
Capítulo dos.
Tras recibir una misiva de Nicolás donde le informaba que el viaje a Vera Cruz debía aplazarse, Sofía concluyó que la visita de Lilia Almonte, la sobrina del señor de Valle de Lagos, resultaba bastante oportuna.
La recibió en la sala y le ofreció una taza de chocolate caliente ―que recién le habían preparado― y un asiento, pero Lilia declinó lo primero con una sonrisa y aceptó lo segundo con un mmovimiento de la cabeza. Una mujer joven de preciosa piel negra la acompañaba ―a quien había visto en el convivio junto a Lilia―, pero prefirió permanecer de pie. Cargaba en las manos una canasta de mimbre cubierta por una manta marrón.
―Espero no importunarla con mi sorpresiva visita ―le dijo Lilia. Su cabello castaño caía en suaves ondas atadas con ayuda de unos broches de oro. Llevaba las mismas flores amarillas que en el convivio de su tío, que sobresalían gracias a su vestido verde.
―No es inoportuna ―respondió Sofía.
―Nos ha llegado en la mañana un pedido de membrillo. ―Sofía se removió incómoda por lo fija, y en apariencia fría y calculadora, de su mirada. Poseía una energía intrigante y rebosante de curiosidad. Le costaba por momentos recordar que era ciega―. A mi tío le gusta agasajar a sus invitados con una variedad exquisita de dulces y tartas. Particularmente no disfruto del sabor del membrillo, pero he escuchado que usted solía preparar un ate prodigioso.
Sofía contuvo un suspiro. Las habladurías del pueblo siempre se encargaban de traer a flote hasta los detalles más insignificantes.
―Puedo prepararlo y, en cuanto esté listo, le haré llegar una ración ―ofreció Sofía, pero Lilia negó con la cabeza.
―Degusto menos el ate que el membrillo mismo. Lo he utilizado como una excusa para visitarla.
―Oh. ―Sofía se removió en el asiento―. ¿Quiere algo de tomar?
―Le ahorraré las molestias. ―Lilia levantó la mano y al instante su acompañante depositó la canasta sobre la mesa―. ¿Le molesta que mi doncella esté presente durante la conversación?
Sofía observó a la mujer negra, quien permaneció de pie junto al asiento de doña Lilia después de haber cumplido con su orden. Cruzó las manos contra el vientre, permitiéndole ver la tez bien cuidada, limpia y de aspecto suave. No detalló rastro de trabajo en ellas. Tenían la misma apariencia elegante y tersa que las de su patrona.
―En absoluto ―respondió Sofía―. Puede participar de la conversación si gusta. No tengo reparos.
La negra rechazó el ofrecimiento con la cabeza.
―Se llama Catalina ―habló Lilia―. No le gusta hablar durante las visitas. La tendrá que disculpar, se trata de una imposición que le enseñaron mis padres. Por desgracia, no he sido capaz de hacerle cambiar de opinión.
―En esta casa puede hablar libremente ―afirmó Sofía―. Bajo este techo, todos somos hombre y mujeres libres.
Lilia interrumpió la cortesía con un suspiro.
―No sé qué le parezca a usted, pero el falso acatamiento que antecede a las verdaderas intenciones me parece aburrido e innecesario, así que me gustaría desprenderme de los rodeos. ―Los ojos de Lilia divagaron por el salón, no muy convencida del lugar en el que situarlos. Sofía intuyó que se debía a un gesto urdido para no incomodar a sus acompañantes con una mirada fija, pero vacía―. Aunque no acostumbro a abandonar el palacio de mi tío por no contar con un par de ojos que funcionen, me he enterado de lo que sucedió entre usted y el molinero del pueblo, Ricardo Tellez. ―Sofía evidenció su descontento con un gruñido de exasperación, pero la mujer continuó hablando―: ¿Sabía usted que van a expropiar sus tierras?
La pregunta sorprendió a Sofía.
―¿Expropiarán su casa? ―indagó ella.
―Y el molino ―aseguró Lilia. Una pequeña sonrisa de satisfacción curvó sus labios―. Se lo he escuchado decir a mi tío.
―P-pero... ―Sofía estiró y comprimió los dedos―. ¿Por qué?
―Se ha marchado del pueblo sin dejar a alguien a cargo del molino. Además, tomando en cuenta las denuncias en su contra, se considera una cuestión de honor. Mi tío opina que lo menos que merece un hombre que ha cometido actos tan bajos, es que se le remueva lo que tanto lo vanagloria.
Sofía bateó las pestañas con desconcierto. El molino había pertenecido a la familia Tellez desde la fundación del pueblo. Se preguntó qué podría suceder con el que poseían en la capital. Imaginó que Ricardo no sería tan tonto para establecerse en la ciudad.
―La suerte de ese hombre y de sus propiedades son asuntos que no me interesan ―dijo Sofía.
―No la culpo en absoluto, y comprendo que la expropiación no le provea ganancia alguna, pero tal vez al visitador sí.
Sofía se esforzó para que su repentino interés no resultara tan evidente como se temía.
―¿Qué beneficio podría obtener don Nicolás con el molino de la familia Tellez?
Lilia fingió una confusión inocente.
―El visitador asistió a un almuerzo con mi tío y una de nuestras empleadas escuchó que don Nicolás se instalará en el pueblo en unos meses. Ha contratado a más sirvientes y está próximo a aumentar el sembrado.
Sofía cruzó los dedos, y bajo la falda sus pies comenzaron a moverse. Nicolás iba a instalarse en el pueblo. Creyó escuchar su voz ronca y cálida cerca de su oído.
«Para el momento en el que te des cuenta, tu alma estará fusionada con la mía, y ante un artilugio así, ningún corazón permanece inquebrantable.»
Comprimió los labios, atragantando una sonrisa, y fingió que escuchaba a Lilia. «Bribón atrevido», pensó. Hacía unas pocas semanas, le había asegurado que nada lo ataba al pueblo, y que una vez que la investigación llegara a su fin, se iría. De pronto y justamente a pocos días de que se colara a su habitación, tomó la decisión de instalarse.
―...y ya que don Nicolás posee una de las pocas haciendas de cacao ―Sofía parpadeó y se concentró en la voz de Lilia―, me pareció que debería considerar hacerse del molino. ―Lilia dio dos golpes a la falda verde―. Pondrán pronto el anuncio de la venta de las concesiones en la plaza principal.
―¿Por qué me lo dice a mí? ―le cuestionó Sofía.
―Sé que usted tiene una buena relación con don Nicolás, y para serle sincera, no me gustaría que malinterpretaran mis intenciones. No quedaría bien visto que vaya a su casa. La gente podría pensar que estoy interesada en él.
―¿Y no lo está? ―Sofía se rascó el cuello con las uñas. La pregunta pecaba de indiscreta, pero no tanto como su voz, que de pronto evidenció un descontento que la turbó.
Lilia exhibió una mueca divertida.
―Nuestra corta conversación en el convivio me dio a entender que es un hombre inteligente y carismático, por lo que me veo impedida a afirmar que lo considere un hombre aburrido o simplón como la mayoría de los pueblerinos. ―Golpeó la empuñadora de su bastón de madera con la punta de los dedos―. Pero no, doña Sofía. No estoy interesada en un hombre del temple de Nicolás, y probablemente de ningún otro. No habrá jamás caballero respetable que acepte como esposa a una ciega, y si hubiera alguno que intente menospreciarme por mi incapacidad, estoy más que dispuesta a quebrar mi bastón en su cabeza.
Sofía no pudo contener una carcajada que, tras que ruidosa, quebrantaba cualquier decoro.
