Capítulo 17
Londres, agosto-septiembre de 1948/Navidad de 1949
Heinrich Becker fue llevado a prisión tras su detención. Debido a la gravedad de los crímenes de los que se le acusaban, no se tardó en fijar la fecha del juicio, que acaeció al mes siguiente. Una semana antes, fue deportado a Alemania para ser juzgado allí, no sin ciertas disputas entre la justicia británica y la alemana. Se le acusaba de haber sido el segundo a mando de Josef Kramer en los últimos meses de Bergen-Belsen, así como el responsable de violar y asesinar a varias mujeres y niñas. Una de esas mujeres, que emigró a Londres, lo reconoció un día en la fábrica y lo denunció a la policía. Otra también lo identificó, lo que ocasionó que los agentes hicieran un seguimiento de varias semanas, hasta el día que intentó asesinar a Alfred Pierrepoint.
Elmira y Alfred habían viajado a Alemania para asistir al juicio. Heike se negó a ir con ellos, así que ella y Cillian se quedaron al cuidado de los bebés. Los dos querían comprobar de primera mano si por fin hallarían la felicidad que tanto ansiaban, si Heinrich quedaba eliminado de la escena por sus presuntos crímenes. Eso todavía quedaba por demostrar. Por otro lado, Alfred había dejado unos temas pendientes en Alemania antes de su accidente y deseaba ponerlos en orden.
El 17 de agosto fue el día señalado y el lugar fue el mismo donde ajusticiaron a Kramer y a otros cómplices, en Lüneberg. Heinrich parecía un guiñapo sentado en el banquillo. Cuando se le llamó a declarar, afirmó rotundamente que todo se debía a un malentendido y se proclamaba inocente de todos los crímenes. Cuando llamaron a una de sus víctimas, el juicio resultó devastador para todos los presentes.
—Este ser, nos llamó a mi y a mi hija a su despacho un día. Violó a mi hija en mi presencia y luego le disparó. La niña no tenía ni doce años. No me hizo nada porque quería que lo viese todo. Tenía a dos hombres sujetándome por los ojos y el cuerpo para que no quitase la vista. —articuló como pudo la mujer, sin poder contener el llanto.
—Les juro a todos que eso es una sucia mentira. —clamó Heinrich—. ¿Cómo iba a matar a mujeres judías si yo mismo estuve casado con una?
—Cállese, no tiene la palabra. —señaló el juez con firmeza.
Hilde, la madre de Heinrich, también fue llamada a declarar. Había tenido que volver de Canadá para asistir al juicio. El propio Alfred le pagó un billete de avión para que pudiera llegar lo antes posible. Su propia declaración fue crucial para la sentencia.
—Les puedo asegurar que mi hijo amaba a su primera esposa con locura. De eso no cabía duda. Y es cierto que le obligaron a divorciarse de ella ingresando en la Wermacht. Era eso o la muerte. Pero tiempo después empecé a notar que algo raro le sucedía. No miraba igual a los judíos como antes y me dijo que encontró trabajo como asistente en una cárcel de esta región. Pero no me quiso decir en cuál de ellas. Pero todo encaja ahora mismo. Cuando volví de Berlín huyendo de los rusos, me llevó a una cabaña donde estaba quemando documentos y parte de su indumentaria militar. Siempre me decía que era para que no lo acusaran, que él era buena gente y que a ellos no les importaba todo eso. Y que mientras estaba en esa cárcel, buscaba desesperadamente a Mila. Cuando fuimos a la casa de Elmira Bauer, no esperábamos que estuvieran allí los británicos. Se asustó cuando los vio allí. Pero ya no teníamos a dónde ir y con Liese Kerner hacía años que no hablaba. Fue nuestro último recurso. —Hilde se hallaba visiblemente abatida. Tampoco podía creerse que su hijo pudiera ser un asesino.
—El acusado nos contó que su esposa estaba en esa casa escondida el día que acudieron allí. ¿Cuál fue su reacción? —preguntó el fiscal.
—Era como esos reencuentros de las novelas románticas. Si los hubiese visto, estaban radiantes de felicidad... hasta que ese soldado inglés que murió no hace mucho la mató. Cuando me mandó a Canadá ya intuí que algo había cambiado para siempre en él. Se empeñó tanto en que me fuera yo sola. Había dinero para los dos y no sé por qué mintió sobre aquello a Elmira Bauer... —Hilde se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.
Elmira comenzó a hiperventilar. Ya sospechaba que algo raro ocurría cuando Heinrich se mostró vehemente en que su madre se marchara sola. Cuando ella se fue con Bruno y Gustav creyó verle una sombra de furia en su cara, pero lo achacó a sus propias imaginaciones y creyó que estaba triste por tener que volver a vivir solo. Alfred, al advertir su estado, le tomó la mano y se la acarició para calmarla.
