Londres, noviembre de 1950
—Mi madre y mi hermano me ayudaron a escapar. El supuesto odio que me tenía era puro teatro. Hanno envió dinero para sobornar a los guardias y así yo pude abandonar la cárcel. En realidad, ejecutaron a otro condenado y urdimos taparle la cara en todo momento, incluso después de muerto para evitar que me descubrieran. Uno de mis compañeros en Bergen-Belsen consiguió camuflarse de víctima y me debía más de un favor, así que ya ves, aquí sigo. Yo me hice pasar por otro prisionero que se suicidó en la cárcel y así salí. Me cambié el nombre a Florian Fischer y me fui a Canadá. Allí conocí a la encantadora Florence, que me ha apoyado en todo momento. Juntos vinimos aquí y casualmente vio el anuncio. No te imaginas lo fácil que nos ha sido llegar a esta parte. —relató Heinrich mientras intentaba dar a Elmira una especie de puré. Elmira escupió el primer bocado, no porque estuviera malo, que también, sino porque no confiaba en que la comida no tuviera algo.
Dos días después del secuestro, Heinrich fue a visitar a su rehén y le contó los detalles de su huida. Ya no deseaba a Elmira, porque había hallado en Florence a la mujer sumisa que buscaba. Aparte, era más joven, más atractiva y más complaciente en la cama. Florence se hallaba fascinada con Heinrich, que se dejaba manipular a su antojo y había contribuido al secuestro. Ni siquiera Mila, a la que ya apenas recordaba le proporcionaba tantas satisfacciones en los meses que duró su matrimonio. Su objetivo era matar a Elmira y arruinar la felicidad de Alfred Pierrepont y los suyos. Su orgullo estaba herido para siempre por culpa de ellos y su sed de venganza necesitaba ser saciada. No descansaría hasta destrozarles su felicidad.
En ese momento llegó Florence y le dijo algo al oído. Mirándola con deseo, Heinrich abandonó el cuarto y dejó solas a las dos mujeres.
—No te cortes, golpéala si es necesario, sobre todo cuando te mienta. —le dijo Heinrich, besándola en los labios antes de irse. Florence se quedó mirando la salida, y entornó los ojos.
Elmira, que advirtió aquella mirada, quería saber hasta qué punto llegaba la complicidad de Florence, aprovechó la situación.
—Florence, por favor, sácame de aquí. Tú no eres como él. Estás a tiempo de no cometer ninguna salvajada. Por favor, no lo hagas por mí, hazlo por mis hijas. Ellas te adoran. —suplicó Elmira, desesperada.
—Lo haría por ellas, pero has hecho sufrir a Heinrich y él no se lo merecía. Él es un buen hombre. —espetó la canadiense, ufana.
—Si fuera un buen hombre, no habría matado a judíos en los campos de concentración ni me habría secuestrado.
—Eso son falacias, me dijo que dirías eso. Ya lo advertía por esos aires que te das en la casa. Tú y el pomposo de tu marido. Lástima que esas niñas tengan unos padres tan presuntuosos que las malcrían.
—¿Cómo puedes estar tan ciega? Ahora Heinrich te dirá que eres maravillosa, perfecta y que te ama. Hizo lo mismo conmigo y llegué a creerle a veces. Pero llegará un día en que empezará a gritarte y a golpearte. ¿Te ha dicho que él es el padre de una de mis hijas, de Karola, concretamente?
Florence hizo una mueca de sorpresa. Elmira intuyó que ese dato lo desconocía. Heinrich no había sido tan transparente y honesto con la joven. Quedaba evidente que solo la usaba para sus fines, mientras de paso satisfacía sus instintos. Y que esta era muy influenciable. ¿Podría ella hacer lo mismo para que entrase en razón? Se la veía muy fascinada por él y por cómo los había oído en la cama, tampoco parecía muy dispuesta a renunciar a semejante placer.
—Eso es mentira. —soltó Florence con compostura, pero con la sombra de la duda ya puesta.
