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Capítulo diez.

El elizitli tenía un sabor irritante y poseía una capacidad enloquecedora de quemar su garganta a medida que se lo tomaba.

―Lo detestas ―intuyó Victoria desde el diván romano donde estaba sentada. La copa vacía de elizitli estaba en su mano y la movía en círculos cada tanto.

Sofía no respondió. Se remojó los labios y centró la mirada en la ventana entreabierta. La noche ya había caído. Si hacía frío, la verdad era que no lo sentía. No podía sentir nada más que una agonizante preocupación.

―Si algo les ocurre allá afuera... ―Se obligó a callar cuando Victoria se levantó. Sofía estaba sentada en una silla que le quedaba pequeña por la falda.

―No te comportes como una tonta ―le recriminó Victoria―. Me parecieron hombres inteligentes. No aceptaron refugiarse en el burdel porque temieran por su seguridad, sino por la tuya.

Una sonrisa amarga escapó de los temblorosos labios de Sofía.

―Ninguno de nosotros sabíamos que nos estábamos metiendo en la boca del lobo.

―No soy un lobo.

Sofía encajó las uñas en la copa.

―¿Qué eres entonces? ―Conectó con sus ojos, a pesar de que intentaba evitarlos―. Sabía que estabas en algo turbio y aún así no dije nada porque no me concernía ¿Por qué no me dijiste que habían documentos que te perjudicaban? Podríamos...

Victoria dejó escapar una carcajada sin energías.

―No se trata solamente de los documentos. Hay mucho más detrás. Mi vida depende de la libertad de Lope de Castro.

―¿Por qué? ―Sofía se movió hacia adelante―. ¿Te ha amenazado?

Victoria cayó desplomada en el diván y apartó la mirada. A pesar de la situación en que la había puesto, Sofía no pudo evitar sentir lástima. Se veía tan perdida...

―No fue un accidente de trabajo. ―Victoria acarició la cicatriz de su cara―. Lo último que quería era que me hicieras preguntas, así que oculté la verdad. Lope de Castro me quemó la cara como un recordatorio que pudiera ver todos los días: si lo traicionaba, me mataría.

―¿Con qué te está amenazando? ―le preguntó Sofía. Si podía descubrirlo, tal vez tendría una posibilidad de ayudarla y...

―¡Por favor! ―masculló, fastidiada. Debió entrever sus intenciones a través de sus gestos―. ¿Crees que no he buscado formas de liberarme de esta telaraña? Es muy tarde. No soy una tonta mujercita que espera que alguien más la salve. He estado buscando mi propia salvación y la única manera de preservarla es con la vida de Lope.

―¿Aunque tengas que traicionar a una amiga?

―No uses esa carta que te queda muy grande. Te tengo un gran aprecio, pero no somos amigas. Solo fuimos compañeras del mismo infierno.

Sofía se mantuvo en silencio. Su verdad era absoluta: en el burdel nunca existió una amistad verdadera, solo un grupo de mujeres que congeniaban entre ellas lo mejor que la situación les permitía.

―Si de algo te sirve ―habló Victoria con voz solemne―: sí dancé y escupí sobre la tumba del cerdo que nos prostituía en Cuba.

Sofía se descubrió sonriendo.

―Ni siquiera quiero mencionar su nombre. ―Victoria abandonó la copa en el suelo y se frotó las mejillas―. De solo pensarlo me pesa la lengua.

―Yo tampoco he mencionado su nombre ―admitió Sofía.

―Eres... ―Sorbió por la nariz de manera estrepitosa―. Viviste un horror, al igual que todas, pero fuiste afortunada. ―Una sonrisa melancólica se asomó en sus labios―. Sumamente afortunada. ―Se echó a reír al descubrir la mirada desdeñosa de Sofía fija en ella―. Pobrecilla. No eres capaz de darte cuenta.

―¿De verdad te parece que lo que me ocurrió fue buena fortuna? ―la escudriñó casi con exasperación.

―Sí, tontita. ―Volvió a sorber por la nariz―. Pudiste volver a casa con tu familia, te has pasado los últimos años en el mar y, como si tu buena fortuna no fuera suficiente, has conseguido a un hombre, o mejor dicho a varios, que atravesarían el infierno para salvarte. ―De repente, su semblante se oscureció―. Yo no tengo nada.