―Discúlpeme ―habló Sofía―. No lo tome como una burla.
―Puede reírse todo lo que quiera. ―Lilia sonrió―. Su carcajada no me parece ofensiva. La vista me ha fallado desde que era muy pequeña, y acabé perdiéndola por completo a los quince años. Ya he sentido el impacto de una risa cruel, y la suya es más como un bálsamo. A fin de cuentas, usted también ha tenido una vida difícil. Solo alguien que ha sufrido es capaz de exhibir tanta gentileza.
―Lamento mucho lo que le ha pasado.
Lilia sacudió la mano libre sin abandonar la sonrisa.
―No lo lamente. Aunque he perdido mi vista, tengo una visión del mundo más clara que los hombres necios.
Una repentina simpatía provocó que Sofía le sonriera.
―Presiento que usted y yo seremos buenas amigas ―dijo.
―¿Y usted por qué cree que he venido a contarle sobre el molino y las concesiones? ―Lilia se carcajeó, maliciosa―. Desde la llegada del visitador, al pueblo le ha parecido más que evidente que usted y don Nicolás han congeniado de maravilla. Su decisión de establecerse y echar a andar la plantación no ha hecho más que acentuar los rumores. Si el hacendado con la siembra más lucrativa llegase a obtener la concesión del molino, usted podrá tener una vida acomodada, si es que ambos llegasen a contraer matrimonio.
―Nunca he aspirado a una vida acomodada ―recusó Sofía con suavidad.
―Pero imagínese vivir cómodamente con el dinero generado gracias al molino que alguna vez perteneció a un hombre que irrumpió como truhán en su vida. ―A pesar de la aparente inocencia y dulzura esculpida en su rostro pálido de mejillas sonrosadas, la picardía en su voz hizo que Sofía comprendiera los motivos de su visita―. Ya le dije que desde pequeña he ido perdiendo la vista poco a poco, pero fue gracias a un hombre que a los quince años quedé completamente ciega. No es una alternativa, ni mucho menos una necesidad, simpatizar con la situación que usted vivió: es una responsabilidad.
Con un encogimiento de hombros, Sofía observó a detalle el rostro de Lilia y después reparó en la mujer negra, Catalina, quien tenía una sonrisa a medio esbozar. Aquella muchacha que por su condición sería considerada frágil e inútil poseía un brío encantador y una fortaleza admirable.
―Me cae usted muy bien, doña Lilia ―habló Sofía.
―Llámeme Lilia, a secas ―dijo ella.
―Lilia. ―Sofía asintió una vez, consciente de que no sería capaz de verla―. Normalmente, suelo repeler cualquier muestra de compasión o lástima.
―No es lástima ―Lilia negó con la cabeza― ni mucho menos compasión: es simple condescendencia. ―Golpeó el suelo dos veces con el bastón y se apoyó de él para levantarse―. Debo retirarme. Mi tío no sabe que he salido, y como no conozco bien el pueblo, a pesar de llevar viviendo aquí unos pocos años, teme que algo me pase. Me gustaría, si no le molesta, que pase pronto por el palacio. Apreciaría que tome una merienda conmigo. Puede traer a su hermana o a su amiga, me parece que se llama Elena, si lo prefiere. Eso también me gustaría. ―Se rio entre dientes―. Eso sí, debo advertirle que no tocaré temas sobre maridos o hijos, pero si quiere escarnecer los atributos de esa especie bárbara llamada «hombres», estaré encantada de participar de la cháchara.
Tras la partida de Lilia, Sofía limpió el membrillo y dedicó las horas siguientes a elaborar el ate. Tardó un par de días en cuajar, tiempo que empleó para idear una excusa. Hasta la fecha, no había ingeniado una coartada que impidiera que su padre abandonara el pueblo junto a ella. Jamás le permitiría irse en compañía de Nicolás después de haberle dicho que pretendía pedir su mano.
En la mañana del tercer día, cuando se aseguró de que estuviera bien cuajado, guardó una generosa porción del ate y queso en una canasta y le pidió al cochero de su padre que la llevara a la plantación. El viaje transcurrió casi dos cuartos de hora menos que yendo a pie, y aún así le parecía que recorría un camino más largo. Sentada, callada y a solas dentro del coche, la travesía no le resultaba tan agradable o entretenida como andar por los campos e inspirar el fresco aroma del valle, en especial ―admitió con cierta melancolía― por la ausencia de la pícara compañía de Nicolás.
Al divisar la entrada de la plantación, una virulenta inquietud comenzó a apoderarse de ella. No lo había visto desde aquella noche cuando entró a su habitación, y la despedida no había sido para nada contundente. Cada palabra ―y cada gesto― confirmaron lo que en secreto temía: el hombre cuya tregua había aceptado y a quien había escogido como compañero de tan difícil batalla, había tomado la decisión de conquistar su corazón. Una vez más, aquella voz contundente llenó sus pensamientos.
«Cobarde y mentirosa: no rechaces el innegable nacimiento de un cariño.»
―¿Lo quiero? ―Se cuestionó observando el techo, imaginando que veía las nubes de un brillante día soleado―. Es imposible ¿Cómo puede nacer un cariño en una situación como esta? ―El coche se sacudía bajo sus pies y pronto el sonido de los cascos de los caballos comenzó a descender. De repente, se sobresaltó―. Santo Dios, ¿qué hago visitando a un hombre y en una propiedad tan alejada del pueblo? ―Se deslizó en el asiento y observó la plantación a través de la ventana de la portezuela―. ¡Pero si serás tonta! Además, has decidido venir sin una excusa creíble. Queso y ate de membrillo, ¡por favor! Ese hombre lo va a pillar a la primera.
Estaba decidida a pedirle al cochero que la devolviera a casa ―después de todo, si no se bajaba no había forma de que Nicolás supiera que había estado allí―, pero sus pensamientos se pasmaron con el súbito tirón a la portezuela. Dos hombres la encañonaron y un tercero la sujetó del brazo para obligarla a abandonar el coche.
Aunque el apretón le provocó dolor, el tirón brusco no le permitió quejarse: los tres hombres la obligaron a andar hacia los campos colindantes de la casa principal, donde los trabajadores examinaban la siembra.
―¡Capitán! ―gritó uno de los hombres armados―. Hemos encontrado a esta mujer en la entrada.
Nicolás limpió la capa de sudor de su frente a medida que se daba la vuelta. Ese debía ser el día más caluroso desde su llegada al pueblo, y trabajar bajo el sol en campo abierto no disminuyó el impacto de las brasas solares. Estaba fatigado, le dolían los brazos y los hombros por cargar fardos y herramientas desde muy temprano en la mañana. Aún así, su cuerpo se las ingenió para tensarse sin causar dolor a sus músculos cuando observó el semblante sobresaltado de Sofía, cuya palidez comenzaba a evidenciarse.
―¿Qué demonios están haciendo, rascamulas? ―Nicolás avanzó hacia sus hombres con un paso violento y sonoro, tanto así que los muchachos liberaron a Sofía antes de que el capitán les diera alcance―. Si le vuelven a poner una mano encima, serán sus cabezas las que estén al otro lado del arma ¿Me entendieron? ¡Fuera de aquí! ―Manoteó al dar la orden, a la que sus hombres obedecieron de inmediato. Se acercó hacia ella con la mirada fija en los bribones que se escabullían de regreso a la entrada. Con un suspiro, Nicolás la observó―. ¿Te encuentras bien?
―Detesto a tus hombres ―masculló con la voz temblorosa. No había comprendido qué tan inquietante momento había vivido hasta que se encontró a salvo.
