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Capítulo 19

Londres, febrero-abril de 1950

Heike y Cillian finalmente se casaron en marzo. Pero no fue una ceremonia por todo lo alto. Ellos tampoco lo desearon así y las circunstancias les obligaron a casarse de manera más discreta. Al menos, Alfred y Elmira no se enfurecieron demasiado y no pusieron objeciones para la boda, pero el enfado les duró varios días.

Resultó que Heike estaba embarazada. A mediados de febrero notó que había tenido dos faltas en su periodo. Al principio, con la primera, creyó que se debía a los nervios y el estrés de sus estudios y la nueva relación con Cillian, pero a la segunda, sospechó que algo no andaba bien. Se lo contó a su madre, que la llevó a un doctor que acabó confirmando el embarazo. Ninguna de las dos podía creerlo, porque tras el malogrado parto de 1946 le dijeron que no podría volver a quedarse en estado. Era evidente que aquel médico de Alemania se había equivocado en tal pronóstico, pero no todo era positivo.

—Si tal y como ustedes me cuentan que aquel primer parto estuvo a punto de matarla, es probable que este tampoco sea muy fácil. La señorita aún es joven y no sabemos hasta qué punto su cuerpo podrá resistir el embarazo y parto sin graves secuelas tras los antecedentes. Le recomendaría reposo y una buena alimentación. Y manténganme informado. —sentenció el médico con actitud pasiva. No era el primer embarazo adolescente al que se enfrentaba y ya había visto de todo y en esos tiempos parecían ser más frecuentes.

Pero Elmira no estaba tranquila. Recordaba el sufrimiento su hija aquel día y temía que aquella vez fuera fatal. No quiso decirle nada a Alfred para no preocuparle, aunque lo que más temía era la reacción de este cuando se enterase. Pero no pudo ocultarlo más que unos días, porque Alfred notaba su nerviosismo. Una noche decidió asediarla en la cama después de hacer el amor.

—Dime qué te inquieta estos días —ronroneaba Alfred rodeándola y besándola en el cuello, sabiendo que aquello la volvía loca y la relajaba—. No paro de ver que algo te pasa y me preocupa mucho. ¿No estarás de nuevo embarazada?

—No, esta vez no soy yo. Alfred, prométeme que no te vas a enfadar. —susurró Elmira con lágrimas en los ojos y le contó la visita al médico con Heike. No esperaba que Alfred saliera de la cama desnudo, dispuesto a asesinar a Cillian. Tuvo que detenerlo.

—Será desgraciado. Mira que le dije que tuviera cuidado con ella. Suéltame, voy a matarlo.

—Pues vístete al menos. Si vas a matarlo, al menos lleva algo de ropa.

Alfred se refrenó de repente al darse cuenta de que no llevaba nada y se puso su ropa de cama. Elmira le preparó un té y le prohibió salir del dormitorio. Era más prudente obedecer a aquella tigresa y Alfred se sometió al poder relajante de la bebida y las caricias de Elmira, que lo recostó junto a su regazo y le acariciaba el pelo, como si se tratara de un animalito pequeño e indefenso.

—Alfred, pensaba que esto no pasaría, pero ya ves. Pero no puedes culparles. Nosotros al fin y al cabo hemos permitido que llegaran a esta situación. Y créeme que ir y recriminárselo no es lo apropiado. Él todavía no lo sabe y Heike está muy asustada. —afirmó Elmira con la voz más suave que le salió. Jugaba con sus tonos de voz en función del estado de ánimo de Alfred y comprobaba con satisfacción el efecto que hacía en él.

—Pero no podrás negar que son unos inconscientes. Existe una cosa que el inepto de Cillian podría haberse puesto y evitar todo esto. —contestó Alfred con brusquedad, por primera vez inmune a los encantos vocales de su esposa.

—Te recuerdo que nosotros tampoco tomamos ninguna precaución y de ahí nació Fainka.

—No es lo mismo. Además, ahora estamos casados y formamos un hogar sostenible. Y ellos no tienen nada, salvo nuestro techo y protección. Heike está estudiando y Cillian trabaja en lo que encuentra. No tiene grandes aspiraciones.

—¿Seguro? Ni siquiera nosotros estábamos involucrados sentimentalmente. Solo aliviábamos el deseo que nos teníamos el uno al otro. Y ellos quieren casarse. Heike me confesó esta tarde que Cillian le pidió matrimonio el mes pasado. No me puedo creer, Alfred, que a veces olvides que nos parecemos a ellos más de lo que piensas. No esperaba esto de ti, en serio.

