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Capítulo 3

Celle, 12 de abril de 1945

—Estamos a punto de ganar la guerra y debería sentirme eufórico, pero en realidad siento un enorme vacío —dijo el Teniente General Robert Holt—. Todos estos años deseando que este caos llegue a su fin y ahora que estamos cerca de conseguirlo, es como si me hubieran anestesiado. Y, para colmo, el inepto de mi hijo no ha hecho más que empeorar las cosas.

Robert Holt era un hombre meticuloso y tanto él como su hijo eran altos y corpulentos. Tenían el pelo rubio ceniza y ojos avellana, aunque los de Robert eran más verdosos. Robert era el ejemplo de hombre hecho a sí mismo y no se creía todavía haber llegado a la posición que ocupaba. Mucho esfuerzo y sacrificio había llevado conseguir una vida si bien dura, relativamente cómoda en lo concerniente a lo material. Por lo menos, no pasaba hambre y aquello era lo peor que se podía pasar, en su opinión. Su hijo, que no había conocido la miseria, no era consciente del valor de los objetivos y esperaba que, por ser el hijo del Teniente General, se le sirviera todo en bandeja. Robert estaba profundamente decepcionado con Thomas y decidió colocarle en la compañía que lideraba Alfred Pierrepoint ya que esperaba que su sentido de la responsabilidad y su determinación influyeran en su hijo. A veces deseaba que Alfred fuera ese hijo.

—Robert—Cuando estaban a solas, se permitían el tuteo—, tu hijo lleva meses cumpliendo mis órdenes. Más allá de contestaciones, desempeña bien su trabajo.

—¿Crees que he nacido ayer? He visto las marcas de su cara y soy consciente de que no golpeas a nadie por gusto. ¿Qué coño ha pasado? ¿Qué ha hecho?

Alfred tragó saliva y se armó de valor para contarle la verdad. Su mentor era un lince y, por tanto, imposible de mentirle. 

—Verás... Thomas ha intentado agredir a la niña.

—¿Solo agredirla o más allá? —inquirió Robert. La cara apesadumbrada de Alfred contó el resto—. Será malnacido, maldito demonio... no he educado a mi hijo para que cometiera salvajadas. Aceleró los pasos, buscando con la mirada a su hijo. Alfred le detuvo.

—No llegó a hacerlo porque le paré a tiempo. Él nunca ha sido así. Estamos todos nerviosos, por favor, no le diga nada. —Cuando el ambiente se crispaba, las formalidades volvían.

—¿Cómo quiere que no diga nada? No somos como los putos comunistas que van violando todo lo que se mueve. ¿Acaso no ha oído hablar de lo que van haciendo los rusos de mierda allá donde van avanzando?

—Bueno, mi Teniente General, hace poco varios miembros de la Novena Compañía han sido ajusticiados por violar a unas monjas francesas. Todos fueron ejecutados —señaló Alfred, que no creía en la pureza moral de su ejército. En todas las casas se cocían habas.

—Será en aquella, pero jamás en la mía —Robert alzó la voz cuando dijo «jamás»—. Ahora suélteme que tengo que matar al desgraciado de mi hijo.

Thomas, que había oído todo, salió corriendo y se metió en la casa a esconderse en la sala que se situaba a la derecha de la entrada. Lo que faltaba, pensó, mi padre y la rata trepadora conspirando conta mí. No veía que Alfred había intentado tapar su intento de violación. En su resentimiento, creía que este fingía pesar para luego asestarle el golpe de gracia ante su padre. Cada día odiaba más a ese ser. Le había robado el afecto y el amor de su padre y lo había puesto en su contra. O eso pensaba él. Pero llegaría el día en que se vengaría. Qué glorioso día sería aquel. A su lado, la victoria de la guerra serían migajas.

Absorto en sus pensamientos, no advirtió que su padre ya le había encontrado. Lo agarró del cuello, lo tiró al suelo y se dispuso a darle la paliza que debió darle hace mucho, mucho tiempo.

