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13





Monstruo.

Las personas en el suelo, gritos alocados de adultos y niños que venían a ver la gran función estelar de esta noche. Algunos habían alcanzado a correr, otros quedaron heridos reposando por culpa de ser pisoteados con necesidad imperiosa de huir del lugar que acabaría siendo un sitio de asesinato o violencia.

—¡Es la Sirena! —Exclamó uno de los presentes. Su voz se perdió entre los murmullos.

Respiré profundamente, sin dejar que el miedo se hiciera presente en mi rostro o en mi comportamiento. El miedo es signo de que eres una presa, y eso les diría a ellos que son los depredadores.

No lo permitiría.

Un fuerte golpe en mi pómulo derecho me hizo salir de mis pensamientos rápidamente. Gemí por el dolor instantáneo y me cubrí la zona afectada con mi mano. Comenzó a arderme la cara. Miré al causante de esto, era el hombre más próximo a mí, el que tenía el cartel con mi retrato.

Lo analicé.

—Si quieres matarme, nadie te detiene. ¿Por qué no lo haces ya?

—¡Porque mereces sufrir! ¡Morir se te será muy fácil, asquerosa mujer. Haz hecho mucho daño, hurtado muchas riquezas, y asesinado a muchos hombres!

Parecía escupir cuando hablaba.

—Entonces hazlo. —Musité, con la mirada intensa centrada en él–. Tortúrame, y serás un héroe.

Él y casi todos ellos me llegaban a los hombros. Sus rostros estaban serios, pero algo dudosos de herirme, como si eso no fuera posible o simplemente por el hecho de ser mujer, sería algo escandaloso tener que hacerme daño a la vista de muchos niños.

Ellos sabían una cosa: Torturarme aquí realmente no los haría héroes. Los haría torturadores.

—Te llevaremos con el Rey Edmundo. Él hace tiempo que quiere controlarte en su prisión. Vamos, muchachos, todos ayúdenme.

Un disparo.

Acabo de matar a un hombre que estaba haciendo el bien.

Eso me convierte en un monstruo.

¿Y por qué no serlo?

Al fin y al cabo, siempre lo he sido. Desde muy pequeña. Las personas que no tenemos privilegios sociales y que teníamos que hurtar un trozo de pan diario para poder vivir el día a día nos reducimos a eso. Una peste, una escoria, basura. Y nos ven como si fuésemos monstruos. Después de años de injusticia, de querer poseer lo que otros poseen, de que incremente nuestro odio y envidia por no poder ser felices por una desdicha de la vida, entonces en eso nos terminamos convirtiendo. Monstruos.

Lo siguiente que recuerdo es que comenzaron a atacarme entre todos pero di pelea. A uno de ellos le enterré mi cuchillo en su ojo izquierdo, y este, al chillar de dolor, quedó inmóvil en el suelo. Sin estar satisfecha con eso, comencé a hacer cortes profundos en su tórax hasta que uno de ellos me dio una patada en el costado de mi abdomen que me hizo sentir que me faltaba el aire.

En cuánto se acercó, clavé mi cuchillo en su pierna, y luego me levanté rápidamente, dándole un golpe con puño cerrado, apretando hasta hacer sobresalir mis pesados nudillos, e impactar en su rostro. El otro no tuvo la misma suerte, le disparé a quemarropa.

Entonces ahí, todos dejaron de moverse.

Miré a todos lados, buscando una salida, pero entonces, escuché el canto de sirena al que tanto me estaba enamorando.

Antes de que los hombres pudieran reaccionar, les robé todas las armas que pude y en cuánto me iba por atrás del circo, una mujer de pelo rojo apareció a mi vista, apuntándome.

Yo hice lo mismo. Nos miramos. Ella sonrió.

—Eres mía, Sirena.

—¿Mary?

Ella asintió.

Mary tampoco era presa de los encantos de Corinne. Su cantico no le hacía perder la conciencia como a todos esos hombres. Comencé a tener muchas dudas sobre eso, y el porqué esa chica y yo no éramos afectadas.

—Ríndete, y ven conmigo, Sirena.

—¿Supiste quién era todo este tiempo? ¿Desde el bar? ¿Cómo?

Ella rio—. No solo los hombres son los que te buscan. Me teñí el cabello de rojo solo por ti, y algunos suelen confundirnos.

Su rostro era muy expresivo. Esa chica era muy salvaje y determinada. Se acercó un poco, sin dejar de apuntarme en ningún momento. Ella se veía alguien inteligente igual que yo, muy perspicaz y con coraje.

Tenía que ser más inteligente que ella.

Dejé de apuntarla, pero nunca de mirarla, y lentamente fui dejando mi arma en el suelo. Luego, alcé mis dos brazos, mostrando mis palmas ensangrentadas, en señal de rendición.

