Frustración Por Partida Doble
El invierno, esa época del año tan querida por muchos y tan odiada por unos pocos viejos cascarrabias, por fin había arribado a la ciudad de Hillwood. Era diciembre y no se veía más que alegría y regocijo en cada rincón de la metrópoli.
El humo de las chimeneas de las casas se dejaba ver paulatinamente con el pasar de los días. Tanto las aceras como los pórticos se habían cubierto de gruesa nieve, ocasionando que algunos vecinos furiosos no pudieran sacar sus vehículos de sus cocheras y se vieran obligados en cierta forma a remover la nieve por su propia cuenta utilizando grandes y anchas palas especiales. Los árboles de navidad inmensos, adornados con cientos de figurines y luces de todos colores y sabores; iluminaban cada casa de la ciudad. Las tiendas departamentales no se daban abasto por la cantidad de personas que esperaban ansiosas por obtener sus compras de navidad. No obstante, aquello que más se podía apreciar, sin duda eran las sonrisas de oreja a oreja en las caras de los más pequeños e inocentes del hogar. La navidad se aproximaba y era el último día de clases. No podía haber un mejor motivo para estar alegre.
Lamentablemente, aquella felicidad invernal y poco duradera, esta vez no representaba absolutamente nada para un niño en particular; uno con cabeza en forma de balón de fútbol americano, el cual vivía en una gran casa de huéspedes propiedad de su abuelo.
El día era diecisiete de diciembre y el simpático y a la vez molesto despertador homónimo a la apariencia del chico indicaba que ya eran las siete de la mañana en punto.
"Oye Arnold, Oye Arnold, Oye Arnold, Oye Arnold, Oye Arnold, Oye Arnold" —El aparato repetía sin cesar.
Arnold se despertó con dificultad. Estiró su mano para alcanzar su despertador y conseguir apagarlo. Un hilo de saliva caía por un extremo de su boca, tenía grandes ojeras en ambos ojos y una expresión en su rostro no muy convincente de que había pasado una total noche de sueño placentero.
Se levantó sin hacer ningún gesto y se dirigió a su armario para descolgar su ya clásica camisa larga a cuadros de color rojo, un gran y abrigador suéter azul, acompañado de unos jeans de mezclilla y unas botas de nieve en color negro, así como una bufanda del mismo color que su camisa. El chico se había comenzado a vestir cuando alguien llamó a su puerta.
—Hombre pequeño es hora de despertar, no querrás llegar tarde al último día de clases.
—¡Ya estoy despierto abuelo, gracias! —Respondió Arnold.
—Muy bien, será mejor que te des prisa o me comeré tus waffles. —Le advirtió, soltando una ligera risa para inmediatamente bajar las escaleras y regresar a la cocina.
Arnold salió de su habitación ya vestido y se dirigió al baño para peinarse y cepillarse los dientes. Caminó por el pasillo y al dar vuelta hacia la derecha este logró divisar a lo lejos al honorable Sr. Hyunh formado afuera de la puerta del tocador, el cual portaba una gran bata de baño de color azul y en su mano derecha; una pequeña toalla del mismo color.
—¡Buenos días Arnold! —Gritó el Sr. Hyunh, levantando su única mano libre para saludar al chico rubio que se acercaba por el corredor.
—¡Buenos días, Sr. Hyunh! —Le respondió sin muchos ánimos.
—¿Estas feliz por el ultimo día de clases?
—¿Disculpe? — Preguntó confundido.
—¡Sí...! Me refiero a que si hoy es el último día en el que asistes a la escuela por lo que resta de este año... ¿No es así?
—¡Ahh...! ¡Sí...! Es hoy...
—¿Te ocurre algo Arnold? —Preguntó el hombre un poco intrigado.
—¡Sí...! Bueno no... Es decir... Lo siento mucho Sr. Hyunh, pero ya no sé ni lo que digo, solo estoy un poco confundido... Eso es todo, pero creo que aun puedo vivir con ello. —Arnold contestó rápidamente aun cuando su lengua se había trabado un poco. Acto seguido, se recargó en la pared contigua.
—Ya veo... Perdona mi intromisión pero...
—No... Descuide...
