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Capítulo ocho.

―Capitán ―musitó Samuel con la voz calmada―. Me veo en la necesidad de retarlo a un duelo.

La sentencia mortal anidó en los suspiros de sorpresa de los presentes, que se conglomeraron alrededor de las mantas desparramadas y la fogata apagada de la que se desprendía el último rastro de humo.

―Eres carpintero ―respondió Nicolás, ajustándose los puños de la camisa― y yo un corsario. No me interesa participar en un enfrentamiento injusto.

―Insisto ―puntualizó el carpintero―. Le ha faltado el respeto a la dama y estoy dispuesto a cobrar esa afrenta.

Las manos de Sofía comenzaron a temblar, lo que dificultó la tarea de ajustar la cotilla. Gran parte de los muchachos estaban de espaldas mientras ella se vestía. Los compañeros de Nicolas, que se tomaban la situación con picardía, comenzaron a apostar entre ellos por quien sería el primero de los dos hombres en lanzar un puñetazo.

―Y yo insisto ―respondió Nicolás― en que no pelearé contra alguien a quien le llevo una clara ventaja.

La rabia de Samuel quedó expuesta en los violentos movimientos de sus hombros.

―Le prometí a su hermano que la mantendría a salvo. ―Cuando el carpintero se precipitó hacia Nicolás, Sofía abandonó los últimos ojetes de la cotilla y se interpuso entre ambos.

―Hoy no habrá un duelo porque no ha habido tal falta de respeto. ―Volteó hacia Samuel y sujetó el cuello de su camisa con los puños―. Por favor, desiste.

―No ―masculló Samuel sin titubear. Su mirada estaba fija en Nicolás.

Desesperada, buscó a Jesús y a Jorge.

―Llévenselo hasta que se calme ―les ordenó.

Ninguno se movió salvo para mirarse el uno al otro. Estaban tan cerca del mar que el agua mojaba sus zapatos.

―Mire, doña, no quiero decir que tenga mal juicio ―Jesús se remojó los labios y buscó apoyo en su compañero, a quien vio asentir―, pero ya sabe cómo es Samuel. Se toma en serio las promesas que hace. Y la verdad a nosotros nos parece...

―Nada ―acotó ella, soltando la camisa de Samuel―. Les agradezco que quieran cuidarme, pero no corro ningún peligro. Nicolás no me obligó a nada que no quisiera, por tanto no ha habido afrenta alguna.

―Sofía ―Samuel pronunció su nombre con una rabiosa familiaridad que la dejó muda―. ¿Cómo le explicaré a tu hermano que dejé que un pillastre te convirtiera en su querida?

―Se lo explicaré yo ―dijo ella, resuelta. Estiró la mano y tomó la de Nicolás―. Mi decisión está tomada y lo mejor para todos es que se adapten a la idea.

La resolución no le pareció favorable, y Samuel lo demostró con la mirada furiosa que se negaba a apartar de Nicolás. Por su parte, Nicolás se mantuvo inmutable, como si le restara importancia a la clara inquina que le tenía. Aunque la brisa todavía se conservaba fresca, Sofía era incapaz de sentir alivio, no mientras esos dos hombres se miraran fijamente, esperando a ver quién de los dos daba el primer golpe.

―¿Cuánto más pueden tardar tus hombres en traer el barco? ―indagó ella.

Su cuestionamiento no tuvo efecto en ninguno: tanto Samuel como Nicolás mantuvieron la postura yerta y la mirada dejó por evidente que entre ellos no había tregua posible. Para Samuel, haberlos encontrado en aquella posición tan comprometedora significaba que Nicolás le había faltado el respeto, y ya nada lo apartaría de esa conclusión.

―¡Les voy a atar en los pies dos sacos llenos de piedras y los lanzaré a ambos al fondo del mar! ―masculló Sofía, pero su amenaza resultó infructuosa. Soltó un gruñido, exasperada―. De tanto sacar el pecho se les van a caer las plumas, malditos gallos arrogantes.

―Si no han llegado hasta aquí ―habló Nicolás sin dejar de mirar a Samuel―, es porque nos han de estar esperando en la playa más próxima.

