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16

Al final del día, el comisario entró en el precinto. 

—Señor —dijo el oficial que lo recibió—. Anoche hubo otro robo en un supermercado de la calle Roca, el dueño vino a poner la denuncia. —Señaló a un hombre que esperaba, con rostro desencajado, en el hall de entrada—. Incluso trajo las cintas de sus cámaras de seguridad. —Levantó un sobre cerrado que tenía en las manos.

—Muy bien —repuso Coronel luego de un suspiro—. Venga conmigo e infórmeme.

El oficial siguió hablando mientras caminaba detrás:

—Dice que entraron a eso de las tres de la madrugada, la hora exacta está en la cinta, y que robaron bebidas alcohólicas, insumos para teléfonos como auriculares, cables USB y demás; también se llevaron galletitas, gaseosas y snacks. La lista completa está en el informe, señor.

El comisario abrió la puerta y se colocó de espaldas al escritorio.

—Y ¿recién ahora viene a hacer la denuncia? —preguntó con evidente molestia.

—Es que no se dio cuenta enseguida, señor. Fueron los empleados quienes notaron la falta de mercadería y le informaron. Luego de constatar el robo fue a controlar las aberturas, entonces vio que la entrada trasera había sido forzada. Es la que utilizan los proveedores para la descarga de mercadería. Habían cortado la cadena dejando el candado intacto para luego volver a colocarla de modo tal que la rotura no se notara a simple vista. No rompieron nada más ni hubo heridos en esta oportunidad. Igual, como dice que la policía nunca hace nada, prefirió terminar el día de trabajo antes de venir. 

Coronel apretó los labios y miró a su subordinado con los ojos cargados de rabia. Pero él no tenía culpa de nada.

—¿No tienen sereno? —preguntó con cierta prepotencia.

—No, señor.

—Y ¿qué quiere ahora? Ya hizo la denuncia, ¿por qué sigue sentado ahí afuera?

—Porque quiere ver que realmente hacemos algo, dice que los robos vienen de hace bastante y nadie hace nada. —Coronel frunció el entrecejo; el oficial carraspeó y aclaró—: Esas fueron sus palabras, señor. Quiere que un policía vaya con él para mostrarle los lugares exactos en los que, supone, estuvieron los ladrones.

—Está bien —resignó el comisario tras un ligero resuello—, algo de razón tiene, pobre hombre. Bueno, vaya, hágalo.

—Sí, señor. Hay algo más, la camioneta de Ismael Erasmo fue hallada en la ruta que da acceso a Canalejas. Incendiada. La reportó un grupo de jóvenes que pasaban rumbo a la playa. —Coronel abrió la boca como para decir algo, pero el oficial Suárez continuó—: Los peritos ya están trabajando en los restos.

—Perfecto. ¿Encontraron algún cuerpo?

—No señor, ni dentro ni en los alrededores del vehículo se encontró a nadie.

—De acuerdo, manténgame informado.

—Sí, señor.

El oficial dejó la carpeta y el paquete con la cinta, le hizo firmar la entrega y se disponía a salir del despacho cuando Coronel lo atajó.

—Suarez, ¿fue a ver al herido del otro asalto?

—Sí, señor, está mejor, los médicos están a punto de darle el alta, ha declarado que no tiene dudas de que los asaltantes son chicos muy jóvenes e, incluso, dice haber escuchado la voz de uno de ellos en alguna parte aunque no recuerda dónde.

—Eso sí que es interesante... De acuerdo, envíe un patrullero, que vaya alguien de rastros también. ¿Buenaventura está en su despacho?

—Sí, señor. Él y el subinspector Armendáriz llegaron recién. 

—De acuerdo. El herido que está en el hospital es un tal Rosales, ¿verdad?

—Sí, señor, trabaja en la escuela como profesor de música, por lo que no sería raro que los criminales fueran del colegio y por eso el hombre reconoció una de las voces. Estaba comprando en el Pescadito Feliz cuando se produjo el asalto. El otro herido, cuyo caso fue mucho más leve, no reconoció a nadie, fue el que narró los hechos en primera instancia.