Sofía sintió como le sobrevino un escalofrío.

―¿Te has vendido a otro hombre después de abandonar el burdel? ―le cuestionó Victoria. Su voz tronaba ante la rabia y el desasosiego que se mezclaban de manera peligrosa―. ¿Has robado, por lo menos? No. Estoy segura de que esa es tu respuesta. Yo te diré por qué: porque eres una jodida afortunada, una puta bendecida, una infeliz amada por Dios... ―Boqueó con desesperación evidente, agitada por sus propias emociones―. Mientras que yo debo... Yo debo...

La desolación en su voz hizo que su rostro palideciera. Victoria parecía víctima de un sufrimiento que le dio un vuelco espantoso al corazón de Sofía.

―No conocí a mi padre, ¿te lo conté alguna vez? ―Victoria rio ante su pregunta―. Por supuesto que no. Teníamos un código secreto: nunca, pero nunca, revelar nuestro pasado. En el burdel éramos simples rameras, no personas. Nuestra única función era llevar a cabo el antiguo arte de abrir las piernas. Pero ya lo sabes: no conocí a mi padre. Tenía tres años cuando se fue, de modo que mis pocos recuerdos se han perdido con los años. Mi madre, una lavandera mal pagada, estaba enferma y débil. Por desgracia, otro terrible mal la acarreaba: estaba preñada.

«Tiene un hermano», pensó Sofía. Su apellido Portocarrero era el mismo que el de Martín, el falso alias con el que Lope de Castro se había presentado al pueblo ¿Podría ser que, entonces, Lope y ella fueran hermanos?

―Tal vez fue por la debilidad de mi madre, pero mi hermano también nació enfermo ―continuó Victoria. Subió las piernas al diván y se abrazó a ellas. Descansó el mentón en la rodilla y suspiró con letargo―. Tres bocas, ¡imagínate! A esa precaria situación, había que añadir que dos de ellos necesitaban medicinas. Tenía dieciséis, en ese entonces... Un horrible entonces, si puedo ser sincera. Mi madre enfermó de diarrea. Estaba verde como un sapo, flaca como un cadáver. Mi hermano no estaba mucho mejor. Me encargaba de cumplir con los pedidos de mi madre, pero el dinero se nos iba de las manos tan pronto lo obteníamos. No era suficiente para medicinas.

Victoria hizo un esfuerzo por observar a Sofía a ojos, pero su intento falló y optó por verse las manos.

―Murió en dos días ―confesó. Debía tratarse de una situación de hacía muchos años, pero en su rostro se reflejaba un dolor y una pena que no había disminuido con el curso natural de la vida―. Mi hermano no estaba mejor. Si no hacía algo pronto, terminaría reuniéndose con nuestra madre. Pero... ―Frunció el ceño. El gesto la hizo parecer una niña asustada, y no la mujer adulta que era―. No tenía dinero y él necesitaba ayuda urgente. No podía sentarme y lavar los trapos sucios de otras familias. Debía obtener el dinero cuanto antes. Así que hice lo que muchas desventuradas de mi edad, solas y sin familia ni protección harían.

Sofía se tensó, compungida. Pobrecita...

―Resulta que un hombre paga buena cantidad de plata por desvirgar jovencitas. ―La mirada oscura, furiosa, se trasladó finalmente a Sofía. Intentó suavizar su expresión―. Lo comprendes. Ese hombre, el burdelero... Fue lo que hizo contigo.

Esta vez fue Sofía la que apartó la mirada. Resultaba agotador ese esfuerzo continuo por no rememorarlo. Durante los últimos años, el esfuerzo había valido la pena. En contadas ocasiones el recuerdo volvía para acecharla. No quería darle ese poder, no en aquel momento, ni nunca.

―¿Se salvó? ―se animó a preguntar―. Tu hermano.

Victoria no necesitaba la aclaración, pero aún así lo negó. Ese movimiento de cabeza le disparó a Sofía un dolor profundo en el pecho.

―Sufrió durante seis largos días ―su voz, a la que siempre le había descubierto fortaleza, ahora temblaba―. Ese pobre niño... Nació para sufrir. Mi madre, mi pobre madre... Trabajó como una esclava a punta de latigazo, y aún así murió sin poder sanar a mi hermano. Tal vez, a veces lo pienso... ―Se llevó las palmas a las mejillas. Estaban humedecidas por las silenciosas lágrimas―. Tal vez fue mejor que muriera. La muerte de mi hermano la habría hecho pedazos, y que viera en lo que me he convertido...

