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Capítulo doce.

Lo despertó el irritante sonido que su mente inquieta hacía cuando no podía parar de pensar.

Le parecía absurdo decir que aquella acción poseía un sonido característico ―como darle un sonido a la letra «u» en la palabra quilate―, y a menudo el pensamiento lo hacía sonreír por semejante tontería. Esta vez el humor lo abandonó. No había nada hilarante en la precaria voluntad que poseía para calmar la inquietud de su mente.

Era un hombre centrado, ¡por Dios!, y no se podía permitir que su raciocinio se desequilibrara. Podría costarle todo. Podría... Santo Cristo, podría costar vidas. Aún así, no podía encadenar a las neblinas que lo atormentaban. No, encadenar no. Adormecer. Silenciar. Acribillar, quizás.

Una estocada en el vientre dolería menos que las puñaladas que le propinaron sus pensamientos. No estaba acostumbrado al aturdimiento, a la inquietud, a la incertidumbre. Hasta hacía tan poco tiempo era un hombre de temple inquebrantable.

Se estaba desmoronando.

«¿Por qué?» era una pregunta que no necesitó hacerse.

Una mano cálida se posó en su pecho desnudo.

Volteó a verla. Seguía dormida, tan profundamente que sus gestos exhibieron una paz divina. Las largas pestañas ensombrecieron sus párpados, sus labios estaban secos y un par de ensortijados rizos formaban un medio círculo sobre su mejilla derecha. Se frotó el pecho con movimientos lentos, allí donde el palpitar desquiciado de su corazón le acortó el aire.

Entonces...

Entonces lo supo.

O más bien, si debía ser justo, lo reafirmó con palabras más concretas.

Amaba a esa mujer.

La confirmación de un sentimiento tan conflictivo como ese lo hizo sentirse a la deriva. Buen Dios, él no había tomado las riendas de la investigación para enamorarse. Quería dejar la vida que le envejecía el alma. Quería recuperar la libertad que por las decisiones erróneas en su juventud había perdido. Quería establecerse y formar una familia.

Enamorarse quedaba en segundo plano. Primero su libertad, después sus sueños.

Ahora...

No.

Sus objetivos habían sido alterados.

Sofía.

¿Qué iba a saber él que una mujer como Sofía podría domesticar a ese pirata errante en el que se había convertido?

Mentira. Tenía que admitir que no era ni la mitad de sanguinario, salvaje y violento que solía ser desde que la presencia de Sofía se convirtió en una constante. Su dulce olor a ébano, su mirada cálida y su agudo pensamiento domaron a la bestia que vivía dentro de sí. No hubo un solo día en el que no sonriera, o se riera, o que quisiera acercársele y descubrir algo nuevo de ella. Sofía provocaba el nacimiento de otro hombre, una cara oculta en su moneda. Poseía una mente brillante y una preciosa voluntad de hierro. Su fortaleza era un artilugio deslumbrante que le inyectaba valentía.

Y, sin embargo, tras una larga vida de batallas, estaba aterrado.

Le costó precisar si se debía a la falta de sueño, al agotamiento que se había acumulado en él durante los últimos días o a la plácida tranquilidad que detalló en el dormido rostro de Sofía. Casi le rompía el corazón el simple pensamiento de despertarla. No deseaba inquietar ese pacífico sueño en el que estaba sucumbida y que le suavizaba el rostro. Ningún mal parecía perseguirla.

Quería, no, necesitaba que se mantuviera así.

Pero ¿cómo? Por cada paso que avanzaban, se veían en la obligación de retroceder cinco. La solución constantemente se le escapaba de las manos. Volvió a frotarse el pecho. El ritmo de las palpitaciones había aumentado. Las réplicas le llegaban a la garganta.

Sofía se movió hasta quedar boca arriba. La sábana la arropaba hasta la cintura. Con la desnudez de su pecho expuesta, Nicolás observó a detalle la cicatriz de Sofía: atravesaba la uve de su pecho y llegaba hasta el ombligo. Era la sanguinaria herida de un latigazo que le fue conferida por intentar escapar del burdel. No la conocía en ese entonces, pero lo hubiese querido, así podría haberle brindado su protección.

―Todavía puedo ―musitó con la voz ronca y cansada.

El sonido de su voz la despertó. Sofía se sacudió y se movió lenta y torpemente hasta que los cuerpos de ambos se encontraron. Descansó todo el largo del brazo derecho sobre su abdomen. Nicolás la vio sonreír con los ojos cerrados.

―¿Mucho despierto? ―preguntó ella, consciente de que había dejado la frase a medias.

