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14

Era la hora más alborotada del día, el momento en que, quienes no habían previsto llevar el almuerzo a la playa, se volcaban a los puestos y restaurantes de la zona. El toldo rojo de Fredy era uno de los preferidos; con buenos precios, estaba a pocos pasos de la arena y el aroma a hamburguesas cociéndose atraía como miel a las moscas.

El espigado, aunque algo encorvado, ex convicto parecía un pulpo en el pequeño cubículo; abría y cerraba la heladera, rasgaba paquetes de carne, tiraba medallones sobre la chapa caliente, colocaba salchichas en la panchera, cortaba panes, volteaba las hamburguesas con una espátula diestra, abría bebidas, cobraba. La gorra con la visera vuelta hacia atrás, atrapaba la transpiración de la cabeza. El cuello, en cambio, semejaba una catarata cuya desembocadura era su propia remera, prenda que con gusto se quitaría de no ser porque, pese a estar en la playa, la municipalidad no le permitía atender en cueros.  

En medio de semejante batahola, Fredy levantó los ojos y sintió ese particular cosquilleo de alerta que le generaba la presencia de la autoridad. No tenía idea de quiénes eran los dos que lo miraban desde una corta distancia, pero sabía que eran policías, reconocería a la yuta aunque aparecieran disfrazados de monos.

Lo bueno que tenía todo aquel movimiento, era que se disipaba rápido. En cuanto tuvo un respiro, comenzó a repasar el mostrador con una bayeta. Sonrió nervioso cuando los dos hombres se acercaron y se ubicaron en sendas banquetas.

—¿Qué les sirvo, agentes? —preguntó con voz firme. Tampoco era cuestión de mostrarles el temor que sentía.

Buenaventura tamborileó el mesón metálico con los dedos.

—Viene mucha gente a comprar acá —comentó—, deberías contratar un ayudante.

Fredy mascó el palillo que pendía de sus labios. Con gusto le hubiera preguntado si buscaba trabajo, pero sabía, por experiencia, que a los ratis no suelen gustarles las bromas de los ex presidiarios.

—Algún día —repuso cortante. Intuía que iban a comer, pero buscaban algo más, aunque no imaginaba qué. Tenía los impuestos al día, así que lo único que se le ocurría pensar era que algún vecino molesto le había puesto una denuncia, estaba acostumbrado, era algo con lo que podía lidiar—. Tengo hamburguesas y panchos. Gaseosa, agua y cerveza —ofreció con sequedad.

Los hombres mostraron sus placas.

—Inspector Buenaventura.

—Subinspector Armendáriz.

—Mucho gusto, supongo que no vale la pena que les diga quien soy porque seguro que ya lo saben, ¿no?

—Así es —confirmó el inspector—: Alfredo Rodríguez, treinta y siete años, soltero, con domicilio en bla bla bla, número de documento ta ta ta ta, sí, toda esa parte la tenemos anotada en ese hermoso expediente que abriste a los quince años y en el que se detalla tu lindo historial delictivo; pero no es lo que nos interesa.

—¿Historial delictivo? ¿No será mucho, agente? Tuve algunos problemas, es verdá, pero no fue...

—No fue tu culpa. Sí, eso también lo sabemos. Como te dije, no es lo que nos interesa. Y no somos agentes.

—¿Ah, no? Creí que todos ustedes eran agentes de la ley. —Se acodó en la barra y acercó, a ellos, su rostro con expresión burlona—. Al menos eso dice mi amigo, el comisario Coronel.

Buenaventura estiró la boca en una amplia sonrisa.

—Mirá vos. Nosotros también lo conocemos. De hecho, es nuestro jefe, nos envió a saludarte.

Fredy regresó a su gesto hosco, se echó hacia atrás y continuó limpiando.

—¿Qué quieren? —gruñó.

—Primero, una hamburguesa completa y una Coca. ¿Vos? —preguntó a su compañero, que asintió—. Dos completas y dos Cocas, entonces. Segundo, quiero que me hables de otro amigo tuyo: Valentino Costa.

—¡Él sí que es amigo del comisario! —exclamó con los ojos muy abiertos.

—Lo sabemos.