―¿Cuánto tiempo nos tomará llegar hasta allá? ―la impaciencia era palpable en su voz―. Preferiría poner tierra de por medio por si la guardia ya ha sido avisada.

Como obrando un milagro, Nicolás despegó la mirada de Samuel para situarla detrás del carpintero. Un cambio brusco en su rostro obligó a Sofía a observar hacia el punto que había llamado su atención.

Cristiano atravesó la maleza montando a prisa un caballo gris y tiró de las riendas para detener la marcha. Parecía fatigado y sudoroso. Entrecerró los ojos un par de veces, todavía víctima de la borrachera.

―Tenemos un problema. ―Cristiano trastabilló al bajar del caballo. Se repuso casi de inmediato y avanzó hacia ellos como mecido por el viento―. Santo Dios, me ha pegado durísimo la caña de anoche.

―¿Cuál es nuestro problema? ―lo instó Nicolás, tronando los dedos frente a su rostro para pedirle que se concentrara.

―¿La guardia de Valle de Lagos ya dio aviso a la de Vera Cruz? ―la pregunta hincó pequeños pinchazos en la garganta de Sofía.

―El virrey ―acotó Cristiano―. Le habían dado parte del barco en el puerto y envió cincuenta soldados a realizar los arrestos. Llegaron anoche, y al enterarse de que habían robado la nave, han puesto a una flotilla a custodiar el Golfo de la Nueva España.

―¿Y cómo demonios vamos a dejar Vera Cruz? ―Nicolás parecía alterado, aunque se esforzó por contenerse.

―El golfo es un ancho mar, así que podemos esquivar la flotilla fácilmente. ―Cristiano se cruzó de brazos―. Me preocupan los muchachos. No tienen la patente de corso y tampoco una bandera que los distinga. Si se cruzan con la guardia, es más que probable que los aborden.

Nicolás se rascó la barbilla, pensativo.

―Tenemos que partir antes de que los guardias se organicen y comiencen a patrullar la zona. ―Movió la cabeza en dirección a los muchachos―. Vayan por los compañeros que tienen a Lope de Castro y traiganlos hasta aquí.

―No ―lo interrumpió Cristiano―. Han puesto jinetes a patrullar las orillas. Delimitarán el territorio desde la zona portuaria hasta pasar los límites del estuario.

Nicolás se frotó los ojos con impaciencia y dejó escapar una maldición entre dientes. Respiró de manera brusca.

―La fragata anclaría cerca del estuario ―explicó―. ¿Sabes cuántos soldados habrá?

―No, pero no solo se han dispuesto los cincuenta soldados que envió el virrey. El capitán tiene un permiso que le permite reclutar efectivos de la guardia de Vera Cruz.

―Entonces ―habló Sofía―, no podemos salir de Vera Cruz ni tampoco volver a la posada.

―Y las playas, por desgracia, no son un refugio seguro ―añadió Nicolás.

―Podríamos pedirle a Victoria que nos hospede, al menos por una o dos noches, hasta que sepamos qué hacer ―sugirió Sofía.

―¿En un burdel? ―le cuestionó Samuel con evidente desagrado. Nicolás vio la emoción reflejada en los rostros de Jesús y Jorge, pero en especial en el de Sofía. Suponía un infierno para ella considerar la opción de pasar la noche en un lugar como ese.

―Buscaremos otro lugar donde hospedarnos ―dijo Nicolás.

―¿Dónde podremos dormir sin levantar sospechas por el hombre amordazado que llevaríamos a la fuerza? ―sopesó Sofía.

―El lugar en donde se encuentra es una excelente alternativa.

―Salvo porque tendríamos que pasar justo por delante del asentamiento de la guardia de la capital ―interrumpió Cristiano, ―, y supongo que no debo recordarles que todos aquí, la dama incluida ―señaló a Sofía―, somos fugitivos.

―Cualquier lugar es mejor que el burdel ―decretó Nicolás.