—¿Y qué demonios esperas de mí? ¿Que los abrace y felicite por esperar un hijo sin perspectivas de futuro? —estalló Alfred—. ¿Es que no te das cuenta que esta vez se han pasado de la raya? Y tienen que darse cuenta de una maldita vez de que la vida no es fácil. Es increíble lo fácil que consientes los descuidos de una hija que ni siquiera es tuya. Si nuestras propias hijas hicieran lo mismo, ¿se lo permitirías? Porque te aseguro que yo no voy a dejar que ellas sean tan irresponsables y...

—Y, ¿qué? —bramó Elmira, haciendo amago de abofetear a Alfred. Las fuertes manos de este la detuvieron—. No voy a permitir que hables así de Heike. No la habré parido, pero te juro que la quiero como si así fuera. No tienes derecho a calificarla de cualquiera, que es lo que ibas a decir. Yo, que me quedé embarazada aquella vez en Alemania, ¿también hubieras pensado lo mismo de mí? Ahora veo que sí.

Elmira se echó a llorar. Alfred, razonando en su interior lo que le había dicho su mujer, la rodeó con los brazos y la consoló besándola tiernamente en el rostro y secando sus lágrimas. Se sintió terriblemente culpable y prometió pensar mejor las cosas antes de decirlas. ¿Por qué siempre acababa metiendo la pata? Odiaba que Elmira se encontrara mal por su culpa. Hacerla feliz era su propósito vital y cada vez que la hacía llorar —que, por fortuna sucedía muy rara vez— era devastador para él.

—¿Recuerdas lo que te dije la primera vez que lo hicimos? Sabes perfectamente que lo mantengo. Pero tienes que entender que ellos, que han tenido más facilidad para ser responsables tienen que atenerse a las consecuencias. No lo podemos pasar por alto y ahora que están juntos, en ese aspecto es más fácil. Si yo hubiera sabido que estabas embarazada cuando me fui, te aseguro que no te habría dejado sola. Y todavía en aquellos días tú y yo teníamos y tenemos un hogar y una vida medianamente estables.

Elmira se volvió a aferrar a su marido, sin dejar de sollozar cuando alguien tocó la puerta. La abrió un Cillian visiblemente asustado.

—No he podido evitar oírlo todo. Sabéis que mi habitación está cerca de la vuestra. De verdad que no sabía nada y ojalá me hubiera enterado en otras circunstancias. Pero quiero deciros que no la voy a dejar en la estacada y pienso hacerme cargo del bebé. —dijo Cillian, sin dejar de tartamudear.

—Más te vale, porque si no, te mato. —afirmó Alfred con rabia contenida, más por haberlos interrumpido en aquel instante de ternura.

—Alfred, otra vez no. —dijo una Elmira ya más calmada—. Voy a llamar a Heike para arreglar todo esto.

Elmira volvió a los pocos minutos con una Heike somnolienta. La muchacha, al ver a los tres y la mirada sorprendida de Cillian, no puedo evitar romper ella misma a llorar. El irlandés se aproximó a ella y la estrechó en sus brazos, meciéndola suavemente.

—Querida, ¿por qué no me lo habías dicho? ¿es que pensabas que iba a abandonarte?

—Cillian, tenía tanto miedo de cómo reaccionarías. Pensé que te enfadarías.

—¿Enfadarme? Me has hecho la persona más feliz del mundo. Pensaba que no podríamos tener niños y resulta que sí. Esa felicidad no se puede comparar. Tendremos un niño nuestro de verdad.

—Bueno, ahora que parece que todo marcha bien, habría que organizar vuestro porvenir. Cillian tendrá que encontrar otro empleo y esta vez ir en serio y Heike por el momento tendrá que dejar de estudiar. Al menos, hasta que nazca el bebé. —interrumpió Alfred, cuyas habilidades diplomáticas no eran tan eficientes—. Eso sí, tendréis que casaros y en un futuro puede que Heike vuelva a sus estudios. Sería una lástima que una persona tan inteligente como ella los abandonara. Y, si ponéis de vuestra mano, os aseguro que seré el primero que os ayude y apoye.

Elmira no pudo evitar y le cogió la mano a su esposo. La bestia que había surgido en el interior del hombre más testarudo del mundo se refrenaba y razonaba. Cuando quería, pero mejor eso que nada.

