3
Despertó con el tiempo justo para no perderse el desayuno, una taza de café negro, sin azúcar, y unas cinco tostadas con mermelada de frambuesa. Acabó su porción, agradeciendo, y luego de cepillarse los dientes, volvió a su habitación. No se cambiaría de ropa porque el pantalón deportivo, las zapatillas de caminata y el suéter estilo canguro estaban bien para la jornada que le esperaba aquel día. Se formó dos trenzas finas en el cabello castaño, anudándolas en la nuca y dejándolas caer por detrás. Fiel a su profesión, comprobó el estado de la batería de su cámara Nikon, también el de la grabadora portátil, y con la llave en la mano, salió del dormitorio cerrando tras de sí.
Aquel jueves, Bellhaven había amanecido con una espesa neblina húmeda que lo cubría todo a mediana altura, dificultando la visión a lo lejos, de modo que Laura asumió el hecho de que no podría sacar buenas fotografías al menos hasta el mediodía, cuando el sol calentara un poco el aire y disipara la bruma. Sin embargo, podría matar el rato recorriendo las calles aún en silencio, intentando vislumbrar algo de la rutina mañanera de aquellos pobladores. A medida que caminaba, vio como algunos comenzaban a abrir las persianas de sus cabañas, quizá buscando ventilar las habitaciones. Otros salían con sus bolsas de tela al hombro, rumbo al mercadillo donde ella se había encontrado con Thomas. Nadie parecía hablarle, y pocos siquiera advertían el hecho de que se detenía furtivamente a tomar algunas fotografías.
Avanzó cuatro calles, rumbo a la fuente que había tenido la oportunidad de ver el día anterior, y al caminar por la acera se dio cuenta de algo tremendamente extraño: en la pared de la cabaña situada en la esquina había tres surcos no muy profundos, pero perfectamente notorios en la madera recién pintada de blanco. Quizá solo fuera una casualidad, o una pareidolia, aquel típico fenómeno del cerebro en encontrarle formas reconocibles a los objetos como pasa con las nubes. O quizá era la marca de tres uñas bastante fuertes, pensó. Eran paralelas entre sí, esa era la única similitud, pero la posición donde se encontraban... como si algo se hubiese sujetado de allí.
Levantó la cámara y tomó un par de instantáneas haciendo un enfoque de zoom. Sintió un escalofrío repentino recorrer su espina dorsal, haciéndola estremecerse a pesar de que el aire no estaba frío ni mucho menos. Algo debió haber pasado ahí, se dijo. Nadie pintaría las paredes de su cabaña para después hacer tres surcos irregulares en la madera, y estaba convencida de que esas marcas no eran viejas, porque si no la huella también estaría pintada en su interior. Y de esto último no estaba tan segura, aunque ya revisaría las imágenes después, porque no se acercaría allí ni por todo el dinero del mundo.
Continuó su caminata en completo silencio. Pensó que quizá había sido una mala idea no haber llevado sus auriculares, porque presentía el hecho de que extrañaría escuchar música. En Bellhaven lo único que podías escuchar era el susurro del viento contra los árboles, los pájaros que iban y venían y el mugir de algunas vacas a la distancia. Al menos durante el día, porque a la noche, todo el pueblo se sumía en el más absoluto silencio, como si durmiese junto con sus habitantes. Al llegar a la fuente ubicada en el cruce de calles, tomó asiento en uno de los bancos de madera cerca de allí, y la observó. Tomando su grabadora del bolsillo, dio un suspiro tenue y presiono el REC.
—Sábado, diez menos cuarto de la mañana. He desperdiciado dos días sin hacer nada productivo aquí, y eso me fastidia. Quizá la magia del pueblo maldito me esté afectando y el tiempo transcurra más rápido —dijo, con voz jocosa—. Ayer he visto una fuente en desuso, supongo que construida como una especie de monumento recordatorio, porque está ubicada en el centro mismo de todo Bellhaven. Al acercarme, me di cuenta que así era, ya que tiene una placa labrada al pie que recuerda de que en este sitio se quemaron setenta y cuatro brujas en el mil seiscientos y pico. Setenta y cuatro personas, evidentemente mujeres, que la ignorancia de aquella época no dudó en acusar de brujería, seguramente porque sabían leer o escribir, o vaya uno a saber que mie...
No pudo terminar la frase despectíva, ya que a unos metros de su posición venía Thomas, acercándose con la bolsa de la compra y su tranquilo andar despreocupado.
—Vaya que tiene sentido de la responsabilidad, señorita Laura —comentó, en voz alta—. Ni siquiera ha calentado el sol y ya está grabando sus notas. ¿Sabe que esta neblina puede causarle una gripe?
Laura pulsó el botón de STOP y volvió a guardar la grabadora, mirándolo sin poder evitar el fastidio en su rostro.
