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Capítulo 5


Celle, 12-13 de abril de 1945

Liese Kerner no era tonta. Sabía perfectamente que los ingleses eran muy dados a mirar a quienes no habían nacido en su maldita isla por encima del hombro. No era mentira que había servido de joven en aquel país y cada vez que recordaba aquellos años la sangre le hervía de rabia. Al ser doncella y extranjera, los señores la trataban con indiferencia y solo les servía para enseñar alemán a sus propios hijos. A pesar de que tenía doce años cuando entró a trabajar, Liese ya sabía cómo arreglárselas. O eso creía.

Dos años más tarde, se percató de que el señor de la casa la miraba con otros ojos. Era un hombre muy apuesto y Liese pronto se dejó llevar por los encantos, en la inocencia y soberbia propias de la adolescencia. Meses más tarde maldijo su falta de ingenuidad y cuando el embarazo era visible, tuvo que abandonar el hogar. Estaba sola y perdida en un país que ya le había mostrado su crueldad. Cuando Bruno nació, había pensado en abandonarlo en el primer orfanato que viera, pero en cuanto lo tuvo por primera vez en sus brazos, supo que no sería capaz. Malvivió varios años más en Inglaterra, teniendo incluso que recurrir a la prostitución en etapas más difíciles, cuando no le quedaba nada para alimentar a su hijo. La dureza de aquella época terminó de determinar la personalidad mezquina de Liese, que solo cambiaba cuando abrazaba a aquel niño de pelo castaño claro y ojos azules.

Ella tampoco creía en la suerte, pero antes del estallido de la guerra, conoció a Adolf Bauer, que, viendo su lozanía —Liese seguía viéndose bien pese a lo que había sufrido— se había sentido atraído por ella. No amaba a aquel hombre, pero aceptó su propuesta de matrimonio a la primera porque le garantizaba que su niñito no volvería a pasar hambre. Y Adolf le había cogido cariño a Bruno, lo cual no era siempre fácil. Incluso le dio su apellido y lo adoptó como hijo propio. Había perdido a sus dos hijos de escarlatina hacía muchos años y no le quedaban herederos, decía. Al terminar la guerra, volvieron a Alemania y durante los años de Weimar vivieron tranquilamente, aunque la excesiva inflación y la desidia de su esposo mermaron la economía familiar. Adolf no llegó a ver la llegada de su tocayo al poder, porque se suicidó durante el crack del 29, que afectó gravemente a una Alemania que seguía lamiéndose las heridas por la derrota y terminó por arruinar a los Bauer. Solo les quedó la casa de Berlín y otra en Celle, que Adolf había puesto a nombre de Liese y Bruno para evitar que se las quitaran. De nuevo, Liese volvía a la pobreza y a la soledad y tuvo que volver a su antiguo trabajo como doncella, a pesar de su edad.

Cuando Hitler ascendió, Liese estaba pletórica. Por fin tenían un líder que sí se preocupaba por los alemanes de verdad y quería restaurar el esplendor que su país se merecía. Obligó a Bruno a afiliarse al Partido Nazi, ya que le aseguraría un buen trabajo y una buena posición en el régimen. Hacía poco que este había enviudado y tenía a su cargo dos mellizos, con lo cual Liese tuvo que abandonar su trabajo para cuidar a sus nietos. Pero Bruno ya se ganaba la vida y le dio tiempo a terminar sus estudios de Derecho antes del crack, así que tampoco pasaban grandes necesidades.

Sabía perfectamente que el guapo oficial de las SS que acudía a tomar café todos los días con Bruno y con el que salía muchas noches, sin volver hasta la mañana siguiente no era su amigo, sino su amante. Desde que era pequeño Liese se dio cuenta de la verdadera orientación sexual de su hijo. Aquello era pecado y un delito, pero no había sufrido trayéndolo al mundo para luego abandonarlo como un perro y más cuando él mismo no había elegido aquello. La única vez que habló explícitamente con él del tema, solo le pidió discreción.

—Ten mucho cuidado, mi vida. Nadie entiende a la gente como tú y si te pasa algo, no creo que ni yo pueda ayudarte.