―Pero no tenemos muchas opciones. ―Sofía se llevó la mano derecha al cuello. Su piel estaba caliente, aunque húmeda por la capa de sudor―. Las costas, las playas y el puerto están siendo vigilados. Si nos atrapan intentando llegar hasta el estuario o a bordo de un barco pirata, correremos el mismo peligro que si la guardia nos arrestara por el contrabando y los permisos falsos. No estamos en condiciones de movernos con libertad. Victoria podría alojarnos por esta noche, y en la mañana pensaremos qué hacer.

Sofía estaba decidida a no aceptar rebatimiento , pese a que en Nicolás estaba la disposición de refutar su decisión. Aunque ella no lo admitiría en voz alta, Nicolás percibía lo reacia que estaba con la idea de pasar la noche en el burdel independientemente de que fuera suya.

―Una noche ―dijo Nicolás.

La fortuna de que los burdeles solo fueran permitidos a las afueras de la ciudad, cerca de los caminos por donde ingresaban los viajeros, es que les permitía escabullirse por entre las caravanas de los recién llegados. 

La marcha fue dispersa y lenta: decidieron que lo mejor para pasar desapercibidos era dividirse en grupos pequeños y sin forzar los caballos. Tres guardias custodiaban la calle siguiente a la entrada al burdel. Los saludos de los uniformados fueron devueltos con simples asentimientos. Al percatarse de que la atención no estaba en ninguno, continuaron su camino calle abajo.

No había entrada trasera por la que escabullirse, de modo que Sofía se apeó del caballo y tocó la puerta frontal con desesperación evidente. El mismo hombre que la abrió la última vez se asomó por el umbral con una expresión sombría.

―Necesito hablar con Victoria ―le dijo Sofía. Sus dedos estaban entrecruzados en el vientre, esperando que la pose disimulara su nerviosismo―. Es urgente.

―Espere aquí. ―El hombre cerró la puerta de inmediato.

Transcurrieron unos largos minutos hasta que, finalmente, la puerta se abrió. El hombre le indicó que solo ella podía pasar. Sofía recogió las faldas e ingresó al interior. Subió a la segunda planta con palpable inquietud, rebuscando en su mente las palabras exactas que decirle. La presencia de un grupo de fugitivos, después de todo, ponía en riesgo su trabajo. A medida que se acercaba a la habitación, comenzó a sopesar la posibilidad de recibir una negativa. Victoria no mezclaba el trabajo con los sentimientos.

Golpeó la puerta blanca dos veces y desde el interior Victoria le ordenó que pasara.

―Dos visitas en casi el mismo día. ―Al levantarse del diván, la desnudez de Victoria quedó expuesta. Sostenía una copa de vino en su mano derecha―. No me digas que no encontraste al falsificador.

―Lo encontré ―Sofía asintió―, pero he venido a verte por otro asunto.

―¿Otro inconveniente? ―De pronto a Sofía le pareció verla encogerse de hombros―. Por tu expresión parece ser algo bastante serio.

―Necesito pedirte que me alojes a mí y a mis muchachos, al menos por esta noche.

Victoria entrecerró los ojos.

―¿Por qué haría algo así?

Sofía le explicó la situación lo mejor que pudo, tomando en cuenta que, mientras más se tardara, mayor sería el tiempo que sus muchachos estarían expuestos.

―¿Y dónde han ocultado a Lope de Castro? ―aventuró Victoria. Dejó la copa sobre el gueridón y agarró el camisón que descansaba en el diván.

―No lo sé ―respondió Sofía―. De eso se encargaron los muchachos. 

―No tengo tanto espacio como el que me gustaría ofrecerte. Mis muchachas viven en la segunda planta. 

―Nos acomodaremos en una sola si es necesario. Lo único que queremos es un lugar seguro donde pernoctar.

―Supongo que la fortuna, si bien en unos aspectos los abandona, en otros los bendice. ―Victoria esbozó una sonrisa forzada―. No abro los sábados.

―¿Nos permitirás pasar la noche aquí?

―Con una condición, por supuesto.

―¿Ha puesto una condición? ―preguntó Nicolás detrás de ella. Sus dedos expertos estaban absortos en la labor de soltar los cordones de la cotilla.

―Una que me parece de lo más justa. ―Sofía se deshizo de la prenda en cuanto la sintió aflojar la presión contra su vientre―. Debemos pagar lo que consumamos, y eso incluye a las mujeres.