―En este momento yo también ―convino Nicolás. Sin pensárselo, le acarició la barbilla con el dedo índice de su mano derecha y le levantó el mentón―. No es que no me apetezcan tus visitas, pero la próxima vez que quieras aventurarte a venir hasta este lugar, envíame una misiva. Recuerda que esta es, al menos de momento, la fortaleza de un corsario, y está siendo custodiada por piratas. Vemos enemigos en todas partes.
Sofía tragó en seco y asintió. Le fallaban las palabras, y nada tenía que ver con el susto por el que acababa de pasar, sino por aquella suave caricia a su barbilla que continuó a medida que Nicolás hablaba.
―Lo haré ―respondió ella―. Tienes razón, debí avisar. Es evidente que estoy interrumpiendo tu jornada.
―Puedes interrumpir, o irrumpir, en mi vida cuantas veces quieras.
Sus palabras la paralizaron bajo su tacto suave y constante. Pronto, los dedos de Nicolás comenzaron a acariciar sus mejillas y después recorrieron la parte baja de la oreja, rozando muy cerca del nacimiento del pelo.
Sofía hiperventiló, pero al instante recuperó la compostura.
―¿Te ha llegado la carta que te envié hace unos días?
―Sí ―respondió él al instante, pero en su voz faltaba interés. Su atención estaba en el recorrido de sus dedos. Al mirarla a los ojos, sonrió―. ¿Has venido a verme porque no te he respondido?
―¡Eres un arrogante! ―Le apartó la mano mientras contenía una risotada―. No tenía nada que hacer en casa, así que decidí traerles a tus empleados un poco de ate de membrillo que preparé acompañado de queso.
―Suena como una merienda maravillosa.
―No traje para ti. ―Sofía sonrió con malicia―. Por mí podrías morirte de hambre.
La carcajada de buen humor de Nicolás flotó por su piel. Sofía hizo ademán de encaminarse hacia la casa principal. Al instante, escuchó los pasos de Nicolás al seguirla.
―En la misiva me hablaste sobre el molino ―le recordó él. Se llevó las manos tras la espalda y adoptó la postura indiferente de un aristócrata frente a un potencial negocio―. ¿Cómo es que te has enterado?
―¿Esa es la pregunta que vas a hacerme? ―Sofía sentía una genuina curiosidad por los cuestionamientos que un hombre tan inquisitivo como él podría tener. No pensó que la duda que le llamara más la atención fuera la fuente de información―. Pensé que sentirías curiosidad de, no lo sé... A cuánto asciende el costo de la concesión, la capacidad de mano de obra, los ingresos que genera... Por nombrar algunas opciones.
―Conozco el monto y ya ordené que sea estudiada la mano de obra y los ingresos. ―Su porte arrogante se acentuó al forzar el andar aristócrata con la barbilla levantada―. Solo hago las preguntas para las que no tengo respuestas.
―Mi fuente es anónima ―afirmó Sofía. En el rostro de Nicolás se dibujó una mueca de berrinche. Sofía juntó los labios con fuerza para no echarse a reír―. No habrán palabras dulces o flores que consiga revelar el nombre de tan maravillosa informante.
―Tiene que ser Lilia Almonte ―conjeturó Nicolás, seguro de sus palabras―. Ya estaba en la puerta del despacho, esperando para reunirse con su tío, al momento de que nuestra reunión terminara.
Aunque se sabía descubierta, Sofía se negó a confesar que, en efecto, su informante era Lilia. Continuó su camino hacia la casona.
―Tal vez te conviene saber ―habló Nicolás― que mi hermana está en la casona.
―Oh. ―Levantó un poco la falda para evitar que se manchara con un charco de lodo que comenzaba a secarse―. Seguramente va a regañarme por no haber ido a visitarla en los últimos días. A veces olvida que soy mayor.
―Conozco ese sentimiento ―convino él―. También me ha dado regaños y olvidado que soy su hermano mayor.
Sofía no pudo contener el impulso de mirarlo de reojo.
―No se parecen mucho, y no me refiero únicamente al aspecto físico. Elena es más reprimida, incluso me atrevería a decir que mansa.
―Elena es infeliz. ―Nicolás aumentó la fuerza del apretón de sus manos tras la espalda. En el cuello de la camisa y en los sobacos se marcaban manchas de sudor―. Mi padre la adora, pero la pobre ha tenido que crecer bajo el yugo de un carácter rencoroso. Haberse ido con mi abuela la liberó de las ataduras impuestas por esa situación, y lamentablemente la obligué a regresar. Pensaba que en la isla corría más peligro.
―Porque creías que yo representaba un peligro para ella ―recordó Sofía.
Aunque el sol los golpeaba en el rostro, Sofía comprendió que, al cerrar los ojos, Nicolás no intentaba evadir el resplandor de la luz, sino sus propios pensamientos.
―Llevo tanto tiempo navegando que no sé cómo sembrar ―confesó él en voz baja, casi como avergonzado―. Cuando Elena me informó del fallecimiento de mi abuela, accedí a presentarme ante el abogado para que mi hermana pudiera continuar con su vida sin la atadura de mi presencia para reclamar lo que le corresponde. No consideré que fuera a dejarme una parte de su fortuna, mucho menos una plantación. Su herencia me hace sentir como un palurdo con demasiadas cosas en las manos y sin saber qué hacer con ellas.
―No sientes que lo mereces ―sospechó Sofía.
Nicolás inclinó levemente la cabeza en su dirección.
―En pocas palabras, sí. ―Asintió. Después, sacudió la cabeza―. Debería concentrarme en la investigación, pero últimamente los asuntos cotidianos me ocupan la cabeza. El futuro, aunque incierto, atrae más que el presente; el primero nos brinda esperanza y el segundo terror simplemente porque debemos vivirlo al instante. Quiero saber qué oportunidades podría obtener cuando sea libre.
Lo último despertó la curiosidad de Sofía.
―¿No supone la patente de corso un perdón? Pensaba que eso a los piratas les otorgaba una especie de carta de libertad.
―¡Qué va! ―masculló con desgano. Su mirada enfocada en el camino le confirió un aire distante―. Es más un contrato de buena conducta: abandono el pillaje marítimo y me dedico a navegar bajo el pabellón de la corona española defendiendo las costas del Caribe. No implica libertad bajo ningún motivo. Es menester que me presente cada cierto tiempo ante una autoridad pertinente para llevarle mis avances al virrey. De lo contrario, hay un corsario español que está más que dispuesto a cortarme la cabeza.
Sus palabras tan crudas le provocaron a Sofía un escalofrío. De pronto, la idea de verlo ante semejante peligro le oprimió el pecho. La importunó la silenciosa manifestación de angustia.
―¿Por qué no me hablaste sobre esto antes? ―masculló Sofía con evidente reproche―. ¿Has estado cumpliendo con esas reuniones?
―Sí, por supuesto que... ―Como si de repente hubiese comprendido el mensaje oculto de sus palabras, Nicolás sonrió. La observó de reojo―. ¿Estás preocupada por mí? Pero si hace un instante me dijiste que si fuera por ti me moriría de hambre ¿Y ahora te preocupa si estoy cumpliendo con las condiciones que me impuso el virrey?
La opresión en el pecho de Sofía se convirtió en un escalofrío. Le temblaron los labios y la respiración agitada comenzó a escaparse por la nariz, como si de pronto se estuviera quedando sin aire.
Una punzada de preocupación obligó a Nicolás a detenerse.
―¿Te encuentras bien? ―le preguntó. Vio que continuó andando, así que la detuvo al tomarla del codo―. ¿He dicho algo que te molestara?