—¿Y usted sabe que es de mala educación interrumpir a alguien que está haciendo su trabajo, señor Thomas?
En lugar de fastidiarla aún más, hizo una pequeña reverencia ante ella, como si fuera japones.
—Toda la razón, sepa disculpar mi error y compensarlo con un agradecimiento.
—¿Agradecimiento? ¿Por qué? —preguntó ella. Thomas entonces señaló hacia la banca donde ella estaba sentada.
—¿Puedo? —Como toda respuesta, Laura se hizo a un lado para dejarle sitio. Thomas se acercó, tomó asiento a su lado y dejó la bolsa de la compra en el suelo, entre sus zapatos. —Esta mañana, mientras tomaba mi café, he visto su comentario en mi artículo. Quería agradecerle por considerarlo un buen trabajo.
—Ah, no ha sido nada, no tiene por qué.
—¿Le ha sido de utilidad algo de lo que leyó?
En aquel momento, Laura recordó que se había concentrado tanto leyendo otros artículos de Thomas, que había olvidado por completo el motivo real por el cual había entrado a su página, que era el hecho de buscar información sobre Bellhaven. En lugar de admitir esto, decidió negar lentamente con la cabeza.
—Bueno... —balbuceó. —No, me temo que no.
—¿Tiene algo que hacer hoy?
Laura se dijo que sí, que evidentemente tenía muchas cosas que hacer aquel día, como por ejemplo comenzar a entrevistar algunos vecinos. Sin embargo, había que ser realistas. De todos los que ella consideraba como "vecinos", hasta el momento el único que le había dirigido una conversación amable había sido Thomas. Podría intentar con Oliver, quizá, pero no creía tampoco tener mejor suerte que con el resto de los pobladores, por lo que se encogió de hombros.
—Debería charlar con algunos habitantes de aquí, tomar un poco de apuntes y demás, pero no lo sé. Es difícil cuando todos parecen rehuírte.
Thomas abandonó toda sonrisa bromista, casi galante, que siempre le acompañaba desde que habían charlado la primera vez en el mercado. En su lugar, adoptó una postura seria y más erguida.
—¿Por qué no me cuenta a qué vino? Podría darle una mano, no tengo problema. Si es porque creé que le voy a pedir algún tipo de reconocimiento o mención en su investigación, le prometo que no me interesa en lo más mínimo, lo hago por simple vocación profesional y nada más. Voy a preparar pasta con salsa de carne, puedo invitarla a almorzar, y luego si quiere rebuscar en mi biblioteca, siéntase como en su casa —dijo.
Laura dio un suspiro, posando sus ojos en la fuente. No tenía nada que perder, y quizá podía ganar mucho, aunque le daba un poco de grima tener que contarle los motivos reales por los que había ido hasta allí. Sin embargo, podía inventar algo relativamente creíble por el camino, pensó. Sabía bien que no tenía nada de malo contar acerca de sus sueños, pero en realidad siempre había sido alguien extremadamente reservada y por más que Thomas le inspirase algo de confianza, era un completo desconocido. Por fin, asintió con la cabeza.
—De acuerdo.
—¡Excelente! —respondió de forma animada, y poniéndose de pie otra vez al tiempo que sujetaba la bolsa de compras. —¿Qué le parece si vamos poniendo manos a la obra? Soy un poco lento para cocinar, va a tener que disculparme eso también.
Laura también se levantó de su banca, y juntos emprendieron el camino hacia la cabaña de Thomas, deteniéndose cada dos por tres, ya que ella tomaba alguna fotografía al pasar. En efecto, tal y como bien le había dicho, su casa era la única que tenía antena de televisión por cable, una parabólica gris y mediana en uno de los rincones del techo a dos aguas. A comparación de las demás propiedades, la de Thomas parecía ser la mejor cuidada. Tenía un helecho a cada lado de la puerta, recortado y con macetas nuevas que simulaban pequeñas carretillas de cerámica, una silla de jardín encima del césped prolijamente corto, y las ventanas carecían de esos postigones angostos y altos como todas las demás, sino que su abertura estaba hecha de aluminio, dándole un toque justo de modernidad. Metiendo la llave en la cerradura, abrió la puerta y empujó hacia adentro. Al instante, un pequeño perro marrón y blanco, de grandes orejas peludas, salió corriendo hacia sus pies, olisqueando todo y moviendo la cola.
—Adelante, Laura. Siéntase como en su casa —dijo, con un gesto del brazo.