―Encantador.

Las ventanas estaban abiertas y una cantidad igualitaria de luz y viento penetró a la habitación. No era una brisa particularmente fresca, pero tampoco árida. «Vaporosa», pensó mientras se quitaba el camisón. Estaba sucia y sudorosa y un poco de la arena de la playa seguía adherida a su piel. La bañera en medio de la habitación le pareció una bendición. Necesitaba lavarse. 

Un suave golpe contra la puerta llamó su atención, pero no se dio la vuelta. Le echó un vistazo a Nicolás por encima de su hombro desnudo. Estaba recostado contra la puerta y llevaba los brazos cruzados, una barrera natural en medio de una conversión, pero que al ir acompañada por aquella sonrisa maliciosa le concedió un aire pícaro. 

Se había desnudado frente a él sin ningún rastro de vergüenza.

Sofía se dirigió hacia Nicolás como si flotara; sus pasos ni siquiera hicieron rechinar la madera. Descansó las manos sobre sus brazos entrecruzados y con la punta de los dedos recorrió la piel que quedaba expuesta. El paño negro seguía cubriendo su muñeca. Se preguntó si alguna vez dejaría de sentir vergüenza por tenerla.

―He olvidado que soy una mujer decente ―musitó ensimismada, lo que provocó una mueca divertida en él―. Debí advertirte que me desnudaría.

―Ha sido un maravilloso descuido ―admitió él, conteniendo una carcajada―. Encuentro un gran placer en observar cómo te deshaces de cada prenda.

―Pensé que un hombre sentía fascinación por ser el responsable de la súbita carencia del ajuar de una dama.

Nicolás abandonó la postura de los brazos cruzados y le permitió atravesar la barrera. Sofía lo envolvió con los brazos al instante. Nicolás optó por dejar los brazos colgando en sus costados.

―Es un deleite ser testigo de tan encantador proceso, con o sin mi participación.

Sofía soltó una risita que murió al encontrar sus ojos. Por Dios, parecían encendidos por un fuego que ardía lento pero que de pronto quemaba y arrasaba, destruyendo todo a su paso.

Y en aquel momento, solo ella podía enardecer ante tan peligrosa combustión.

De pronto, ya no le interesaba tanto lavarse. Aún tenía rastros de una magia abrasadora en su piel; el hechizo de su dulce, cálida y destructiva pericia que le había arrebatado las inhibiciones que la gobernaban. 

Sofía contuvo el aliento cuando su mano callosa inició suaves caricias en su mejilla derecha. Sintió como aquel punto comenzaba a arder bajo sus dedos. La réplica de su rose navegó por otros confines de su piel con una rapidez abrumadora. Una tormenta eléctrica estalló en su vientre. El recuerdo de su desnudez le tiñó las mejillas de un suave color carmesí que quedó oculto por su piel oscura.

―¿Estás bien? ―la pregunta de Nicolás le pareció dulce, no solo por lo suave y cálida que sonaba su voz, sino también por el cariño con el que la observaba.

―Perfecta ―respondió con convicción.

―Me refiero a lo de anoche. Lo sabes, ¿verdad?

Oh... Quería saber si se encontraba bien después de haber hecho el amor.

Esas últimas tres palabras intensificaron la fuerza de la tormenta eléctrica en su vientre.

Había hecho el amor con un hombre, y había sido consentido, placentero y maravilloso: todas las cosas que pensó que nunca sentiría. El solo pensar en darle placer a un hombre le provocaba un dolor insoportable que le daban ganas de llorar. Sofía odiaba llorar. La hacía sentirse tan débil.

Y, sin embargo, quería llorar.

―Estoy perfecta ―repitió, esta vez sonriendo―. Magnífica.

―No he tenido tiempo de... ―Levantó las cejas con un aire de intranquilidad―. O mejor dicho: no me han permitido el tiempo de cuidar bien de ti.

―Estoy bien ―le aseguró ella, con una sonrisa tan dulce que Nicolás sintió que se rompía y lo volvían a armar.