Aquella tontería lo hizo sonreír. Era tan fácil con ella...

Nicolás le envolvió la cintura con el brazo izquierdo.

―Algunos minutos ―respondió sin añadiduras. Presionó los labios en su frente―. Iba a dejarte dormir un poco más.

―Eso me gusta, aunque pensaba que no te encontraría en la cama al despertar.

Nicolás frunció el ceño.

―¿Por qué no?

Sofía se frotó los ojos.

―Dijiste que ibas a reunirte con los muchachos en la mañana.

Al recordarlo, Nicolás chasqueó la lengua. Se restregó el rostro con la mano y observó el techo. La tranquilidad mañanera ―que tenía todo que ver con la compañía― debía acabarse.

―Sabido, pues. ―Se incorporó con lentitud, apartó las mantas y abandonó la cama―. Promesas son promesas.

La escuchó reír, y al instante volteó hacia ella. Qué preciosa se veía siendo risueña.

―¿De qué te ríes? ―le preguntó mientras sonreía.

Sofía despegó los labios, pero después movió la cabeza.

―No es nada ―respondió medio adormilada.

―Ah, no. ―Se aproximó a la cama con diligencia. Los ojos de ébano brillaban traviesos―. Estás en la obligación de decirme.

―¿Obligada? ―Sofía se recostó de los antebrazos―. Creí que no me obligarías a nada.

―Tengo métodos para hacerte confesar. ―Se inclinó hacia ella. Cuando tuvo su atención enfocada en sus ojos, deslizó la mano por debajo de la sábana. Arañó con suavidad el interior de su muslo. Ensanchó la sonrisa al observarla despegar los labios y emitir una respiración nerviosa―. Tortura o placer: va a depender enteramente de qué tan rápido me respondas.

Sofía volvió a carcajear.

―No es un asunto tan risible como el que te podrías estar imaginando. ―Agarró impulso y se sentó, pero sin despegarle la mirada. Le llevó la mano a la nuca y le acarició el nacimiento del pelo―. Estaba recordando el día en que nos conocimos ¿Te dolió mucho?

Nicolás contuvo una sonrisa. Por qué escogió un momento como ese para recordar el botellazo que le había dado aquella noche cuando se llevó a Elena del burdel al que Sofía la había llevado, no lo sabía.

―Como el demonio ―le confesó―. Pero ha quedado en el olvido. Lo hiciste para proteger a Elena. De alguna manera, el pensamiento me deja tranquilo. Tiene una fuerte defensora.

Elena...

La mención de su nombre le provocó una marcada arruga en la frente a Sofía.

―Pobre Elena, no la he tenido en el pensamiento ni siquiera un instante. No pude despedirme de ella. A saber cuando podremos volver al pueblo.

La mirada de Nicolás se volvió distante.

―Tú tampoco pudiste ―susurró Sofía.

Nicolás se movió y acabó sentándose en el borde de la cama, con las manos apoyadas en el regazo.

―Elena ha crecido sin mi compañía. No me echará de menos.

―Por supuesto que lo hará. Es tu hermana y te quiere.

Nicolás permaneció en silencio. Por supuesto que había estado en sus consideraciones recuperar el tiempo que había perdido con su familia, pero ¿era realmente posible recuperarlo? Once años ya se habían extinguido de su vida, todos ellos transcurridos sin la presencia de una madre, sin haber visto a su hermana crecer... Por tanto, recuperar ese tiempo era imposible, pues ya no la podía ver cómo la niña que era, sino como una mujer. A su madre, a quien ya la habían comenzado a salir canas, los años se le venían encima. Su padre ya se veía mutilado por el trabajo, la angustia y también la pena de haber perdido dos hijos, aunque uno de ellos sí había podido regresar. A pesar de eso, no sabía si había posibilidades de recuperar al padre que había perdido. Del hijo que una vez tuvo solo quedaba el recuerdo, una última pérdida.

Pero Nicolás estaba cansado de esas pérdidas. Quería adormecer esa mala vida y tener un inicio limpio junto a Sofía y también junto a la familia que se había obligado a dejar atrás.

Sofía se movió en la cama y se acomodó junto a él. Entrelazó los dedos con los suyos al tiempo que descansaba la cabeza sobre su hombro.

―Cuando nos establezcamos en el pueblo ―comenzó a decir ella―, podrás recuperar a tu familia. Tu madre y Elena te recibirán con los brazos abiertos, y tu padre...

Sofía lo sintió temblar. Le dejó un sonoro beso en el pecho desnudo.

