24
Doctor Ballart.
Sentía que no podía soportar tantas alzas desenfrenadas de mi frecuencia cardíaca. Era un espejismo, un espíritu, o un cuerpo extraterrenal tan hermoso y bello como todo un atardecer visto desde un barco. Quería impulsarme hacia ella de forma instintiva, y mientras caminaba despacio y un poco aturdida, siento que alguien golpea mi hombro sin fuerza, solo llamando mi atención.
—Es hermosa, ¿no lo cree? —Dijo el rey, dirigiéndose a mí.
—¿Señor? —Inquirí, preocupada.
En ese momento creí que había adivinado quién soy. La Sirena. La única mujer pirata de la época, aquella que le ha causado muchas pérdidas en sus navíos, la única pirata que osaba de desafiarlo y siempre obtenía victoria.
—La vista —dijo como si fuera algo obvio. Le dio una calada a su cigarro un poco extraño y más grueso—. La vista en el mar, es maravillosa. ¿No lo cree usted así?
—Sí, señor.
Comencé a observar la mar, para evitar mirarlo directo a la cara y que pudiera reconocerme, si es que aún no lo ha hecho. Mis manos comenzaron a temblar. Tenía mi daga conmigo, oculta en mi pantalón. Tenía deseos fervientes de enterrarla en su yugular, que no volviera a respirar. Si él es el mago que hechizó a Coral, y así "asesinó" a Corinne, o se la arrebató a la mar, entonces, no merece seguir desperdiciando oxígeno.
—¿Usted fuma, buen hombre?
Negué—. No, señor.
—Pero este es un habano. Nuevos en la época, tienen una elaboración artesanal de casi dos años. ¿Gustaría de probar?
Suspiré. Qué intransigente era.
—Estoy secuelado de tuberculosis.
Él me miró con sorpresa y algo disgustado, alejándose un poco de mí. Sonreí, qué buena ideas me salen a veces.
—¿En serio? ¿No decían que era mortal? Usted debe ser un hombre rico, que puede pagar los mejores doctores.
—Mi hermano y yo somos doctores, de los mejores —agregué, siguiendo en la mentira—. Pero le agradezco su bondad, señor.
El rey rio secamente, le dio una calada a su habano, y continuó mirando a la mar tranquila que reposaba debajo de nosotros y el formidable acero que nos sostenía.
—¿Cuál es su nombre, buen hombre?
Su pregunta me tomó por sorpresa. No había pensado en ello. Solo creí que se iría, pero el tipo era un intransigente de primera línea. En este momento solo se me ocurrían nombres de piratas conocidos, y el rubor comenzó a estar presente en mi rostro.
—Zack. —Solté de repente, cambiando las dos últimas letras de mi nombre real—. Zack Ballart.
Había recordado el nombre de un barco al cual habíamos emboscado, y lo usé como apellido falso, ya que los buenos hombres siempre se presentan con su apellido, demostrando la humildad y respeto ante su origen. Quería darle esa impresión.
—Zack Ballart —repitió, convencido—. Es un gusto. Ya debe conocer quién soy.
Rio a carcajadas por su chiste. Yo hice lo mismo, sin sentir gracia alguna.
—No lo sé, ¿un trabajador?
Rio aún más fuerte por mi sarcasmo, y yo también. Si el reía, yo también.
—¿Qué ocurre, amor? Me alegra verte contento —murmuró una voz femenina que reconocía tan bien.
Escucharla hizo que me erizara. Su voz podía transmitir la belleza misma de la música, y al verla acercarse hacia nosotros, sentía que las piernas me fallaban.
Siento que quedé tiesa en mi lugar, como si la rigidez muscular es lo que me haya quedado como secuela de mi tuberculosis inventada. De repente, todas mis mentiras pasaron a un segundo plano y quería demostrar quién era realmente para facilitarle el trabajo de reconocerme.
—¡Amada mía! Quiero presentarte a mi amigo Zack Ballart, uno de los mejores doctores.
—Un gusto, doctor Ballart. —Dijo ella, con su melodiosa voz de la que tanto se acostumbró mi serotonina.
¿Ella realmente no podía reconocerme?
¿O estaba fingiendo para proteger mi identidad?
—El gusto es mío, señora.
¿Señora? ¿En serio no se me ocurrió algo mejor?
Me ruboricé.
—Esta noche celebraremos con champagne, baile y buena música en el salón principal del lado norte. Queda cordialmente invitado, doctor.
