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La Danza de las Luciérnagas

Salimos a la noche sin luna. La oscuridad era una sustancia casi palpable; una cosa reptante que se adhería a los troncos de los abetos y extendía sus tentáculos en los claros, creando una red de sombras y vacíos profundos. Sólo el concierto de las ranas y los grillos interrumpía el opresivo silencio.

Al cabo de un tiempo nos fuimos familiarizando con el ambiente. En los croidos y silencios encontramos un contrapunto armonioso; la densa oscuridad nos descubrió un infinito de matices donde la vista se perdía en mil detalles: una gota suspendida de una hoja reverberaba apenas y luego caía en un suave plaf. Las amapolas perfumaban la noche.

Pero lo más impresionante era la presencia de dos cielos. Sí, dos. Uno en las alturas, el cúmulo de infinitas vidas iridiscentes, resplandeciente como una caverna repleta de joyas que de pronto estallara y esparciera cientos de miles de toneladas de cristal en polvo.

El otro cielo estaba casi a nuestro alcance. Tan palpable como la oscuridad. Era un cielo moviente, vivo, latiente. Su danza era enérgica, fugaz e hipnótica. Ora se prendía cerca de nuestras manos, ora estallaba entre los abetos, ora danzaba sobre las amapolas. Nos embelesamos con la danza de las luciérnagas: un verdadero ballet de hadas.

Ella fue la primera en sugerir que las siguiéramos. «Será divertido», dijo, «quizá hasta encontremos oro». Y saltó hacia las luces, correteando como un cervatillo. Nadie pudo hablar. Un salto. Dos. Tres. Las luces se alejaron a toda prisa en mil direcciones distintas. Los huecos de oscuridad se llenaron de ojos parpadeantes pero la sustancia oscura no cedió lugar; al contrario, pareció absorber a las luciérnagas y retenerlas en sus redes. Ella siguió saltando.

Las amapolas crujían a su paso y las hojas de los abetos susurraban con voces roncas. Las ranas habían callado. Los grillos, en cambio, chirriaban con furia. Seis saltos. Siete. Ocho. Los grillos enmudecieron. «¡Vengan, vengan!», nos llamó. «Es divertido. Hay barro pero está fresco. Es muy...». Ya no pudo seguir hablando. Algo la silenció. Un chapoteo, un burbujeo y un grito ahogado. Apenas un "¡oh!" que se apagó antes de nacer. Nueve.

La orquesta volvió a sonar. La danza de las luciérnagas recomenzó. Nosotros permanecimos observando. La oscuridad todavía era palpable y se arrastraba entre los abetos, más allá de las amapolas.

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