―Comprendo que la intimidad para ti representaba una prueba difícil. ―Su mano, que se había quedado quieta en su mejilla, comenzó a moverse y a dirigirse detrás de la oreja. Nicolás la sintió temblar―. Tenía pensado en un tranquilo paseo por la orilla hasta que llegara el barco, y después prepararte algo de comer con lo que tenemos en nuestras reservas. Quedarnos en la proa y observar cómo la fragata atravesaba las aguas del Golfo.... ―Su rostro se descomprimió en un gesto entre enfadado y dolorido―. Pero hemos acabado refugiándonos en un burdel.

Sofía suspiró al tiempo que llevaba una de sus manos a la que seguía acariciándola detrás de la oreja. Le dio un apretón.

―Estoy bien ―le volvió a decir.

No había dicho una sola palabra, e incluso así sabía lo que le preocupaba: que Sofía tuviera que verse sometida a pasar aquella noche ―Dios los librara de otras más― en el burdel.

―No querías estar aquí ―puntualizó Nicolás. Su mirada oscura, vacilante entre furiosa y angustiada, estaba posada en los ojos de Sofía―, y no estoy en mis mejores términos conmigo mismo por no haberte llevado a un lugar donde te sintieras más cómoda.

―¿Qué ha ocurrido con el hombre que no acepta rebatimientos? ―preguntó Sofía en tono mordaz―. En otra situación, me habrías dicho que no.

―He descubierto ―una sonrisa se asomó en sus labios― que eres una mujer que no le teme a los rebatimientos, y mucho menos los acepta con facilidad.

―Eso quiere decir... 

―Que no tengo la fuerza que se requiere para llevarte la contraria.

La sonrisa de Sofía se congeló con el peligroso fuego que encontró en sus ojos color diamante. Que inquietante era la pasión violenta que anidaban en ellos. Se preguntó la clase de pensamientos que estarían rondando por su cabeza. En la de Sofía, las imágenes eran claras: el recuerdo de su poderosa boca y sus hábiles manos invadiendo los territorios que llevaba años protegiendo. Y así se sentía: invadida, conquistada... 

Sofía abandonó la sutileza y poseyó su boca. En el contacto quedó evidenciado una necesidad silenciosa que se abría espacio por su sensible piel en forma de un arrollador escalofrío. Un gemido escapó de sus labios cuando Nicolás le devolvió el beso.

Nicolás pronunció su nombre como si se estuviera quedando sin aire.

―Estamos en un burdel ―musitó con dificultad, luchando sin luchar por apartarse de su boca―. No me parece un escenario donde te sentirás cómoda.

Sofía se detuvo, se separó de su boca un centímetro o dos ―no quería poner demasiada distancia― y lo observó a los ojos.

No, no se sentiría cómoda teniendo ese tipo de intimidad con un hombre en un lugar como aquel.

Pero eso, por supuesto, si era con cualquier otro hombre.

Con cualquiera que no fuera Nicolás.

La efervescencia de su comprensión la sacudió, indómita. Lo deseaba. Santo Dios, lo deseaba tanto que no podía ser correcto y, aún así, se sentía como si fuera la decisión acertada. No, no era una decisión; era hambre y necesidad. 

―Te deseo ―dijo ella. Le sujetó los brazos con las manos temblorosas. La respiración agitada, casi quebrada, de Nicolás contra su boca la hizo temblar―. No puedo respirar. Bésame. ―Humedeció los labios, que los tenía resecos y heridos, marchitos por la sed―. Bésame.

Y entonces lo supo. Lo entendió con la fiereza implacable con la que un relámpago iluminaba una habitación en penumbras.

Sofía había perdido, pero también había ganado.

Había perdido su armadura y el muro grueso e impenetrable que se había construido a su alrededor. 

A cambio había ganado control de su cuerpo, y de pronto era libre para deshacerse de las pesadas cargas que llevaba en los hombros. Sentía la libertad de desear y añorar el placer sin que la culpa o la vergüenza la maniataran. 

Y el capitán de su placer la observaba con la mirada adolorida por el deseo que sentía por ella. De pronto, dejó de importar donde estaban. Su cuerpo, que había tomado la decisión de mantenerse en silencio desde hacía años, gritaba con desesperación que la tomara. Se habría entregado a ese hombre hasta en la cima de una montaña en pleno invierno.