—Desagradecido, monstruo desalmado. No te he educado para que fueras violando mujeres inocentes. Si tu madre siguiera viva, se avergonzaría de ti como ahora mismo me avergüenzo de ti. Eres una puta desgracia para la familia. A cada palabra, le propinaba una patada. Thomas estaba encogido intentando cubrir su cuerpo para evitar los golpes.

—Y yo me avergüenzo de que seas mi padre —sollozaba este—. Nunca me has querido y prefieres al fanfarrón de Pierrepoint. Ni siquiera es un hombre de verdad. El carácter huraño de Alfred y su negativa a tomar mujeres —ya fuesen prostitutas y otras que se le insinuaban, conscientes de su atractivo— había alimentado rumores sobre una presunta homosexualidad. El mismo Thomas se había encargado de azuzarlos, pese a que casi nadie lo creía.

—Alfred Pierrepoint es mil veces más hombre y vale más que tú. Ya te gustaría llegar a su mismo nivel. —Robert había dejado de pegarle y se sentó en el sofá y sacó un cigarrillo—. Vete, no quiero verte. He decidido mandarte al campo que hay en Bergen con la Undécima División para su liberación.

—Padre, no me envíe allí, es asqueroso. ¿No ha oído hablar de cómo han dejado esos campos? ¿Ha oído lo que hay en Polonia?

—Precisamente por eso te envío. Si ves que otros lo pasan peor que tú, puede que recapacites y pienses el porqué de tu actitud. ¿Crees que disfruto con esta situación? Por una maldita vez, sé un hombre como Dios manda y cumple con tu país. Yo también iré a ese lugar para colaborar en su rescate. Según los informes, hay muchos prisioneros en condiciones inhumanas.

Los soldados que no habían podido evitar oír la pelea, no pudieron evitar reírse y cuchichear por lo bajo. El melindroso y mojigato de Thomas Holt por fin sabría lo que es ensuciarse las manos y trabajar de verdad. Incluso su padre veía lo idiota que era y se alegraban de que limitara sus caprichos. Alfred los mandó callar con una de sus miradas.

Robert y Thomas salieron de la casa. El joven salía detrás de su padre sumisamente. Cuando su padre tenía una orden, no quedaba más remedio que cumplirla. Sintió una rabia contenida al observar a aquellos soldados que se quedaban y lanzó una mirada de odio a Alfred que, de haber sido posible, lo habría matado. Los dos se subieron al Jeep, no sin antes decirle Robert a Alfred:

—Siga con su deber y enderece esta casa. Cuando vuelva espero que se haya establecido el cuartel. Le enviaré un telegrama cuando lleguemos al campo. Ojalá pudiera usted venir con nosotros. Por su oficio, nos sería de gran ayuda, pero los de la Undécima División ya tienen médicos y no creen necesitar más.

—No se preocupe, haré todo lo posible. Espero que la dueña de la casa coopere.

Cuando los vio alejarse, Alfred se dio la vuelta y entró en la casa. Tenía pendiente una conversación con Elmira y tenía que resolverla ahora. Pasó por delante de Liese, que estaba plantada en la puerta con los brazos en jarras y mirándolo de forma burlona. Si ese señorito inglés creía que haría con la casa de su Bruno lo que le viniera en gana, se las vería con ella, pensó la doncella. Pero cuando este se acercó a ella, al final se apartó para cederle el paso.

Alfred subió las escaleras y fue abriendo las puertas hasta encontrar donde estaban Elmira y Heike. Estaban en el dormitorio de esta última —a juzgar por los posters y objetos—, acurrucadas en la cama. Heike dormía plácidamente y sobre la mesita reposaba un pequeño frasco de láudano. Alfred se acercó más y no pudo ocultar su satisfacción al ver que Elmira no estaba dormida. Estaba bien despierta, acariciando el rubio cabello de la niña. Lanzó una mirada asesina a Alfred. Este la agarró del brazo y la sacó de la cama mientras ella profería insultos en una mezcolanza de ruso, alemán e inglés. Juntas eran la lengua del demonio, pensó Alfred, que se deleitaba con su arranque de furia. Elmira tenía el pelo revuelto por estar acostada y la encontraba todavía más hermosa. Heike, en el dulce sueño que le había proporcionado el láudano, ni se inmutó.