—No te preocupes, mamá. Gustav —así se llamaba también el oficial— siempre busca lugares donde nadie puede vernos. —contestó Bruno, dándole un beso en la frente.

Pero Bruno no era tan discreto y los rumores corrían por Berlín. No fue casualidad que se mudaran a Celle —al oficial lo habían destinado allí— y era la ciudad natal de Adolf, donde la casa de las afueras todavía seguía en pie. Les cedieron otra que había pertenecido a una familia judía y se establecieron allí. Con la excusa de un nuevo despacho y una doncella —Liese llevaba las riendas de la casa porque no veía a nadie más capacitado que ella— para cuidarla, los Bauer se adaptaron pronto a aquella pequella ciudad. Pero los rumores seguían circulando e incluso llegaron hasta ese lugar. Fue entonces cuando Bruno tuvo que volver a casarse con una mujer. Con la posición que ya ocupaba en 1943, los Bauer estaban muy bien considerados en aquella ciudad y muchas jóvenes solteras lamentaron haber dejado escapar semejante partido. A Liese no le cayó bien Elmira desde el primer día. Era rusa de nacimiento y en su familia habían sido comunistas. No se convencía de esa apostasía, pero, lo peor de todo aquello es que otra mujer le había robado el cariño no solo de Bruno, sino también el de los niños.

—Mamá, Elmira sabe mi situación y lo ha comprendido. Es la mejor compañera que he podido encontrar. Cuando Rike vivía apenas pude verle —se refería a Gustav, su amante— y fueron los peores meses de mi vida. Sé amable con ella, no imaginas cuánto ha podido sufrir. Me recordó bastante a ti cuando me contó su historia. Tenéis más cosas en común de lo que parece.

—Seguro que se lo ha inventado todo y te ha atrapado —decía sin pensar en lo absurdo de su frase, teniendo en cuenta el contexto en el que se hallaba su hijo—. Los bolcheviques son los peores después de los judíos. Nunca te fíes de ellos.

En verano de 1944 todo se truncó. Bruno y Gustav fueron detenidos y ambos fueron deportados a uno de esos campos para reeducar gente como él. Solo lo supo ella —tras gastar gran parte de sus ahorros en sobornos— y no quería verse envuelta en escándalos, así que le fue fácil difundir que se había marchado al frente, incluso a su nuera. Nadie podía saber nada. A esas alturas, puede que ya estuviera muerto, pero no se rendía. Todavía albergaba la esperanza de que volviera y la librara de soportar a la asquerosa bolchevique.

Y ahora estaba la cuestión británica. Habían llegado a esa ciudad y tomado el control, con ese soldado presuntuoso apoderándose de la casa de su hijo. De la única casa que le quedaba porque la que se hallaba en el centro de Celle estaba totalmente destruida por las bombas y tendrían que quedarse allí. Pero reconocía que sentía intriga la relación que surgiría entre el soldado y la rusa. Ya los había oído en la sala y con la sonrisa que le había visto a él sabía que iban a chocar constantemente. Al menos, le bajaría los humos a la zorra, que no podría controlarlo todo.

Ya era de noche cuando salió de la casa. Se acercó hacia donde acababan de enterrar a Gustav. Nunca había querido demasiado a los mellizos, a decir verdad y estos lo notaban. Ni siquiera la llamaban abuela, sino por su nombre. La muerte de ese mocoso malcriado era simplemente, un efecto colateral. Ya no le causaría más disgustos.

—Ahora a ver a quién vas a llamar bruja del infierno —susurró con su sonrisa maliciosa. Escupió sobre la tumba y volvió a la casa. Mañana sería otro día.

Elmira se despertó de un sobresalto. Había soñado con unas bombas y con un niño muerto. Se incorporó a la cama y bebió agua de una jarra que había allí. No recordaba haberla traído. Al encender la lámpara, vio que estaba en el dormitorio de Heike. Entonces, se echó a llorar. Todo había ocurrido de verdad. Lloraba en silencio para no despertar a nadie y mucho menos al Brigadier. No le apetecía verlo en ese momento. Cuando pudo calmarse, ya había amanecido y no le quedó más remedio que levantarse y asumir el día que se avecinaba.