Sofía sacudió la cabeza al tiempo que mantenía la vista clavada en el suelo. No tenía valor de mirarlo a los ojos. Temía que descubriera con un simple vistazo aquel miedo y preocupación por él que comenzaban a crear un nido en su pecho.
Se estremeció con la caricia de su dedo índice en su mentón. Con un movimiento lento, Nicolás le levantó la cabeza y la obligó a mirarlo.
―Sofía, lo que dije... ―comenzó a decir él, pero Sofía lo interrumpió.
―Estoy muy confundida ―la confesión le pareció liberadora, algo que le supo contradictorio. Había dedicado los últimos años a ocultar sus sentimientos lo mejor que podía, fallando en muy contadas veces. Nicolás tenía el poder de poner sus emociones a flor de piel―. Sé que me dijiste que no me negara al nacimiento de un cariño, pero no concibo que algo así suceda en medio de esta situación. Ninguno está en posición de pensar en un mañana cuando el futuro es demasiado incierto. ―Los ojos se le achicaron―. No quiero abrazar nuevos sueños que al final podrían no realizarse.
Nicolás esbozó una sonrisa melancólica.
―Estás parada en mis nuevos sueños ―le dijo con aspecto sublime―. Cada decisión que tomé me ha traído aquí. Mi padre pudo haberse mudado a cualquier lugar, pero se estableció en este pueblo. Mi abuela pudo haberme heredado la propiedad que tenía en Cuba. Sin embargo, decidió dejarme esta plantación. ―Acortó en dos pasos la distancia entre ellos. Recorrió el contorno de su piel suave con los dedos mientras sus ojos exploraban el tentador camino desde su oscura mirada hasta los labios rosados―. Podría haberme interesado cualquier otra mujer, pero acabé embrutecido por una mulata de Valle de Lagos. Le he tenido que pedir calma a Dios porque el pobre está cansado de lanzarme tantas señales. Por fortuna, ya lo he entendido.
Con el roce de sus labios, Sofía comenzó a hiperventilar. Los ojos la traicionaron: detalló la intensa mirada diamante que pronto dirigió su atención al punto donde ambas bocas se tocaban. El corazón de Sofía comenzó a latir con tanto ahínco que lo sintió llegar hasta la cabeza.
Por primera vez en su vida, las piernas le temblaban ante la cercanía de un hombre.
―Bésame ―le ordenó Nicolás. Sofía sintió como sus labios se curvaban al sonreír―. Esta vez no lo haré yo. Demuéstrame que también me deseas.
―Sí ―musitó Sofía sin aliento―. Te deseo.
Sofía le sujetó la cabeza con ambas manos y acalló a la tintineante voz de sus miedos; se fusionó con él con un respiro de desesperación, ansiosa por aplacar la opresión en su pecho.
Embistiéndola con la furia de un animal, Nicolás respondió a la confirmación que tanto había esperado. «Sí. Te deseo», le había dicho. Tres palabras que pusieron fin a su agonía. La respuesta de Sofía era maravillosa; la calidez de su piel sublime. Bocanadas de aire caliente lo golpeaban en el rostro, y sobre sus cabezas la refulgencia del astro intensificó ese calor sofocante de ambos cuerpos. Pero él no quería detener ese desenfreno. No se detendría.
Así como tampoco se detendría hasta escucharla decir «te quiero».
―¡Santo Dios! ―oyeron gritar a una mujer.
Nicolás y Sofía se separaron de golpe, ambos con la respiración acelerada. La palidez en ambos fue evidente al descubrir que la mujer era Elena, quien los miraba con el ceño fruncido y la boca abierta como si acabara de presenciar un exorcismo.
―¡Es que no los comprendo! ―masculló a modo de reproche―. ¡Te dio un botellazo en San Juan! ―le puntualizó a su hermano mientras señalaba a Sofía―. ¡Y él abordó tu barco! ―Señaló a Nicolás con el índice. Elena se frotó la frente con impaciencia―. Intentaste prohibirme que me relacionara con Sofía, pero supongo que tú sí puedes ―añadió con inquina.
Nicolás soltó una carcajada nerviosa.
―Las cosas cambiaron, hermanita ―le dijo, llevándose las manos tras la espalda. Parecía un crío regañado por su madre―. Por desgracia, se trata de un asunto confidencial, así que no puedo compartirte los detalles.
―Pero yo debo compartirte a mi mejor amiga.
Nicolás rio de mejor humor.
―No. ―Se rascó la punta de la nariz―. Sofía y yo llegamos a un convenio hace un tiempo, por lo que nuestras diferencias han sido zanjadas.
La mirada de Elena reflejó escepticismo.
―No quiero entrar en detalles. ―Elena observó de reojo a Sofía. Estaba preocupada. Tal vez temía que él le fuera a hacer daño―. Vi el coche en la entrada. Uno de los campesinos me contó lo que había sucedido con tus hombres y quise asegurarme de que Sofía estuviera a salvo.
―Intacta y a salvo ―aseguró Nicolás con una sonrisa arrogante.
―De ellos, sí; de ti, no. ―Elena esbozó una sonrisa pícara.
Sofía contuvo una carcajada.
―He traído ate de membrillo y queso ―anunció―. ¿Quieres?
―¡Adoro el ate de membrillo!
Los tres volvieron a la casona, donde Nicolás le dio una hora libre a los empleados para que merendaran con ellos. Ordenó que trajeran de la bodega unas botellas de vino y otra de ron, pero la mayoría optó por mezcal o pulque que tenían guardados en su habitación.
La merienda de una hora acabó convertida en una reunión de tres. Los empleados trajeron sus instrumentos y uno que otro con buena voz se dedicó a cantar y armonizar la tertulia. Hubo un despliegue de bailes tradicionales, y los negros con sus tambores y aplausos les enseñaron bailes del oeste de África.
Aunque en ocasiones se celebraban jolgorios en alta mar, Nicolás no había experimentado un regocijo como aquel en años. Se sentía más hogareño, más en casa y bienvenido. De repente, la gente extraña y pintoresca que había conocido al llegar a un pueblo que le desagradaba, le obsequió la tarde más maravillosa en mucho tiempo. Ese grupo de desconocidos también estaba pisando su nuevo sueño: una hacienda de la que cuidar y una tierra a la que sembrar, y al ritmo de tambores y aplausos, la mujer que comenzaba a invadir sus costas, bailaba libre de sufrimientos. Tuvo por un efímero instante la visión de lo que podría ser un futuro maravilloso.
Con el primer avistamiento de la tarde, Nicolás, Sofía y Elena abandonaron la propiedad rumbo al pueblo. Elena insistió en que el coche la dejara cerca de la propiedad donde su padre ―o alguno de los empleados― fueran incapaces de detallar que Nicolás era uno de los acompañantes. En menos de un cuarto de hora, divisaron la propiedad de los Palaez.
Nicolás abandonó el coche y le ofreció ayuda a Sofía para bajar. La canasta vacía en su mano no dificultó el descenso, pero la oscuridad de la inminente noche que arropaba la entrada ―y también la pequeña borrachera tras haberse tomado tres copas de ron―, le hicieron trastabillar. Por fortuna, los movimientos rápidos y ágiles de Nicolás detuvieron la caída. Le agradeció con una carcajada atontada.
―Santo Dios, tu padre va a matarme. ―Nicolás la sujetó con más fuerza cuando volvió a trastabillar al cruzar el umbral. El guardia de la entrada los escoltó hasta el zaguán―. Esta no es una manera apropiada de ganarme su confianza.
―Me he puesto borracha tomando con él ―respondió Sofía. Retrocedió unos pocos pasos y descansó la espalda de la pared. Frotó las mejillas frías con lentitud. La noche estaba helada y olía a las flores del atrio―. No se enfadará contigo.