Al ingresar, miró todo a su alrededor de forma sorprendida. Se esperaba encontrar una cabaña maltrecha y desgastada, a juzgar por la apariencia de todas las demás, pero lo cierto es que no era así. Las paredes estaban adornadas por cuadros de paisajes, posters de películas del universo Marvel y naturaleza muerta. El living era espacioso, con sillones de cuero frente a una televisión de pantalla plana de al menos cuarenta pulgadas, y en el estante bajo ella, reposaba una Xbox con sus dos mandos y algunas cajas de videojuegos encima. La casa contaba con estufa a leña, cerca de los sillones, y la cocina estaba dividida de la sala de estar por un pasaplatos de madera caoba, con algunas copas de cristal colgando encima, y más al fondo se hallaba lo que podría considerar como su sitio de trabajo. Una mesa de madera negra, atiborrada de papeles y carpetas organizadoras, con una silla Cougar frente a una computadora de escritorio y un monitor LED de un tamaño considerable. A ambos lados del escritorio, se podían apreciar dos enormes bibliotecas junto a las paredes, repletas de libros, posters de ovnis, fantasmas y símbolos mágicos.
Thomas pasó junto a ella rumbo a la cocina, para dejar la bolsa de la compra encima de la mesada, y entonces la miró. Estaba allí de pie, sin moverse, no sabía si por timidez o porque estaba esperando alguna indicación de su parte.
—Tome asiento, no se va a quedar allí todo el día —Le sonrió, señalándole hacia los sillones. Luego volvió a caminar hacia la puerta abierta, y al llegar, se dio dos palmaditas en el muslo—. ¡Dinah, vamos cariño, adentro!
Al instante, la perrita entró a la sala. Laura la miró con una sonrisa, viendo como ella le olfateaba las zapatillas y el pantalón.
—Qué bonita es —comentó—. ¿Cuál es su raza?
—Es una cavalier king charles spaniel. Está conmigo desde que me mudé aquí —respondió. Se quitó la chaqueta, colgándola en un perchero de pie cerca de la puerta de entrada, y se remangó la camiseta hasta los codos—. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? Tengo jugo de naranja, un café, usted dígame.
—Nunca tomo café a esta hora de la mañana, pero una excepción no me vendría mal. Un café estaría bien, gracias.
—No se hable más, enseguida estará listo.
Thomas rodeó el pasaplatos y poniendo granos nuevos en la cafetera eléctrica, la encendió y luego se concentró en sacar las cosas de la bolsa. Para no permanecer sentada sola en el medio del living, Laura se puso de pie y caminó hasta el umbral que dividía la cocina con la sala común.
—¿Puedo ayudarle en algo? —preguntó, mirándolo separar los ingredientes encima de la mesada.
—Tranquila, es mi invitada —Thomas se acuclilló para sacar debajo de la mesada una olla mediana, y luego la miró, a medida que abría la bandeja de carne empaquetada—. Así que de New Hampshire, ¿verdad?
—Sí, así es. Más precisamente en la localidad de Manchester. Ahí nací y ahí es donde vivo.
—Ah, lindo lugar, sin duda.
—¿Y usted de dónde viene?
—De Huntington Beach, California. Mis padres tenían una finca ahí, primero murió mi padre en un accidente automovilistico cuando tenia seis años, luego mi madre por fin se separó de James, quien fue mi padrastro mucho tiempo, y al fallecer mi madre, vendí la propiedad. Quería algo más pequeño y además esa casa me traía muy malos recuerdos, la verdad, de modo que compré una casita en Florida para alquilarla y generar algunos ingresos extra, y esta cabaña —respondió, a medida que tomaba una tabla de madera y dos cebollas medianas.
—Para jugar al investigador paranormal.
—En efecto —consintió. El aroma a café recién preparado comenzó a inundar la cocina, por lo que dejando la cuchilla a un lado, abrió una alacena empotrada en la pared y sacó una taza de cerámica blanca, junto con el azucarero. Laura pudo ver botes de galletitas, cereales, sal y condimentos, todo bien rotulado, y no pudo evitar pensar que el meticuloso orden de Thomas le generaba mucha paz—. Ahora, ¿va a contarme por qué vino a Bellhaven?
—¿Puedo esperar al café? Supongo que no es fácil de contar.
—Vaya, comienza a asustarme... —bromeó él. Entonces enjuagó las cebollas luego de pelarlas, y comenzó a picarlas con ágil rapidez. —Pero como usted prefiera.
—¿No tiene más familiares? —preguntó Laura, apoyándose con el hombro en el marco de la puerta y cruzando los brazos.
—Solo una hermana, pero vive en algún sitio de Canadá. Hace mucho que no nos hablamos, usted comprenderá el motivo. Las familias suelen resquebrajarse cuando hay una ganancia económica de por medio.
—Pelearon por la herencia...
Thomas asintió con la cabeza.
—Ella es mayor que yo por dos años. Ambos estábamos de acuerdo con vender, pero quería el dinero para ella por ser la primogénita, para abrir una pequeña empresa de ropa o algo así. Luché en un juzgado durante dos años para poder recibir la parte que me correspondía, eso no le sentó bien y bueno... cobré mi cheque pero perdí a mi hermana. No es algo que me enorgullezca, la verdad —respondió.