—No te atajes, Fredy —intervino Armendáriz—, no estamos acá por ningún delito. Solo queremos hacerte algunas preguntas.

—¿De Valentino?

—Así es —replicó Buenaventura—. ¿Cuándo lo viste por última vez?

—¿Le pasó algo?

—No, Rodríguez, no le pasó nada. ¿Podés responder?

Fredy se tomó tiempo para pensar, sacó dos medallones del congelador y los tiró sobre la placa caliente; preparó los panes, sacó lechuga, tomate, huevo, jamón y queso y fue armando los sándwiches con maestría. No tenía idea de las razones que tendría la policía para interrogarlo acerca de Valentino, pero sí sabía que no quería meterlo en líos. Y también, que mentirle a la cana no era recomendable. Lo ponía nervioso no saber qué decir. 

—Ayer lo vi —titubeó—,  viene siempre... No, no fue ayer, fue antes de ayer. —Dudó entre continuar hablando o callar, pero la inquisitiva mirada de los policías, lo disuadió—. Estuvo en la playa.

—¿A qué hora?

—No me acuerdo...

Buenaventura suspiró con cansancio.

—Rodríguez, no me hagas perder la paciencia, ¿dale? No quiero hacerte veinte mil preguntas para que me contestes con evasivas. Hablá.

—¡Es que no me acuerdo! Estuvo hasta las tres o las cuatro, hasta que vino un tipo y le ofreció una bici.

Los investigadores cruzaron significativas miradas.

—¿Qué tipo? ¿Quién era?

—No, ni idea. Creo que le dicen Loro o algo así, un chatarrero, de estos que compran porquerías, las arreglan y despué las venden al doble de precio. Tenía una bici en la camioneta pero a Velentinuzo no le gustó.

—¿Y para qué quiere Valentino una bicicleta? 

Fredy mordisqueó el palillo y sonrió de lado.

—Para bajar la panza, hace rato que andaba buscando una, pero nunca le alcanza la plata ¿vio? ¡Están re caras! Por eso, cuando el coso este le ofreció una usada, fue a verla.

—¿Ah, se fue con él? ¿Sabés adónde?

—Ni idea.

—¿De dónde se conocen, Valentino y el chatarrero? —inquirió Armendáriz.

Fredy levantó los hombros y volvió a girar los medallones.

—De por acá... Alguna vez el Loro le ofreció unos mangos por el auto, pero Valen no lo quería vender, así que lo mandó a freír churros; igual hablaron, Valen le comentó que quería una bici, no sé bien...

—¿Se fueron caminando? ¿En auto?

—En la camioneta del tipo. Valen dejó el auto por allá, se conoce que ya vino a buscarlo porque no está. Seguro que vino despué que yo había cerrado el boliche, no lo vi para nada. Tengo sus cosas acá todavía.

—¿Qué cosas?

Fredy tenía el horrible presentimiento de que estaba hablando de más. En general era muy parco con la policía, pero el hecho de que le preguntaran acerca de Valentino lo había descolocado, no podía estar metido en nada raro, Valentino era el tipo más manso y boludo que conocía. Puso los dos sándwiches en los platos, frente a ellos y les alcanzó aderezos y servilletas. Abrió las gaseosas y adjuntó dos vasos.

—Las cosas de la playa —respondió—, la sombrilla, la silla, el termo, el mate... esas boludeces. Se las había dejado encargadas a Carlitos, el churrero. Como se tenía que ir y Valentino no volvía, me las dejó acá. Toavía las tengo.

Buenaventura asintió de gusto tras morder el sándwich y, sin dejar de masticar, preguntó:

—¿Escuchaste algo del incendio en Estorninos?

—Si, lo vi en la tele. —Señaló el pequeño aparato que colgaba a su derecha.

—Lo que se incendió fue la casa del Loro —informó el inspector sin dejar de mirarlo. Fredy abrió la boca sin pronunciar palabra por unos cuantos segundos. Luego preguntó, en un hilo de voz:

—¿El cuerpo que encontraron... era Valentino?

—No. Pero, por lo que nos contás, podría haber estado allí, con el Loro.

—Justo antes de que empezara el incendio —agregó Armendáriz. 

Fredy tuvo, entonces, la certeza de que había hablado de más. 

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