Cuatro
Sintió que no era más que un manojo de nervios, tembloroso y casi sin fuerzas para mantenerse en pie ante sus miradas.
—Está bien, hija. Dinos —alentó su padre.
—Sé que me vais a querer matar, que os vais a enfadar, que esto va a ser un horror... pero os lo tengo que contar —su madre frunció el ceño preocupada—. Estoy embarazada.
Un incómodo silencio se instauró en el lugar. No era para nada lo que Sarah esperaba; ella contaba con gritos, decepción mostrada en palabras, regaños y una escena digna de telenovela. Pero no, solamente silencio, ojos como platos sobre ella y nada más.
—Lo siento —pronunció con la voz cortada—. Yo no pretendía que
—¡Calla! —gritó su madre dejándola pasmada.
—Hija —dijo el hombre mientras se acercaba a una chiquilla con las lágrimas desbordadas cayendo por su rostro.
—Sé que os he decepcionado —reconoció sin poder mirar a ninguno a los ojos, miró un punto fijo en el suelo—. Me he decepcionado a mí misma también.
Un sonoro suspiro se escuchó antes de que unos brazos la rodeasen, y ahí fue cuando ella se quebró del todo y su llanto fue mucho más grande.
—Por eso has estado llorando tanto últimamente, ¿verdad? —Cuestionó su madre con la voz rota.
—Sí...
—Pero, Sarah, ¿cómo ha podido suceder? —Preguntó su padre—. Creía que te habíamos enseñado mejor.
—No tuve cuidado. Lo siento, papá, lo siento mucho —respondió sin cesar el llanto, entre hipidos.
—Madre del amor hermoso —musitó la mujer, sin poder creer aquello.
Se apartó de la menor y comenzó a deambular por el espacio que ocupaban, nerviosa, dándole mil vueltas a la cabeza. Su marido la observaba sin apartarse de Sarah, quien parecía estar a punto de caer de rodillas al suelo en la misma entrada de la vivienda.
La condujeron al salón y se sentaron los tres en los sillones sin decir gran cosa pues, en realidad, no tenían claro qué decir. Sarah, finalmente, se animó a hablar y les contó todo, desde lo sucedido con Elías hasta lo de la revista y el consejo de Ona. Hablaron sobre qué hacer, barajaron opciones y lloraron.
Aquella pareja estaba disgustada, mucho más de lo que podía parecer, pero ambos coincidieron en que ponerse como locos y causar un alboroto no iba a solucionar nada. Lo que necesitaban todos en aquella casa era buscar soluciones y, en eso, tenían bastante maña. Tras horas y horas hablando sobre el tema, con la oscuridad ya reinando en la calle y sin haber cenado, decidieron que debían ir a descansar. En ese momento ya tenían gran parte de las cosas claras, lo que suponía, en cierta medida, un mínimo alivio.
Tras mucho hablarlo, Sarah informó de que no quería interrumpir el embarazo pues, de hacerlo, no se lo perdonaría nunca en lo que le restase de vida. Además, como bien decían ellos, debía aprender a tomar responsabilidad sobre sus actos y a tener más cuidado. Seguir adelante con aquello sería, en parte, una lección de vida, por lo que les pareció la mejor opción.
Querían que ella siguiera estudiando, así que le ayudarían cuando el bebé naciera. Al trabajar ambos adultos en casa sería todo más sencillo en ese sentido y ella podría seguir haciendo una vida bastante normal, aunque con obvias nuevas responsabilidades que no podría eludir.
Por la mañana, todos con aire cansado por no haber dormido bien aquella noche, pusieron rumbo al instituto, donde los adultos pretendían hablar con el director de inmediato para acordar un plan.
Al llegar, Sarah se adelantó con la excusa de que no quería que la viesen con ellos cuando, en realidad, quería advertir a sus amigas para que escondiesen el cigarro y sus progenitores no lo viesen, pues eran amigos de los padres de las muchachas. Al llegar a la puerta, mientras se lo decía y ellas lo tiraban lejos, Elías se situó tras ella.
—Ahora no te escapas —dijo con el aliento chocando en la nuca de la chica. Ella, disgustada, rodó los ojos y se dio la vuelta.
—Elías, déjame en paz, ¿quieres?
—No, ¿de qué coño vas? ¿Qué mierda pensabas cuando escribiste a la revista? —Se quejó con rabia para después imitar la voz de una chica y decir—: Oh, estoy sola, pobrecita de mí.
—Tú eres tonto —espetó ella ante la atenta mirada de sus amigas. Él la sujetó de la chaquetilla con enfado—. Suéltame.
—Y tú una zorra. ¿Qué harás si le cuento a tus papis lo que has hecho? —Se burló.
—Sus papis ya lo saben —dijeron tras él.
Se dio la vuelta como un rayo, dispuesto a partirle la cara a quién se estuviese metiendo, pero frenó en seco cuando vio a un adulto creyendo que era un profesor.
—Suéltala, ahora —ordenó.
Casi inconscientemente el chico hizo lo que le decían y, entonces, el mayor lo sujetó de la camiseta y lo estrelló contra la verja que había tras las muchachas.
—Si vuelves a tocar a mi hija, te arrepentirás. Me da igual ir a la cárcel si es por haberte dado una lección que parece que tus padres no te han dado.
Sabía bien que no podía agredir a un menor. Sería un problema si lo hacía, pero estaba clarísimo que no iba a permitir que hiciese con Sarah lo que le diera la gana. Sin añadir nada más, lo soltó con desprecio y marchó con su esposa al interior del edificio, dejando a su hija con el resto de chicas paralizadas ante numerosas miradas.
Sarah prometió a sus amigas que les contaría todo en el descanso, nerviosa por lo sucedido. Marchó sola al interior del instituto, con la cabeza gacha hasta que recordó lo que dijo Ona: «[...] todo estará bien. Y, después de eso, levanta la cabeza, bien alta, y sigue adelante».
Y así lo hizo, alzó el rostro, respiró hondo, sonrió y se adentró en el pasillo principal, donde alcanzó a ver a sus padres frente a dirección, aguardando. Les saludó con una sonrisa mucho más amplia y un gesto con la mano, sin detener su paso.
—Todo estará bien —murmuró cuando entraba al aula, segura de sí misma.
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