—Nos casaremos mañana si hace falta —afirmó ansiosamente Cillian—. No hay nada en el mundo que desee más.

—No corras tanto, que tenemos que prepararlo todo. Una boda no es cosa de dos días. —Alfred olvidó que el y Elmira se habían casado justamente dos días después de volver de Alemania tras el juicio de Heinrich. El carraspeo de su esposa devolvió ese recuerdo a su memoria.

—Alfred, mamá, sabemos que hemos ido muy rápido y ya nos comprometimos. Nuestra intención era esperar un par de años como mínimo, pero debido al bebé que hay dentro de mí, creo que es mejor que nos casemos ya. En eso le doy la razón a Alfred. Puedo buscar un trabajo y así no depender de vosotros. No quiero ser una carga.

—No puedes trabajar en tu estado y más después de lo que dijo el doctor —afirmó Elmira—. Y no eres ninguna carga. Tienes unos padres y un novio que no te van a abandonar. Además, recuerda que quizás puedas volver a estudiar cuando el bebé crezca un poco. Y te ayudaré con él. Un bebé más no es nada y las niñas seguro que se alegrarán de tener otro compañero de juegos.

En ese mismo momento vinieron juntas Karola y Fainka, cogidas de la mano. Julia, que ya tenía un año, debía dormir plácidamente, porque no se la oía llorar. Fainka mostraba indignación y Karola lloriqueaba. Evidentemente, las dos no eran conscientes de las tribulaciones de los adultos y ellas mismas tenían las propias.

—Mamá, Karola dice que ha visto al monstruo de los dientes largos —balbuceó Fainka—. Me ha despertado y no me deja dormir. ¿Puedes decirle que no hay ningún monstruo? Me hace buscarlo y no lo veo.

A sus cuatro años recién cumplidos, Fainka era una niña muy espabilada y ya conseguía articular frases coherentes, lo cual era objeto de admiración de toda la familia. Elmira fue hacia donde estaban sus hijas y, colocándose a su nivel, rodeó a cada una con un brazo.

—Niñas, el monstruo se fue porque tiene miedo de las niñas valientes como Fainka, que cuando ha ido a buscarlo, huyó. Karola, tienes suerte de tener una hermana que ha espantado a ese monstruo. —dijo Elmira con dulzura dándole un beso a cada una de las niñas.

Fainka, al ver a Cillian, corrió a sus brazos. Adoraba al irlandés y más de una vez decía que de mayor quería casarse con él. Cillian cogió a la niña en brazos esta le dio un beso en la mejilla. Karola, celosa, también acudió a donde estaba su hermana, obligando al joven a usar el otro brazo para tener a las dos niñas.

—¿Para mi no hay besos? —preguntó Alfred, fingiéndose enfadado—. mis propias hijas no me quieren.

Las dos niñas bajaron entonces y acudieron a los brazos de su padre. Cuando se hallaban presentes, todos olvidaban sus problemas. Eran la alegría de la casa y todos se esforzaban para que no notasen nada anormal y creciesen felices. Alfred ya quería a Karola como si fuese su propia hija e incluso la había adoptado legalmente. La niña, que en unos meses cumpliría tres años, era la viva imagen de Elmira, mientras que Fainka era una versión en niña de su padre. En ese momento, se oyó a Julia llorar en su cuna y Elmira fue a ver qué le pasaba. Volvió poco después, con el bebé en brazos.

—Ahora que estamos todos. —terció Cillian—. Es el momento adecuado para decirles que pronto van a tener un amiguito o amiguita para jugar.

—¿Sí? —gritaron Fainka y Karola al unísono—. ¡Qué bien! ¿Y cuándo vendrá? ¿Puede ser mañana?

—En unos meses, tesoros. —respondió Heike. Y me ha dicho que tiene muchas ganas de venir, pero tendréis que ser pacientes.

Las dos ya estaban planeando qué juegos harían cuando llegase ese amiguito y cuando fuese aquello, Julia ya sería bastante grande para jugar con ellas. En la inocencia de su edad, solo tenían en mente jugar. Elmira muchas veces las envidiaba. Al menos, no tenían graves preocupaciones y crecían sanas y felices.

El 15 de marzo, justo el día que Heike cumplía diecisiete años, se realizó la boda. Vino un juez a la casa y con Alfred y Elmira como únicos testigos, los dos jóvenes por fin se unieron como marido y mujer. No podían estar más radiantes y Elmira, que se tenía por una mujer fuerte, no pudo evitar derramar alguna lágrima de alegría. Deseó que Bruno y Gustav, el padre y hermano de Heike hubieran estado presentes. Estarían tan orgullosos como lo estaba ella.