―Lo lamento ―habló Sofía con un hilo de voz.

―Nunca lo entendí ¿Por qué? ―Victoria bajó los pies del diván con lentos movimientos, como si, de pronto, todo su cuerpo doliera―. ¿Por qué no me enfermé yo también? ¿Y por qué no morí? Habría sido más sencillo. Vendí mi cuerpo para pagar las medicinas de un niño que terminó muriendo. Mi deuda con ese hombre se convirtió en mi prisión. Me fue cada vez más imposible pagarla. Ese cerdo tenía sus formas de cobrar una deuda.

Victoria volvió a observarla. El cuerpo de Sofía estaba tenso por el relato, pero sus ojos ―y sus gestos― demostraban una compasión que no se merecía. Por amor a Dios, ¡le había puesto una pistola en la cabeza!

―Me provocaba arcadas tener que llamarlo padre. ―Una sonrisa cansada, como si tiraran a fuerza de sus comisuras, se asomó por sus agrietados labios―. A ti también, lo recuerdo. Para mí era especialmente repugnante. No conocí a mi padre, pero estaba segura de que no me obligaría a acostarme con él.

Un escalofrío recorrió a Sofía.

―¿Acaso él...?

―A las vírgenes las vendía ―respondió Victoria―, y las que ya habían sido desvirgadas, bueno... Le gustaba darles la bienvenida al burdel con una atención especial, o en el peor de los casos, si naciste con la peor de las suertes, te hacía falsas promesas de que, con una noche que pasaras con él, te reduciría la deuda.

―Y supongo que...

―Pues que no, querida, que no. Solo quería disfrutar de la mercancía que había adquirido. Tenías suerte de que, al parecer, gustabas mucho a los extranjeros. Nunca quiso estropearte con sus atenciones particulares.

Sofía sintió que su cuerpo se sacudía al ritmo de una arcada.

―El día más feliz de mi vida fue cuando ese sapo leproso murió ―su voz parecía cantarina y alegre, y a Sofía le pareció una actitud atemorizante―. Su avaricia por fin lo alcanzó, y de tanto vaciar los bolsillos, finalmente un día alguien decidió vaciar los suyos. Una puñalada al corazón, y por fin su reino del terror culminó.

―Pero tú seguiste siendo prostituta.

Sus ojos se oscurecieron por el desdén y el furor de su afirmación.

―Era la única profesión que dominaba, y no quería, bajo ningún concepto, volver a vivir en la calle y de la plata conseguida un día a la vez. ―Levantó los brazos por encima de la cabeza―. He aquí el fruto obtenido por abrir las piernas.

Sofía se mantuvo en silencio mientras la observaba.

―¿Lope de Castro te ayudó a abrir el burdel?

Los brazos de Victoria cayeron en sus costados.

―Mi conexión con ese hombre es... complicada.

―Por un momento creí que era tu hermano. ―Sofía detalló la mirada severa que le concedió. Su conjetura no era bien recibida. Era evidente que le causaba turbación, de modo que se apresuró a explicar―: Se presentó en un convivio en el pueblo de Valle de Lagos con el nombre de Martin Portocarrero.

―Martín era el nombre de mi hermano. ―Asintió―. Lope suele utilizarlo para pasar desapercibido.

―¿Conoces a Evaristo Quiñones?

―Es uno de sus alias, me parece. Lo he visto en documentos.

Pero aquello no disipaba sus dudas.

―¿Sabías que Lope de Castro estaba falsificando permisos para legalizar mercancía que proviene del Galeón de Manilla?

No necesitó una respuesta, aunque la deseaba: sus gestos eran una rotunda confirmación.

―Te preocupan los permisos ―dijo, poniéndose de pie― y las cartas. Has estado utilizando los mensajes ocultos que nos enseñó Elise para intercambiar nombres. Leí una de ellas y encontré el nombre de «Juan Borda» ¿Quién es?

―Un comprador.

Sofía dejó la copa en el suelo, pero no apartó la mirada de ella.