—Sí, sí, claro... es muy interesante, ¡al fin una pista! Endeble, pero pista al fin. Bueno, siga en lo suyo, Suárez, bien hecho.

—Con permiso, señor.

El atardecer invitaba al relax, a reunión con amigos, picada, cerveza, aire de playa, de jardín o, aunque más no fuera, los bancos del paseo Marítimo, y así lo expresó Buenaventura a su compañero mientras entraban en la cochambrosa oficina.

—Espero que todo esto esté resuelto antes de que termine el verano —dijo—. La verdad es que tengo ganas de disfrutar un par de días en algún velerito, en medio de nuestro sagrado Río de la Plata, tal vez llegar hasta Uruguay...

—¿Tiene un velero, inspector? —preguntó Armendáriz dejando caer su delgada humanidad en la primera silla que encontró. Habían caminado muchísimo aquella tarde sobre la arena, lo que supone, como se sabe, un esfuerzo extra.

—No —repuso el inspector—. Pero no pierdo la esperanza de comprarme uno algún día. ¿Qué hora es?

—Las ocho —señaló su compañero luego de consultar su reloj.

—¿Tenés hambre?

—Un poco, aunque aguanto, la hamburguesa de Fredy estaba muy buena, todavía me dura.

—Sí, a mí también, pero una cervecita no estaría mal, ¿verdad? —preguntó en tono pícaro—. Ya terminamos nuestro horario.

Armendáriz compuso un gesto de deleite, aunque también de cuidado.

—No sé, señor... si el comisario se enterase.

La puerta se abrió en ese preciso instante y entró Coronel con paso resuelto.

—¿De qué cosa podría enterarme?

Los investigadores intercambiaron miradas divertidas, como si los hubieran pillado en una travesura.

—Recién llegamos, comisario —señaló Buenaventura apoyando las asentaderas en el más poblado de los escritorios—. La verdad es que estábamos pensando en tomarnos una cervecita bien fría, ¿qué dice?

Coronel los miró con una ceja levantada. El ventilador de techo gemía rítmicamente en cada vuelta que daba; de verdad hacía calor ahí dentro. Cerró la puerta, sacó el teléfono del bolsillo y se puso al habla:

—Hola, Cris, como va..., escuchame, necesito tres latas de cerveza y algo para picar. Traelo vos mismo al despacho que está junto a mi oficina, en bolsa oscura. Gracias. Sí, sí, te pago acá. ¿Cuánto es?... Dale. —Cortó y le dijo a Armendáriz—: Avisá en recepción que me traen un paquete para entregar en mano, del bar, que lo dejen pasar sin problema.

Con expresión agradecida, el subinspector levantó el intercomunicador.

—¡Y por eso —expresó Buenaventura con enorme sonrisa—, es por lo que, a veces, vale la pena ser comisario!

—Pongámonos al día con lo que averiguamos —dijo Coronel ubicándose en una silla de la que, previamente, quitó una montaña de papeles y carpetas.

—Parece ser —comenzó el inspector— que el lunes a la tarde, su amigo Costa fue con el Loro a ver una bicicleta que este tenía a la venta. Valentino dejó el auto en la playa, cerca del puesto de hamburguesas, y subió al vehículo de Erasmo.

—¡La camioneta! —apuntó Coronel—. La encontraron incendiada en la entrada de Canalejas.

—¡¿Cómo?!

—Sí, me acaban de informar. Los peritos están rastrillando el sitio, en cuanto estén los resultados, veremos qué dicen.

Los tres hombres debatieron intentando fijar los horarios en que había ocurrido todo aquello. Coronel llegó a la conclusión de que Valentino se fue con el Loro justo en el momento en que él daba, a Molina, la orden de seguirlo. Éste inició entonces la vista, recién después de que Valentino regresara de Estorninos. Quedaba por constatar a qué hora lo había hecho y si vio venir el incendio o se salvó de milagro.