La forma en que Nicolás la estrechó en sus brazos y abordó su boca la dejó sin aliento. Un eco de respiraciones moribundas los arropó a ambos, pero la sensación de encontrarse al borde de la muerte solo aumentó un hambre atroz. La textura rasposa de la camisa de Nicolás torturó la sensible piel de sus pechos que no tardaron en ponerse erectos. Sus manos, astutas y expertas, se instalaron en su cintura y comenzaron a ascender por su espalda. El contacto se situaba en un punto específico, y aún así Sofía sentía que la tocaba en todas partes, como si de repente le hubieran crecido nuevas extremidades. 

―Dime qué es lo que quieres ―la voz de Nicolás sonaba ronca. Le resultaba muy difícil hablar por encima del palpitante placer que le producía ese acercamiento y su confesión erótica. Quería callar y devorarla; no había mayor proclamación de éxtasis que el sonido que hacían sus cuerpos. Las palabras entre ellos simplemente sobraban. La fusión de sus carnes conocía un mejor idioma―. Quiero que experimentes lo bien que le sienta el placer a tu cuerpo.

Sofía tragó saliva. Sus bocas no se habían separado del todo; apenas había el suficiente espacio para que pasara una hormiga. 

―¿L-lo que quiero? ―su voz tembló al preguntar.

―Dime dónde quieres que te toque.

A Sofía solo le quedaba fuerza para pestañear.

―No me lo preguntaste anoche.

Nicolás sonrió contra su boca.

―Tu cuerpo habla un idioma que aprendí rápidamente a entender. ―La boca de Nicolás descendió a su mentón y jugueteó con la piel blanda que encontró utilizando los dientes―. Pero quiero que tú también lo aprendas. Tienes que conocer lo que te da placer. De este modo, cuando los dos estemos a solas ―Sofía hiperventiló en cuanto la boca de Nicolás inició el lento y tortuoso recorrido por su cuello―, sabré mejor cómo llevarte a la locura.

Sofía se arqueó. Le pareció absurdo que de repente se sintiera ensartada contra la pared cuando era él quien tenía la espalda recostada de la puerta. Abrió los ojos ―no se había percatado de que los tenía cerrados hasta entonces― y comprendió por qué se había sentido de aquella forma: Nicolás le había dado vuelta y la tenía acorralada entre su cuerpo y la madera.

―Es una danza ―musitó maravillada―. ¿Te he contado antes que me gusta bailar?

Nicolás se echó a reír, con la boca todavía pegada a su cuello.

―Te sacaré a bailar en cada convivio al que vayamos ―le prometió. Su voz sonaba como un eco entre su oreja y su cuello. Sofía dio un respingo cuando le concedió un repentino azote en la nalga con la mano―. ¿Dónde?

―¿Dónde qué? ―Se fingió inocente.

―Donde ―repitió con una sonrisa.

Sofía tragó con dificultad. La boca de Nicolás seguía recorriendo el tierno punto de su cuello con los dientes, pero también con la lengua. Cerró los ojos, debilitada, muerta en sus brazos, hecha añicos...

―¿Dónde? ―el eco de su voz masculina agrietó su escasa fortaleza.

―Mm...no sé, no puedo... ―Descansó las palmas abiertas en su pecho rasposo por la camisa. Así que, mientras ella estaba desnuda y torturada por él, el desgraciado seguía vestido... Qué injusticia―. No puedo pensar.

―Puedes, puedes. ―Sofía tembló bajo el yugo de sus manos―. Nunca pongas en duda tu fortaleza.

Sofía soltó una risa juguetona. 

―¿Dónde? ―insistió Nicolás.

Sofía abrió los ojos. La habitación por momentos parecía más oscura a pesar de que la noche estaba lejos. En aquel lugar, la única vista que acaparó sus sentidos era la de Nicolás y su potente cuerpo masculino presionando un punto más abajo que comenzaba a humedecerse.