―¿Es quién comprará las joyas que le robaron al rey?

―No.

―¿Entonces? ―farfulló molesta.

―Es un hombre con el que hicimos negocios hace algunos años.

―¿Por qué Lope de Castro guardó esas cartas? ¿Qué negocios están ocultando?

Quizá percibió que Sofía no dejaría de insistir o simplemente necesitaba contarle a alguien ―su mirada estaba cansada y parecía a punto de echarse a llorar otra vez―, porque al instante comenzó a decir:

―Ya había establecido la casa de mancebía para el momento en el que Lope de Castro pidió que hiciéramos negocios. ―Al parecer, la conversación estaba destinada a alargarse, de modo que Victoria se sirvió otra copa de elizitli. El sonido del líquido al caer en el interior despertó en Sofía una inquietud empalagosa―. Es un falsificador muy conocido, aunque utiliza un nombre distinto para cada cliente. Hace algunos años, lo contactó un joven señor que tenía en posesión la ruta que se tomaba desde Acapulco hacia Vera Cruz con productos descargados del Galeón de Manilla.

«Un joven señor», puntualizó Sofía. Ese debía ser Pablo.

―Lope necesitaba un lugar donde guardar la mercancía. ―Tapó la licorera y se devolvió al diván―. Mi casa, esta casa ―movió el brazo derecho por la habitación―, era un buen escondite. Ocultamos nuestros mensajes a través de cartas donde le hacía llegar nombres de posibles compradores. Lope preparaba los permisos y me los hacía llegar con mensajeros. Después, mis muchachas, que acostumbran a ir a la casa de mis clientes a ofrecer sus servicios, transportaban la mercancía a sus residencias y hacían la venta. En cuanto traían el dinero nos lo repartíamos.

―¿Qué ganó el señor?

―Una buena parte, por lo que sé. La venta de mercancía de Manila era fructífera y ganábamos grandes cantidades de plata. El señor se llevó una gran tajada, aunque estoy enterada de que Lope hacía otros trabajos para él. Algo sobre unos sellos para recaudo de tributos. Supongo que no alcanzaron a revisar su libro de cuentas y cobros.

―Se nos presentó una súbita interrupción.

Victoria le sonrió casi con arrepentimiento.

―Tengo que preguntar. ―Sofía pegó la espalda a la silla―. ¿Estabas enterada del robo de las joyas?

El silencio duró unos pocos segundos. Al final, Victoria asintió.

Una tenue esperanza abrazó a Sofía.

―¿Las tienes guardadas?

―No. ―Negó enfáticamente con la cabeza―. Y si te lo estás preguntando: no, no sabía que te culparían.

―¡Pero ahora sí! ―Se levantó con brusquedad―. A pesar de que sabes que necesito entregar a ese hombre y a todas las evidencias si quiero salvar mi vida, estás dispuesta a callar.

―¡No seas tan egoísta! Mi vida también depende de esos documentos.

―Lope de Castro se presentará ante las autoridades. ―Avanzó hacia ella―. Es posible que lo condenen, incluso que lo cuelguen, por los delitos que cometió. Desaparecerá de tu vida.

―¿Sí? ¿Y a quién crees que pedirá que cuelguen junto a él? ―Se señaló a ella misma―. Una puta ladrona que ocultaba y vendía la mercancía que le robaban a un galeón español.

―¿Acaso no conocías los peligros? ―Sofía cerró las manos en puños. La frustración le apretujaba el pecho―. ¿Qué destino crees que le depara a quien le roba a la Corona?

Victoria estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo. Sus labios entrejuntos temblaban, y una gruesa capa de lágrimas le tiñó los ojos que, antaño, solían portar un brío sagaz.

―¿Qué hay de malo en desear más? ―su voz sonaba tan apagada, lúgubre y ajena a ella que Sofía no pudo evitar mirarla con lástima.

―¿Más de qué? ―aventuró Sofía, aunque podía intuir su respuesta.