—Me preguntaba si aun estas un poco resentido con la situación que refiere a tus padres.
Arnold se encontraba en un estado de melancolía y depresión desde hacia aproximadamente diez semanas. Todo había comenzado el cinco de octubre anterior, desde aquella ocasión donde encontró casualmente el diario de su padre arrumbado en alguna parte del ático y dentro de este, un extraño mapa que señalaba un lejano país en América Central llamado San Lorenzo. Desde aquel entonces, todo se había venido desmoronando lentamente para el pobre chico, tanto escolar como socialmente. Prácticamente todos los inquilinos de la casa de huéspedes lo habían notado de alguna manera, sobre todo el Sr. Hyunh; a diferencia de sus abuelos, con los cuales supo a la perfección como ocultarles sus verdaderos sentimientos, por lo que Arnold de vez en cuando buscaba ayuda en aquellas personas que consideraba parte de su familia aunque no lo fueran como tal, y sobre todo en ese señor extranjero. Aquel que había perdido a su hija e inexplicablemente pese a que Arnold falló rotundamente en la búsqueda de la misma, estos habían podido reunirse. Debido a eso, el chico rubio buscaba continuamente consejo en el, ya que había pasado por una situación similar, sintiendo en carne propia la desesperación de no saber cómo localizar a un ser querido. Sin embargo, Arnold no tenía la suficiente fe como para pensar que un milagro parecido se le presentara así el día de navidad.
—No lo sé Sr. Hyunh, no sé qué pensar al respecto. Sé que tuvieron que marcharse, era una emergencia después de todo y ellos eran las únicas personas que podían ayudar a esa pobre gente de los ojos verdes que mi padre tanto menciona en su diario. Pero ese no justifica el hecho de haber abandonado completamente a su propio hijo sin hacer el más mínimo esfuerzo por tratar de comunicarse con él en estos últimos nueve años. Tan solo me gustaría saber que les paso, o la razón por la cual nunca han venido a visitarme.
—Entiendo perfectamente cómo te sientes Arnold. —Dijo, hincándose sobre su rodilla derecha y colocando su mano en el hombro de Arnold en señal de solidaridad—. ¿Sabes algo? Cuando me encontraba frenéticamente buscando a mi hija, hubo momentos en los que perdía la fe, pero como padre que soy; nunca me rendí. Aunque la frustración se había convertido en una vieja compañera, tuve que hacerle frente y no dejarme caer. Tú debes hacer lo mismo Arnold, considera que ellos no han podido venir por alguna razón.
—Sí... Puede que tenga razón Sr. Hyunh. Pero, pero eso tampoco no explica porque ni siquiera me han podido mandar al menos una carta explicándome los motivos de su ausencia. A estas alturas ni siquiera sé si se encuentran con vida. —Dijo, encogiéndose de hombros.
—A decir verdad Arnold, eso es algo que también me preocupa —Se puso de pie—. Pero recuerda que nunca debes perder la fe ni las esperanzas, la esperanza es lo que muere al último y si hay algo de lo que estoy completamente seguro, es que los milagros existen.
Lo último no dejó muy convencido al rubio, el cual aun mantenía una mirada perdida en el infinito. Acto seguido, la puerta del tocador al fin se abrió, mostrando a una persona aparentemente extranjera con aspecto desalineado y barba cerrada de color café.
—¡Vaya Oscar, por un momento creí que te ibas a quedar ahí para siempre! Seguramente ya te acabaste toda el agua caliente como ya es tu costumbre. —Le reclamó.
—¡Oye no me hables con ese tono! Yo no tengo la culpa de que seas un inquilino flojo, desorganizado y que encima te levantes muy tarde. —Le contestó.
—¡Sí, claro! Lo que tú digas Kokoshka. Ahora apártate de una buena vez y déjanos pasar a Arnold y a mí. Al contrario de ti, algunos si tenemos que ir a trabajar o a estudiar.
—¡Oye no me reclames! Y no he conseguido trabajo porque aun no hay uno que sea lo suficiente bueno para mí. —Le reiteró con su propia voz ronca y rasposa, dirigiéndose a su propio apartamento y perdiéndose así de la vista de ambos al girar en el pasillo continúo.