Laura lo observó detenidamente. Thomas no se había girado en ningún momento mientras contaba aquello, pero se lo notaba aún consternado, por el tono de voz sombrío. No pudo evitar sentir una extraña empatía por él, de modo que aunque no pudiera verla, hizo una mueca de desagrado por su situación.
—No debe culparse, Thomas. Está bien luchar por lo que es suyo por derecho, sus padres lo hubieran querido así. Ojalá su hermana recapacite y todo se pueda solucionar —respondió, taciturna.
—Sí, ojalá... —Dijo, en tono descreído. Como si quisiera barrer el amargo momento con algo distinto, miró de soslayo a la cafetera humeante, y entonces el timbre jovial que le caracterizaba apareció en su voz. —Mire, el café ya está listo, justo a tiempo.
Dejó la cuchilla a un lado, se enjuagó las manos para quitarse lo más posible el olor a la cebolla, y luego sirvió una taza, dejándola encima del pasaplatos junto con el azucarero y una cucharilla. Laura puso dos de azúcar, revolvió y dio un sorbito, con cuidado de no quemarse.
—Está muy bueno —dijo, como cumplido. El café estaba delicioso en verdad.
—Me alegra —Thomas volvió a la tabla de picar, y entonces preguntó: —. ¿Ahora si va a contarme cual es el motivo de su estadía aquí?
No pudo evitar suspirar de forma profunda, mientras evaluaba la situación. Nunca había contado nada de ello ni siquiera cuando era pareja de Kevin, su único y último novio, y tenía que soportar verla despertarse a mitad de la madrugada, alterada y envuelta en sudor. Sin embargo, tenía que intentarlo. Era algo que iba contra todos sus principios, contra ese eterno voto de silencio siempre que tenía algún problema, desde que era una adolescente muy joven. Es más, ni siquiera sabía por dónde comenzar a desenmarañar todos aquellos sucesos. ¿Por dónde comenzaría? ¿Por el hecho de que aún con diez años seguía orinando su cama porque una sombra extremadamente alta y oscura se paraba a sus pies, para mirarla? ¿O por haber soñado con las calles de Bellhaven desde sus quince años, aún sin conocer el pueblo en lo absoluto? ¿La creería una completa loca después de eso? Se preguntaba. Al notar que ella no respondía, Thomas se volteó a verla.
—Lo siento, me perdí en mis pensamientos —Se excusó.
—Lo imaginé. Escuche, si no quiere contar, no hay ningún problema. Podría darle una o dos horas a solas con mi biblioteca, para que busque lo que necesite y crea que pueda serle útil. Pero en verdad me gustaría ser de ayuda —insistió.
Laura dio otro sorbo de café, quizá para tomar un poco de coraje. Entonces comenzó a hablar.
—No creo en cosas paranormales, creo que ya se lo he dicho.
—Sí, así es.
—Y sin embargo, he tenido algunas experiencias que no sé cómo definir, por eso estoy aquí.
—Soy todo oídos —asintió él.
—Cuando tenía siete, pude adivinar de alguna manera la enfermedad de uno de mis vecinos. Ralph Gibney vivía a mitad de calle, y yo jugaba con su hija, Melissa. Éramos muy amigas, de hecho, y Ralph siempre había sido un hombre de complexión fornida, más bien gruesa. Con el correr del tiempo empezó a perder mucho peso, y aunque no decía nada, notaba que se palpaba mucho el costado del cuerpo. Una tarde, recuerdo que era verano, estábamos jugando a la hora del té con Mel y sus muñecas, cuando Ralph apareció en el living. Cruzó solo un segundo por delante de nosotras, de camino al baño, pero fue cuando lo vi con todo detalle, una zona oscura y palpitante al costado izquierdo del abdomen. Simplemente me quedé en blanco, absorta mirando aquello que se comenzaba a extender, ramificándose hacia el estómago y los riñones, lo miré y le dije "Señor Gibney, tiene cáncer de páncreas, vaya al médico" y continué jugando como si nada hubiera ocurrido.
Thomas entonces abandonó su tarea, volteándose a verla con cara de asombro y la cuchilla en una mano.
—Cielo santo... —musitó.
—Nunca había visto a un hombre empalidecer tanto como en aquel momento. Pidió turno para la semana siguiente, y efectivamente, tenía un cáncer de páncreas demasiado avanzado. El médico le explicó que ese tipo de cáncer no da señales hasta que es demasiado tarde, y hay poca posibilidad de recuperación. Por supuesto, ocho meses después falleció. Su familia dejó de hablarme luego de aquello, supongo que por dolor, o miedo... Nunca lo supe.