―No pensé que te gustara tanto tomar.
―Fue un gusto que adquirí después de abandonar el burdel.
Nicolás se recostó de la pared opuesta, y desde allí la observó. Se fusionaba maravillosamente con la oscuridad, resaltando apenas por el vestido blanco y las faldas anchas. Llevaba el cabello ensortijado, largo y abultado ―crespo, dirían algunos― que acentuaba sus orígenes africanos.
―¿Gusto adquirido por placer o por necesidad? ―quiso saber Nicolás.
―¿Por necesidad de olvidar? ―supuso Sofía. Negó con la cabeza―. Fue más bien para reconectar con mi padre. La convivencia no fue sencilla tras mi regreso.
―Cuéntame ―la instó él.
Sofía sacudió los hombros. Creyó que se negaría a hablar, pero casi al instante la escuchó decir:
―Estaba feliz de verme regresar sana y salva, naturalmente, pero... ―El recuerdo debía parecerle agonizante. Lo percibió por la manera en que se cruzó de brazos, como si de pronto un frío atroz la invadiera―. Cometí el error de confesarle que había estado en un burdel sin contarle cómo sucedieron las cosas. Tal y como lo esperaba, se enfureció. Mi padre nunca nos levantó la mano ―especificó con ímpetu―. Nos reprendía, por supuesto, pero sin golpes. Ese día por primera vez me levantó la mano y me dio una bofetada. Recuerdo que me dijo cuanta vergüenza le traería a la familia tener una hija ramera.
―¿Qué hizo cuando supo la verdad? ―se apresuró a preguntar Nicolás. En su voz temblorosa se evidenciaba el sufrimiento. Pobrecilla...
―Nada ―respondió ella―. Se había regado la noticia por el pueblo, y pronto la verdad fue cortada a medias. La gente decía que había estado en un burdel por cinco años, pero no contaban cómo había sucedido. Cada vez que mi padre regresaba a casa, lo veía cinco años más envejecido. El honor y la buena reputación son dos fundamentos importantes en este pueblo. Es mejor que te falte el pan a que te falte la decencia.
―Pero la relación de ambos ha mejorado, ¿no es así?
―Sí. ―Sofía asintió―. Sabía que mi padre no encontraba formas de solucionar mi situación, y para ese entonces sentía que yo tenía la culpa de todo lo que había sucedido, incluso de que me robaran: por haber ido sola al lago, por llevar la inapropiada ropa de un hombre o simplemente por creer que era libre y actuar como tal. ―Se movió, inquieta, y cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra un par de veces antes de encontrar una posición cómoda―. Recuerdo que un día, después de que volviera del trabajo, agarré una licorera y serví dos copas de ron. Había tomado la decisión de marcharme y quería que tuviéramos una conversación lo más amena posible.
―¿A dónde pensabas marcharte?
―Bueno... ―Dejó escapar una risita nerviosa―. A un convento de la capital. Siempre aceptan a mujeres para la limpieza o para ayudar en la cocina. Después del infierno en el burdel, limpiar pisos o cocinar no parecía tan espantoso.
―¿A un convento? ―su tono de voz acentuaba su escepticismo. Parecía tan impropio de ella...
―Creí que era el mejor lugar para apaciguar las habladurías. Además... ―Suspiró lentamente―. Mi padre se volvió distante. Regresar al pueblo no aplacó el sufrimiento, así que irme me pareció lo más sano.
―Y supongo que tu padre no estuvo de acuerdo.
―Mi padre se negó ―afirmó Sofía―. Me confesó que lo más que le preocupaba era que no tenía formas de protegerme: no podía mantenerme encerrada toda la vida y tampoco controlar lo que la gente decía sobre mí. Al final me dijo que jamás permitiría que volviera a encontrarme en un lugar en el que no quisiera estar. Eso incluía el convento, y también el matrimonio.
Nicolás esbozó una sonrisa condescendiente.
El ruido de pasos evitó que hablara. Don Álvaro llegó acompañado de Samuel, quien escrutó a Nicolás con dureza. Sin embargo, no dijo nada. Nicolás le devolvió el gesto.
―Muchacha ―dijo Álvaro en dirección a Sofía―. ¿Por qué siempre que te pierdes durante horas regresas acompañada del visitador?
Sofía se acercó a su padre y le pellizcó las mejillas mientras reía.
―Lo lamento. No pensé que fuera a tardar tanto.
―Un aviso habría estado bien. ―Álvaro señaló a Samuel con la mano―. Ha esperado por ti la última hora.
―Perdona ―masculló ella, centrando su atención en Samuel―. ¿Pasamos al salón?
―No ―interrumpió su padre, divertido―. Me acompañarás a la cocina. Te pediré un té ¿Has tomado mucho?
―Tres copas ―admitió complacida.
―De ron, según el olor.
―No tan bueno como el de San Juan, pero ¡igual es maravilloso!
Álvaro se disculpó con los presentes y llevó a su hija parlanchina rumbo a la cocina. A solas, Samuel levantó la barbilla y detalló en silencio a Nicolás, quien prefirió evitar el contacto. Encontró más placentero contar los pétalos de cada flor que observaba que buscar conversación con aquel hombre.
―Ha estado rondando a Sofía últimamente ―lo acusó Samuel.
Nicolás sonrió sin humor, pero no lo miró. Centró la mirada en la fuente en medio del atrio.
―Lamento si eso perjudica sus intereses ―respondió Nicolás de forma pausada.
―Si insinúa que tengo intereses románticos por Sofía, se equivoca. ―Aquello atrapó la atención de Nicolás. Observó fijamente a Samuel y el carpintero rodó los ojos―. Eso no significa que vaya a permitir que le haga la corte.
―Si no es un interés romántico, ¿entonces de qué va su insistencia? ―demandó saber Nicolás. Al instante cuadró los hombros.
―¿Acaso usted no puede preocuparse por una mujer sin aspirar a sentimientos pasionales?
―Paso más tiempo en alta mar que en tierra, de modo que mis preocupaciones habituales radican en no perder el rumbo o que se hunda la nave ―respondió con ironía.
―No le encuentro sentido a su humor ―le reprochó el carpintero―. ¿Es así como se defiende cuando no trae sus armas?
Nicolás se llevó la mano a la cintura, y al instante cerró los ojos y soltó una maldición. Había dejado la espada y la pistola. Por Dios, ¡todas sus armas estaban en la plantación! Jamás se había olvidado de algo tan importante.
―Si hay alguna razón por la que soporto tu impertinencia ―dijo Nicolás―, es porque te importa la seguridad de Sofía.
Samuel juntó los dientes y una expresión de exasperación entumeció su rostro.
―No soy el único al que le importa. A Jorge y Jesús también. ―Descansó la mano derecha en el pecho, introduciendo la punta de los dedos en el interior de la casaca marrón―. Sofía es como una hermana para nosotros y nos fiamos de su juicio más que del nuestro. Es una mujer que no confía fácilmente, así que, si ha conseguido que sienta que puede estar segura con usted, entonces yo...
Como ya parecía habitual en aquel pueblo, el sonido de pasos interrumpió la conversación. La visita no le resultó agradable a Nicolás; al ver a su padre, retrocedió un par de pasos, como si con aquella acción lograra pasar desapercibido. Vestía el uniforme de la milicia: la casaca azul y la chupa y pantalón de lino blanco. Lo acompañaban cinco soldados armados.
―Buenas noches, caballeros ―saludó el capitán. Observó de reojo a su hijo―. ¿Está doña Sofía en casa?