—¿No te lo dijo Heinrich, el buen hombre? —soltó Elmira con sorna—. Si lo fuera, también te habría dicho que tiene una hija conmigo. Un buen hombre no esconde secretos ni miente. Eres joven y guapa y puedo entender que te guste y te haga sentir una mujer de verdad. Yo también pasé por lo mismo y siento asco de mi cuando lo recuerdo. A mi me utilizó y estoy segura que él está haciendo lo mismo contigo. Por favor, sé razonable. No te dejes engañar por él. Sácame de aquí y te juro que no te denunciaré ni te haré nada. Por favor.
Florence dudó. El tono de Elmira parecía sincero y ya hacía tiempo que notaba ciertas cosas de Heinrich que no le gustaban demasiado. Olvidaba todo cuando estaban juntos, sobre todo cuando hacían el amor. Él la había sacado de aquella granja de Quebec, donde estaría condenada a criar vacas, fabricar lácteos cuyo olor la hacían dar arcadas y parir un sinfín de hijos, como hizo su madre y siempre le recordaba lo agradecida que debía estar con él, pero resultaba que no le contó toda la verdad. Y ahora que caía en la cuenta, Karola tenía un aire a Heinrich, aunque físicamente se parecía a su madre. Quedaba en evidencia que algo escondía aquel apuesto alemán. Y no le apetecía demasiado ensuciarse las manos matando a Elmira y más cuando sabía algo desde hacía apenas unos días.
—No puedo. Aunque quisiera, no puedo. Estoy embarazada y no quiero que mi bebé crezca sin padre. Sería una vergüenza. —murmuró Florence, mirando hacia la puerta por si notaba la presencia de Heinrich.
—Te prometo que Alfred y yo te ayudaremos si me sacas de aquí. —respondió Elmira—. Precisamente, por ese bebé tienes que recapacitar y evitar una desgracia. Además, si me matáis, mataréis al hijo que llevo dentro. Yo también estoy embarazada, venía precisamente de visitar al doctor.
—Está bien, te soltaré, pero ahora no puedo. —resolvió Florence, que había notado en Elmira los mismos síntomas que ella experimentaba. Heinrich controla mis pasos y si se entera, me mata.
—¿Has seguido yendo a mi casa a cuidar a mis hijas? —preguntó Elmira, que se le estaba ocurriendo una idea.
—Claro, no podía levantar ninguna sospecha si de repente faltaba.
—Y, ¿cómo están? ¿puedes decírmelo?
—Preocupadísimos. Alfred ha movido todos sus hilos para buscarte. No puedo ni mirarle a la cara porque yo sí sé dónde estás. —dijo Florence. A veces, la muchacha sí se sentía culpable. Al fin y al cabo, no la trataban mal y le daban un salario digno, aunque Alfred la miraba con recelo.
—Bien, pues tienes que pillar a Alfred a solas y confesarle todo. Se va a enfadar contigo, no te lo voy a negar, pero pídele que te escuche. Y habla de mi como la dama de los ojos plateados. Nunca por mi nombre. Solo él me llama así y sabrá que dices la verdad. ¿Has ido ya hoy o tienes que ir? No sé ni qué hora es.
—Tengo que ir en un par de horas. Aprovecharé para contarle todo. Pero júrame que no me haréis nada.
—Te lo juro por mis hijas. Una última cosa, pégame ahora. Mejor en la cara.
—¿Por qué?
—Para que Heinrich crea que sigues de su parte.
Florence abofeteó a Elmira, que gritó todo lo fuerte que le permitieron sus pulmones y abandonó el cuarto, dispuesta a ir a casa de los Pierrepoint para seguir con su trabajo. Heinrich no sospechaba nada y se hallaba satisfecho con la bofetada que Florence le había propinado a la zorra bolchevique y Elmira confiaba en haber convencido a la joven para que la rescataran. Florence buscó a Alfred y lo encontró en su despacho. Su apuesto rostro estaba apesadumbrado, con ojeras en sus ojos y barba de varios días. Desde la desaparición de Elmira, no había pegado ojo.
—Monsieur Pierrepoint, tengo que hablar con usted. Ahora mismo, a solas.
—No tengo tiempo para tus tonterías, Florence. Si las niñas quieren ir al parque o lo que sea, hazlo y punto.
—Las niñas están en su casa de Surrey con Heike y Cillian, como usted mandó mientras encontraban a su madre. Yo quería hablarle sobre la dama de los ojos plateados.
Alfred reaccionó. Así lo esperaba Florence y Elmira le advirtió que haría eso. Alfred se acercó a Florence.