―Dinero. Quería más dinero. ―Su cuerpo perdió la capacidad de sostenerse, y pronto comenzó un lento descenso hasta que sus rodillas tocaron el suelo―. No quiero volver a las calles ni padecer hambre o sufrir el frío. No quiero llorar todas las noches el abandono de mi padre o la muerte de mi madre. No quiero revivir en mi memoria el rostro de mi pequeño hermano, que fue perdiendo color, hasta que finalmente dejó de respirar. Su último respiro me atormenta cada vez que cierro los ojos. ―Un grito desgarrador abandonó su boca entreabierta. La observó llevarse las manos temblorosas al pecho, donde parecía sufrir de un dolor insoportable―. Mira como estoy... Siendo todavía muy joven vendí mi cuerpo para salvar a alguien que acabó por morir en mis brazos. Y aún continúo haciéndolo para no volver a la calle que me quitó todo ¿Por qué tienes que pedirme que te entregue lo único que me mantiene con vida?

Sofía se acercó a ella de forma instintiva. Vio pánico en su mirada.

―¿Qué vas a hacerme? ―la pobre mujer parecía aterrada. Intentó alejarse la misma cantidad de espacio que Sofía avanzaba, pero fue inútil―. De seguro me odias. Estás en tu justo derecho. Escúpeme en la cara si así lo prefieres.

Pero Sofía encajó las rodillas en el suelo y la cubrió en un reconfortante abrazo. La sintió estremecerse y sollozar con tal dolor que su pena anidó también en el pecho de Sofía. Parecía un hecho inconcebible. Nunca antes la había visto quebrarse de aquella manera. De pronto, cualquier rabia o resquemores que podría haber nacido por ella al traicionarla, se esfumó.

No podía odiarla, resentirla o despreciarla. No cuando venía en ella el trágico rumbo que hubiese tomado su vida si no hubiera tenido una familia a la cual volver.

―Victoria ―Sofía pronunció su nombre con suavidad―. Yo puedo ayudarte. Nuestras vidas están entrelazadas con las de Lope de Castro. Si me dejas llevarlo ante la justicia, nunca más tendrás que enfrentarte a él. Serás libre.

―¿Libre? ―Levantó la cabeza y la observó. Después, la sacudió con insistencia―. No. Me matará, hará que me condenen junto a él.

―No lo permitiré, pero si temes tanto por tu vida, ¿por qué no te vas de Vera Cruz?

―¿Irme a dónde? Solo conozco Cuba y Vera Cruz ¿Y de qué voy a vivir? Ya estoy cansada de vender mi cuerpo. No lo soporto.

―Puedes comenzar una nueva vida en otro lugar. Estás en la capacidad de ser otra persona: libre y dueña de ti. Puedes vivir de un trabajo honrado.

―¿Qué trabajo honrado puede tener una ramera?

―El que tú quieras. Eres una mujer con gran fuerza de voluntad e indudable intuición. Cualquier cosa que te propongas, sé que lo conseguirás.

La respiración de Victoria se volvió pausada.

―Siempre he querido visitar Francia. Tengo habilidad para los perfumes, y yo podría...

―Puedes ―afirmó Sofía―. Claro que puedes, amiga mía.

Victoria volvió a echarse a llorar, enterrando la cara humedecida en el pecho de Sofía. La mulata se fundió con ella una vez más en un abrazo que no cesó a pesar de la violenta intromisión. La puerta se abrió con un estruendo impetuoso para anunciar el arribo del corsario. Llevaba sus armas en el fajín a excepción de la pistola y el puñal que le había dado a Sofía. Su semblante estaba oscurecido por la rabia y una imperiosa necesidad de destrozar todo a su paso. Debió pensar que el llanto provenía de ella.

Avanzó con sonoros pasos que provocó que Victoria se zarandeara, presa del pánico.

―¡Espera, por favor! ―le pidió Sofía―. No me hará daño.

―¿No? ―Él no parecía tan convencido―. Porque la última vez la vi poner una pistola contra tu cabeza.

―Por favor ―su voz era apenas audible. Mirarlo fijamente debió sosegar el infierno que irradiaban de sus ojos color diamante.

Nicolás mantuvo sus armas aferradas, pero le permitió un descanso a su tensa postura.

―No estoy dispuesto a llevar a cabo un intercambio ―habló él―. Tampoco a permitir que lastime a Sofía.

Victoria sorbió por la nariz.

―Usted... ―Se incorporó con lentitud. Le dolía la espalda―. Usted tiene que jurarme que Lope de Castro no saldrá con vida de este proceso.

La confusión, evidente en su mirada, lo llevó a fruncir el ceño.