—Señorita Laura, no sé qué decirle...
—Luego, con el tiempo, empecé a sentir cuando alguien iba a acercarse a mí. Era extraño, y no sucedía muy seguido, pero me ocurría —explicó ella—. A veces estaba en algún rincón de mi casa y mis padres en otra, hasta que empezaba a sentir una especie de cosquilleo extraño, como si el aire se moviese de alguna forma o algo resonara a mi alrededor. Entonces pensaba que mi madre estaría viniendo, y en efecto, mi madre aparecía en la sala. Desde los diez hasta los quince, además, cada tres o cuatro noches veía una silueta muy alta, delgada y oscura que se paraba a los pies de mi cama y me veía dormir. Yo me despertaba porque de alguna forma podía saber que estaba allí, no sé cómo explicarlo, pero simplemente estaba durmiendo y de repente me despertaba como si me hubieran llamado. No me movía, apenas respiraba, me daba mucho miedo, pero sabía que estaba ahí. Nunca supe lo que era, y nunca me atreví a gritar o encender la luz de la veladora. Solo resistía, inmóvil, hasta que entonces el aire se volvía más liviano, y tenía la seguridad de que se había ido.
Laura evitó contar que en esa espera, podía sentir su orín deslizándose por sus nalgas, mientras temblaba de terror. También evitó contar que debía soportar inmóvil en la frialdad de sus sábanas mojadas hasta que a aquella cosa maldita se le ocurriese volver al plano infecto de donde había salido. Tampoco pudo contar el hecho de los regaños y zamarreos de su madre, al día siguiente, por haber mojado la cama siendo una niña tan grande. Eran cosas que todavía continuaban haciendo mella, doliendo y avergonzándola como en la primera vez.
—¿Luego que pasó? —preguntó él, curioso.
—Luego no apareció más, y fue ahí cuando los sueños comenzaron.
—¿Qué clase de sueños?
—Soñaba que corría, corría sin parar por calles empedradas y antiguas. Algo me perseguía, quizá la misma sombra negra que me acechó durante años o incluso un mal peor. No podía verla, pero sabía que estaba ahí, más y más cerca, hasta que finalmente me alcanzaba y despertaba gritando, empapada en sudor y con las sábanas revueltas. Intenté buscar en internet información acerca de sueños recurrentes, hasta que rebuscando entre psicología, salud mental y actividad paranormal, conocí Bellhaven. Y al ver imágenes del pueblo, pude reconocer que la calle central, donde está la fuente con la placa conmemorativa, era la misma de mis sueños. Las farolas, los adoquines, los árboles resecos, todo estaba allí. Así que tomé mis cosas y vine, porque quiero terminar de entender por qué diablos he soñado tanto tiempo con un lugar que no conocía en lo más mínimo, hasta ahora —Laura no pudo evitar esbozar una sonrisa, y negó con la cabeza—. Sin duda ahora piensa que estoy completamente desquiciada.
—No, en lo absoluto, jamás podría pensar eso de usted, Laura —respondió, de forma comprensíva—. He notado como miraba mi biblioteca nada más entrar, ha visto que tengo fotografías de platillos voladores, fantasmas, ¿y aún así creé que puedo tomarla por loca?
—Ojalá mi ex novio hubiera tenido la mitad de comprensión que tiene usted. Este fue uno de los motivos por los cuales lo nuestro no funcionó, supongo que no podía tolerar que cada dos por tres me despertara a los gritos.
Thomas hizo un gesto como apartando una mosca invisible del rostro, y entonces se volvió a girar sobre la mesada, para seguir picando la cebolla.
—Olvídese de eso, él no sabe lo que se perdió, estos temas no son para cualquiera. Dígamelo a mí, que yo también me gané el estigma de ser el raro del pueblo —bromeó.
Laura no pudo evitar una sonrisa cómplice, al escuchar aquello. Haber contado sus experiencias la hizo sentir rejuvenecida, por primera vez feliz, podría decirse. Dio un sorbo a su café, y casi pudo sentir que hasta sabía diferente, más grato. Era lindo ser feliz al menos por un rato, pensó.
—Pues ahora supongo que seremos dos —dijo—. Gracias por no creer que estoy demente.
—Al contrario, hasta me atrevo a decir que ha sido un auténtico milagro conocerla, si me lo permite. Como polillas a la luz —Thomas hizo una pausa, y entonces se encogió de hombros—. Quien hubiera pensado que siendo tan escéptica le hubieran ocurrido tantas cosas.
—En realidad fue por eso que me hice escéptica. Solamente traté de atribuirlo a algún desorden mental de mi parte, fantasías de una niña, delirios de una adolescente, que se yo...
—Y sin embargo, aquí esta.
—Y sin embargo, aquí estoy... —murmuró, pensativa.