—¿Cómo sabes ese nombre? ¿Sabes dónde está? Si lo sabes, dímelo. —bramó Alfred, sacudiendo a Florence.
—No grite, por favor. Me vigilan. Y se lo diré todo. —susurró Florence, que pasó a relatar todo a Alfred. El antiguo soldado sintió deseos de estrangular a esa maldita perra canadiense confirme avanzaba la historia, pero se dio el lujo de observarla mejor y advirtió a una loba herida que solo había tenido la mala suerte de cruzarse con la peor de las personas. Pero no podía dejar de pensar que era cómplice del secuestro de su amada esposa. ¿Qué haría Elmira en esos momentos? Decidió contenerse y seguir su consejo ante ese tipo de situaciones. Optó por el diálogo, aunque le supondría un enorme esfuerzo.
—Te mataría ahora mismo y puedes darte por despedida cuando Elmira vuelva a esta casa, pero si me llevas hasta ella, puede que no te denuncie.
—Le llevaría ahora mismo si pudiese, pero Heinrich merodea por la zona y puede darse cuenta.
—No me importa, porque si le vemos, lo mato y una escoria menos en este mundo. Lo que quiero es que me lleves ya.
—Si me lo permite, puedo distraerle, aquí le dejo la dirección y va usted solo. —dijo Florence mientras anotaba nerviosamente algo en una hoja.
—Está bien, pero te advierto, si algo sale mal, os mato a los dos. Y créeme que no me faltan ganas.
Florence salió del despacho con los nervios a flor de piel. Salió de la casa y acudió al encuentro de Heinrich. Por otro lado, Alfred decidió ir al lugar donde tenían secuestrada a Elmira. En los dos días que llevaba desaparecida, había movilizado a la policía y a sus conocidos del ejército, pero decidió rescatarla en solitario, sin policías para evitar pasos en falso. Florence, por otra parte, tenía otro plan para distraer a Heinrich.
—Florian, se me ha ocurrido un plan brillante. Alfred ha salido a buscar a esa zorra y a las niñas se las han llevado a Surrey. No hay nadie en la casa. ¿Qué te parece si entras y lo hacemos en su cama? Estoy tan mojada y me excita muchísimo hacerlo en su cama. Llevo mucho tiempo pensando en ello. —ronroneó Florence, besando apasionadamente a Heinrich en el cuello. Cuando estaban en lugares públicos, lo llamaba por su nombre falso.
Heinrich la miró con el mismo deseo. Sí, sería tentador y excitante follarse a Florence en la cama de esos dos cerdos mientras sufrían. A veces tenía muy buenas ideas y le gustaba cuando tomaba la iniciativa. Accedió y juntos fueron al dormitorio de Alfred y Elmira. Florence le había dado una copa de vino para relajar más el ambiente. Lo que Heinrich no sabía es que esta le puso un potente somnífero. El plan consistía en hacerle bajar la guardia —siempre estaba dispuesto a satisfacer sus deseos sexuales con ella, lo cual era una ventaja— y mientras tanto, dormirle y maniatarle. Lo siguiente era llamar a la policía y hacer que se lo llevaran detenido. Aunque la llamada tendría que esperar hasta que el matrimonio volviera a la casa, eso si el plan funcionaba. Rezó para que todo saliera bien mientras se acariciaba el vientre que todavía no había crecido.
Alfred no tardó en llegar al lugar donde tenían a Elmira retenida. Era un hostal de mala muerte, donde apenas se hospedaba gente. Florence le había dicho que había en la planta inferior un cuarto y allí estaba su esposa. Le hubiera gustado llamarla a gritos, pero no era prudente, así que bajó a la planta y localizó el cuarto. Al abrir la puerta, allí estaba Elmira. Pero no sola.
Una mujer que le resultaba familiar se encontraba con ella. La había desatado de la silla y quitado la ropa y procedía a lavarla. Alfred estuvo a punto de echarse a llorar. Su pobre tigresa parecía un cachorro malherido. En los dos días de su secuestro, el rostro de Elmira estaba demacrado y se la veía debilitada físicamente. Al ver las marcas en las muñecas sintió deseos de atar a Heinrich por el cuello y ahorcarle él mismo. La mujer que la lavaba, miró a Alfred con temor.