―Sus hombres están afuera, pero los míos adentro ―le aseguró Victoria―. Prométame, ¡júreme!, que Lope de Castro no podrá perseguirme a donde sea que me vaya.

―¿Irse? ―cuestionó Nicolás.

―Nicolás... ―Sofía dulcificó su voz. Había percibido su determinación a discutir en la mirada―. Le prometí que la ayudaría.

―¿A escapar? ―No parecía muy contento.

Sofía se apartó de Victoria y se acercó a él, quien la sujetó del antebrazo y la ocultó detrás de su espalda. Sofía fue consciente de la mirada lastimera que Victoria le concedió. Pobrecita... No tenía quien cuidara de ella.

Sofía descansó las manos sobre los hombros de Nicolás.

―No quiere hacerme daño. Su mayor deseo es el mismo que el nuestro: vivir y ser libre. ―Lo rodeó con pasos lentos. Al detenerse frente a él, le acunó las mejillas con las manos―. Mírame, y luego mírala. Esa pudo haber sido mi vida: sola, desamparada y a merced de cualquier hombre.

Los ojos color diamante se empequeñecieron. Sofía lo sintió sacudirse a través de las manos.

Y es que la sola idea de que Sofía compartiera ese destino hacía pedazos la valentía de la que tanto pregonaba. Nicolás simplemente no podía concebir ese pensamiento. Cinco años la habían hecho pedazos. Una vida entera, tal vez...

―Por favor ―insistió Sofía.

Nicolás decidió no mirarla a los ojos o flaquearía. Observó, sin embargo, a la mujer que continuaba en el suelo y de rodillas. No se parecía a la persona que los recibió hacía algunas horas: estaba hecha un desastre con los ojos hinchados y la nariz roja. Lo que había sido un gesto altivo que denotaba inteligencia y perspicacia acabó por convertirse en un reflejo de su mala vida. Si hacía caso omiso a su petición y la entregaba a las autoridades junto a Lope de Castro, entonces la colgarían. Cualquier robo a la corona se pagaba con la vida. No hacía mucho le había dicho a su madre que no le mortificaba acabar con una vida para garantizar la suya.

De pronto, sin embargo, una sensación nauseabunda le apretujó el estómago.

No quería acabar con la vida de esa mujer.

No podía.

Como si hubiese aparecido desde las sombras, la voz de su padre invadió sus pensamientos.

«Salvar una vida siempre será más satisfactorio que quitarla».

Nicolás apretó los dientes. Salvar una vida... No era a eso a lo que se dedicaba. No estaba en sus planes salvar a nadie que no fuera a él mismo, a sus compañeros y a Sofía. Y aún así allí estaba, de pie frente a una vida que podía salvar o condenar con una decisión.

Le sorprendió lo fácil que se le había hecho optar por abandonar la postura de lucha y ceder ante la voz de su consciencia.

Estaba harto de matar. Hastiado de que sus decisiones condenaran tantas vidas. Cansado de llevar ese montón de armas en el fajín. Fatigado de andar por un eterno campo de batalla.

Masculló palabras inentendibles al tiempo que guardaba sus armas en el fajín.

―Puede irse ―anunció de forma pausada―, pero tanto Lope de Castro como los registros se quedan bajo mi poder.

Una sonrisa iluminó el rostro de Sofía, un gesto precioso que calentó la inquietud de su pecho hasta adormecerlo.

―¿Lo has escuchado? ―Se devolvió a la pálida mujer, quien tenía la mirada fija en Nicolás. Su gesto incrédulo lo incomodó, pero no apartó el contacto visual―. Podrás tener otra vida ¿No estás contenta?

Pero Victoria no dijo nada, a pesar de que pudo percibir el cambio de su rostro. Se levantó del suelo y sujetó las manos de Sofía.

―Puedo irme ahora mismo ―habló. La voz le temblaba. Era evidente que intentaba mantenerse en calma―. Solo tomaré mi dinero y algunas pertenencias. En la bodega tengo guardada mercancía de Lope de Castro que aún no hemos vendido. Pueden llevárselas como evidencia.

Nicolás asintió una sola vez. Aquello podría serles de utilidad.

―Y si todavía quieren dejar Vera Cruz ―continuó―, conozco una desembocadura por la que podrían escapar. 

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