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Uno

Todo era un desastre.

Quedaban tres días para empezar el curso y ella no estaba para nada preparada. Tenía todo lo necesario, excepto el ánimo y la entereza.

Observó la imagen que le devolvía el espejo de medio cuerpo que tenía en su dormitorio, y se vio igual que siempre. No apreció ningún cambio, pero, seguramente, era demasiado pronto para percibir ninguno. Eso le daba algo de margen, un valioso tiempo para pensar cómo salir de aquel atolladero.

Elías se puso como una fiera el día anterior, cuando habló del tema con él. Le gritó, la insultó y denigró cuanto pudo y más antes de dejarle en claro que él no iba a estar ahí para ella. Textualmente, dijo: «¿Sabes contar? Pues no cuentes conmigo, zorra».

Sarah quedó devastada, pues no había esperado para nada aquella reacción. Se sintió una ilusa por creer que la única persona en quien podía confiar era él. En realidad, no paraba de cuestionarse en qué momento creyó que él era siquiera lo suficientemente decente como para afrontar aquello con ella o, al menos, darle algún consejo. No, no fue así ni en sueños. Él lo que hizo fue escapar, huir y meterse en cualquier hueco escondido a esperar que ella se olvidase de su existencia.

Lo haría, desde luego, pues tras tal abandono ante la oscuridad que se cernía sobre ella estaba segura de que nunca más, en lo que le restaba de vida, le volvería a dedicar tan solo una mirada.

—Cobarde —musitó aún frente al espejo.

Observó sus ojeras y su rostro más pálido de lo habitual con cierto enojo.

—Tal parece que sí hay algún cambio, ¡maldición!

Tres días y debería acudir al instituto.

Tres días y volvería a encontrarse con sus compañeros de cursos anteriores y, para su desgracia, también con él. «Ojalá no aparezca», soltó entre dientes mientras retiraba la mano de su vientre todavía plano y se acomodaba la camiseta.

Sarah tenía quince años, casi dieciséis. Era todavía una chiquilla, ahora asustada ante lo que le venía encima. Era una muchacha adolescente que estaba embarazada, según la prueba de la farmacia de unas cinco semanas. Lo sabía desde hacía dos días y solamente lo había hablado con Elías, quien, en aquellos momentos y tras su actitud, ya no era más su pareja. ¿Cómo se lo diría a sus padres? No tenía respuesta para eso, el pánico le había impedido dar con la fórmula correcta.

No es que sus padres fuesen malos, al contrario. Eran incluso demasiado buenos. Le daban todo el cariño necesario, el apoyo, el empuje ante cualquier situación y también un hombro sobre el que llorar si tenía un mal día. Los adoraba y, por eso, tenía tanto miedo. Sabía que con aquello les iba a defraudar, que al quedarse embarazada a su edad les estaba fallando y sabía también, con absoluta certeza, que tratarían de hacerla sentir segura aun quedando destrozados con la noticia. Mientras ella, en realidad, no sabía bien cómo sentirse.

Estaba aterrada, se sentía en una espiral de miedo e ilusión que se retorcía e impedía distinguir dónde comenzaba una emoción y dónde acababa la otra. Al principio, lloró desconsolada a causa de infinitos miedos. Después, sus ojos se secaron mientras digería la noticia y una especie de calidez afloraba en su pecho. Tras eso, mil pensamientos distintos la acecharon provocándole lágrimas y sonrisas que se alternaban sin orden ni concierto.

Se sentía tan perdida...

Tanto, que no podía discernir entre lo correcto y lo erróneo. Necesitaba ayuda, sin duda, y aquel cobarde la había dejado en la estacada haciendo así que solamente pudiese contar con sus progenitores.

Ella siempre había sido una buena hija, estaba más que convencida de ello. Sus padres estaban orgullosos de ella, por eso había un gran equilibrio entre los tres, porque los tres cumplían, como decía su padre.

—Tú cumples, yo cumplo —decía siempre.

Era una relación sencilla. Si ella sacaba buenas notas, no se metía en líos, ayudaba en casa y crecía evitando convertirse en un ser odioso —su madre detestaba a ese tipo de personas que se creen superiores y tratan mal a los demás sin razón— sus padres le daban libertad para salir más tiempo, ir a dormir a casa de sus amigas, apuntarse a todas las excursiones que quisiera, hacer aquellos cursos de cocina que tanto le gustaban y le cubrían los gastos de sus salidas, siempre dentro de un margen económico, por supuesto.

Y, hasta ahora, había funcionado bien. Tenía un promedio de nueve, una vida social que le encantaba y era feliz sabiendo que sus padres estaban orgullosos de ella. Pero todo, pensó, cambia con el tiempo. Todo se derrumba.

—Les he fallado —musitó entre sollozos.

Se tiró sobre la cama, boca abajo, hundiendo el rostro en la almohada, y se permitió llorar como necesitaba hacerlo, sin silencios ni llantos ahogados. Su llantera era libre, incesante, profunda y quebrada. Sus lágrimas, abundantes, gruesas y saladas, no demoraron en empapar la almohada, pero a ella nada le importó. Lo único en que podía pensar era en que estaba muerta de miedo y decepcionada de sí misma.

Sí, decírselo a sus padres era lo que más la estaba hundiendo porque tenía claro que había fallado como hija, como la hija responsable y sensata que ellos creían tener. Pero, aparte de eso, tenía quince años y un ser creciendo en su vientre. ¿Cómo iba a ser capaz de gestionar aquello? ¿Cómo podría ser buena madre si no había podido ser buena hija? ¿Cómo terminaría sus estudios? Según las cuentas rápidas que hizo, tendría a su hijo en abril, a dos meses de acabar el curso. Se perdería prácticamente todo el tercer trimestre, eso no ayudaría cuadrar sus notas que, aunque eran muy altas se verían afectadas, dañando su promedio y las opciones de seguir con los estudios que quería.

Entonces, un nudo se formó en su garganta, deteniendo en parte el llanto desconsolado del que era presa. La realidad la golpeó con fuerza cambiando su pensamiento porque, de pronto, se percató de que no podría seguir estudiando pues debería cuidar de su bebé y, con toda probabilidad, tendría que ponerse a trabajar porque el dinero no caía del cielo. Había escuchado infinidad de veces esa frase, siempre le había causado cierta gracia, mas no fue así en aquella ocasión.

Derrotada, se hizo un ovillo sobre el colchón, se abrazó y trató de dejar la mente en blanco.

En algún momento, sin moverse, su respiración se acompasó y ella fue arrastrada por Morfeo a un sueño profundo que realmente necesitaba aquella noche.

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