—Esta vez a mi hijo se le ha ido todo de las manos. Me dijo que solo quería volver y hablar civilizadamente, pero utilizó a Florence y cometer esta barbaridad. Si lo hubiera llegado a saber, esto no habría pasado. —dijo Hilde—. Al principio no podía verle, pero en la víspera de su ejecución, supe que no podía dejarle en la estacada y le salvé. No tenéis ni idea de lo que me arrepiento. Ya no tengo un hijo, sino un monstruo. Iba a sacarla yo ahora mismo, aprovechando que no estaban, pero gracias a Dios que has venido.
Alfred, haciendo caso omiso al discurso de Hilde, se acercó a las dos mujeres y le arrebató con violencia la toalla a Hilde. Cogió a Elmira en brazos y procedió a hacer lo mismo mientras pensaba qué le diría a aquella mujer. Al menos, tendría que darle las gracias por haberse atrevido a salvar a su mujer, aunque le costaba perdonarle que hubiera ayudado al desalmado de su hijo a escapar.
—Heinrich estará ahora en mi casa. Florence me dijo que lo distraería y nos ayudaría a detenerle. Elmira consiguió convencerla. —respondió Alfred.
—La ventaja es que esa chica es muy influenciable, así como un inconveniente. Elmira ha sido muy lista y ha sabido llevarla de su parte, pero mi hijo también supo engatusarla en Canadá. Esperemos que no se vuelvan las tornas otra vez y cumpla con su parte. No me lo perdonaría jamás.
—Eso podría haberlo pensado antes de sacar a su hijo de la cárcel.
—No sabes cómo me arrepiento y no podía soportar ver a Elmira en estas condiciones. Hizo tanto por nosotros después de la guerra... además, si no la sacamos, el bebé puede correr peligro.
—¿Qué bebé? —inquirió Alfred, alarmado.
—¿No lo sabías? Elmira está embarazada. No tendrá más de un par de meses, pero ya se le nota un poco. Cuando ya se ha estado varias veces embarazada, el vientre crece antes.
Un atisbo de felicidad comenzó a aparecer en el interior de Alfred. Otro bebé y a lo mejor sería ese niño que tanto deseaba. Pero recordó dónde se hallaba y se vio obligado a apartar sus pensamientos. Ya habría tiempo de celebraciones. Primero había que sacar a Elmira de allí. La levantó y salió de la habitación acompañado de Hilde. Allí le esperaba un coche y los tres se montaron. Elmira, que tras el tiempo que permaneció secuestrada se hallaba muy débil, no era muy consciente de lo que ocurría a su alrededor. Alfred la mantenía en sus brazos, acunándola y susurrándole palabras tiernas.
Cuando llegaron a la casa, les esperaba una Florence muy nerviosa. Cuando vio salir a Alfred con Elmira en brazos, suspiró de alivio. Su plan también había ido sobre ruedas. Hilde lanzó una mirada asesina a Florence e hizo lo que Alfred no había tenido el tino de hacer: abofetearla con todas sus fuerzas.
—Maldita zorra, mira lo que habéis estado a punto de hacer. Si algo le pasa al bebé de Elmira, jamás os lo perdonaré. —A Hilde nunca le había caído bien Florence y se le notaba.
—Pero ahora estoy de su lado. He conseguido dormir y atar a Heinrich. Solo queda llamar a la policía. ¿Lo he hecho bien?
—Pues ya puedes ir a llamarla. Y por tu vida, espero que lo hagas de verdad. —dijo Alfred, que no confiaba del todo aún en Florence.
Florence acudió a llamar y en pocos minutos apareció la policía. Al ver a la mujer desaparecida, se extrañaron, pero dejaron que se explicaran.
—Esta señorita, si se la puede llamar de alguna forma —contó Alfred señalando a Florence—,ha sido cómplice de un nazi prófugo de la justicia que fingió su muerte y secuestró a mi esposa durante dos días. Al nazi lo tenemos en mi dormitorio, sedado y atado, para evitar que se escapara. También pueden llevarse a esta mujer, faltaría más.
—¡No! Florence nos ha ayudado. ¿Acaso no te sirve? —Elmira se había despejado y situado, pero con el trajín de la policía, nadie lo advirtió. Alfred acudió enseguida a sus brazos. Solo quería protegerla y no separarse de ella.
