13
—La suerte de ser policía y tener un amigo farmacéutico —susurraba Coronel mientras abría con cuidado la bolsa blanca que hallaron en la casa Albatros—, es que uno puede pedirle que traiga una caja de guantes quirúrgicos cuando lo acompaña a algún procedimiento.
Juan, que se había calzado también un par, sonrió.
—No creas que no te los voy a cobrar —señaló con sorna. La verdad era que Cucho no se los había pedido, los había llevado por iniciativa propia; le encantaba, como bien decía, «jugar a los detectives»—. El agua no tiene mal olor —agregó al olisquear la botella.
—Y lo que hay acá tampoco, a pesar del calor de estos días. Una feta de queso y una de salame..., un paquete de pan abierto..., alguien estuvo comiendo entre ayer y hoy. Vamos a dejar todo en la bolsa y lo voy a llevar al laboratorio. ¿Qué es eso que brilla ahí, cerca de tu pie derecho?
Juan alumbró el piso con el teléfono e hizo correr el haz de luz hasta que dio con el objeto, lo levantó con cuidado.
—Es una cadenita —susurró—, con un dije... de trébol, me parece.
Coronel contuvo la respiración.
—¿En serio? A ver... ¡Santo Dios! —exclamó al colocar el colgante a la altura de sus ojos—. ¡Matías tenía una similar al momento de su desaparición!
—Me estás jodiendo.
—¡No! —Al comisario le hubiera gustado tener encima la fotografía del muchacho en la que se distinguía claramente el adorno en su cuello y que descansaba dentro de la carpeta del caso, en poder de Buenaventura. Aquel collar era uno de los pocos datos que habían logrado ocultar a la prensa—. Escuchame, Juanchi —habló con agitación—, no digas una palabra a nadie, ¿okey? Es muy importante que esto no se sepa hasta que el laboratorio la examine. Dame otro guante.
Abrumado por lo que acababan de descubrir, Juan asintió y se lo alcanzó. El comisario metió la cadena y el dije dentro, lo ató con un nudo doble y lo guardó en su bolsillo.
—¿Creés que Valentino tuvo algo que ver...? —titubeó el farmacéutico.
—No tengo idea, espero que no.
—¿Para qué vendría a esta casa?
—No lo sé, Juancho, lo que sí sé es que, primero tengo que ver si esta cadena pertenece al desaparecido y, en caso de que el resultado dé positivo, tengo que hacer venir, de manera urgente, al equipo de rastros.
Quedaron en silencio por unos momentos. Luego siguieron investigando los alrededores, caminando con mucha lentitud, poniendo la mayor cautela en no tocar nada ni mover ningún objeto. Con aquella penumbra era fácil perder detalles. Así y todo, Coronel reparó en una colcha abandonada en un rincón, se acercó y la movió con el pie; debajo había otra manta hecha un rollo medio deshecho, como si se hubiera usado de almohada. Detrás suyo, el farmacéutico observaba con los ojos muy abiertos. Coincidieron en que era indudable que alguien había dormido allí.
—Tal vez se metió algún indigente... —susurró Juan.
—Con una cadena similar a la que llevaba el chico perdido —objetó el comisario con ironía.
—¿Pensás que Matías estuvo acá?
Coronel no contestó. Adoraba a su amigo, pero no era momento de interrogatorios, necesitaba pensar. Decidir entre hacer lo correcto y llamar en ese mismo instante a los peritos, o rezar para que todo fuera una estúpida equivocación e intentar proteger a Valentino.
—¿Qué explicación vas a dar cuando te pregunten de dónde sacaste esa cadena? —insistió Juan.
Coronel tomó aire con impaciencia.
—¡No sé, Juancho, no sé! ¡No voy a mandar al frente a Valentino hasta no saber qué pasa! Diré que un llamado anónimo me alertó de movimientos extraños y que vine a investigar.
—¿Solo? Sin avisar a nadie, ni traer refuerzos, por las dudas.
El comisario emitió un largo, largo suspiro. Hacía demasiados años que eran amigos como para que Juan no conociese el protocolo. —Ya me inventaré algo... que mi informante podría no ser tan fidedigno, que preferí venir por mi cuenta antes de avisar..., no sé. Pero, aclararé que no vine solo, me acompañó el farmacéutico Carmona, una eminencia en confiabilidad.