Hubo un breve momento de silencio, mientras que Laura sorbía su café con lentitud, pensativa. Thomas no dijo nada, solamente picaba los alimentos para meterlos al sartén con agilidad y saboreando la compañía, hasta que por fin habló.
—¿Le ha contado esto a alguien más, alguna vez? —preguntó.
—En realidad no. Mi madre estuvo a punto de enviarme a psicólogo cuando hice un atisbo de decirle. Mis padres no fueron muy tolerantes que digamos.
—¿Qué hay con ellos? Imagino que aún los ve.
—A veces. Viven lejos, y desde que me independicé no hemos tenido mucho vínculo. Supongo que ellos estarán mejor sin mí, viviendo lo que no pudieron haber vivido en su juventud.
Thomas se volteó a verla mientras que rociaba pimienta con el molinillo de madera. Su rostro parecía confundido.
—Lo dice como si usted hubiese sido una carga para ellos.
Laura lo miró, con una sonrisa resignada, al tiempo que se encogía de hombros.
—Así lo fue, imagino. Yo no fui una niña planeada, mis padres eran jóvenes y apenas hacía un año de casados cuando me tuvieron. Creo que falló el condón o algo así, en realidad nunca fueron muy específicos. Mi madre quiso abortarme dos veces, primero con píldoras y luego en una clínica clandestina, pero ninguna de las dos formas resultó, por lo que cuando quiso intentarlo una tercera vez, ya corría riesgo su propia vida y aquí estoy —Hizo una pausa y miró a la taza de té, envuelta en sus finos y delicados dedos—. Creo que en parte los entiendo, nunca tuvieron tiempo de tener sexo en el medio del living, o salir a pasear a los lugares que querían. Yo misma ni siquiera sé si esté preparada para ser madre con casi veintiocho años, y ellos tenían veintiuno en aquel momento.
En cualquier caso una cosa no justificaba la otra, pensó él, mientras la miraba con fijeza. Sabía que era una mujer fuerte, o al menos lo aparentaba, pero tras el rostro de piedra y aparentemente sereno que intentaba mostrar como una máscara, notaba que sus emociones eran otras muy distintas.
—Usted no es un error, Laura, aunque a veces se sienta como tal.
Ella dio un respingo y lo miró como si le hubiera abofeteado.
—¿Cómo sabe...?
—¿Lo que siente? Porque a veces yo me sentía igual, y puedo ver que tras su coraza hay alguien que siente muchas cosas a la vez, porque todavía le duelen —Thomas hizo una pausa, se giró para encender la hornalla y poner la sartén al fuego, y entonces volvió a mirarla mientras se frotaba las manos con un paño—. Quizá me llame tonto, que no tengo forma de saber lo que le ocurre por dentro, y tal vez tenga razón teniendo en cuenta que apenas nos acabamos de conocer. Pero déjeme decirle que somos más que sacos de huesos y carne, somos personas que vibramos, que sentimos en determinada sintonía, y a veces un alma que ha estado ahogada mucho tiempo puede reconocer a otra que está empapándose.
Lo miró sin saber que decir, enmudecida por completo. No sabía cómo lo había hecho, pero le había traspasado de tal forma con sus palabras que no podía moverse, casi ni respirar. De repente sintió un nudo en la garganta, gigantesco y candente, al verse descubierta en sus emociones más profundas, al escuchar de la boca de aquel casi desconocido algo que nunca había escuchado de nadie más.
—No debí venir aquí... —murmuró. Dejó la taza en el pasaplatos de madera y entonces miró hacia la puerta. —Lo mejor será que me vaya.
Sin embargo, no dio un solo paso. Creyó que Thomas le impediría marcharse, o le insistiría para que se quedara, sin embargo hizo algo completamente distinto.
—¿A qué le teme, Laura? —Le preguntó. —Es libre de irse cuando quiera, no tiene que preocuparse por ello. Pero no tiene nada de malo tener emociones, es algo normal, es...
No lo dejó terminar de hablar, porque se giró sobre sus pies y lo miró directamente, los ojos anegados en lágrimas ardientes.
—¡Es una mierda, eso es lo que es! ¡Algo inútil que para lo único que sirve es para debilitarte! —exclamó. —¡No tener emociones es lo que me hizo ser quien soy, concentrarme en mi carrera, en mi economía y en mi independencia, nada más! ¡Desde que tengo uso de razón tuve que aprender a lidiar con el hecho de que ni mis propios padres me quisieron! Y cuando me enamoré de alguien por primer y maldita vez en mi vida, ¿sabe lo que pasó? ¡El hijo de puta se tomó toda la paciencia del mundo en curarme las inseguridades, para luego hacerme el peor daño de mi vida! ¡Y a partir de ahí me juré a mí misma que nunca más iba a volver a confiar en nadie, porque le hablé de mis miedos, le hablé de mi carencia de afecto, le hablé de ese puto espectro que veía a los pies de mi cama, le conté de mis pesadillas, y se fue con otra que tuviese menos problemas que yo! ¿Y ahora usted viene, y me dice un montón de cosas sobre los sentimientos como si me conociera de toda la vida? ¡Y me hace mella! ¡Eso es lo peor de todo, que me hace mella y ni siquiera entiendo por qué!
