo; cientos y cientos de ellos desplazándose hacia la entrada principal.

Se me formó un nudo en el estómago.

—Disculpa... —Volteé con la intención de proseguir la conversación con el moreno, pero me di cuenta de que éste ya se encontraba fuera.

Logré divisarlo unos segundos antes de que se perdiera en la multitud. Hice un puchero con la boca al sentirme plantada. Ni siquiera tuve oportunidad de preguntarle su nombre. ¿Por qué no pudo durar más el trayecto? Es cierto que quería llegar rápido, pero a veces se puede dar un cambio de planes.

—Señorita, se tiene que bajar —declaró el conductor desde la parte delantera, sacándome de mis pensamientos.

Agarré mi mochila y, dándole las gracias por el viaje, salí al exterior del estacionamiento. Frente a mí, a menos de ocho metros de distancia, se encontraba la vía de acceso a mi sueño. Un cartel con grandes letras que formaban la palabra "BIENVENIDOS" reposaba bajo el nombre de la preparatoria Hamilton.

Di un profundo respiro. Aunque me esforzara, no había poder humano que me borrara la sonrisa de oreja a oreja que me adornaba la cara.

—¡Estoy aquí! —chillé internamente, incapaz de creerlo—. ¡En mi propio High School Musical!  

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