La pregunta provocó que tanto Samuel como Nicolás se miraran de reojo.
―¿Puedo saber para qué la busca? ―curioseó Nicolás.
El semblante de Lázaro se volvió cenizo.
―Necesito hablar con don Álvaro ―fue todo lo que dijo.
Nicolás se apuró en acercarse a su padre.
―¿Sucede algo?
―No te incumbe, Nicolás.
―Créame que me incumbe ―decretó.
―¿Don Lázaro? ―era la voz de Álvaro.
El administrador y Sofía cruzaron el atrio hasta el zaguán. Se detuvieron frente al capitán y le dieron la bienvenida.
―¿A qué se debe la visita a esta hora? ―Álvaro reparó en la presencia de los guardias―. ¿Y por qué la compañía?
―No traigo buenas noticias ―dijo Lázaro―. Ha llegado al presidio una serie de documentos que requieren una intervención inmediata ―hizo una pausa―. Lo lamento, don Álvaro, pero es necesario que doña Sofía nos acompañe.
La respuesta de Nicolás y Samuel fue inmediata: se flanquearon frente a Sofía para evitar que los guardias se le acercaran.
―¿Puede decirme de qué documentos se tratan? ―preguntó Nicolás.
―¡Calla! ―lo reprendió Lázaro―. Esto no tiene que ver conmigo.
―Pero sí conmigo ―intervino Álvaro―. ¿De qué documentos estás hablando y qué relación tienen con mi hija?
―Son permisos portuarios ―respondió Lázaro― y unos contratos de entrega de mercancía. Lo primero firmado por Sebastián y lo segundo...
―¿Quién envió estos documentos? ―interrumpió Nicolás, impaciente―. ¿Lo sabe?
―¡Visitador! ―masculló Álvaro―. Le pido que, por favor, me deje manejar la situación.
―Lo lamento, pero si permito que se lleve a cabo el arresto, estaría permitiendo que se cometa un terrible error. ―Observó fijamente a su padre―. Los permisos que tiene usted son falsos.
Lázaro endureció la mirada.
―¿Cómo sabes eso?
Nicolás convirtió los labios en una delgada línea. No encontró una manera de explicar cómo lo sabía sin revelar información importante. Detalló a Sofía, quien se removía inquieta detrás de Samuel, y después al carpintero, que de pronto le pareció notar pálidas sus mejillas.
―Visitador ―lo llamó Álvaro. Su semblante denotaba la carencia de temple―. ¿Esto tiene alguna relación con los verdaderos motivos que lo han traído al pueblo?
Por instinto, Nicolás se llevó las manos tras la espalda y alargó la postura ¿Qué argumentos a favor tenía disponibles? Sus pensamientos se evaporaron, y sin una respuesta satisfactoria, se vio cada vez más arrodillado a confesar una verdad que intentaba mantener oculta.
―Es imprescindible que conozca primero el origen de esas cartas ―dijo Nicolás.
―¿Guardan relación o no con lo que vino usted a hacer a nuestro pueblo? ―demandó saber Álvaro en tono cáustico―. Si su visita ha afectado a mi hija de alguna manera...
―¿Lo ha hecho? ―le preguntó Lázaro a su hijo, precipitándose hacia él―. Infeliz, ¡si te has escudado en un falso rango para causar daño...!
―¡Basta! ―gritó Sofía. Apartó a Samuel de un empujón y se acercó a los tres hombres―. Esta situación se está saliendo de control. ―Centró la mirada en Nicolás―. Tal vez sea mejor que le digamos a mi padre que...
―¡No! ―decretó Nicolás con firmeza.
―¡Nicolás! ―masculló, furiosa―. ¿Es que acaso no te has dado cuenta? ¡Entregaron los permisos!
―Pero ¿son falsos o no? ―indagó Álvaro.
―¡Sí!
―Entonces, ¿usted ―señaló a Nicolás con el índice― qué tiene que ver en este asunto?
Nicolás se apartó con brusquedad y soltó una maldición al tiempo que manoteaba por encima de su cabeza.
―Padre ―habló él con los dientes apretados. Levantó la mirada hacia Lázaro―. Usted no puede llevar a cabo este arresto. Los permisos son falsos y pretenden culpabilizar a Sofía y a su hermano Sebastián.
―¿Cómo está tan seguro? ―le cuestionó Álvaro.
Nicolás fue incapaz de reparar en su propia preocupación. En el instante en que sus ojos se encontraron con los de Sofía, el miedo y la angustia que descubrió en ellos lo hizo pedazos. Estaba aterrada y pronto esa agonizante sensación lo arropó a él también.
―Dígale a sus guardias que esperen afuera ―le pidió Nicolás a su padre.
La desesperación del momento llevó a Lázaro a acatar la petición al instante.
Una vez que los hombres se marcharon, Nicolás dejó caer los brazos en los costados y suspiró.
―El virrey ciertamente me ha concedido una tarea ―habló Nicolás. Estiró y encogió los dedos hasta cerrar la mano en un puño―, pero el puesto de visitador es una posición de apariencias. ―Volvió a llevarse las manos tras la espalda y levantó la barbilla―. Soy un corsario al servicio de la corona española. Fui perdonado por mis delitos de piratería hace unos pocos años y se me ha asignando la investigación de un asalto en alta mar a cambio de mi libertad.
Álvaro se precipitó hacia él al instante, pero Sofía se interpuso. Presionó las palmas abiertas contra el pecho de su padre y lo alejó de Nicolás.
―¡Hay que tener mala sangre para presentarse en mi casa como hombre digno! ―vociferó Álvaro. Agarró las manos de Sofía y las sacudió―. ¿Lo sabías? ¿Sabías quién era este delincuente?
―Sí ―respondió de inmediato―, pero no es un delincuente. Nicolás está ayudando a limpiar mi nombre.
―¿A cambio de qué? ¿Qué te ha pedido? ―Se rio sin humor―. ¡Y el muy sacamuelas quería pedir tu mano!
―Todavía lo quiero ―afirmó Nicolás.
―¡Primero muerto, farsante!
Sofía se liberó del apretón de su padre y presionó la palma temblorosa en la frente, donde una capa de sudor comenzaba a formarse. Al descansar las manos en las mejillas, las descubrió calientes. Se sentía sofocada en medio de los dos cuerpos. Usarse a sí misma para mantenerlos separados quizá no había sido su idea más brillante, pero la rabia en la mirada de su padre y la inquietante amenaza en el semblante de Nicolás limitaron sus capacidades.
―Seguramente conocías los andares de tu hijo, ¿no es así? ―le cuestionó Álvaro a Lázaro―. Y aún así dejaste que se acercara a mi familia.
―Mi padre no sabía de mi llegada ―intervino Nicolás.
―Pero calló ―farfulló el administrador.
Un gruñido de exasperación atrajo la atención de los presentes. Los cuatro giraron en dirección a Samuel, quien tenía los brazos cruzados contra el pecho.
―¿Acaso vamos a ignorar el verdadero problema? ―Sacudió la cabeza, un gesto que evidenció su desconcierto―. No importa si es un corsario, un anticristo o un mesías. Con la entrega de esos permisos falsos, nos acaban de condenar a todos.
Lázaro se aclaró la garganta.
―¿Qué evidencias tienen de que son falsas?
―Ninguna ―respondió Sofía―. Por eso es imperioso que viajemos a Vera Cruz. Allí encontraremos al falsificante.
―Me temo que es imposible, doña Sofía ―dijo el capitán de la guardia―. Los documentos han recorrido todo el presidio, lo que significa que si no la detengo ahora, alguien más vendrá por usted.