Tajeó de muerte su decoro y se deshizo de ella al sujetar su mano. La condujo a su entrepierna ―aquella parte de su anatomía que con el mero acercamiento latía ante la expectativa― y Sofía sintió como Nicolás sonreía sobre la piel del cuello.

Mientras su mano obraba una magia erótica, Nicolás aprisionó su boca con un beso sin tiento que fue capaz, con una agilidad maravillosa, de desconectar sus pensamientos. Se convirtió en un ente de sensaciones incontrolables: se sacudía, gemía, se arqueaba y despegaba los labios para boquear. Toda ella, inquieta, tironeaba de su camisa y gruñía ante sus infructíferos resultados. Nicolás se echó a reír pegado a su boca. Sofía quería llorar. 

Alojó un grito en el interior de su impetuosa boca cuando le penetró la hinchada y húmeda hendidura con los dedos. Sofía echó la cabeza hacia atrás e intentó respirar. Su cuerpo no funcionaba, no por su voluntad. Estaba siendo controlado por él, desde su impaciente respiración hasta las arcadas violentas.

Presionó las manos en su pecho y lo apartó. Lo tomó por el cuello y dirigió su boca ávida hasta su pecho. Volvió a sentir el nacimiento de una sonrisa pícara que acabó por esbozar una propia. Le estaba dando el poder de decidir lo que quería, que buscara su propio placer, y aquel acto le pareció tan íntimo y propio de amantes que la arropó con una dulce sensación de comodidad.

Qué poder, qué placer...

Jamás habría podido imaginar lo maravilloso que era fusionarse con alguien a quien quería.

El suave jugueteo de la lengua de Nicolás sobre los sensibles puntos oscuros y erectos en su pecho, y la tortura de sus manos en su entrepierna, la llevó justamente a donde él tanto quería: a la locura. En silencio y en su mente gritaba, suplicaba, porque la tomara. Lo deseaba tanto... 

―Nicolás ―musitó su nombre al borde del llanto―. Por favor, por favor.

Sofía dio un respingo cuando Nicolás le mordió el pezón con suavidad. Se le apartó con un gruñido que parecía el de un animal. A plena luz del día, con la penetrante luz entrando por la ventana, Sofía observó ―desnuda, temblorosa y recostada de la puerta con la respiración abatida― como aquel magnífico hombre se desnudaba.

Qué placentero era verlo perder cada una de las prendas que ocultaban la musculatura de sus brazos, el camino del vello desde el pecho hasta la uve de su cintura y las cicatrices violentas en su vientre. Al deshacerse de los pantalones, la erección que evidenciaba su deseo por ella también quedó expuesta a sus ojos. 

Qué poder, qué placer...

Qué hombre tan maravilloso.

Nicolás la detuvo al intentar tocarlo. Sus ojos brillaban con perversión oscura, pero su sonrisa arrogante ―a la que le imploraría más tarde que patentizara― le concedió un aire más pícaro.

―Si me tocas ahora ―le dijo Nicolás. La sujetó de la cintura y le dio la vuelta. Sofía se arqueó al sentir el golpe de piel contra piel en cuanto se le acercó― explotaré. Y yo aún debo llevarte a la locura, mi amor.

Nicolás le separó las piernas con una de sus musculosas rodillas, y en cuando le sujetó la cintura con ambas manos, Sofía lo supo: en definitiva la llevaría a la locura.

La embestida de Nicolás fue lenta mientras le permitía acostumbrarse. La invasión a su cuerpo le produjo un estremecimiento cálido y placentero que, a medida que el ritmo aumentaba, le iba acortando más la respiración. Sofía buscó soporte a su sopor al presionar las manos contra la puerta. Echó la cabeza hacia atrás y soltó un suspiro entrecortado.

Pero Nicolás no le permitió reponerse: la atrajo tras presionar su vientre y la espalda de ella chochó contra el pecho resollante de él. Sus manos astutas e inquietas volvieron a iniciar su tortura entre medio de sus piernas.

―Te llevaré a la locura ―le pareció oírle susurrar en su oído. La respiración cálida, fatigada y quebrada por el despiadado placer que los golpeaba le erizó la piel―. Te llevaré conmigo.