—¡Vaya que sujeto tan desagradable! En fin, entra tu primero Arnold.
—¿Está seguro señor? —Preguntó el chico con cabeza de balón.
—Completamente, tú llevas más prisa que yo. —Insistió.
—Gracias Sr. Hyunh, no tardare mucho y gracias nuevamente por sus valiosos consejos.
—¡No hay de que! —Dijo finalmente mostrándole una sonrisa al chico.
Arnold entró y lo primero que vio al mirarse en el espejo fue su rostro sumergido en un océano de frustración. Realmente se veía terrible, los síntomas que ya tenían mucho tiempo haciendo estragos en su pobre y delicado corazón se podían notar a leguas de distancia. El chico se lavó la cara, pero el terrible daño ya estaba hecho. Durante las últimas semanas, aquella desesperación se había ido convirtiendo lentamente en furia, y la furia en odio. Una sensación de odio que había llegado a tal grado, que prácticamente todo recuerdo material que Arnold tenía de sus padres y que estaba relacionado de alguna manera con San Lorenzo acabó finalmente almacenado dentro de una caja de cartón de una forma bastante descuidada en alguna parte del ático muy cerca de donde Arnold había encontrado el diario. Uno de esos objetos, había sido su gorra favorita de color azul.
Pasaron solo unos cuantos minutos y Arnold salió del baño a toda velocidad. Acto seguido, se despidió gentilmente del Sr. Hyunh con un ligero movimiento de su mano hacia arriba para así moverse nuevamente hacia su habitación, solo para levantar su mochila y dirigirse a la cocina para desayunar. Su mochila pesaba un poco más que lo usual esa mañana. Ya que más allá de simplemente llevar útiles escolares, el motivo del peso extra era algo especial y único, algo ideal para la chica de sus sueños, aquella que le robaba el aliento y trataba de conquistar cada vez que la oportunidad se presentaba: Lila Sawyer.
*Esto seguramente le encantara a Lila*. —Pensaba el rubio, mientras bajaba los escalones principales.
Hoy se celebraba el intercambio de regalos dentro de su salón de clases y lo que Arnold había logrado conseguir era algo sumamente perfecto para ella. Era tal su deseo de ver su rostro lleno de alegría, que omitió por un momento el amargo recuerdo que la ausencia de sus padres le había estado provocado. Ver a Lila feliz era lo único que por ahora podía mitigarlo medianamente de su prolongada depresión al no saber nada de sus padres durante prácticamente casi toda su vida.
Arnold entró a la cocina y decidió dejar todos esos pensamientos de lado para tratar de concentrarse solamente en su desayuno, el cual estaba a punto de ser engullido por su abuelo. Al mismo tiempo, no muy lejos de ahí, en una casa con la fachada pintada en un cierto tono de azul cielo; una chica rubia con dos coletas a los lados y un gran moño de color rosa en la cabeza, se encontraba despertando recién.
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—¿Qué hora es? —Se preguntaba la chica somnolienta, observando el reloj de su despertador junto a su cama—. ¿Qué? ¿Ya son las siete y media? ¡Dios mío, me quede dormida y llegare tarde! Y por si fuera poco aun no he terminado de envolver el regalo que tengo para Arnold. ¡De prisa Helga, de prisa!
Helga se comenzó a vestir en tiempo récord, poniéndose un vestido rosa con franjas rosas que le llegaba un poco más abajo de las rodillas, una chamarra de color violeta y un singular gorro de color rojo el cual dejaba salir libremente sus coletas al exterior. La chica rubia salió de su habitación y estuvo a punto de chocar con su madre, la cual iba corriendo hacia la parte inferior de la casa con una enorme maleta de viaje.
—¡Mamá! ¿Por qué no me despertaste? ¿Y por qué rayos vas corriendo con esa maleta? ¿Vas a donarla a la caridad o algo parecido? —Preguntó confundida, frotándose un ojo a causa del sueño.
—¡Ahh! Lo siento Helga, me encantaría quedarme a charlar contigo, pero ya se nos hace tarde para tomar el vuelo.
—¿Qué? ¿Vuelo? ¿De qué vuelo hablas Miriam? ¿Qué está ocurriendo aquí? —Preguntó arqueando su única ceja y llevándose las manos a la cintura.