Sofía palideció.
―¡Pero soy inocente!
―Si usted detiene a Sofía o a cualquiera de sus hombres ―dijo Nicolás―, estaría enviando a prisión, e incluso a la horca, a personas inocentes.
―Inocentes o no ―Lázaro cuadró los ojos y observó fijamente los ojos de su hijo―, cualquier delito cometido en contra de la corona debe pagarse con mano dura. La ley es mucho más firme con estas acusaciones desde que el hijo del antiguo señor robó los recaudos de los tributos.
―Esto no es un recaudo ―masculló Nicolás―, ¡y Sofía no le ha robado a nadie!
Sofía se interpuso entre ambos hombres.
―Don Lázaro, por favor ―la voz de Sofía tembló. Se escuchaba cansada y abatida―. Usted me conoce y también a mis hermanos. Fuimos hijos bien criados que nunca desobedecemos las leyes por temor a represalias por el color de nuestra piel ¿De verdad piensa que seríamos capaces de robar a la Corona?
La postura firme de Lázaro flaqueó. Detalló a Sofía con una mirada más dulce, como si estuviera contemplando a su propia hija.
―Querida ―masculló pausadamente―. No tengo más opciones. Será cuestión de tiempo antes de que la noticia llegue a las autoridades de mayor rango.
―Las autoridades de mayor rango van a colgarme ―determinó con impaciencia― o me quitarán la libertad. Cualquiera de los dos castigos pondrá fin a mi vida ¿Acaso usted cree de verdad que soy culpable?
Lázaro sacudió la pierna y poco a poco apartó la mirada de Sofía. Al encontrar los ojos de su hijo, abrió la boca y masculló algo inentendible.
―Hay cinco guardias en la entrada ―les recordó― y por desgracia, no he venido a detener únicamente a doña Sofía. ―Fijó la mirada en Samuel, y el aludido tragó en seco.
―Le pido que me disculpe, padre ―interrumpió Nicolás―. Sé que preferiría colgarme usted mismo antes de colaborar conmigo, pero no puedo permitir que aprisione a estas personas. De todos los aquí presentes, soy el único que ha cometido algún crimen. Arrésteme ―sugirió con la voz firme―, pero deje ir a Sofía y a sus muchachos.
―¡No! ―gritó Sofía. El exabrupto le rasgó la garganta―. ¡No seas tan impulsivo! ―Le apretó los antebrazos―. Si te arrestan...
―No podrán hacerme nada ―le dijo de forma tranquilizadora―. Traigo conmigo la patente de corso y una real orden donde se evidencia que estoy avalado por el virrey. Saldré libre en unas horas o en algunos días como mucho.
―Ofreces la cabeza porque sabes que no la perderás ―le recriminó Lázaro―. Ni tan héroe, grandísimo demonio.
―¡Basta! ―gritó Álvaro―. Los problemas que tenga con su hijo, capitán, los resuelve en el calor de su hogar. En estos momentos, es la vida de mi hija la que corre peligro. ―Sujetó a Sofía y la ocultó tras su espalda. La mulata contuvo el aliento cuando su padre desenvainó la espada―. Me disculpará por el agravio, pero ya perdí a Sofía una vez ¡No permitiré que una infamia como esta le arrebate la vida!
A pesar de la amenaza, Lázaro fijó su mirada en Sofía, quien lo observaba por encima del hombro de su padre. La pobre mujer parecía una hoja sacudida por el viento.
Lázaro se frotó las mejillas con ambas manos. Después, suspiró con exasperación.
―No puedo mostrarles los documentos que enviaron. No hay tiempo ―dijo él. Aferró las manos a la casaca para mantenerlas ocupadas―. Fueron enviadas por Ricardo Tellez.
Como si se le hubieran cagado en el nombre de la madre, Nicolás cerró los ojos y pronunció una maldición tan mal hecha que parecía de otra lengua.
―Los cinco guardias de la entrada no se marcharán ―continuó Lázaro―, así que deberán... ―carraspeó―. Deberán buscar otra forma de salir.
El semblante de Nicolás evidenciaba su desconcierto.
―¿Va a dejarla ir? ―preguntó con la voz temblorosa.
―Tengo una responsabilidad con la ley ―los ojos de Lázaro empequeñecieron a medida que centraba la mirada en Sofía―, sin embargo es evidente que están interfiriendo en una investigación ―dicho aquello, observó a su hijo―. Júrame por Santo Cristo que tus intenciones son ayudar a doña Sofía.
―Usted me enseñó que bajo ninguna circunstancia está permitido jurar en nombre de Cristo ―dijo con calma― porque los criminales enlodaban una promesa sagrada para salvar sus vidas, y usted no confiaba en ese tipo de augurios.
Los dos hombres se observaron en silencio, lo que le permitió a Nicolás detallar el exacto momento en el que el semblante de su padre se ensombreció. Sus dedos estaban tensos mientras sujetaba el sombrero.
―Lo cierto es... ―Lázaro calló y carraspeó para recuperar la voz―. Preferiría no ver a mi hijo colgando de un cadalso. Por desgracia, es ese el destino al que te enfrentas como consecuencia de las decisiones que tomaste.
―Supongo que no recuerda que lo hice para salvar la vida de su otro hijo ―espetó con inquina―. Y también supongo que confiesa su descontento con la idea de mi muerte porque asume que no volveré con vida.
―Al contrario ―dijo, y al instante la sombra de su rostro desapareció como una cortina de humo, dejando en evidencia una arruga de preocupación en su frente―. Si pudieras volver con vida, te lo agradecería.
Nicolás tuvo la necesidad de marcharse súbitamente. El sopor de los sentimientos a flor de piel lo estaba sofocando.
―No recibimos una carta tuya en años ―continuó Lázaro tras percatarse del silencio que los arropaba en aquel frío zaguán―. Pensamos que habías muerto. Al presentarte en el pueblo sin previo aviso, me cegó la rabia y la desconfianza. Sigo sin convencerme de tus intenciones, pero si es cierto que estás a cargo de la investigación y de que puedes hacer algo por esta muchacha, en el nombre de Santo Cristo, hazlo. Salvar una vida siempre será más satisfactorio que quitarla.
Nicolás no tuvo tiempo de procesar sus palabras: Sofía entrelazó los dedos de su mano en la suya y buscó su atención con una mirada fija. Pese a la oscuridad, descubrió el bonito brillo de sus ojos: la silenciosa melodía de una vida que quería proteger.
―¿Qué tan grave es el asunto? ―la pregunta de Álvaro atrajo la atención de los presentes.
―El rey está exigiendo que se detenga al culpable y se devuelva lo robado ―dijo Nicolás.
―¿Qué condena le espera al responsable? ―la voz le palpitó, presa del miedo.
―La horca ―de pronto pareció que la respuesta de Nicolás volvió más fría la noche.
―Vete ―le dijo Álvaro a su hija. Se acercó cobijado por la oscuridad, de modo que solo su silueta podía observarse. Envainó la espada y después descansó las manos en los hombros de Sofía―. Si queda una esperanza de librar esto con vida, ve y búscala.
―Usted puede ayudarnos ―interrumpió Nicolás―. Estaba seguro de que había una posibilidad de que usted fuera responsable del robo.
Álvaro abrió los ojos con furia.
―¿Cómo se le ocurre acusarme de tremenda deshonra?
―Podría meter las manos al fuego y asegurarle que alguien del palacio administrativo o algún empleado de Pablo, el hijo del antiguo señor, está involucrado. La información respecto a la ruta que tomó el barco debió filtrarse de este pueblo, y tal vez ese alguien es quien intenta culpar a sus hijos.