―Estoy segura de que te quiere en su vida, pero eres igual a él: obstinado y arrogante. Jamás lo admitiría frente a nadie, en especial frente a ti.

Nicolás la observó de reojo con fingida despreocupación.

―¿Te ha parecido que soy un arrogante?

Sofía contuvo apenas el impulso de poner los ojos en blanco.

―Voy a vestirme. ―Se puso en pie―. Dado que las faldas están sucias, supongo que tendré que usar pantalones. ―Lo observó por encima del hombro con una sonrisa traviesa―. ¿Muy osado?

―Muy poco visto. ―Se incorporó para vestirse también―. ¿Será tan erótico como supongo?

―Es posible. No llevaré cotilla sobre la camisa.

―¡Alarmante!

La conversación sobre la ropa le cambió el humor, de modo que Sofía se dio por satisfecha. Terminaron de vestirse y bajaron al comedor para desayunar.

La recepción silenciosa despertó en Nicolás una inquietud. No era usual que sus muchachos lo observaran mientras servían el desayuno, y menos usual era que, de hecho se ofrecieron a servirlo. La mesa estaba vacía, solamente ocupada por Sofía y Nicolás. Después de dos cucharadas, levantó la mirada y observó el rostro ceñido de sus muchachos. Algo estaba sucediendo. La tensión era palpable en el aire. Dejó el cubierto sobre la mesa y dijo:

―¿Ha ocurrido algo?

Sin titubear, uno de los muchachos dio un paso al frente. Sofía dejó de comer y observó el intercambio violento de miradas. Con cada paso que el hombre daba, Nicolás parecía más tenso.

―Cristiano se ha ido ―el hombre señaló a Sofía con la mandíbula― y se ha llevado a los muchachos de la mujer.

No fue hasta la menciona que Sofía no había caído en la cuenta de que Jesús, Jorge y Samuel no estaban. Debió haberse percatado antes: no la dejaban a solas con los hombres de Nicolás bajo ningún concepto, a menos que Nicolás la acompañara, e incluso así solían rondar por los rincones. La mesa ―y la casa― estaba, no solo demasiado vacía, sino también silenciosa.

―¿A dónde ha ido? ―preguntó Nicolás. Su voz estaba fría como el hielo e igual de cortante.

―Pensé que usted lo sabría ―hizo una pausa. Sofía detalló el inicio de una sonrisa mordaz―, capitán.

Tal vez eran elucubraciones de su mente preocupada, pero la forma en que el pirata había dicho aquello sonabs burlona y problemática. Casi retante, casi...

Acusatoria.

―Si tienes algo que decirme, Dugay ―Nicolás cerró la mano en un puño y la descansó sobre la mesa―, simplemente hazlo.

Dugay, el pirata, agarró la silla más próxima y la apartó de la mesa. Se desplomó en ella y subió los pies. La bota sucia aterrizó muy cerca del plato de Sofía. Se obligó a ocultar una mueca de descontento.

―Los muchachos nos preguntamos si Cristiano, tal vez, y solo tal vez, ha abandonado el barco.

―¿Abandonado? ―espetó Nicolás con dureza.

―Se fue mientras el capitán dormía, huyendo como un ratón y dejando a la tripulación, pero llevándose a tres marineros de agua dulce. Si el segundo de abordo puede escabullirse con tanta facilidad...

―No habíamos tenido este problema, capitán, desde hace varios años ―intervino uno de los hombres detrás de Dugay. Sofía detalló que le faltaba el dedo índice de la mano derecha, pero de todas maneras llevaba una pistola en el fajín―. Le advertimos que traer a una mujer en el barco era mal fario.

Toda la valentía de la que Sofía pregonaba, se esfumó en cuanto los hombres posaron sus ojos en ella. Eran tres, incluyendo a Dugay, y estaban armados. Había dejado la daga que Nicolás le dio en la habitación y dudaba que él pudiera evadir tres disparos a la vez, en caso de que el asunto se tornara violento.

―¿Le echarás la culpa de cualquier infortunio a un temor del mar? ―masculló Nicolás con la mirada fija en el pirata. Como todos en aquella tripulación, no había dicho su nombre verdadero, pero se hacía llamar Amaro―. Hemos cruzado todo lo ancho del golfo y las costas con una mujer a bordo, ¿y aún así te tiemblan las piernas?

