15
El cliente se marchó feliz con su mesa reciclada. Tras despedirlo, Valentino cerró la puerta y volvió a contar el dinero, guardó algunos billetes en un bolsillo y arrolló el resto abrazándolos con una banda elástica. Luego caminó hasta la cocina y sacó, de uno de los estantes de la alacena alta, un pote de cartón. Su padre solía comprar el envase de tres kilos de dulce de leche en la Cuaraba, con intención de que les alcanzara para todo el mes, pero nunca duraba tanto; entre tortas, bananas, flanes y tostadas, la exquisita golosina volaba en un santiamén. El dulce venía en una bolsa plástica termosellada al vacío que se colocaba dentro un tacho cilíndrico de cartón duro color marrón. Su madre amaba aquellos recipientes, solía pintarlos o forrarlos con telas y puntillas y regalárselos a sus amigas, incluso, había llegado a vender algunos. Para su hermana Sofía también resultaron un tesoro cuando empezó los estudios de magisterio, los usaba para guardar todo tipo de cosas, desde témperas y pinceles hasta su ropa interior.
Valentino solo conservaba tres. Al primero lo usaba de guardatodo en el garaje, tuercas, tornillos, clavos, todo lo que fuera pequeño y no tuviera otro sitio establecido, iba a parar allí. Un segundo estaba en su dormitorio repleto de fotos viejas y, el último, pintado con muy buen gusto por su madre, era el que acababa de sacar de la alacena; en él coleccionaba bolsitas con condimentos sin usar y, debajo de estas, tapadas con un cartón oscuro que establecía un doble fondo perfecto, almacenaba gordos rollos de billetes verdes a los que envolvía primero con una hoja de papel blanco y luego sujetaba con una goma elástica. Allí acopiaba sus ganancias convertidas a dólares. Allí estaba lo que aún le quedaba de la indemnización. Dolarizar le había parecido una gran idea, así, cuando necesitaba, se acercaba a una casa de cambio y el dólar siempre valía un poco más que cuando había comprado. En un principio, la idea de juntar tanto dinero norteamericano como le fuera posible tenía por finalidad emprender un viaje por el mundo. Amaba Canalejas y quería morir allí, pero también se sentía deseoso de conocer nuevos sitios. Hasta había soñado hacer el viaje con Isabel. Ahora sus pensamientos estaban en Matías. Si alguien lo estuviera reteniendo en contra de su voluntad, pagaría lo que fuera para rescatarlo.
Una vez que la alacena volvió a estar acomodada, tomó el teléfono y buscó el nombre del chico que tantas veces imaginó, sería su hijo, y se quedó viéndolo por unos segundos, abstraído. No podía llamar. Si la policía encontraba, algún día, el aparato y veía un llamado suyo, lo interrogarían. Y no sabría qué responder. Como para distraerse, pensó en llamar a Enrico, a ver si lograban acelerar lo del negocio en la web, pero sabía que no podría concentrarse, su cabeza no estaba para eso. Decidió, entonces, ir un rato a la playa, el único lugar que le permitía alcanzar un poco de calma. Entonces sonó el celular con una notificación de mail. Por inercia apretó la M de colores y leyó el encabezado, sin abrirlo. «Laboratorios Medisur». El corazón le dio un vuelco. Lo había olvidado por completo pese a que eso se había transformado en la razón de su existencia durante los últimos veinte años. Dejó caer el peso de su cuerpo sobre la silla más cercana sin atreverse a mirar el contenido del envío. Medisur era uno de esos laboratorios pagos donde las cosas se hacen con la más absoluta discreción. Uno envía las muestras, tal como detalla la página web, hace el pago por internet y a la semana, tiene el resultado en el correo. Sin nombres, sin números de documentos. Solo una casilla de mail, dos muestras y un pago. Y nadie sabrá jamás quién consultó qué.
De vez en cuando, a Silvana Coronel le gustaba pasar por la comisaría y llevarle algo de comida a su esposo, o invitarlo a almorzar en algún sitio bonito. Estaba convencida de que, si no lo hacía, el comisario pasaba los mediodías sin probar bocado. El hecho de que lo viera más delgado en los últimos tiempos no hacía más que darle la razón. Por eso se le apareció en el despacho antes de las doce y se lo llevó al Mangiare, un pequeño restaurante que había abierto el verano anterior y del que todo el mundo hablaba maravillas.
Se ubicaron en una mesa sobre la ventana que daba al Paseo Marítimo.