―¿De verdad me cree capaz de poner en riesgo la vida de mis hijos? ―Estaba encolerizado. La mirada vidriosa hizo que Nicolás se encogiera―. ¿Y así quiere que le dé la mano de Sofía?
―Entonces demuestre que no es responsable y ayúdenos a encontrar a los cómplices. Pienso que podría ser un funcionario que trabaja para el nuevo señor.
Le tomó varios segundos aplacar su ira. Al final, Álvaro asintió.
―Viajaremos a Vera Cruz en búsqueda de un hombre llamado Lope de Castro ―dijo Nicolás. Se sintió en la obligación de explicarles cuáles eran sus planes―. Es el responsable de falsificar los documentos. Durante la pasada semana, recorrí el pueblo y el señorío colindante en su búsqueda, y también en la de un hombre llamado Evaristo Quiñones.
―Su nombre aparece en los documentos ―explicó Sofía―. Siempre firma de recibido.
―No recuerdo los nombres que aparecen en la firma ―confesó Lázaro.
―Tal vez esto le ayude ―dijo Samuel mientras se acercaba. Introdujo la mano dentro de la casaca y sacó dos papeles doblados varias veces―. Es uno de los permisos falsos que nos plantaron en la carreta.
Mientras Lázaro lo observaba, Nicolás y Sofía escrutaron a Samuel con la mirada severa.
―Pensé que los habías quemado todos ―le recordó Sofía.
―Tú misma lo dijiste: quizás nos servirían después para probar algo, así que guardé dos. ―Sacudió los hombros. La mueca que hizo con la boca evidenció su molestia―. Venía a entregártelos. No confío en tu pirata.
―¡No es mi pirata! ―refunfuñó Sofía.
―Y no soy un pirata: soy un corsario ―especificó Nicolás.
Lázaro dobló los papeles y se los regresó a Samuel.
―Lo lamento, no he escuchado ninguno de los nombres que me han mencionado. ―Echó un breve vistazo por encima de su hombro izquierdo. Los guardias no tardarían en regresar. Debían apurarse―. ¿Cómo darán con ellos en la Villa Rica?
―Ricardo nos dio el nombre de una mujer ―respondió Nicolás―. Ella nos dirá dónde encontrarlo.
―¿Saben dónde encontrarla?
―Nos preocuparemos de eso al llegar.
―Entonces deberían marcharse ya ―los interrumpió Álvaro. Agarró las manos de Sofía y dejó en ella dos prolongados besos―. Por favor, niña, ten mucho cuidado. Mantente a salvo.
―Lo haré ―masculló ella. Los ojos le comenzaron a escocer, pero no quería llorar. Odiaba llorar. Se soltó del apretón y lo envolvió con un desesperado abrazo―. Lamento darle problemas otra vez.
―No ha sido culpa tuya, cariño ―susurró pegado a su oído.
La separación le resultó dolorosa, y al momento en que Sofía puso distancia entre los dos, la mano de Nicolás sujetó la suya, fría y temblorosa.
―La vida de mi hija es responsabilidad de ambos ―sentenció Álvaro, recorriendo a Nicolás y a Samuel con una mirada severa.
Tras un asentimiento de los hombres, los tres atravesaron el atrio en dirección al patio trasero. Sofía les mostró el agujero en la pared, cuidadosamente oculto por las plantas, y después de atravesarlo rodearon la propiedad hasta llegar a las caballerizas. Tomaron dos caballos y partieron a galope. Al final, optaron por dividirse: Samuel iría a advertirle a los muchachos y Sofía y Nicolás marcharon hacia la plantación donde se prepararían para el viaje. Iban a encontrarse en la entrada del pueblo.
La espera volvió eterna la noche. Por fortuna, el movimiento impaciente apresuró las labores. En poco más de una hora, el coche estuvo listo.
―No he traído ropa ―dijo Sofía. Nicolás, que estaba ayudando a cargar los últimos dos arcones, levantó la mirada brevemente hacia ella―. Y también he dejado mi puñal en casa de mi padre.
―Conseguiremos algo en el camino. ―El coche se hundió con el peso del arcón. Nicolás volvió a subirse las mangas hasta los codos, que por el movimiento se le habían deslizado hasta las muñecas―. Lo siento, Sofía, no tenemos tiempo para buscar tus pertenencias.
―Lo sé. ―Se frotó los antebrazos cuando la brisa fría golpeó su piel―. No me puedo creer que estamos huyendo.
―No huiremos por siempre ―hizo ademán de acercarse. Quería protegerla del frío con un abrazo. Sin embargo, la intervención a gritos de Cristiano le condujo las manos hacia la empuñadura que colgaba de su cinturón.
―Tomer ―habló Cristiano―. Se acerca una carreta.
Como respuesta inmediata, los hombres que tenía cerca prepararon sus armas. El coche, que se acercaba trastabillando por la prisa, fue apuntado por espadas y pistolas.
―¡Es el coche de mi familia! ―gritó Sofía. Corrió hacia ella en cuántico los hombres bajaron las armas.
Las puertas se abrieron antes de que Sofía llegara. De él bajaron su hermana y su madre, ambas arropadas con mantas gruesas y oscuras.
―¿Qué hacen aquí? ―les preguntó. La alegría de verlas antes de marcharse opacó la urgencia de su pregunta. Sofía se lanzó a los brazos de su madre y al instante sintió que Leticia la abrazaba también.
―Tu padre me contó lo que está sucediendo. ―Ana María se quitó la manta y la colocó en los hombros de Sofía―. No voy a quitarte mucho tiempo. Quería traerte algo de ropa y unas mantas. Por desgracia, no pudimos coger algo de comida.
―Nosotros hemos escogido algo ―le aseguró Sofía―. Les agradezco que vinieran, pero no debieron hacerlo.
―Por supuesto que sí ―dijo Leticia. Le entregó un hato después de asegurarse de que el nudo resistiera el peso del contenido―. No sabemos cuándo te volveremos a ver.
―Pronto ―dijo Ana María―. Sé que Dios la traerá de vuelta.
Nicolás se aproximó con movimientos lentos.
―Lamento interrumpir, pero debemos irnos cuanto antes. No sé cuánto tiempo más mi padre y don Álvaro puedan contener a la guardia.
―Toda la noche si es necesario ―aseguró Leticia.
―Por desgracia ―Cristiano se acercó―, la noche se nos está yendo a prisa. Es más seguro viajar mientras esté oscuro.
―Tiene razón. ―Sofía se abrazó al hato―. Tengan mucho cuidado en el camino de regreso.
El desesperado abrazo de su hermana y el último beso de su madre hicieron pedazos a Sofía. Separarse de ellas desgarró algo punzante en su pecho, y fue entonces cuando comprendió lo acostumbrada que estaba a estar en casa, a andar por el pueblo, a reunirse con amigos y a ver ocasionalmente a su madre, pues su mente ―así como su cuerpo y alma― acababan marchándose de la casa por el anhelo de encontrarse con Nicolás. Su estadía en Valle de Lagos se resumía en buscar la compañía del hombre que tenía a su lado.
No supo aprovechar la bendición de volver a ver a su familia.
Y ahora debía marcharse.
Las observó despedirse con un movimiento de manos desde el interior del coche. Tenía la mano en el pecho; el corazón le latía con una furia desproporcionada. Un despliegue de caballos y jinetes enfurecidos abandonaron los terrenos de la plantación, bramando al viento la urgencia de la partida. Los dedos de las manos se volvieron fríos. Contuvo la respiración para reprimir el llanto.
―Regresaré ―le susurró a la noche―. Haré hasta lo imposible por volver a casa.
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