Para ese momento, Laura respiraba agitada a medida que las lágrimas se le escurrían por las mejillas. Thomas, sin embargo, la miraba con los ojos muy abiertos, petrificado. Luego de aquella sarta de cosas, el silencio en la cabaña parecía casi atronador.
—Lo siento... —Fue todo lo que supo decir.
Laura se cubrió el rostro con las manos, a medida que respiraba con lentitud, obligándose a tranquilizarse. Aquello era un bochorno, el más grande bochorno de su vida, pensó. De repente se sentía muy pequeña, insignificante, quería que la tierra la tragase y la escupiera de nuevo en Manchester, en su sofá, frente a su televisor, y no pensar en nada más.
—No, discúlpeme a mí. ¿Puedo pasar al baño? Necesito enjuagarme... —murmuró, mirándolo con pena. Thomas entonces le hizo un gesto con el brazo.
—Claro, vaya a la derecha y la primer puerta que verá frente a usted, esa es. La luz esta por dentro —indicó.
Laura balbuceó un apenas audible "Gracias" y se encaminó presurosa hacia donde le indicaba. Una vez dentro del baño, el cual era bonito, a juzgar por su criterio, se encerró en él y apoyando las manos en el lavamanos de cerámica blanca, cerró los ojos permitiendo que algunas lágrimas más salieran con libertad. Inspiró profundamente, soltó el aire resoplando y abrió el grifo juntando agua con las manos. Se empapó la cara un par de veces, sintiendo las mejillas hirviendo, y se frotó los ojos antes de verse en el espejo. Tenía un aspecto lamentable, pensó, pero sin duda podría ser peor. Podría haberse maquillado, y ahora mismo sería un payaso multicolor. Aquello le hizo sacar una leve sonrisa de humor, a pesar de lo mal que se sentía. Una vez que se sintió un poco mejor, tomó la toalla y se cubrió la cara con ella, sintiendo los remanentes impregnados del aroma de hombre, a colonia después de afeitar.
Al volver al living, vio como Thomas revolvía la preparación chisporroteante con una espátula de madera, al mismo tiempo que le vertía un chorrito de aceite. Al escuchar sus pasos sobre la madera, se giró hacia ella y la miró con cierta pesadumbre.
—¿Se encuentra bien?
—Sí, mejor, gracias —respondió.
—Siento mucho haberla alterado, señorita Laura. Si quiere puede irse, no hay problema. Pero si elige quedarse, tiene mi palabra que no hablaremos nada más sobre usted.
—No me iré, Thomas, no se preocupe. Al contrario, disculpe mi exabrupto, usted no tiene la culpa de... —pensó unos instantes y luego negó con la cabeza. —Olvídelo, me siento muy avergonzada, no tenía por qué haberle gritado de esa forma.
—Descuide, aquí no ha pasado nada —Le aseguró, con la misma sonrisa cordial de siempre.
—¿Por qué no me cuenta de usted? —inquirió ella. —Sería muy interesante saber cómo descubrió el gusto por el misterio.
—Claro, pero le advierto, no es una historia muy agradable tampoco, y si usted creía que la tomaría por loca al contarme de sus vivencias, entonces yo tendría que estar para enchalecar.
—¿Tanto así? —Laura lo miró asombrada, lo cierto era que estaba intrigada en verdad.
Thomas se tomó unos instantes para meter la bandeja de carne a la sartén, luego la salsa pomarola y revolviendo todo, bajó el hervor a fuego lento. El aroma que desprendía era exquisito, pensó Laura, sintiendo como poco a poco comenzaba a abrírsele el apetito. Lo vio servirse café en una taza limpia, y caminó con ella hacia la mesa central del living. Laura hizo lo propio, sentándose frente a él.
—Bueno, yo no tengo una historia tan trágica, pero también soy un solitario, al igual que usted. Nunca fui de tener buenos amigos, siempre era el nerd del salón que nunca bajaba de promedios de nueve o diez —explicó. Le dio un sorbo a su taza, y prosiguió—. En la primaria me quedaba dentro del salón leyendo algún libro, y en la secundaria nunca tuve una novia, o nunca era invitado a algún cumpleaños. ¿Se imagina al joven Thomas, con el rostro más lleno de acné que pueda ver en su vida, bailando con una quinceañera en el video familiar? Esas cosas no sucedían, no podían suceder.