El rey Edmundo me miró, luego miró a Corinne. Apoyó la mano en su cintura, y la acercó con fuerza a su cuerpo, mientras comenzó a besarla al frente de mí. Me puse tensa de inmediato. Corinne no lo detuvo, y continuó besándolo, y sentí que mi sangre hervía.
—Vaya... El amor florece en el aire.
Dije intentando sonar calmada.
Aquel rio a carcajadas nuevamente—. Es usted un hombre muy agradable.
Se despidieron de mí, y se marcharon. Mientras los veía caminar, aquel se acerca a ella, y le da una palmada en su trasero, para después mantener su mano ahí. Ambos se alejaban de mí.
Me di la vuelta y volví a mirar a la mar, pensante.
Me acerqué a la habitación que me asignaron. Al entrar, ví a Joseph jugando a las cartas con Mar picado y Pez globo.
—César, Baltazar, ¡¿qué están haciendo aquí?!
—Yo, am...
—Jugamos cartas, capitán —Dijo Baltazar, como si fuera lo más obvio.
—¡Les dije que se quedaran en el barco! —Espeté molesta.
—Lo sentimos, capitán, pero no la dejaremos morir sola. —Dijo César—. Digo, no la dejaremos sola.
Los miré.
Suspiré, resignándome.
No podía con la dulzura de sus palabras.
—Es una misión arriesgada, lo sé —me saqué los zapatos, y me recosté en la litera que me pertenecía—. Esta noche el rey Edmundo me invitó a una celebración. Para que sepan, ahora soy el doctor Ballart. Zack Ballart.
—Con que doctor, ¿he?
Me saqué el sombrero y me retiré la liga de mi cabello cada vez más largo y ondeado, sintiendo una relajación absoluta, exhalando un suspiro.
—Es agotador tener que aparentar lo que no soy.
Quise dormir un poco, sin resultado positivo. Me removía en la litera, intentando pensar en cómo podría salvar a Corinne. Y así pasó la tarde, hasta que tuve que prepararme para la noche de celebración. No había robado mucha ropa para la ocasión, lamentablemente.
Les di la orden a mis hombres de sus posiciones. Estarían en el bar de abajo, mientras yo estaría en la celebración de Edmundo. Me llevaría a Corinne a un lugar a solas, le explicaría que puedo sacarla de aquí, y luego iríamos al bar, para finalmente irnos de este barco. Cuando di mi pequeño tour, encontré donde mantenían almacenados los botes de desplazamiento, solo tendríamos que tomar uno, e irnos. Parecía fácil, intenté relajarme.
Apenas me acerqué al salón, habían hombres tocando música animada con sus instrumentos. Muchos hombres con trajes refinados y sus esposas, con hermosos vestidos, joyas brillantes y ostentosos peinados.
Me volví a sentir como una niña. Siempre volvía a mi infancia, sintiéndome una menuda y pobre muchacha, que tuvo que robar para vivir. Y ahora me encontraba con estas personas, que en otra ocasión, me hubiesen repudiado.
Ahora también, de seguro, pero lo ocultaban con su falsedad de clase.
—¡Doctor Ballart! Acérquese aquí, por favor. Quiero presentarles a...
Y dejé de escucharlo.
Solo me acerqué, sonreí amistosamente, y saludé a todos con cordialidad.
Uno de aquellos hombres adinerados me había ofrecido una copa de champagne que acepté para no ser "un mal educado". Luego, me había hecho una pregunta después de su aburrido relato que no escuché con atención, quedándome nula y sin saber qué responder.
—Discúlpeme, señor. ¿Me puede repetir la pregunta?
Algunos rieron, y él se mostró visiblemente molesto, pero quiso ocultar su indignación de no haber sido escuchado.
—La tuberculosis, doctor. ¿Qué hizo para detenerla? Yo también soy doctor, y se me han muerto muchos pacientes por esa maldita enfermedad. —Agregó con un tono bastante serio que me hizo sentir amenazada.
Mierda.
Todos posaron sus miradas interesadas en mí.
Tomé un sorbo largo de champagne, mientras pensaba en qué carajos responder que suene con un lenguaje médico.
—Lamentablemente no puedo decirles, caballeros. Estoy trabajando en una vacuna —bajé la voz, dramáticamente—. Un muy buen negocio, así que temo que debo morir en silencio.
Hablé en su idioma, para que puedan entenderme.
Aquellos exclamaron, emocionados.