Fue a su dormitorio y se dio un baño rápido. Se vistió y bajó al comedor a desayunar. Allí ya estaba Alfred Pierrepoint, dando cuenta de una enorme rebanada de pan de centeno a la que estaba untando una fina capa de mantequilla. Este alzó la mirada hacia donde estaba Elmira y pestañeó.

—Buenos días, hoy tenemos un gran día por delante. Yo de ti comería bastante. No sé tú, pero yo me muero de hambre. Y este pan está delicioso. En Inglaterra no tenemos nada parecido.

—El gran día será para ti, supongo —dijo Elmira, abatida. Aún no había asimilado esa presencia en su casa y encima aquel hombre parecía regodearse de su suerte mientras disfrutaba del desayuno. Y sin quitarle el ojo de encima, lo que cada vez la ponía más nerviosa.

—¿Quieres dejar de mirarme tanto? Me vas a desgastar.

—Estás sentada enfrente de mí. Es imposible no mirarte. —Alfred había entornado los ojos mientras hablaba—. Mira, voy a pasar por alto tu grosería porque sé que el día de ayer fue muy duro, pero te aseguro que no te gustaría verme enfadado de verdad. Por favor, termina de desayunar y vayamos con nuestras tareas.

Elmira tampoco tenía el ánimo para discutir, así que obedeció de mala gana. No tenía ningún apetito, pero se comió una tostada igual que la de Alfred. Cuando terminó, Alfred volvió a mirarla y le dijo:

—Para empezar, necesito una habitación. Anoche dormí en la sala, pero me gustaría hablar contigo sobre qué habitación sería ideal para mi posición. La tuya —o eso creo— es la más grande y allí podría también establecer mi despacho. Pero necesito tu visto bueno.

—Puedes quedártela si te parece. De todas formas, ya te has apoderado de la casa, ¿qué es una habitación, comparado con ella? Además, puedo quedarme en el dormitorio de mi hija. Seguro que ella también lo prefiere así.

—Muy bien. Ahora, lo más importante. Hoy llegan seis soldados de paso, así que se debería organizar una comida para ellos. Diles a las cocineras que no hace falta que preparen cualquier cosa. Ellos se lo comerán con gusto. Seguro que es mucho mejor que las raciones que nos dan. Tendrán que pasar la noche y todo el día de mañana porque partirán hacia el campo de Bergen. Como no tendremos tiempo de organizar las habitaciones para ellos, creo que en el salón estarían cómodos. En sitios peores hemos dormido y al lado de eso creerán que duermen en el mismo cielo.

—Entonces, lo de ese campo es cierto —Elmira, como otros tantos, había oído rumores sobre esos lugares y cómo trataban a la gente. Pero le costaba creerlo. Su pueblo adoptivo no podía llegar a ese nivel de salvajismo. Ya conocía los campos que habían liberado sus compatriotas, pero le costaba creer que allí, muy cerca de su casa hubiese otro sitio de esos.

—Sí, es cierto, según nuestros informes y supongo que ya has oído hablar de Polonia. Nunca había oído nada igual. El pueblo alemán es un pueblo de bárbaros. La historia vuelve a repetirse.

—En eso no te quito la razón. Me ofendería si hubiera nacido aquí, pero últimamente, echo mucho de menos Rusia. Más de lo que me gustaría. Si mi padre me oyera hablar...

—Vaya, no sabía que eras de allí. Elmira no me parecía muy alemán, ya que ha salido el tema.

—No tenías por qué saberlo. Además, si te da curiosidad, Elmira tiene un significado muy singular. Según dijo mi padre, es el retroacrónimo elektrifikatsiya mira, que significa electrificación del mundo. Ni a él ni a mi madre les gustaban los nombres de siempre, como verás y más en tiempos de la Revolución.

—Muy inteligentes fueron tus padres, porque el nombre es adecuado. Cuando estás por aquí y, sobre todo cuando te veo, el ambiente se intensifica. —Alfred bajó la voz conforme iba hablando. Aquella mujer cada vez le atraía más. Se levantó y se acercó a Elmira. Pudo aspirar su aroma a jabón. Su cabello pelirrojo estaba húmedo por las puntas y no había tenido tiempo de hacerse un peinado más elaborado. Tuvo el impulso de acariciárselo, pero justo en ese momento Elmira se dio la vuelta.