Alfred, que estaba furioso con los dos al principio, reculó enseguida gracias a los consejos de Elmira y con el paso de los días apoyó a la pareja y la ayudaba en lo que necesitaban. Cillian encontró un empleo fijo con un sueldo medianamente decente, aunque no podía mudarse a otra casa con su esposa todavía. Heike mantenía reposo y estudiaba en casa con Elmira, para no olvidar sus conocimientos. Habían acordado que en cuanto el bebé fuera destetado, volvería al instituto e iría a la universidad. La perspectiva de una Heike universitaria llenaba de gozo y algo de envidia a Elmira, que ella misma no pudo asistir debido a las normativas del Reich, que relegaban a todas las mujeres que podían al cuidado doméstico. De haber permanecido en Rusia, al menos sí habría podido asistir. Un mes después del enlace, durante una de sus noches de pasión se sinceró con Alfred al respecto. Se acurrucó en sus brazos, pidiéndole mimos y caricias y le contó sus inquietudes.

—Y, ¿qué te hubiera gustado estudiar? —preguntaba Alfred acariciaba con ternura el pelo de Elmira y la besaba apasionadamente en la frente.

—Siempre quise ser profesora. Ya sabes que cuando puedo, doy clases y me encanta, pero me siento una farsante. No soy una profesora de verdad, con su diploma y todo. Pero ahora soy madre y esposa y ya no me puedo permitir esa frivolidad. Además, acabo de cumplir treinta años. Soy demasiado vieja para ir a la universidad. —suspiró Elmira, hundiéndose más en la calidez que le proporcionaba su esposo.

—Eso lo dices tú. Cuando yo estudié, había gente mucho mayor que yo. Nunca es tarde para ir. Cuando las niñas crezcan un poco, ¿por qué no vas tú también?

—¿En serio? —dijo Elmira, con el rostro iluminado. —¿no te importaría?

—Con tal de que mi dama de los ojos plateados sea feliz, no me importa que vaya incluso a la luna.

Elmira rompió a llorar. Últimamente estaba muy sensible. Y recordó que a Bruno también le gustaba llamarla así. Pobre Bruno, que nunca pudo ser feliz de verdad. Juró que, si algún día tenía un hijo varón, lo llamaría igual que él. Se abrazó a Alfred, que volvió a preguntarle qué le ocurría ahora.

—Lo siento, pero es que... estaba embarazada de un mes y medio más o menos y hace unos días perdí el bebé. A lo mejor habría sido un niño. No quería preocuparte y ahora que veo a Heike que cada mes está mas guapa y radiante, siento mucha pena.

—Oh, querida. Lo siento muchísimo, pero piensa que podremos tener más. Tendremos cien hijos si hace falta.

—Ya, pero es el segundo que pierdo y los dos me duelen en el alma. Aún me pregunto cómo sería aquella criatura que perdí en Alemania hace muchos años. —repuso Elmira, con gran tristeza.

Alfred volvió a abrazarla y consolarla hasta que se quedó dormida. Todavía no podía creerse que todos los días dormía y se despertaba junto a aquella maravillosa mujer. Al día siguiente, se levantó y contempló con decepción que Elmira ya estaba despierta. Normalmente solían hacer el amor por la mañana, lo que aumentaba esa sensación. Frustrado, se dejó caer de espaldas en la cama, cuando oyó abrir la puerta.

—Vaya, te has despertado antes de tiempo. —Elmira venía con una gran bandeja. Le había preparado ella misma el desayuno a Alfred.

—Pero, ¿a qué se debe esto? Nunca desayunamos en la cama. —inquirió Alfred con curiosidad.

—¡Qué mala cabeza tienes! —rio Elmira colocándose a horcajadas sobre él—. Feliz cumpleaños, mi amor.

Lo rodeó con sus brazos y lo besó apasionadamente. Al notar la erección de Alfred, se quitó el camisón, quedándose desnuda ante él, incrementando el deseo de su marido, que intentó desnudarse. Elmira lo retuvo besándole en el cuello. Aquello formaba parte de uno de sus juegos favoritos. Cuando no pudo resistirlo más, Alfred se quitó el pijama y ambos se abandonaron plenamente a la pasión. Elmira olvidó sus penas de la noche anterior y se entregó con placer a la tarea de satisfacer a su esposo.

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