―Debería tomarnos en serio, capitán ―le advirtió Dugay, cruzando las manos en la barriga―. Le advertimos de nuestro desacuerdo respecto a traer a la mujer, pero no nos hizo caso. Su segundo de a bordo se ha ido y el resto de los muchachos resiente esa decisión. Unos piensan que su capitanía se está yendo abajo, y otros que Cristiano debe, bueno...

Uno de los hombres de atrás se pasó el índice por la base de la garganta.

―¿Y si ha ido al burdel, imbéciles? ―el malhumor de Nicolás quedó evidenciado en su voz―. O a comprar más vino.

―Ya fuimos a buscarlo. No ha ido a ninguno de esos lugares, tampoco a los mercados y mucho menos al puerto.

―No es razón suficiente para matarlo, ¡por Dios! ―Parecía exasperado.

―Me pareció ―interrumpió Amaro― que habíamos juramentado que nadie, bajo ningún concepto, saldría con la cabeza sobre los hombros si nos traicionaba.

Nicolás observó a Amaro, no como un hombre que estaba sopesando sus palabras, sino como una bestia que consideraba la mejor forma de arrancarle la cabeza a su presa.

―Preséntame evidencias, que prueben más allá de cualquier duda, que Cristiano me ha traicionado.

―Desertó ―espetó Amaro. Avanzó dos pasos que Nicolás percibió como una amenaza―. Nuestro capitán no hubiese permitido que nadie nos apuñale por la espalda.

Nicolás se levantó del asiento con brusquedad.

―Sigo siendo tu capitán.

―No parece que tenga el mismo control sobre su tripulación como antes ¿Lo sigo llamando capitán de todas formas?

―Sí ―respondió Dugay, mirando a su compañero con las cejas arqueadas―. A ver, compae. No venimos a cuestionar la capitanía, solo a dejarle saber al capitán el descontento de los muchachos.

―Mi descontento morirá cuando haya un verdadero capitán a cargo.

―¿Y qué sugiere el señor? ―preguntó Nicolás en tono cáustico―. ¿Quieres que hagamos unas elecciones con menos de la mitad de la tripulación?

De pronto, todo cambió.

Amaro apuntó a Nicolás con la pistola, y él le respondió apuntándolo con las dos que llevaba en el fajín. Dugay también presentó su arma. Señaló a su compañero.

―Amaro ―musitó su nombre con lentitud, casi palabra a palabra―. No tengo reparos en reventarte la cabeza con un tiro, así que piensa muy bien a quien apuntas.

Sofía se levantó del asiento cuando Amaro cambió la trayectoria de la pistola hacia ella.

―Vaya elección ―habló ella, impresionada con lo calmada que sonaba su voz―: apuntarle a la única persona que no tiene un arma.

―Como lo veo yo, estoy apuntando a la responsable de nuestra desorganización.

―Y supongo que dispararme acabará con tu inconformidad.

―Puede. ―Amaro torció la boca en una mueca de descontento―. Las mujeres traen mala suerte en asuntos como estos.

―Interesante postura. ―Sofía presionó las palmas abiertas sobre la mesa. Esbozó una media sonrisa―. Si es así, ¿por qué, en su mayoría, es una mujer la que figura como mascarón de proa?

Amaro entornó los ojos mientras estudiaba su pregunta.

―Para... ―Puso los ojos en blanco y bajó el arma―. Para aplacar el mar.

Nicolás y Dugay también bajaron sus armas. Sofía expulsó un discreto suspiro de alivio.

―Es evidente que el agotamiento y la impaciencia nos está jugando una mala pasada ―dijo ella―, pero los problemas no se resuelven apuntándonos los unos a los otros, ¿cierto?

Los tres hombres la observaron con las cejas levantadas. Era probable, pues, que así era cómo resolvían sus disputas en alta mar.

―Prepárenme un caballo ―ordenó Nicolás mientras guardaba las armas en el fajín. Observó su desayuno a medias y suspiró, malhumorado. Se bebió el vino en dos tragos y dijo―: Si el problema es la desaparición de Cristiano, entonces iré a buscarlo.

Sofía asintió. Dio varias mordidas al pan y bajó los bocados con la bebida. Sacudió las manos contra la ropa.

―Estoy lista ―anunció.

―¿Para qué? ―la pregunta de Nicolás la hizo fruncir el ceño.

―Para ir contigo ―respondió como si fuera lo más evidente.

Nicolás hizo un amago de sonrisa. Al final, optó simplemente por negar con la cabeza.

―No lo creo. ―Y echó a andar hacia el exterior.

―Uy, pues deberías. ―Fue tras él―. Me prometiste que haríamos todo juntos.