—Hablé con las nenas, hoy —comentó luego de las trivialidades y de haber ordenado la comida—, Martina está desesperada por volver.
—¡Y deciles que vengan, o andá a buscarlas! —replicó el comisario con ansiedad. Las extrañaba horrores.
—Mmmm, no sé, yo prefiero que se queden un tiempo más por allá —admitió ella ante la mirada atónita de su marido.
—¿No las extrañás?
La señora Coronel se sintió algo ofendida.
—¡Claro que las extraño! ¡Pero la verdad es que prefiero mantener alejada a Martina de... ya sabés quién!
Apoyándose en el respaldo de la silla, el comisario emitió un suave bufido.
—Sí, ya sé. De todos modos, no podemos privarla de ir adonde quiere porque a vos te disgustan sus amigos que, entre paréntesis, son chicos que conoce de toda la vida. Que conocemos de toda la vida. ¡No podés basarte en lo de Matías para forzar a tu hija a que pase el verano entero a setecientos kilómetros de distancia!
Silvana guardó silencio mientras la camarera colocaba los platos. El comisario sirvió las copas.
—¿Qué tiene que ver Matías? —preguntó ella en voz baja—. Martina no se junta con él. ¡Es el hermano el que me da urticaria! Y el otro, el hijo de Sofía. ¡Quiero mantenerlas alejadas el mayor tiempo posible de ellos!
—¡Pero, Silvana! ¡Tampoco te gusta que se junte con la hija de Juan, con la que juega desde que nacieron!
—¡No! ¿Qué querés que te diga? ¡Emilia cambió mucho! Pero de ella se ocupará Juan. ¡A mí me preocupa nuestra hija! Está cambiada también, antes no era así, está contestona, desafiante, bajó las notas del colegio... ¡Ya lo hablamos, Cucho!
—Sí, lo hablamos, y te voy a decir lo mismo que te dije la otra vez: tiene quince años, ¿qué esperás? Tiene su carácter, la chica. ¿O te olvidaste cómo eras vos a su edad?
—¡Típico que preguntes eso! No, claro que no me olvidé. Y Martu no tiene por qué ser igual a mí o a vos cuando teníamos quince años... ¡éramos más boludos! Igual éramos más sanos, ¿no te parece?
A su pesar, el comisario asintió.
—No teníamos internet ni celulares —señaló.
—¡Gracias a Dios!
—Sil... quiero mostrarte algo, pero tenés que prometerme que no vas a decir una palabra a nadie... A nadie, ¿me oís?
—No me asustes.
Coronel sacó el celular del bolsillo y le enseñó una serie de fotografías. Su mujer las estudió unos instantes.
—¿Es de Matías? —preguntó sin dejar de analizar las imágenes.
—Creo que sí, por eso te las estoy mostrando, para ver si me lo podés confirmar.
—¡Uy, no sé, pasó mucho tiempo!
—Isabel nos dijo que llevaba una cadena con un trébol en el cuello, que se la había regalado la abuela cuando cumplió un año y que nunca se la sacaba.
—¡Ah, mirá vos! No sabía que le tenía tanto cariño a la tía Renata. La abuela de él era tía mía.
—Ya lo sé.
—Yo la acompañé a comprarla, junto con Isa. En aquella época todavía nos llevábamos más o menos bien. Puede ser que sea la misma, al menos es muy parecida... —De pronto pareció reaccionar y levantó los ojos hacia su esposo—. ¿Dónde la encontraron?
El comisario se acercó a ella y, mientras regresaba el teléfono a su bolsillo, susurró:
—En la casa Albatros.
—¿¡Qué!? —preguntó con un movimiento de labios, la voz no salió.
—Así como te digo. Molina vio a Valentino en Albatros ayer, entonces anoche fuimos a ver. Alguien se mete como pancho por su casa en ese lugar, hasta restos de comida, encontramos.
El asombro de Silvana Coronel era tan grande que solo atinó a asentir con los ojos muy abiertos.
El restaurante se iba poblando de a poco, por lo que hablaban cada vez más bajo, evitando pronunciar el nombre de Matías Melchor.
—¿Pensás que... el chico estuvo ahí?
—No sé, tal vez estuvo antes de desaparecer. Tengo que esperar a que el laboratorio confirme si la cadena contiene material genético suyo. Si me dicen que sí...
—¿Qué?
—No me queda más remedio que detener a Valentino. —Ante la mirada horrorizada de su mujer, agregó—: Lo sé, es un bajón, pero tengo que interrogarlo, al menos.
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