—¡Del vuelo...! ¿No lo recuerdas? Tu padre y yo nos vamos a Vermont a visitar a Olga y pasar una increíble navidad con ella, al parecer habrá una gran ceremonia de premiación y Olga recibirá un enorme reconocimiento por ser la mejor alumna que esa universidad haya tenido desde su fundación. —Respondió su madre de forma ingenua, acariciando la mejilla izquierda de su hija.
A Helga le hirvió la sangre cuando su madre pronuncio el nombre de su hermana mayor. Siempre era todo por ella, la gran hija favorita y perfecta de los Pataki. Helga sabía en el fondo que sus padres preferían a Olga sobre todas las cosas existentes en el planeta, y para la profunda desgracia de la chica eso también la incluía a ella.
—¡¿Qué?! ¿Ustedes están bromeando, verdad? ¿Cómo es posible que no me hayan dicho algo semejante? —Protestó la chica aun sin poder creer lo que escuchaba.
—¡Ehm...! ¿Qué...? ¿En verdad no te lo dije...? ¡Dios mío...! Bueno, lo siento mucho querida. Creo que con la adrenalina y la emoción del momento lo olvide por completo. —Le respondió soltando una risa despreocupada.
—Entonces.... —Frunció el entrecejo—. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Eso significa que me la pasare sola la navidad en casa? ¿Realmente me van a abandonar así de simple en una de las fechas más importante del año? —Gritó furiosa, pidiendo una explicación al respecto.
—¡Helga...! ¡Helga...! —Miriam puso su mano derecha sobre la cabeza de su hija menor—. Discúlpanos en verdad, pero hoy fue el único día en el que tu padre pudo conseguir los boletos, y con el tiempo encima ya no pudimos esperar a que terminaras tus clases. Además, se que estarás muy bien. Eres muy madura para tu edad y sumamente responsable, estoy segura de que sabrás que hacer. Sabes cocinar sopas instantáneas en el microondas, sabes que no debes abrirle la puerta a extraños... Sé que la casa estará bien en tus manos.
—¡Miriam...! ¡Cariño...! ¡Date prisa y baja ahora o no llegaremos a tiempo para tomar el avión! —El gran Bob le gritó a su esposa desde el exterior de la casa.
—¡Sí, ya voy! Entonces Helga ya sabes que hacer, te saludare a Olga de tu parte.
—¡Sería mejor que no lo hicieras! —Murmuró la chica rubia en un tono increíblemente molesto, siguiendo de cerca a su madre al bajar por las escaleras.
—¿Ya le diste las instrucciones a Olga? —Le preguntó el gran Bob a Miriam en cuanto la vio salir de la casa.
—¡Helga! ¡Soy Helga papá! ¡Helga! ¿Cómo es posible que aun no puedas ser capaz de recordar mi nombre si prácticamente convives más tiempo conmigo que con Olga. —Se adelantó su hija asomando la cabeza por la puerta.
—¡Ah, sí...! ¡Helga...! Bueno, no importa. Ya sabes que hay que hacer niña, solo hazle caso a las indicaciones de tu madre y trata de portarte bien, regresaremos en un par de semanas. —Contestó el gran Bob, luego de hacerle la señal a un taxi que pasaba en ese momento para que pudieran abordarlo.
—¡Cuídate mucho hija mía! Nos veremos después de la navidad. ¡Te llamaremos!
—¡Al aeropuerto por favor y dese prisa! Si es posible desobedezca las advertencias de todos los semáforos. —Le indicó el gran Bob al conductor del taxi inmediatamente después de haber subido a la parte trasera del mismo—. ¡Miriam apresúrate o perderemos ese vuelo!
—¡Nos veremos en unas cuantas semanas querida! ¡Y no olvides cepillarte los dientes tres veces al día....! —Gritó su madre desde la ventanilla del taxi, luego de subirse en el último segundo antes de arrancar.
El taxi en el que iban los padres de Helga se alejó y se perdió de la vista de la rubia al dar vuelta en la siguiente calle. Pasaron unos segundos y Helga aun no se movía del lugar ya que aun no lo podía creer. La chica entró nuevamente a su casa y cerró la puerta, dejándose caer sobre el piso al pie de la entrada.