—Elmira, querida, Florence ha sido tan cómplice como mi hijo y merece su castigo. —señaló Hilde.
—Todos cometemos errores y Florence ha recapacitado antes de hacer algo peor. Además, no lo hagáis por ella, sino por su bebé. —suplicó Elmira, que sentía verdadera lástima de la canadiense.
—Podríamos detenerla también, pero si sigue colaborando, puede que pasemos por alto su delito. —dijo uno de los policías.
—Por supuesto, lo diré todo. —afirmó Florence, que temía ir a la cárcel. Y procedió a contar todo. Hilde también contribuyó, a pesar de arriesgarse a su propia detención por ayudar a escapar a un criminal de guerra y fingir su muerte. Sin embargo, estaba dispuesta, si ello servía para expiar sus propios errores.
La policía detuvo a Heinrich, que ya estaba despierto y no paraba de proferir gritos e insultos en alemán mientras se lo llevaban. A Hilde también se la llevaron detenida, pero finalmente no se llevaron a Florence. Elmira agradeció que las niñas no estuvieran allí para presenciar aquello.
—Con su permiso, me voy. Ya no hay nada que hacer y entiendo que no me querrán aquí. —murmuró Florence un par de horas después de la detención.
—Creo que sería lo más adecuado. —dijo Alfred, pero se calló al ver la mirada censuradora de Elmira.
—Florence, a mí me gustaría que te quedases. Las niñas te quieren y sé que en el fondo no eres mala persona. Si no, no nos habrías ayudado. Además, imagino que no tienes a dónde ir. —afirmó Elmira, cogiéndole la mano.
—Podría volver a Quebec y trabajar en la granja de mi familia, aunque hablarán de mi por el bebé. Creo que es lo mejor. Tengo unos ahorros y podría irme en barco en unos días.
—De verdad, quiero que te quedes. Y no te preocupes por el bebé, yo te ayudaré si hace falta. Y a las niñas les gustará tener otro compañero de juegos.
—Elmira, piénsalo bien, no sé si es buena idea. Si te secuestró, podría hacerlo de nuevo. —señaló Alfred, que seguía desconfiando de ese repentino cambio de actitud.
—Alfred, Florence cometió un error y se enamoró del hombre equivocado. Yo también pasé por eso al principio —no me refiero a ti— y sé lo que es sentirse utilizada por alguien. Yo creo que es mejor darle una oportunidad.
—Está bien, puede quedarse, pero te lo advierto, a la mínima, la echo y puedes enfadarte todo lo que quieras. —claudicó Alfred, que sí confiaba en la sensatez de su mujer.
El juicio de Heinrich y Hilde fue más rápido y tuvo lugar apenas una semana después. Hilde fue deportada a Alemania y condenada a diez años de prisión por colaborar en la fuga de un asesino. Habrían sido más años de no ser porque ayudó a liberar a Elmira Bauer y porque Alfred y su mujer mediaron para conseguir una reducción. Heinrich, por la fuga, fingir su muerte y el secuestro, volvió a ser condenado a muerte, esa vez en Inglaterra. Para evitar otra fuga, fue ahorcado al día siguiente del juicio y el mismo Alfred se aseguró que esta vez sí se cumplía la sentencia, asistiendo a la ejecución. Ahora sí saldría todo bien, tenía ese pálpito. Al volver, Elmira y Florence le esperaban.
—Ahora sí que ha muerto. Ya no volverá a hacerte daño. —anunció Alfred mientras estrechaba a Elmira en sus brazos. Elmira se dejó abrazar. Los brazos de Alfred eran el lugar más seguro y hundió la cabeza en su cuello y lloró silenciosamente de alivio. Al notar su llanto, Alfred se aferró más a su esposa, acariciándole el pelo. Sabía que la reconfortaba.
Florence también se echó a llorar. Seguía sintiéndose culpable por el secuestro y también sentía lástima de la criatura que esperaba. El matrimonio la había perdonado, pero no dejaba de pensar en ello y por las noches apenas dormía. Al saber que Heinrich ya estaba muerto, decidió subir a su habitación y escribió unas líneas, contempló las vistas al jardín por última vez desde el balcón y no dudó en saltar.
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