18
Con una buena dosis de ansiedad, que pesaba como una bolsa de piedras, Valentino observaba cómo el viejo Constanzo arrojaba migas al mar. De a puñaditos, no muy lejos de si. El hombre sonreía cuando las gaviotas, que graznaban al revolotear el entarimado del muelle, las recogían con sus certeros y afilados picos.
Pero su atención no estaba en todo aquello, sino en la embarcación del pescador. Era un bote antiguo, de cabina cuadrada. Podría tomarlo y dejarse llevar hacia sitios recónditos; andar por el mundo y coleccionar anécdotas para contar. Tal vez encontrarse con un gran tesoro en algún sitio exótico, o hacerse de una esposa, nativa de una isla lejana que lo idolatrara como se venera a un Dios. Y regresar después con la gloria plasmada en el rostro. Después, dentro de muchos años, cuando todo se hubiera olvidado.
—Valentino.
La sorpresa le hizo girar la cabeza de golpe y parpadear varias veces hasta quitarse la ceguera del sol; entonces lo reconoció.
—¡Cucho! ¿Qué hacés tan temprano?
—Voy a comisaría. ¿Vos?
—Estoy esperando que abra Fredy. Sabés que me gusta venir a la playa.
—Sí, por eso vine a buscarte acá cuando nadie atendió en tu casa.
Valentino se levantó de un modo algo torpe, como si le costara hacerlo, y sacudió la arena de su bermuda.
—¿Pasó algo? —preguntó con un ligero temblor en la voz.
—Espero que no. Necesito que me acompañes a la oficina.
—¿Por?
—Queremos hacerte algunas preguntas, ¿vamos?
Asintió con la cabeza. Al distanciar un poco los ojos distinguió, sobre el paseo, un coche patrulla y dos oficiales a escasa distancia del comisario.
El comisario. Cucho. Que vestía uniforme. Por reflejo, volvió a mirar el bote del viejo Constanzo. Tal vez, si lo hubiera decidido más rápido...
—¿Puedo ir a casa primero, a cambiarme?
—No hace falta. Es... Será solo un momento. Al menos es lo que espero.
—Tengo el auto ahí. —Señaló a su izquierda.
—Después lo buscás.
—De acuerdo.
No era la primera vez que subía a una patrulla con Cucho, varias veces le había dado el gusto de llevarlo a hacer una recorrida, cuando todavía no era comisario. Y a Valentino le encantaba lo aparatoso de aquellos vehículos con sus luces, cámaras, radios, le resultaban maravillosos. Ahora, lo oprimía estar ahí dentro.
Intentó armar una pregunta que le develara la razón de la encuesta, pero la presencia de los otros dos efectivos —uno viajaba con él en la parte trasera y el otro conducía, al lado de Cucho—, lo intimidaba, al igual que la seriedad de su amigo. Estaba acostumbrado a su trato amable y distendido. Ahora, Cucho tenía la mirada dura, como si se le hubiera muerto un ser querido.
No lo esposaron, por lo tanto, dedujo, no estaba detenido. No tenían por qué, él no había hecho nada malo.
Cuando entró a la comisaría sintió todas las miradas encima suyo. Claro, era amigo del comisario, cómo no iban a mirarlo. Tomó aire y caminó con la espalda recta. Tal vez Cucho necesitaba su ayuda para resolver algún caso. Él sabía mucho de investigaciones. Lo extraño fue que no lo llevaron al despacho del comisario sino a una sala cuadrada donde había una mesa y cuatro sillas.
—Sentate acá, Valentino, por favor —dijo Coronel señalando uno de los asientos—. Enseguida regreso.
—Gracias.
A su lado había una silla y enfrente las otras dos. Algo más alejada, casi contra la pared del fondo, había una cámara sobre un trípode alto, que apuntaba hacia él Se quedó viéndola, embelesado. «Así deben hacer los videos de Youtube», pensó.
A los pocos minutos entraron dos hombres que no conocía.
—Buenos días, señor Costa —saludó el mayor, al tiempo que se ubicaba en una las sillas de enfrente—. Soy el inspector Buenaventura y él es el subinspector Armendáriz.
—Encantado. —El tal Armendáriz toqueteó la cámara, graduó el ángulo y después se sentó junto a su superior.
—Queremos hacerle algunas preguntas —prosiguió éste—, y vamos a grabarlo, ¿de acuerdo?
—Está bien. —Instintivamente miró a su alrededor.
—No —dijo Buenaventura creyendo entenderlo—, no hay espejo unidireccional.
—¡Ah, no, no buscaba eso! Me fijé a ver si había más cámaras.
—No, es sólo esa. Bien, comencemos. Se inicia la encuesta al señor Valentino Costa en la sala número uno de la comisaría de Canalejas, a las nueve horas trece minutos del jueves veinticinco de enero de dos mil dieciocho. Se encuentran presentes, además del señor Costa, el inspector Adriano Buenaventura y el subinspector Martín Armendáriz.
Valentino se echó hacia atrás. Había escuchado palabras parecidas en cientos de series televisivas. Era cuando detenían a un sospechoso. Su rodilla derecha adoptó un frenético y corto movimiento de arriba hacia abajo, las manos se le entrelazaron solas y sus labios se contrajeron.
—Me gustaría que esté el comisario —solicitó.
—Está ocupado ahora —repuso el inspector—. Además, él no puede hacerle preguntas, ¿lo comprende? Es su amigo.
—¿Preguntas? ¿Acerca de qué? ¿Necesito un abogado? ¿Puedo hablar con el comisario unos minutos antes de que me... interroguen?
Los policías intercambiaron miradas y el inspector asintió. Con gesto resignado salieron del recinto luego de recitar los hechos para la cámara y apagarla.
El comisario entró al instante.
—¿Qué pasa, Valentino?
—¡Eso te pregunto yo a vos! ¿Qué pasa? Me dijiste que iban a hacerme unas preguntas y este tipo habla de «encuesta», que es como un interrogatorio, es cuando se llama a un abogado, ¿no?
—Estás en tu derecho de llamar a un abogado si querés, pero lo que estamos haciendo es una indagatoria, a ver si encontramos a Matías de una vez por todas, ¡llevamos nueve días sin saber de él!
—Y ¿por qué no me podés hacer vos, las preguntas?
—Se llama «conflicto de intereses», somos amigos, te conozco, tenemos una relación personal, tiene que entrevistarte otra persona... ¿Querés que llame a tu abogado? Es tu cuñado, ¿no?
—Sí. Pero yo no hice nada, Cucho, si solo me van a preguntar, no lo necesito, ¿no?
—No. Si no hiciste nada malo no lo necesitas. ¿Estás seguro de que no te metiste en algún lío?
Valentino refunfuñó. Luego soltó el aire junto con una pequeña carcajada nerviosa. Jugueteó con los dedos, observó la habitación, tan fría e impersonal. Después se rascó la cabeza.
—Eeehhh, capaz que sí... Mejor llamo a Alfredo. No tengo que decir nada hasta que llegue, ¿no?
El comisario emitió un largo suspiro.
—No, no tenés porqué decir nada hasta que llegue. Llamalo, dale.
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