—A mí no me metas en quilombos, ¿eh? Voy a apoyar lo que digas, lo sabés, pero no quiero quedar pegado con nada.
—Tranquilo, Juancho... acá el único que tiene que preocuparse, me parece, es Valentino... No entiendo nada, te juro. Sigamos mirando. Vamos a las habitaciones. Olor feo no hay, ¿no?
—No. ¿Por qué lo habría?
—Si hubiera un muerto, por ejemplo.
—¡No jodás con eso, ché!
—¿Tendrás un candado en tu casa?
—Creo que sí, ¿por qué?
—Andá a buscarlo, te espero acá. Necesito cerrar esa puerta por donde entramos para que nadie más se meta. Fijate si todas las ventanas están aseguradas.
—¿No tendrías que llamar a tus compañeros?
—¡Sí, Juan, sí! ¡Pero antes quiero tener la certeza de que la cadena es de Matías! ¡De lo contrario voy a mover gente al divino botón y encima, voy a mandar al frente a Valentino! ¿Entendés?
—Sí, tenés razón. Voy por el candado.
—Que no te vea nadie.
Eran las diez de la mañana del miércoles veinticuatro, Matías Melchor llevaba una semana desaparecido sin que nadie tuviera el menor rastro de él. Buenaventura lucía preocupado.
Armendáriz bebió el último sorbo de café y concluyó su relato acerca de lo acontecido en Los Estorninos, la tarde anterior.
—¿Qué te pareció Dionisio? —preguntó distraídamente el inspector.
—¿Es amigo suyo? Me llamó «detective» en lugar de subinspector y me tuteó todo el tiempo, fuera de eso, no estuvo mal.
—No te preocupes, a mí también me llama «detective», pero lo hace cuando no hay moros en la costa. Cuando es oficial, siempre te llamará por tu rango... Yo también te tuteo, ¿te molesta?
—¡No, no, para nada! Usted y yo trabajamos juntos desde hace tiempo. Me llamó la atención en él, que no me conoce de nada.
El inspector demoró unos minutos en contestar. Sus ojos recorrían cada foto, cada anotación en la pizarra magnética.
—Pero sabe que trabajás conmigo —dijo finalmente—. ¿Averiguaste algo del estudio de abogados que llevó los impuestos de Erasmo?
—Sí, anoche hice algunos llamados y, escuche bien: el estudio es el único que hay en Canalejas: Benetti, Melchor y Rómola asociados.
—¿Melchor?
—Sergio Melchor. Exacto. Que, entre paréntesis, ese es el estudio que representa a Electrodomésticos Soldati.
—No te sigo.
—Valentino Costa fue despedido...
—Ah, sí, sí... ¿Y ese estudio intervino en el despido?
—Ahá.
—Pero mirá vos qué interesante...
—En aquella oportunidad, el bufete se enfrentó a Alfredo Giovani, cuñado de Costa, que fue quien representó a Valentino. La verdad es que no tiene por qué haber algo turbio, podría ser una simple casualidad, Erasmo necesitaba que le saquen las papas del fuego con los impuestos impagos de su propiedad y recurrió al primer estudio jurídico que encontró. Da la casualidad que es el de Melchor.
—Que está en Canalejas —completó Buenaventura, para luego agregar—: La casa del Loro está casi en Estorninos, ¿por qué no buscó ahí un abogado?
Armendáriz jugó con los pellejos de sus uñas, en actitud pensativa.
—¿Hay estudios jurídicos en Estorninos? —preguntó luego de unos segundos—. Hasta donde sé, es un pueblo muy chico.
—Mmmm, tal vez tengas razón. Averigualo. Y escuchame. —El inspector se puso de pie—. La bicicleta del pibe desaparecido, que es hijo de uno de sus abogados, aparece en la propiedad del Loro que, para más datos, acaba de ser incendiada. —Observó de cerca la foto de Ismael Erasmo en la pizarra—. No, ¿qué querés que te diga? A mí no me parece tanta casualidad. Acá hay algo muy turbio, muchacho. —Repiqueteó los dedos en el aire mientras sus ojos recorrían las carpetas amontonadas. De pronto agarró las llaves del coche—. ¿Tenés ganas de comer una hamburguesa? Yo invito. Vamos a la playa, a visitar a Fredy Rodríguez, a ver qué nos cuenta.
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