—Bueno, ¿empezamos con nuestra tarea?

Ambos se marcharon del comedor y se dirigieron al piso superior. Heike ya se había despertado y estaba vestida. Le había cogido a Elmira uno de sus vestidos —ya eran casi de la misma altura—, pero debido a sus formas aún infantiles, le quedaba bastante holgado. Y eso que Elmira ya era una mujer delgada. Era evidente que no había cogido el vestido porque le gustara especialmente. Quería ya disimular sus formas.

—Buenos días, cariño. Si tienes hambre, en el comedor todavía está la mesa puesta. —Elmira le dio un beso y un abrazo a la niña. Heike no bajó al comedor, sino que se quedó con ellos y los siguió por todo el piso como un perrito, sin quitarle la vista a su madre. Elmira no podía reprocharla. Todavía estaba asustada y no quería separarse de ella. Era normal. La cogió del brazo mientras andaban. Alfred había dejado de existir en esos momentos.

Pero Alfred existía y asistía a la escena. No podía dejar de evidenciar lo importante que era esa niña para Elmira y entendía el por qué se empeñaba en protegerla. Habían perdido al otro hermano, habían intentado violar a la chiquilla y solo quedaban ellas. Eran demasiadas experiencias traumáticas en un solo día. Estaba claro que había un padre, pero se hallaba ausente y aún no le había hablado de él. Ya tendría tiempo de preguntarle.

Los tres entraron en la habitación de Elmira. Las dos sacaron las prendas y vaciaron el armario y la cama y pusieron sábanas limpias. Incluso Alfred las ayudó en ocasiones, ya que no soportaba mantenerse quieto sin hacer nada. También se disponían a llevar los libros cuando el soldado las detuvo.

—Esperaba recibir las lecciones aquí. No creo que sea necesario llevarse los libros.

—¿Qué está diciendo? —Heike no hablaba inglés.

—Querida, Alfred quiere que le enseñe alemán, ya que va a quedarse aquí mucho tiempo. Ha prometido no hacernos nada.

—Mamá, no me gusta nada todo esto. Los ingleses son malos. Las dos hablaban ruso, como ya era costumbre y Alfred las contemplaba asombrado. Siempre había envidado a la gente que hablaba varios idiomas y se desenvolvía en ellos.

—Mira el lado bueno. ¿No decías el otro día que querías aprender inglés? Pues él puede enseñarte. Alfred, ahora me toca a mi pedirte un favor. Yo te enseñaré alemán, pero me gustaría que le enseñaras tu idioma a Heike. Es otra de mis condiciones.

—No creo que estés en posición de poner demasiadas condiciones, pero si lo deseas... pero no prometo tener mucho tiempo. Soy un hombre que va a estar muy ocupado.

Elmira tradujo a Heike la respuesta de Alfred.

—Pero yo no quiero que él me enseñe. Es muy alto y me da miedo. —Heike se colocó detrás de Elmira.

—Tesoro, cuando él pueda darte lecciones, estaré allí para supervisar. No creas que voy a dejarte sola con esta gente. —Elmira volvió a abrazar a Heike y ambas bajaron al comedor, ya que el estómago de Heike rugió y no pudo aguantar más el hambre.

Iba a ser difícil lidiar con aquellas dos criaturas, pensaba Alfred. Podía entender que la niña actuaba por miedo, pero no tenía dudas de que la madre iba a ser todo un reto. Y estaba dispuesto a asumirlo. Oyó el ruido de motores y se asomó a la ventana. No había advertido de que había un estanque un poco más atrás de la casa. Tendría que verlo mejor, pero no era el día propicio. Volvió a mirar alrededor y observó cómo otros dos Jeeps se acercaban. Eran los solados que iban a venir. Decidió bajar y recibirlos. No le había faltado razón cuando había dicho que iba a ser un gran día. O, mejor dicho, un día de gran trabajo.

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