—Está bien, Mary. Me tienes. Puedes hacer lo que quieras conmigo.

Ella, aún desconfiada, se acercó lentamente a mí, y comenzó a rodearme, a una distancia que la beneficiaba.

—Los cuchillos en tu pantalón, también déjalos en el suelo, lejos de ti.

Me reí.

—Pero si ellos son parte de la diversión.

—Ahora.

Suspiré. Se parecía más a mí de lo que me hubiese gustado.

Le obedecí, quedando completamente a su disposición. Miré a Corinne. Ella también tenía la vista fija hacia nosotras. Había dejado de cantar, pero el poder hipnótico permanecía en los hombres que minutos atrás querían asesinarme.

Ella se acercó a mis espaldas y se agachó, para que amarrar mis manos fuera más fácil. Pero antes de que pudiera hacerlo, me volteé rápidamente y la besé.

Ella no esperaba ese movimiento de mi parte. La punta de su arma estaba tocando mi cabeza pero ella escogió besarme, seguir con mi juego, que solo había espacio para una sola ganadora. La lancé con fuerza al suelo y me posicioné encima de su cuerpo, mientras continuaba besándola. Con el golpe ella lanzó un gemido y también su pistola. Con la mano que antes la sostenía, ahora la llevé arriba de su cabeza y junté ambas manos, para evitar que pudiera alcanzar su arma otra vez. Cuando perdí mi respiración y comencé a jadear, lamí y besé su cuello, mientras intenté amarrar sus manos.

En ese momento, ella se percató de lo que quería hacer y me empujó rápidamente. Tomé su arma, y alejándome, la apunté.

Sonreí.

Mientras aún intentaba levantarse, acerqué todos mis cuchillos y las armas que les robé a los hombres. Ella no tenía ninguna. Ella había perdido.

—Debí suponerlo —comentó, aún respirando con dificultad.

—Vete, Mary. No quiero hacerte daño. Te perdono.

Ella rio.

—Esto no se quedará así.

Me dio la espalda y se perdió entre la oscuridad del circo y la multitud.

Huir.

Esa era la única alternativa. Siempre. No había otra opción para los monstruos como yo. Con eso en mente, miré a Corinne, quién en ningún momento me había dejado de mirar. Mi cuerpo ensangrentado, con sangre que no era mía. Eso era lo que era. Ella estaba viendo mi viva y verdadera imagen.

—Tienes que irte, mientras más controlo mi hechizo, más energía pierdo. No sé si duraré demasiado. —Me dijo, realizando su último acto de bondad.

—Estoy cansada, Corinne. Cansada de huir —me lamenté—. Ya no hay espacio para mí aquí en la tierra.

—Zair, vete. No quiero que te lastimen. Por favor, huye rápido.

Sonreí de forma fingida.

—Es irónico. Tú quieres huir de la mar, y vivir aquí en la tierra siendo un ser humano. Y yo quiero pertenecerle a la mar. Ya no hay lugar en donde soy bienvenida, solo allí, entre las olas en la alta mar.

Me acerqué a ella, y rocé mis dedos con las escamas de su cola aguamarina. Ella se estremeció por el contacto, y me tomó de la muñeca.

Me percaté de que un poco de sangre de mis palmas había manchado sus hermosas escamas brillantes. La miré, disculpándome. Ella aún tenía tomada mi muñeca, y finalmente, tomó mi mano, sin importarle mancharse. Su piel era tan suave y su tacto reconfortante. Es como si con ese gesto físico hubiese aceptado mi oscuridad, esa que tanto me caracterizaba y me convertía en un monstruo.

Todo al final en mi vida, giraba en torno a eso.

—Si tan solo pudiera darte mis piernas, lo haría.

Corinne me observó, asombrada.

Con su mano libre acarició mi mejilla izquierda. Me acerqué a ella, y tuve muchos deseos de besarla. Sus labios me llamaban y sus ojos me hablaban. Toda ella era la máxima y reluciente presentación de la mar en calma. En cambio yo, era esa mar furiosa que provocaba tsunamis y destrozos.

Yo necesitaba su calma.

Ella necesitaba mi fortaleza.

Nos necesitábamos.

Comencé a besarla sin importar nada más. Quería sumergirme en ella hasta conocer su profundidad. En ella podía conocer y explorar las aguas tibias que acariciaban mi alma y me hacían perderme para siempre.

—No tienes que huir sola —dijo, entre jadeos.

La miré. Ella parecía sentir lo mismo que yo.

—¿Qué quieres decir?

Acarició mis cabellos, y me miró con dulzura.

—Huyamos juntas.

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