—Y el Oscar a los peores padres del mundo es para... —Suspiró y miró hacia el techo para levantarse del piso y comenzar a subir lentamente los escalones para dirigirse hacia su habitación—. ¡Rayos! ¿Por qué solo me pasa esto a mí? ¿Por qué la vida me castigó dándome unos padres tan zopencos y brutos? ¿Solo porque la inútil de Olga siempre ha sobresalido en todo lo que se ha propuesto me tienen que ignorar a mi? ¡Pero en que estoy pensando! No necesito de su afecto, nunca lo he tenido y nunca lo he necesitado. ¿Así que por qué tendría que preocuparme por tenerlo ahora? Lo único que necesito es a mi dios, a mi rey, al único chico en el mundo que representa mi vida entera.
Helga se encerró dentro de su alcoba y abrió su armario, en el cual estaba su santuario personal, un lugar especial en el cual se refugiaba de las represiones del mundo exterior. Ese lugar extraño donde en el fondo se encontraba una representación bizarra pero muy creativa de lo que era el chico que mas amaba en la vida.
Con un balón de fútbol americano formando su cabeza, dos aros de jitomate representando sus ojos y un conjunto de seis mitades de bananas simulando ser parte de sus cabellos rubios, ahí se encontraba su musa ejemplificada: Arnold.
—¡Ohh! Amado mío, si tan solo pudieras verme de la forma en la que yo te veo. ¿Sabes algo...? No he dejado de preguntarme en estos últimos días si estas próximas festividades navideñas signifiquen la oportunidad perfecta para abrirte mi corazón y decirte los verdaderos sentimientos que tengo hacia ti? ¿Serán a caso estos los días en los que mi corazón cantará los versos de amor que tanto me he guardado para mí misma? ¿Serán a caso estos los días en los que...?
Helga se interrumpió repentinamente, ya que los engranes que hacían trabajar su cabeza se habían puesto en sobre marcha para idear un magnifico plan. Uno el cual creía que sería una perfecta oportunidad para confesarle su amor de una vez por todas, pero esta vez de una forma más cariñosa, sincera y obviamente menos desastrosa y aterradora como aquella vez sobre uno de los balcones del edificio de las industrias futuro, en el cual, lo único que consiguió Helga fue retractarse más tarde y alejarse todavía más de Arnold.
—Si hago que de alguna forma Arnold pase la navidad conmigo seria una excelente oportunidad para abrirle mi corazón. Será como el paraíso. Tengo que lograrlo, pero no se me ocurre nada en este momento. Bueno, no importa, estoy segura que algo se me ocurrirá. Tengo una semana completa para pensarlo después de todo.
Helga se encontraba imaginando el plan con maña dentro de su cabeza, un sueño que deseaba con todas sus fuerzas que se convirtiera en realidad y que debía conseguir pasara lo que pasara, o de lo contrario pasaría la navidad más amarga de toda su vida y a tan corta edad. A continuación, se colocó las botas de nieve y dos guantes en sus pequeñas manos para finalmente terminar de envolver el regalo de Arnold; Una pequeña armónica de color dorado, la cual serviría para reponer otra parecida después de que ella misma fuera la causante de que Arnold la perdiera, siendo el desastroso resultado de una broma bastante pesada que le había jugado unas cuantas semanas atrás.
—¡Espero de corazón que esto te agrade amado mío! Invertí todos mis ahorros para comprártela, solo espera un poco más Arnold. Te juro que esta será una navidad inolvidable para ambos. —Decía mientras sacaba su pequeño relicario para ver la foto de su amor y pasar sus finos dedos sobre su imagen inmóvil, para finalmente darle un pequeño beso y guardarlo nuevamente dentro de los bolsillos de su vestido.