Heinrich, al ver entre los asistentes a los dos, no pudo evitarlo, saltó del estrado y se abalanzó sobre ellos en una mezcla de inglés y alemán.
—¿Hasta aquí habéis venido a regodearos de vuestro amor? Vais a pagar muy caro todo. Ni te imaginas la cara que ponían las madres de esas putas cuando me las follaba y las mataba. Sí, lo hice, ¿y qué? Volvería a hacerlo si pudiese.
En ese momento, Heinrich volvió a su lucidez. Se había delatado allí mismo y demostrado que él era culpable. Los guardias lo retuvieron y llevaron al banquillo, esta vez esposado. El juez ya tenía su veredicto.
—Heinrich Becker, en vista de las declaraciones vertidas en su contra y en la que acaba de hacer usted, no me queda más remedio que declararle culpable de crímenes contra la humanidad, debido a que las víctimas eran judías y hallarse privadas de su libertad en condiciones inhumanas. Su castigo es la pena capital, que será aplicada de aquí a un mes. Se levanta la sesión.
Hilde se acercó a dónde estaba su hijo. Heinrich intentó decirle algo, pero esta le escupió y abofeteó. Uno de los guardias amenazó con arrestarla también, pero Hilde se alejó sin decir más. Para ella, su hijo acababa de morir en ese mismo instante. Dos días después de la sentencia, volvió a Canadá, con un gran dolor en el alma, pero sin mencionar nunca más la existencia de ese hijo.
Heinrich Becker fue ahorcado en Hamelín el 8 de septiembre de 1948, en una ejecución sin testigos y con la cara cubierta, así lo solicitó. Como había hecho ya con otros, fue Albert Pierrepoint quien le metió la soga al cuello. Mientras a Heinrich se le rompía el cuello, Alfred y Elmira ya estaban en el avión de vuelta a Londres. Los asuntos de Alfred les llevaron más tiempo del que esperaban y tuvieron que quedarse más días en Alemania. Elmira creía que ese día iba a ser el más feliz de su vida, al menos en el sentido de que sería libre por fin, sin ataduras. Pero no sintió nada. Solo tristeza. A pesar de todo, Heinrich era el padre de Karola. Su pobre bebé era la hija de un asesino nazi. Pero, ¿qué culpa tenía ella? Y, sobre todo, ¿cómo se lo diría algún día?
Mientras Elmira y Alfred permanecían en Alemania, Heike y Cillian cuidaban de las dos niñas con la ayuda de la señora Martin, que se había instalado en la casa de Alfred para ayudar a aquellos dos jóvenes. La amistad entre los dos jóvenes se afianzaba más y Cillian ya mostraba ciertos sentimientos por la joven. Tenía ya quince años, pero pensaba y actuaba como una mujer. Aquello le atraía sobremanera al irlandés y admiraba su capacidad resiliente. Pero no se atrevió a dar un paso al frente, en parte debido a la diferencia de edad. Él tenía veintidós y se consideraba todo un hombre hecho y derecho. Le parecía una aberración siquiera pensar en involucrarse románticamente con una niña -que no lo parecía tanto-, por muy madura que se mostrase. Por otro lado, Alfred le había contado un día todo lo que le había pasado a Heike un día que este advirtió cómo la miraba. Esperaría un par de años para ver si surgía algo y, si no, buscaría a otra.
Para consolarse, Cillian buscaba contacto carnal con Nicola, una compatriota suya. No la amaba, pero mientras yacía con ella olvidaba a aquella alemana de trenzas rubias que cada día le robaba el pensamiento y no le respondía. La propia Nicola, que conocía a Heike, intuía los sentimientos de este y se alegraba en secreto. Empezaba a sentir algo por él y agradeció la caballerosidad de Cillian que le impedía lanzarse a los brazos de Heike. Y, sobre todo, que esta no sintiera nada más que una sincera amistad.
No obstante, Heike sí sentía amor, o lo más parecido a eso por Cillian, pero se guardaba de no mostrarlo. Sumida en sus propias tribulaciones, no fue capaz de advertir que este la correspondía. No se atrevía a decirle que lo quería. Sentía unos celos terribles de la guapa irlandesa con la que salía muchas noches, pero veía normal que prefiriera su compañía a la de ella.
—Tienen la misma edad y yo no soy más que una cría. —se lamentó Heike una tarde de octubre a Elmira. No tenía secretos con ella y era imposible engañar a su pequeña, pero imponente madre. Ya era más alta que ella.
—Cariño, tienes que ser paciente y esperar unos años. Estoy segura de que le gustas a él. —dijo Elmira, sobándose su incipiente barriga.
—Sí, seguro. Todas las noches sale con esa idiota de Nicola. —bufó la joven, indignada.