Sofía se aferró a sus manos: la izquierda la posó sobre la que continuaba aferrando su cintura y la derecha la que atravesaba su vientre. Dios, de verdad quería llorar. Un remolino de emociones se conglomeraron en su adolorido pecho. Nunca antes le había faltado tanto el aire y aún así tener el valor de sonreír. «Es una buena forma de morir», pensó, cada vez más sin aliento. Su cuerpo parecía estar en carne viva. No era posible que sintiera el fuego y no se estuviera quemando.

Pero podía. Lo sentía correr a través de Nicolás: el fuego los arropaba sin posibilidad de escape. Pegado a su oído lo escuchó resollar. También estaba yendo hacia la locura. 

Las piernas le comenzaron a fallar. Ese fuego destructor se conglomeró con furia en su vientre. Iba a explotar, iba a morir. La respiración no le daba para más.

Y finalmente todo su cuerpo cedió ante la titánica convulsión. De entre los labios apretados intentó escapar un grito liberador, pero las fuerzas no le permitieron abrir la boca. Las últimas embestidas la dejaron sin fuerzas: se obligó a recostarse de la puerta para no desfallecer. 

Nicolás abandonó su cuerpo con un jadeo extasiado. Por el rabillo del ojo Sofía lo observó desparramar su simiente contra la pared. Una sonrisa divertida se asomó en sus labios: ambos respiraban con la misma precariedad. Al divisarla, Nicolás también sonrió.

―Te ves hecha un desastre ―musitó en tono mordaz.

―Me siento hecha un desastre ―convino ella empleando el mismo tono de voz.

Nicolás estiró la mano y le ocultó un mechón de pelo detrás de la oreja.

―¿Has estado cómoda?

Sofía asintió, sorprendida por el abandono de su sopor. Introdujo los brazos con los costados de Nicolás y se abrazó a su pecho cálido y húmedo. Le dejó un tierno beso en el mentón.

―Me siento maravillosa ―le dijo mirándolo directamente a los ojos―. Una sabia mujer, a la que llamo con cariño madre, me dijo que cuando era mutuo, también era maravilloso. He comprobado que tiene razón.

―Una madre... ―Un repentino cambio en su rostro advirtió a Sofía de una preocupación que lo acongojaba―. Anoche me hablaste de que habías tenido un hijo.

―Lo hice. ―Asintió con parsimonia.

―¿Lo has buscado? ¿O te gustaría, al menos?

Sofía se tensó, pero su cuerpo se relajó cuando Nicolás le depositó un corto, aunque dulce, beso en los labios.

―Sé que está con una buena familia ―le respondió―. Elise lo buscó por mí. En una carta me dijo que, si quería conocerlo, podría facilitarme la información.

―¿No quisiste?

―No es eso... ―Un suspiro cansado hizo que le temblaran los labios―. La situación con mi familia se encontraba en una etapa crítica, y en el fondo sabía, sentía, que no podía ser una buena madre para ese crío. No era culpable de las circunstancias en las que nació, pero siempre temí que me recordara las vivencias en el burdel.

―Serías una madre fantástica ―Esbozó una amplia sonrisa―. Y lo serás, porque pienso llenarte de tantos hijos como quieras.

La presencia de Nicolás, y la mirada tanto atenta como cariñosa, le confirió paz a su alma.

―Necesito lavarme ―anunció Sofía. Detalló la mirada que le concedió Nicolás por encima de su hombro. Debía estar observando la tina de baño―. El agua debe estar fría. Nuestro, mmm, momento ha durado lo suficiente para que perdiera su calidez.

Una sonrisa de satisfacción se asomó en el rostro del arrogante corsario.

―Pediré que te preparen otro baño caliente.

Sofía rechazó el ofrecimiento con la cabeza.

―Luego de lavarte, pediremos algo de comer.

―Mmm. ―Sofía suspiró―. No tengo energías ni para comer.

―No puedo permitir que eso pase. ―Posó las manos en su cintura y la atrajo hacia él. Sofía le facilitó la labor al rodear el cuello con sus brazos―. De ser así ―la cercanía le permitió a Nicolás rozar sus labios con los de ella―, ¿cómo voy a llevarte a la locura?

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