Juntos bajaron al piso inferior y fueron al salón donde antes había ocurrido la trifulca entre Robert y Thomas. Alfred se sentó y cruzó las piernas, sin dejar de mirar a la colérica furia pelirroja que se hallaba de pie ante él. En verdad que era una criatura fascinante, pensaba.

—Recuerde que todavía tenemos una conversación pendiente —Alfred entornó los ojos y habló con un tono de voz que no estaba acostumbrado a utilizar. Una voz melodiosa, suave y profunda, que acentuaba el propósito de autoridad y, según muchas mujeres, su atractivo.

—Yo ya no tengo nada que hablar con usted —declaró Elmira vehementemente—. Si quiere instalarse en mi cada, qué remedio, pero solo le pido una cosa, dejen ustedes a mi niña en paz. No se les ocurra tocarla. Si lo hacen, juro que los mataré, a usted el primero.

—Para empezar, no tengo interés en tocar a su niña. Ni yo ni mis hombres. Thomas, el que ha intentado violarla ya se ha ido con su padre, que es mi superior y no creo que vuelva por aquí. Estaba furioso y avergonzado por lo sucedido y le pido disculpas en su nombre. No hay peligro de que la manzana podrida llegue a pudrir al resto. Le aseguro, siempre y cuando colabore, que nuestras intenciones son buenas. Pero yo también le pido una cosa, ayúdeme.

—Creen que porque sean los vencedores van a hacer con nosotros lo que quieran. Dios mío, en qué tiempos nos ha tocado vivir. —Elmira luchaba para no venirse abajo.

—En eso se equivoca. Aún no somos los vencedores. No hemos llegado a Berlín, vuestro líder sigue vivo y los rusos avanzan por el lado este. Aún no se sabe quién vencerá al final.

—Pero han «liberado» esta ciudad. A saber qué será de nosotros. Quiero creerle, pero no me puedo fiar de usted.

—Señora, ¿Elvira era? —titubeó Alfred—. Le vuelvo a jurar que no pretendo hacerles daño ni a usted ni a su hija. Solo le pido que me ayude a instalar mi cuartel y que me ofrezca un techo y comida mientras permanezca aquí. No puedo prometerle irme enseguida, ya que tengo una ardua tarea por medio. Este país está muy contaminado por el veneno del fascismo y nuestra tarea es darles el mejor antídoto. Por favor, colabore con nosotros y le prometo que no le ocurrirá nada.

—Es Elmira, con m y eso dependerá de usted. —Cada vez sentía un desprecio mayor por ese hombre alto y presuntuoso. Y más desde que se percató de la forma en que la miraba. Si es que todos los hombres eran iguales, no dejaba de pensar.

Alfred se levantó, le cogió las manos y la miró a los ojos. Parecía implorar su ayuda. Elmira seguía contemplándole con rabia. Atrévete a tocarme y será lo último que hagas en tu vida, le decía con la mente. El Brigadier apretó sus manos con fuerza hasta que le hizo daño. No pudo evitar sentirse excitado por el grito de dolor que acabó soltando esta. La soltó y le pidió perdón.

—¿Puede darme algo de beber? Me bebería un tanque de agua entero si me lo pusieran delante —Alfred tenía la garganta seca, pero, ¿era por la sed que de verdad tenía o era por tener muy cerca a esa mujer? Oyó a Elmira decir algo en alemán y poco después se acercó una criada con una jarra de agua y algo de comer. Supuso que también tendría hambre. Atacó lo que le habían traído.

—¿Está usted mejor? —preguntó Elmira—. Parece que no haya comido en días.