―Lo que yo te prometí ―al cruzar el umbral, descansó una mano en la frente para minimizar el impacto del penetrante resplandor solar― fue que encontraríamos al responsable. Me dijiste que no querías que te salvara, sino que te ayudara.

―¡Justamente!

Nicolás se percató de que los muchachos no habían hecho llegar la orden para que le prepararan el caballo, de modo que silbó con fuerza y llamó la atención.

―¡Un caballo! ―gritó.

―¡Dos! ―masculló Sofía.

―¡Dije que uno!

Nicolás volteó a verla entre divertido y exasperado.

―No me tientes, mujer, porque si lo llegase a considerar necesario, daré media vuelta y te ataré a la cama.

―Tengo experiencia escapando.

De haberse tratado de cualquier otra persona, Nicolás hubiese mandado a la mierda su paciencia y la hubiese enfrentado por atreverse a llevarle la contraria frente a sus hombres. Pero se trataba de Sofía, y había algo medio divertido en aquella situación.

Pero también algo medio peligroso.

―Es posible que la búsqueda me tome todo el día, e incluso más. No pienso regresar hasta no haberlo encontrado.

―Me parece un acuerdo razonable.

―No estoy razonando, simplemente me limito a explicarte los motivos de por qué no irás conmigo.

―No vas a conseguir que me quede ―declaró ella.

Nicolás adoptó una pose amenazante que no pareció surtir efecto alguno en ella. La vio avanzar la misma cantidad de pasos que él había dado. Ahora estaban frente a frente.

―No irás ―determinó Nicolás―. Este es un asunto mío.

―Sí, voy. Tu «asunto» se llevó a mis muchachos, de modo que esto también me compete.

―No estás vestida apropiadamente ―puntualizó con la mirada fija en su vestimenta masculina.

―Aparentaré ser un muchacho.

La mirada de Nicolás se desvió hacia la evidencia incuestionable de su feminidad que se exhibía a través de la abertura de la camisa.

―Los muchachos no tienen el pecho tan abultado.

―Usaré una casaca.

«Su ingenio es maravilloso», pensó él. Sin embargo, no lo pasmaba lo suficiente para hacerlo desistir.

―No estás armada.

―Pues tienes dos opciones: o vas por la daga que está en la habitación o me das una de las armas que tienes. ―Sofía levantó la barbilla―. Sin importar cuantas trabas me pongas, no te vas a ir sin mí.

―Te quedas. ―Nicolás levantó la mirada al escuchar el relincho... ¡de dos caballos!―. ¡Pero bueno! ¿Y ustedes a quién obedecen? Les dije un caballo ¡Uno! ―les recordó, pero si era descontento la emoción que invadía su voz, no lo evidenció. Lo cierto es que le sentaba mejor que obedecieran una petición por encima de la suya a que la consideraran un mal fragio. Un hombre supersticioso, quien también poseía un arma, suele perder la cabeza con facilidad.

―De todas las mujeres que existen en este vasto mundo ―Nicolás comenzó a quitarse la casaca―, me tenía que tocar a la reina de las obstinadas.

―Y lo olvides persistente. ―Alargó el brazo y aceptó la casaca. Se la puso con cuidado, asegurándose de cubrir bien su anatomía femenina―. ¿Me lo prestas? ―preguntó señalando a Amaro.

El hombre apuntó con el índice el pañuelo que le envolvía el cuello con un gesto inquisitivo, a lo que Sofía asintió. Nicolás la observó envolverse el cabello con él.

―Lo lamento ―advirtió ella a Dugay mientras se le acercaba. Se paró de puntitas―, pero esto ―le quitó el sombrero― lo necesito más que tú.

Nicolás se llevó el puño a la boca para ocultar una carcajada. Sus muchachos tenían una expresión como si hubiesen sido ultrajados. Sin embargo, no dijeron nada. Dos caballos más se acercaron y tanto Amaro como Dugay se montaron en ellos.

―Cuatro buscan mejor que dos ―dijo Dugay―, y si existe una razón justa para la desaparición de Cristiano, en caso de que no hubiese desertado, nos gustaría ser de los primeros en enterarnos.

―Sabido, pues. ―Nicolás ayudó a Sofía a montarse―. Si pierdo la capitanía, tú podrías tomar mi lugar ―bromeó en voz baja―. Tienes habilidad para despojar a la gente de sus bienes, un talento que mi gente aprecia.

―Este fin justifica los medios por los que he optado. ―Sofía sonrió.

A Nicolás le sobrevino una risotada mientras subía al caballo.

―Verdad más absoluta jamás ha sido dicha.

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