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Capítulo 8

Cuando la campana de la puerta sonó, Tomás se apresuró a abrir. Tras la puerta se encontraba una joven que rondaría por la veintena, al igual que Tomás. Ella estaba empapada, debido a la lluvia que caía con fuerza. Le pidió muy educada permiso para pasar al interior, y el chico se lo concedió. Pasaron al salón, y le bajó una toalla. Ella se quitó el chal que portaba sobre los hombros y lo dejó sobre la silla. Él la observaba embelesado. Le propuso que se quedara con él esa noche, y ella aceptó sin rechistar.

Pasó la noche en la habitación que Felicia solía ocupar. Logró conciliar un sueño muy ligero, pero él no logró dormirse. Era una chica muy guapa, y se llamaba Claudia. Le parecía un nombre muy bonito, y ella no lo era menos. Habían pasado tres años desde la última vez que había visto a Felicia, y pensó que ya era hora de pasar página.


A la mañana siguiente, se despertó sobresaltado. Un agradable olor a café caliente llegó hasta las fosas nasales de Tomás. Se levantó rápidamente, y tras vestirse, bajó a la cocina. Ahí estaba Claudia, con la misma ropa que el día anterior y con unas tazas en las manos. Las colocó sobre la mesa.

-Espero que no te importe -comenzó al ver la expresión de desconcierto del joven-, me he tomado la libertad de prepararte un desayuno.

-No... no me molesta.

Se sentó en una silla y agarró la taza con las manos. Tenía bastante frío y el café le reconfortó. Cada vez que miraba a Claudia, recordaba a Felicia. Sus labios, la entrada del pelo, los ojos... Tenía muchas ganas de besarla, y si no hubiera retrocedido a tiempo, lo hubiera hecho.

Pasaron el día juntos, y él le preguntó finalmente por qué se quedaba, y no retomaba su camino, ya que había parado de llover. Ella le contestó que no tenía lugar a donde ir. No tenía familia, y le habían dicho que la herencia no le pertenecía. Él le dio el pésame, y le permitió que se quedara todo el tiempo que quisiera en su casa. La ayudó a recoger su ropa en el armario, y la hizo partícipe de los planes de negocio.

-Entonces quieres hacer un negocio de trigo, ¿no es así? -intentó aclararse Claudia.

-Efectivamente.

Tomás tenía muchas tierras de cultivo en su casa, y le pareció un negocio muy bueno. Además, con unas cuantas hectáreas le valdría, y si el negocio funcionaba, podría comprar ovejas, y vender también su lana. Para ello tenía que comenzar con la siembra, pero no podría hacerlo solo. Cada semana podría hacer un mercado, y ahí vender la mercancía. Además, había un mercado anual en la ciudad de al lado, y podría llegar a obtener muchos beneficios. Llevaba mucho tiempo pensando en ello, y ahora era la oportunidad magistral.

A ella no le parecía una idea demasiado mala, y necesitaba obtener dinero. Si él se hacía rico, podría intentar casarse con él, y desde ese momento, su posición social sería mejor.


Llevaban ya dos meses plantando trigo, y comenzaron a ver resultados. Las plantas comenzaron a crecer, al principio vergonzosamente, pero más tarde orgullosas de su color verde.

Claudia cada día estaba más convencida de que el negocio iba a ir bien, y decidió tomar cartas en el asunto. Trabajó mucho en la plantación, y fue preparando los cientos de sacos que el chico le pidió. Una noche, Tomás le dijo que pensaba comprar lana, varios sacos. Ella no lo entendía. Esos tres años que el chico había vivido en la casa, había trabajado, pero había gastado una gran parte de sus ahorros. Pese a eso, se empeñó en llenar el sótano de lana.

Cada día Tomás se sentía más atraído por Claudia. Le parecía una chica maravillosa, y cada vez le recordaba más a Felicia. Confundía sus rostros, y la imágen de una se superponía a la de la otra. Pensando en ella pasaron los cuatro meses que faltaban para comenzar la cosecha.


Los chicos se levantaron y se fueron a desayunar.

-Claudia, tenemos que recoger lo que queda de cosecha ya por que si no se va a poner malo. Hoy deberíamos acabarlo.

-Tienes razón, vamos rápido.

Acabaron precipitadamente de desayunar y salieron al exterior. Con la azada cortaron todo el trigo que quedaba en pie. Tardaron unas pocas horas, y más tarde fueron sacando todos los granos de trigo. Mientras Tomás los iba quitando, Claudia los iba guardando en un saco, que cuando se llenaba, era atado con una cuerda gorda. Después de unas cuatro horas, habían quitado la mitad y un poco más del trigo, y les entró un hambre voraz, así que entraron a la casa y comieron algo rápido. Cuando terminaron, siguieron con el trigo. Cerraron el último de los sacos, y lo movieron entre los dos. Pusieron el madero tras la puerta del sótano para evitar ladrones y ratones, y cuando miraron al cielo, ya era de noche, así que entraron en la casa. Estaban tan agotados que se tiraron en el sofá y no se movieron en unos minutos. Fue un momento incómodo para los dos, ya que ninguno daba tema de conversación.

-Tomás -dijo Claudia con un tono de duda- tengo que decirte una cosa.

-Dime -dijo él extrañado.

-Me gustas, creo que estoy enamorada de ti.

-Y yo también, hace tiempo que quería decírtelo -contestó sin pensar.

-Yo no me he atrevido, porque creía que no me correspondías.

-Entonces, ¿te gustaría ser mi novia?

-Sí.

Desde ese momento eran oficialmente novios, y se fueron juntos a la habitación. A la mañana siguiente se levantaron y se fueron a desayunar. Durante este, ninguno de los dos habló, ya que ambos se sentían incómodos.

-Eh... Tenemos que coger todas las bolsas y subirlas para el mercadillo, a ver si hoy vendemos algo más.

-Si vamos, rápido.

Los chicos fueron al sótano y cogieron todas las bolsas que pudieron. Con la ayuda de unos cuantos hombres, se cargaron las bolsas a los hombros y las fueron llevando a la plaza mayor. Ahí las colocaron ordenadamente, haciendo muchas montañas, pusieron un cartel con el precio y más tarde pusieron otros a los sacos que estaban reservados. La gente comenzó a llegar, y pagaron los dos reales que era cada saco. Luego tras cogerlo iban a la iglesia para utilizar el molino para hacer harina.

Pasaron las horas, y la gente fue recogiendo las cosas que habían reservado. Llegó el marqués, que había reservado veinte sacos de trigo. Llevó un carro enorme, tirado por dos caballos. Les pagó los cuarenta reales y se marchó. Después de eso, ya sólo les quedaban diez sacos, que iban a utilizar para la próxima siembra.

Claudia estaba muy contenta, porque su plan parecía funcionar, pero ahora sólo debía esperar que el chico no se diera cuenta de sus intenciones.


N.A.

La pregunta es... ¿Claudia o Felicia?

Yo voy con Felicia hasta la muerte, Claudia tiene muchas cosas que ocultar.  ¿Y vosotros?

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