—Y así es. Desde hace varios días que no hemos tenido tiempo de comer algo. Sin comer puedo pasar, pero sin beber... eso ya es otra cosa. 

—Ya decía yo. Dígame exactamente qué es lo que quiere y veré si le puedo ayudar.

Alfred bebió un largo trago de agua y carraspeó. Invitó a Elmira a sentarse a su lado y esta, por primera vez, le obedeció. Volvió la vista al otro lado para evitar ser totalmente consciente de su cercanía. ¿Por qué le hacía sentirse inquieto?

—Es un asunto complicado. No es cuestión de días. Como le iba diciendo, necesitamos la casa para establecer un cuartel. Es la que está en mejores condiciones y la más grande, como acabo de comprobar. Tienen que venir más hombres. Pero ellos no se quedarán aquí. Permanecerán durante el día y se irán a la ciudad por la noche o a donde se les mande. Pero yo debo quedarme aquí para supervisar el cuartel y mantenerme alerta por si ocurre algo.

Elmira suspiró de alivio. Al menos no iba a tener la casa llena de ingleses. O casi. Ojalá también tuviera que irse aquel que no dejaba de mirarla insistentemente. Alfred seguía hablando y ella asentía. Pero fue algo que dijo que la dejó asombrada.

—Como ya habrá visto, mi alemán es deficiente y para mi misión sería ideal conocer la lengua más extensivamente. Entiendo que no todo el mundo aquí habla mi idioma y, de hecho, me ha sorprendido que usted sí lo sepa, así que, en este giro de los acontecimientos, me gustaría pedirle algo, el mayor de los favores para usted, ¿me enseñaría usted alemán? Me facilitaría muchísimo la labor.

Elmira reflexionó. Si accedía a esa petición, el soldado sí que iba a tardar más en irse. Por otra parte, las lecciones la distraerían de su propio dolor. Pero ya no tenía nada más que perder, salvo la pobre Heike y si eso ayudaba a protegerla, no le quedaba otra alternativa.

—Está bien —resolvió—. Pero con una condición. Nada de acercarse ni tocar a mi hija. Háganse cuenta de que ella no existe para ustedes.

—¿Cuántas veces he de decirle que en mi compañía no pretendemos hacerles ningún daño ni a usted ni a la niña? Hemos venido a salvar este país de la barbarie a la que les ha llevado su amado fírer. —Alfred estaba ya un poco cansado de reiterarse, aunque entendía la desconfianza de Elmira. O eso intentaba.

—Supongo que se referirá al Führer. Sí que necesita aprender bien alemán, empezando por la pronunciación. Déjeme organizarlo todo y en unos días podríamos dar las primeras lecciones.

—Excelente —Alfred sonrió satisfecho, pero sospechaba que no se debía precisamente a que esta hubiera accedido a sus peticiones. Ya que hemos llegado a un acuerdo, creo que podríamos ya tutearnos. Si hay cierta confianza, mi progreso avanzará.

—Si tú lo dices... —Elmira también intuía los verdaderos sentimientos que Alfred empezaba a albergar y poco a poco empezaba a incomodarla menos. Era un hombre muy atractivo y su aspecto melancólico lo acentuaba más. Pero no debía bajar la guardia. Nunca. Seguía siendo, ante todo, el enemigo.

Ambos volvieron a estrechar las manos y Elmira se marchó a la habitación de Heike  y volvió a acostarse junto a ella. La muchacha seguía durmiendo, aunque a veces se sacudía, presa de algún sueño inquieto. Elmira la abrazó y le acariciaba el cabello.

—Te prometo que no va a pasar nada. Pasarán por encima de mi cadáver si te tocan un solo pelo. Ahora estamos tú y yo solas y debemos protegernos de lo que nos acecha.

Heike se arrebulló contra Elmira. Aunque dormida, parecía haber asentido. Elmira tardó poco en quedarse dormida, cansada por todo lo que había sucedido y pese a que apenas era por la tarde. Más tarde, creyó advertir en la duermevela que alguien ponía una manta sobre ella. 

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