El rey rio a carcajadas, como siempre, —y ya me estaba irritando toda su presencia—, y todos lo siguieron en la risa.
—¡Por el doctor Ballart y su vacuna!
—¡Salud! ¡Salud por la salud que nos traerá!
—¡Un hombre considerable!
Choqué mi copa con la de ellos, riendo. Y entonces, en cuánto volteé hacia las escaleras, la ví a ella.
Ese sentimiento de estar amarrada a ella como si fuera un hechizo de gran magnitud volvió a aparecer. Se veía hermosa. Su cabello rubio dejándolo suelto y cayendo de forma onrulada por su espalda, tan largo y brillante, como sus joyas. Llevaba unos guantes finos blancos, y un vestido largo de color beige con corte de sirena.
Nunca mejor representación de su increíble personalidad marina.
—Celine es una mujer muy hermosa. Qué suerte tiene, su majestad. Usted se casará con una buena mujer. —Dijo uno de ellos.
De pronto, noté que casi todos la estaban mirando a ella, hombres realmente embobados. Y no los culpaba.
Luego me percaté de que ella, de todos los presentes esta noche, me miraba a mí.
—Sí, soy un hombre muy afortunado, sí —dijo Edmundo—. Me mantiene caliente durante las noches.
Agregó, riéndose, totalmente borracho. Los hombres también lo siguieron con su risa, y solo pude sentirme totalmente enfadada y molesta con el imbécil que si se reía a carcajadas otra vez, tendría que contenerme de cortar su garganta con mi hermosa daga en mi pantalón.
—Con su permiso, caballeros. Debo atender un asunto de negocios.
Estaba por dirigirme hacia ella, para darle una seña y que pueda seguirme, pero en cuánto me retiraba, sentí que alguien me toma del brazo con un poco de brusquedad.
—¡Doctor! ¡Doctor! ¡Por favor, tiene que hacer algo! ¡Mi esposo se está ahogando!
Una mujer de baja estatura y regordeta, con pómulos muy ruborizados, me habló con demasiada angustia, apuntando con su dedo a un hombre que estaba haciendo arcadas, y estaba totalmente ofuscado.
Mierda.
¿Qué me costó mentir con que soy un hombre de negocios y no un maldito doctor?
Me dirigí rápidamente hacia aquel hombre, con la vista atónita de todos en nosotros. Recordé cuando Baltazar se había atragantado con un pedazo de pescado crudo, solo para hacerse el chistoso, y Joseph se posicionó detrás de él, apretando su estómago con un golpe en puño, mientras con la otra mano la rodeaba. Y eso fue lo que hice, un montón de veces, hasta que el hombre expulsó el pedazo de carne que obstruía su canal interno, por la boca.
El hombre, agradecido, comenzó a agradecerme, totalmente complacido. El color de su rostro comenzó a cambiar a uno más normal.
Las personas a mí alrededor aplaudían sin cesar, exclamando emocionadas.
—¡Este hombre es milagroso! ¡Un doctor excepcional! —Exclamó el rey Edmundo con goce, muy ebrio.
Para empezar, no soy hombre.
No hago milagros.
Y mucho menos soy un doctor.
Pero me dejé glorificar mientras le daba instrucciones básicas al hombre para que no vuelva a atorarse, y me consideraba lo más inteligente del mundo. Estas personas son tan extrañas, y creen que nosotros los piratas lo somos.
Me dieron muchos tragos exóticos que rechacé con una máxima educación posible, anunciando que necesitaba tomar aire.
Corinne vio todo, entusiasmada también, y en cuánto comenzó a seguirme intentando ser sigilosa y no vista, me sentí totalmente nerviosa.
Me situé al costado izquierdo del barco, observando la hermosa vista del cielo nocturno y la mar oscura frente a mí, con un brillo blanco bañando su superficie.
Sentía los tacones de Corinne resonando el piso detrás de mí.
Emocionada y nerviosa, como una adolescente enamorada, me dejé llevar por esa sensación. Después de tantos meses sin verla, creyendo que me había dejado para siempre, ahora sentía que todo ese tiempo no había pasado, que solo fue una pesadilla muy lejana e irreal.
Ella estaba conmigo ahora, y eso es lo importante.
Me quité mi sombrero a propósito, al igual que la tela que cubría mi cabello. Lo despojé de la tira, y lo dejé caer libremente, con su máxima extensión, por mi espalda, mientras la esperaba, asomada en la barandilla de la borda, observando la luna, o la luna, observando a las enigmáticas amantes.
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