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Arnold salió de su casa, cabizbajo y mirando hacia el pavimento, como si de repente el suelo cubierto de nieve se hubiera convertido en una atracción sumamente interesante. Al cabo de unos cuantos minutos, el autobús escolar por fin hizo escala frente a la casa de huéspedes. Arnold subió e inmediatamente todos sus amigos que se encontraban dentro notaron que su depresión empeoraba cada día, provocando que su rendimiento escolar bajara tan drásticamente como una montaña rusa sin control. Los demás chicos que iban sentados interrumpieron su plática y guardaron un poco de silencio mientras Arnold caminaba por el largo pasillo del autobús y encontraba su lugar al lado de su mejor amigo de toda la vida: Gerald Johanssen.
—¡Oye Arnold! ¿Cómo estas esta mañana? ¡Cielos! ¡Te ves terrible, viejo! —Gerald exclamó animoso.
—¿En serio? Yo creo que no me veo tan mal como dices. —Dijo Arnold sin siquiera voltear a verlo.
—¿Acaso no te has visto en un espejo?
—¡No...! —Respondió con frialdad.
—¡Arnold...! Ya llevas mucho tiempo en ese estado tan deprimente. Tal vez deberías conseguir la ayuda de tus abuelos o de un profesional en la materia que te asesore. ¿Qué tal la doctora Bliss? Debes entender que no puedes continuar así. Me tienes muy preocupado y no solo a mí, sino a la mayoría de tus amigos también. Todos estamos muy preocupados por ti. —Declaró el chico moreno.
—Pues que pena que piensen así de mí, yo sigo siendo el mismo de siempre, son ustedes los que ven cosas donde no las hay. —Le recriminó el rubio, mostrándose un poco molesto.
—¿Lo ves? ¡Es eso a lo que me refiero! Estás muy negativo y te niegas rotundamente a aceptarlo, te damos consejos pero no nos escuchas. —En ese momento, Gerald comenzó a levantar la voz haciendo que los demás chicos en el autobús guardaran silencio nuevamente y escucharan la discusión desde sus respectivos asientos.
—¿A sí? ¡En primer lugar, no recuerdo nunca haberte pedido consejos a ti ni a nadie, Gerald! Así que te sugiero que me dejes tranquilo. No estoy de muy buen humor.
—¿Sabes...? Extraño al viejo Arnold. El era amable, comprensivo y un buen amigo. Ahora todo lo que veo en ti es a un viejo gruñón y cascarrabias que solo piensa en sí mismo.
—¡Si de verdad crees eso Gerald, creo que tal vez deberías pensar mejor las cosas y empezar a alejarte de mí si no te gusta mi comportamiento! ¡O ya se, tengo una mejor idea! ¿Qué tal si dejamos de ser amigos a partir de hoy mismo? ¿Creo que eso sería lo más conveniente para ambos, no lo crees? Porque si vas a continuar molestándome como lo has hecho hasta ahora, vas a llegar a cansarme y te puedo asegurar que no te va a agradar para nada mi reacción. —Gritó Arnold muy molesto con sus puños completamente cerrados, como si tuviera ganas de darle un puñetazo. En ese momento todo el autobús se convirtió en un cementerio. Gerald no dijo una sola palabra puesto que no creía en lo que sus ojos veían, su mejor amigo de tantos años proponiéndole romper su amistad por algo que aun no lograba entender.
—Lo siento viejo, solo trataba de ayudarte... —Se lamentó el chico moreno bajando los ojos.
—Nunca te pedí ninguna clase ayuda Gerald, ni a ti ni a nadie. Por lo tanto, te aconsejo seriamente que te alejes de mí y me permitas lidiar con mis propios asuntos. —Dijo Arnold, levantándose de su asiento—. Solo déjame en paz y apártate de mí vista.
El chico con cabeza de balón apartó a su amigo y se dirigió hacia la parte trasera del autobús, en la cual se encontraba únicamente el alegre y siempre positivo joven Eugene, al cual Arnold no dudó en amenazarlo solo con la mirada para que se apartara de aquel lugar.
—¡Ehm...! Lo siento Arnold... Te lo estaba reservando exclusivamente para ti... Mi viejo amigo... —Dijo Eugene con nerviosismo y con un poco de temor.
Arnold se limitó a sentarse y a observar por la ventana, viendo la nieve caer poco a poco sobre el pavimento y sobre las aceras de las casas, perdiéndose él y sus pensamientos a través del blanco y melancólico paisaje en el exterior.
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