—Eso es muy triste...
—No tanto como los abusos que soportábamos de mi padrastro, pero es algo que no me gustaría hablar, si no me lo toma a mal. Sea como sea, un buen día ocurrió lo que creía imposible.
—Cuénteme —pidió ella, mirándolo con atención.
—Recuerdo que era verano. Me gustaba subirme al techo de mi casa, era hábil para trepar por las ventanas y me gustaba recostarme a mirar aquel cielo infinito y azul por las tardes. Me sentía tan solo, pero tan solo, que solamente miré hacia arriba y pensé "Si hay algo allí arriba que me esté escuchando, me gustaría verlo, para que por favor me acompañe un rato". Como a los dos o tres minutos veo cruzar un ovni, hermoso, gigantesco teniendo en cuenta la distancia a la que debía estar, casi a la altura de un avión comercial, quizá. Recuerdo que era plateado, viajó en línea recta, se detuvo de forma repentina, hizo un giro en u, y tan rápido como había aparecido se esfumó.
—Oh, guau... —murmuró Laura.
—Allí fue cuando confirmé que había algo más que la propia humanidad, y empezó mi gusto por lo extraño, la ufología, el estudio de los campos de cultivo y demás. Sin embargo, mi curiosidad por lo paranormal viene por parte de mi abuela.
—¿Ah, sí?
—Así es —asintió él. Un nuevo sorbo al café, antes de proseguir con el relato—. Mi abuela Caroline llegó aquí luego de haber sido una partisana durante la mitad de su vida, en la resistencia contra el fascismo. Cuando llegó a Norteamérica, conoció a mi abuelo, y luego ya imaginará el resto. Mi abuela es diagnosticada con una insuficiencia cardíaca dos años después de casarse, y seis meses después, sufre el primer infarto fulminante. Clínicamente estuvo muerta durante tres minutos y medio, pero aunque ya habían abandonado los intentos de reanimación, simplemente tuvo un espasmo y comenzó a respirar otra vez.
—¿No tuvo daños en el cerebro? Tres minutos y medio sin oxígeno es demasiado tiempo —preguntó Laura, con sorpresa. Thomas entonces negó con lentitud.
—No solo no tuvo secuelas, sino que cuando le dieron el alta, le contó a mi abuelo que había visto un montón de cosas del otro lado —Aquellas últimas palabras las dijo haciendo comillas con los dedos, y Laura asintió—. Comenzó a leer el tarot a la perfección sin tener ni siquiera noción del significado de las cartas, también comenzó a predecir cosas que iban a suceder en la vida de personas allegadas a ella, como su familia o algunos vecinos. También hacia limpieza energética de hogares, sanaciones de mal de ojo, y lo más loco de todo, podía curar personas utilizando sus propias manos y algo que ella denominaba el todo universal, como Pachita con la latís.
—¿Quién?
—Pachita era una mujer mexicana que hacía trasplantes de órganos con sus propias manos, asegurando que el espíritu del emperador Azteca Cuauhtémoc la poseía. Ella operaba con un cuchillo oxidado y creaba los órganos sanos de la mismísima nada, aunque ella le llamaba la latís. Eso ya tiene su explicación en la teoría sintérgica del universo y muchas otras cuestiones.
Laura no pudo evitar mirarlo como si estuviera de broma.
—Eso no puede ser cierto, es una completa y absurda locura.
—Hay documentación real sobre ello, Pachita fue investigada, e incluso un científico pudo ver y comprobar como metía la mano en una persona viva luego de abrirlo, sacaba el corazón, lo ofrendaba y le volvía a meter uno nuevo y completamente sano —Thomas hizo una pausa, bebió café y continuó—. En fin, la cuestión es que la historia de mi abuela Caroline fue pasando de familiar a familiar hasta que llegó a mí, y me maravillé tanto por todo lo que se contaba de ella, que comencé a investigar fenómenos paranormales por mi propia cuenta. Aunque me hubiera gustado conocerla, sinceramente.
—¿Qué pasó con ella?
—Falleció cuando yo tenía un año y medio.
—Vaya, lo siento mucho...
—No se preocupe, supongo que convertirme en el bicho raro para escribir sobre esta clase de temas es una forma de honrarla, ¿no creé?
Laura lo miró, notando admirada que aún en aquella anécdota casi dolorosa para él, no dejaba de conservar la chispa jovial y divertida que le caracterizaba.
—Ya lo creo que sí —consintió. Como si quisiera quitarse el mal sabor de boca que le provocaba hablar de aquello, Thomas apuró el resto de bebida que le quedaba en la taza, y entonces se levantó de la silla.
—Bueno, creo que va siendo hora de revolver la comida. ¿Le apetece otro café? —preguntó, sonriente.
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