Elmira rio por lo bajo. A veces olvidaba que Heike era demasiado joven para adivinar sentimientos y actitudes románticas en la vida real. Una cosa era las novelas que leía y otra el mundo en el que se encontraban. Ya llegaría el tiempo en que se diera cuenta y surgiera algo de verdad entre ellos dos. Sabía que Cillian la haría feliz de verdad. Como Alfred había hecho con ella. Dos días después de volver a Londres, se casaron por fin en una ceremonia discreta, con Heike, Cillian y la señora Martin como testigos. Olvidando su embarazo, pasaron una noche de bodas inolvidable, celebrando por fin que estaban juntos para siempre. Elmira se sonrojaba cada vez que recordaba los detalles de aquella noche y más cuando al día siguiente, Cillian los observaba con una sonrisa pícara. Cuando naciera el bebé, irían todos juntos de viaje.
El mismo día de Año Nuevo de 1949, Elmira dio a luz a Julia. El parto se adelantó un poco antes de tiempo, pero por suerte, la niña nació sana y fuerte. La familia lo vio como una buena señal, sobre todo Alfred. Fainka y Karola estaban contentas con tener otra hermanita y a veces incluso se peleaban para jugar con ella, aunque sus padres razonaban con que era demasiado pequeña para sus juegos. Se tenían que conformar con darle besos y abrazos y se iban a jugar con Heike, que siempre estaba dispuesta a recibirlas. Era su hermana mayor.
Heike estaba en el instituto y estudiaba con ahínco. Tenía decidido estudiar en la universidad y se esforzaba. Por suerte, sacaba buenas notas y todos hablaban de su progreso con un gran orgullo. Deseaba seguir los pasos de Alfred y hacer medicina. Lo consideraba su mayor ejemplo a seguir, después de su madre. Cillian la ayudaba con algunas tareas y la felicitaba cada vez que anunciaba un nuevo aprobado, lo cual era un bálsamo para ella y más que por fin había dejado de ver a Nicola.
Los meses pasaban rápido y ya era Navidad. Heike leía un libro bajo un muérdago y no notó que alguien se acercaba, totalmente absorta en la lectura.
—¿Qué lees? —preguntó Cillian O'Leary. Heike le mostró el libro, sin levantar la vista de sus páginas. Cillian no pudo evitar reír—. ¿Cuántas veces habrás leído Canción de Navidad?
—Las veces que hagan falta. Además, ahora es el mejor momento para leerlo. —respondió Heike, burlona.
—¿A que no sabes una tradición de Navidad en este país? Y estamos justo en el sitio adecuado.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, estamos debajo de un muérdago y... —titubeó Cillian y se sentó frotándose el cuello por detrás.
Heike en realidad sí sabía a qué se refería. Aprovechando la situación, se acercó más a Cillian y lo besó. Fue un beso rápido, apenas un roce en los labios, pero era ahora o nunca. El irlandés la observó, sorprendido.
—Lo siento, Cillian, de veras. He sentido el impulso. Perdóname. No volverá a pasar.
—Yo lo siento... si no vuelve a pasar. —respondió Cillian y le devolvió el beso. Esta vez uno de verdad y más apasionado. No importaba ya la diferencia de edad y nadie iba a morirse porque se besaran y más si nadie les veía. Cuando acabaron, Heike se acurrucó bajo los brazos de Cillian, que la recibieron tiernamente.
—Siempre te he querido, Heike. Incluso cuando estábamos en Alemania empecé a sentir algo por ti. Algo me decía que tú y yo estábamos destinados y ahora se ha confirmado.
—¿Siempre? ¿Y qué hay de Nicola?
—Nicola nunca ha significado nada. Solo era para consolarme mientras te esperaba.
—Menudo romántico estás tú hecho. Pero ya no importa. Pero tú ya eres un hombre y yo solo tengo dieciséis años. No puedo darte aún lo que buscas. —Heike también era muy directa con Cillian.
—Lo sé, mi amor. Y esperaré más. No quiero hacer nada que tú no quieras. —afirmó Cillian, volviendo a besarla. Aquel beso hizo que Heike sintiera algo en su interior que nunca había sentido. Un ardor y una desazón que solo él podía aliviar. Las contradicciones existían. Cillian notó las mismas sensaciones. Recordó que Alfred y Elmira habían salido a dar un paseo con las niñas. Cogió a Heike en brazos y la llevó al dormitorio. Allí se abandonaron en besos y caricias, que cada vez eran más ardientes. Heike notaba la erección de Cillian y sentía un gran placer al rozarla entre sus piernas. Pero de repente, se paró.
—Cillian, no sé si voy a poder al final. Lo deseo mucho, pero no sé cómo llegar hasta el final. Además... no sería mi primera vez. —Heike rompió a llorar y le contó lo que le había hecho Thomas Holt hacía cuatro años. Alfred también le contó aquello a Cillian, así que la abrazó y la acunó entre sus brazos.