—Por otro lado —continuó Armendáriz mientras Coronel recibía el envío del bar—, hablamos con Carlitos, el churrero de la playa, quien se considera amigo de Valentino, nos comentó que éste suele visitar seguido la casa Albatros durante la noche, le gusta pasearse por los alrededores y sentarse en las rocas para contemplar el mar. Así que el inspector y yo nos acercamos al sitio. Bueno, no vimos nada fuera de lugar, excepto un candado que no es igual al resto y que...

—Lo puse yo; es otra cosa que quería comentarles. —El comisario abrió los paquetes de snacks y dejó que cada uno tomara su lata, él abrió la suya—. Molina vio a Valentino perderse detrás de la Albatros en una actitud que consideró sospechosa, miraba hacia todos lados, como quien se asegura de que nadie lo sigue. Entonces, fui anoche con mi amigo Juan, el farmacéutico, y descubrimos que una de las puertas estaba abierta, entramos, vimos que alguien había comido recientemente y que hasta habían dormido allí. —Tomó su teléfono y les enseñó la fotografía del colgante—. Encontramos esto, ya está en el laboratorio, por supuesto.

—¿Es de Melchor?

—Creo que sí. Como saben, mi esposa es tía del chico... tía segunda. Hace dieciocho años, acompañó a Isabel y a su madre a comprar la cadena, era el regalo de la abuela para su nieto que cumplía el primer año de vida. Mi mujer cree que es la misma joya.

—Bueno —dijo Buenaventura—, bueno, bueno. Esto empieza a colorearse... —Bebió un profundo trago de cerveza—. Usted nos dijo que este muchacho, Valentino, cree que Matías es su hijo, verdad? ¿Nunca se hizo un ADN? ¿Y si lo secuestró con ese fin?

—Es una posibilidad —consintió el comisario—. Pero, ¿dónde está el chico ahora?

—Eso es algo que habría que preguntarle al gran Valentino Costa —replicó el inspector con algo de sorna.

—Estoy de acuerdo, pero primero necesito que el laboratorio confirme si se trata de la misma cadena. Cambiando, anoche hubo otro asalto a un supermercado, la división de técnica está revisando las cintas de sus cámaras. Que te las pasen a vos después, Martín.

Armendáriz asintió. —¿Hubo heridos? —preguntó a su vez.

—No en esta oportunidad.

—Acá hay una conexión que no estamos viendo... —murmuró Buenaventura. Luego miró a su superior—: Muy bien. Estará de acuerdo en que el interrogatorio a Costa lo haga yo, no usted.

—Por supuesto, es lo que corresponde. Por otro lado, el agente Suárez estuvo en el hospital visitando al herido del anterior asalto, Gustavo Rosales, trabaja como profesor de música en la escuela, dice que los asaltantes son chicos muy jóvenes y que la voz de uno de ellos le resultó familiar.

—O sea que podrían ser locales —murmuró Buenaventura con la vista fija en la pizarra.

—Exacto.

—Bingo. —El inspector bebió otro largo trago de cerveza—. Su amigo esconde algo.

A Cucho Coronel no le quedó más remedio que asentir, cabizbajo.

Dos golpecitos en la puerta hicieron que escondieran las latas donde pudieron. El agente Suárez asomó su cara redonda.

—Estorninos confirmó que los restos del galpón son de Ismael Erasmo, El Loro.

—Por haber sido el último en estar con él o por lo de Albatros, hay que interrogar ya a Valentino Costa —sentenció Buenaventura.

—Sí —declaró el comisario con una mueca de tristeza—, mañana lo traigo.

—¿No habría que hacerlo ya? —preguntó Armendáriz—. ¿No podría asustarse si va esta noche a Albatros y encuentra el candado nuevo?

—Dejé custodia y Molina lo vigila, estamos cansados. Valentino no sospecha nada así que no hay peligro. Mañana será. 

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