—Querida, lo que te hizo aquel monstruo no se puede considerar una primera vez. Te prometo que, si no quieres, no lo vamos a hacer.
Pero Heike, más calmada y haciendo gala de su resiliencia, volvió a besarle. No iba a permitir que aquel demonio la atormentara. De ninguna manera.
—Pero yo sí quiero. Pero tendrás que enseñarme a amar de verdad. Al menos, aunque sea hoy. No quiero morirme sin saber lo que es hacer el amor voluntariamente.
—Quedan muchos años para que te mueras y con mucho gusto te enseñaré. Además, sé cómo podemos tomar precauciones y así evitar un posible embarazo.
—No te preocupes, ya no puedo quedarme por culpa de ese desgraciado. Pero no hablemos más de él. No se merece ni un solo segundo de nuestros pensamientos. —sentenció Heike desabrochándole la camisa y besándole torpemente en el cuello.
—En eso estamos de acuerdo —ronroneó Cillian y recostó a la joven boca arriba, dispuesto a descubrirle un nuevo mundo. Un mundo al que solo pertenecían ellos dos y nadie más. Con mucha delicadeza, desvistió a Heike, empezando por quitarle el liguero. El simple roce de sus dedos en sus muslos la hizo suspirar de placer y no paró mientras le quitaba el resto de su ropa. Pero no estaba preparada para lo que vino más tarde. Cuando Cillian se desnudó, Heike creyó enloquecer de deseo. Al ver el pene erecto, se asustó al principio, pero enseguida tuvo el anhelo de tocar aquel miembro, pero dudó. Cillian se le adelantó y, anticipándose, condujo su mano hacia él. Estaba duro y muy caliente. El joven le indicó cómo tocarle y ella obedeció gustosa, haciendo gemir a este. A Cillian le hubiera gustado que se lo hubiera llevado a la boca, pero decidió ir poco a poco con ella. Más tarde, la recostó boca arriba y la cubrió de besos y caricias. Cuando sus dedos fueron hacia su entrepierna, Heike soltó un grito de sorpresa. Creyó que se moriría allí mismo cuando empezó a acariciar el epicentro de su excitación.
—No pares, por favor, no puedes dejarme así. —gimió Heike cuando Cillian interrumpió momentáneamente. Deseaba mucho más. Cillian volvió a su tarea y el orgasmo asaltó a Heike como un terremoto. Entonces, Cillian la penetró. Empezó con embestidas suaves, porque, aunque Heike no era virgen técnicamente, tenía que ser delicado con ella. La muchacha al principio sintió una leve presión, pero conforme se intensificaba, el placer aumentaba. No era exactamente igual como cuando la había acariciado, pero le encantaba. Le abrazó con sus piernas, obligándole a empujar hacia ella. Cillian, visiblemente excitado ante tal iniciativa, perdió el control y embistió con más fuerza.
Heike, que había espiado una noche a Elmira y Alfred haciendo el amor, tuvo una idea. Con un gran impulso, logró que Cillian quedara boca arriba y ella a horcajadas sobre él, pero la maniobra hizo que este saliera de su interior. Esta vez, colocó su sexo entre el de él y empezó a frotarse, sintiéndose poderosa. No imaginó que volvería a tener otro orgasmo. Pero no paró allí. Aun jadeando, se introdujo de nuevo dentro de Cillian, como había visto aquella noche a Elmira y comenzó a cabalgar lentamente. No era tan fácil como parecía y se sintió un poco defraudada. El irlandés aprovechaba para acariciarla y guiarla con su mano más experta, impulsándola a veces. Cuando Heike cogió el truco, sintió de nuevo el deleite del acto. Notarle dentro de ella ya fue lo que terminó de superarla y culminó. Cillian volvió a colocarla debajo de él y siguió penetrándola hasta que él mismo alcanzó el clímax, derramando su simiente dentro de ella.
Al acabar, ambos estaban agotados, pero satisfechos de la experiencia. Se abrazaron y permanecieron allí, pensando en lo que había ocurrido. Heike se acurrucó en los brazos de Cillian y se quedó dormida. Era maravilloso tenerla allí con él y saber que ambos se pertenecían. No cabía duda de que se encontraba ante la persona a la que más amaba. A punto de quedarse él dormido, oyó unos sonidos infantiles que ya le eran familiares. Alfred y Elmira volvían de su paseo con las niñas, que reían y gritaban. Con gran pesar, dejó que Heike siguiera durmiendo, la tapó con la manta y, cogiendo sus propias prendas, abandonó a toda prisa el dormitorio. Ya tendría tiempo de explicarle muchas cosas. Pero ahora mismo no era el momento y no les convenía ser descubiertos.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro