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Capítulo 16

Londres, julio de 1948

El escándalo fue menor de lo imaginado. A nadie le asombró que Elmira abandonara a aquel hombre que la maltrataba cada día. La señora Martin, que acudía a visitarla una vez por semana a tomar el té admitió que debería haberlo hecho mucho antes y no haber dejado que le pusiera siquiera la mano encima la primera vez. Había sido sufragista y conocía de primera mano los malos tratos de su marido, que intentó matarla al volver de una manifestación. Su suerte fue que la Gran Guerra se lo llevara por delante. Y así lo decía, sin inmutarse ni sentirse culpable. La feminista que residía en su interior la hacía solidarizarse con las mujeres maltratadas, que eran muchas más de las que aparentaban.

—No te puedo culpar por ello, nadie sabe hasta qué punto puede llegar a ser un hombre —sentenció, bebiéndose su té de un solo sorbo—. Pero conociendo tu carácter, me parecía increíble que aguantases. No paraba de pensar, «menuda tonta es esta mujer, con lo inteligente que es y aguantando a ese energúmeno»

—Me habría ido cuando nació Karola, pero es tan pequeña y creía que necesitaba estar cerca de su padre, a pesar de todo. —suspiraba Elmira con pesar.

Sin embargo, era vox populi que Elmira Bauer y Alfred Pierrepoint mantenían una relación sentimental y se les podía ver por las calles de Londres cogidos de la mano. No cabía duda de que estaban enamorados, pero no olvidaban que Elmira era una mujer casada y, pese a todo, adúltera. El adulterio de Heinrich también salió a la luz, pero, injustamente, el peso cayó sobre la pobre mujer, que cuando iba sola las miradas reprobatorias eran más frecuentes. La sociedad avanzaba y cada vez se miraba menos tal cosa, pero los más conservadores miraban hacia otro lado cuando la veían pasar. Muchos no la conocían personalmente, pero sí las habladurías. A los dos les daba igual lo que dijera la gente. Por fin podían estar juntos y eran felices.

Alfred tenía clavado en el alma la pérdida de sus gemelas años atrás —sobrevivir a los hijos es lo peor que le puede pasar a un padre—, pero había hallado una nueva felicidad tras conocer a la pequeña Fainka. No le importaba si era niña o niño, lo importante era continuar el legado. Y había acogido a la pequeña Karola como otra hija más. Esa niña no tenía la culpa de las malas decisiones de sus padres. Heike se hallaba más sosegada desde que huyeron de la casa de Heinrich. Pudo ir al instituto y mejorar más su inglés, con la ayuda de Cillian, a quien ya consideraba su mejor amigo.

Elmira, que tuvo que dejar la fábrica decidió, por propia inicativa, abrir una pequeña academia y enseñar inglés a los alemanes y rusos exiliados. No quería depender económicamente de Alfred y, para su sorpresa, este aprobó su proyecto. La academia en un principio no fue bien, debido principalmente a los rumores, pero cuando alguien conocía a Elmira, veía a una mujer decidida y una profesora competente. Para mediados de 1948, ya era un pequeño éxito.

Solo había una pequeña cosa que nublaba su felicidad. Heinrich seguía sin dar su brazo a torcer y no le concedía el divorcio a Elmira. No importaba que hubiera dejado embarazada a una de sus amantes, una joven de apenas dieciséis años y los hermanos de esta le dieran una paliza un buen día, no estaba dispuesto a dejar que la zorra bolchevique, como ya la llamaba, se fuera de rositas. No podía dejar de verlos tan felices, mientras él cada día estaba más amargado. Se desentendió de la muchacha, que dio a luz a un niño que murió a los pocos días de nacer, tras lo cual volvió a la casa familiar con el rabo entre las piernas. Encontró en el alcohol y en el recuerdo de Mila un gran consuelo. Ojalá no hubiera muerto, rumiaba constantemente. Era la mujer más pura e inocente del mundo. El resto, unas putas, incluso su hermana, que dejó de dirigirle la palabra cuando se enteró de todo el asunto. 

Pero la puta más grande de todas, Elmira Bauer pagaría muy cara su humillación y acabaría volviendo a él. Pero, ¿cómo? Un buen día estaba sentado frente a la National Gallery, dando buena cuenta de una botella de whisky, cuando vio a Alfred Pierrepoint saliendo de ella. Decidió seguirlo. Mientras iba detrás de él, algo le vino a la mente. ¿Y si mataba a aquel desgraciado? Él era el principal rescoldo en su matrimonio y sin él, a Elmira no le quedaría más remedio que volver. Todo sería como antes.

Alfred, que había notado que alguien le seguía, se volvió y lo vio. Ya le causó una mala impresión en 1945 y el tiempo y la memora le acabaron dando la razón. Supo enseguida para qué estaba ese alemán infeliz allí y levantó las manos, con actitud pasiva. Estaban en un callejón sin salida, donde no pasaba gente en ese momento. El mismo Alfred decidió desviarse ahí para comprobar que Heinrich le estaba siguiendo. 

—Ahora es tu momento. Si vas a matarme, hazlo ya. —dijo Alfred con calma. 

Heinrich no tenía una pistola a mano, pero cayó en la cuenta de su botella de whisky. Levantó el brazo y se dispuso a golpearle con ella. Al encontrarse ya en estado de embriaguez, falló. Alfred había intuido el movimiento y, con una llave, lo esquivó y lo agarró de los brazos. Le quitó la botella y la rompió en dos. Apuntó con las puntas a Heinrich. Este empezó a gemir y a chillar como un cerdo en el matadero.

—Si creías que iba a dejarme matar, estabas equivocado. Pero ahora sí puedo yo matarte y nadie lo lamentaría. Lo que le has hecho a Elmira es imperdonable y juro que, si de mi depende, pagarás por ello. ¿Por qué no le concedes el maldito divorcio? Es evidente que no la amas, ni ella a ti tampoco.

—Jamás. Antes muerto que divorciado de esa zorra. Además, ¿qué más te da? Si ya te la estás follando igual. No hace falta casarse para ello.

Alfred clavó brevemente la punta en el cuello de Heinrich. Un hilillo de sangre manó y Heinrich chilló más.

—Te lo digo otra vez. Dale el divorcio y no te pasará nada. Juro que te mataré si no la dejas en paz.

—Pues mátame. Estás deseándolo tanto como yo de matarte a ti.

—Entonces, ¿por qué sigues empeñado en no dárselo? Podrías casarte con otra mujer que te quisiera. Aunque imagino que nadie querría, conociéndote.

—Por encima de mi puto cadáver. Saber que sufre por no casarse contigo me da motivos para seguir viviendo.

Alfred le propinó un puñetazo y lo dejó en el suelo. Iba a irse y dejarlo allí, pero algo le hizo detenerse. Lo levantó del suelo y decidió invitarlo a una cerveza. ¿Qué estaba pasando? Hacía apenas unos minutos lo estaba apuntando con una botella rota y ahora lo llevaba a una taberna. Pensó que, si hablaba en un ambiente más distendido entre hombres, habría una pequeña posibilidad de que este claudicase. Heinrich, no sin cierto orgullo, aceptó la invitación. Deseaba otro trago con más insistencia que nunca, no importaba quién lo sufragara. Cada vez tenía menos recursos, ya que había sido despedido de la fábrica hacía pocos días.

Allí, los dos hombres hablaron, de forma inesperada, más distendidamente. Alfred descubrió un alma más atormentada que la suya, aunque no justificaba el trato profesado a Elmira. Podía entender que la desease. ¿Acaso él mismo no la había deseado con la misma intensidad cuando llegó a Celle? Heinrich le habló de Mila y cómo el Reich y la guerra destruyeron su matrimonio y cómo la había matado Thomas Holt a los pocos días de haberla recuperado. Rompió a llorar desconsolado al rememorar aquel fatídico día. Desde entonces, no era el mismo. Cuando Elmira le correspondió, tuvo una ligera esperanza de recuperarse, pero la rusa construyó un muro con su recuerdo y él no era capaz de atravesarlo. Ese muro acabó destruyendo su mente. Hasta ese día. Tras toda la confesión, Alfred tuvo una idea. Robert Holt, que era un hombre más sensato que él, siempre le recomendaba agotar la línea de diálogo y, por primera vez en su vida, decidió hacerle caso.

—No voy a denunciarte por haber intentado matarme —afirmó—. Pero esto no puede seguir así. Deberías divorciarte de Elmira cuanto antes y pasar página. Tal vez ese muro se derribe. Si cada uno puede seguir con sus vidas sin obstáculos, es mejor. Créeme, sé de lo que hablo.

—En otras circunstancias, se lo habría dado, pero mi orgullo me lo impide. Además, tenemos una hija en común, ¿o se te ha olvidado?

—Yo también tengo una hija con ella, que nació antes que la tuya.

—Sí, pero lleva mi apellido. A efectos legales, es mía también. Está decidido, no voy a darle el divorcio. Tendrás que lidiar con ello. —se levantó y se fue, pero justamente entraban dos policías y le pararon.

—¿Es usted Heinrich Becker? —preguntó uno de ellos.

—Sí, ¿qué pasa? —preguntó este, nervioso.

—Verá, queda usted detenido por crímenes contra la humanidad. Creemos que es usted uno de los hombres que ayudó a Josef Kramer en Bergen-Belsen. Varias personas lo han identificado aquí y han interpuesto una denuncia contra usted. Por supuesto, tiene derecho a un abogado. 

Los dos policías esposaron a Heinrich y se lo llevaron. Este apenas puso resistencia, debido a su borrachera. Alfred no podía creerse aquel giro inesperado. ¿El tal Heinrich, que hace unos instantes había llorado el recuerdo de su amada esposa judía, acusado de matar a miles de ellos? Era imposible. O igual Heinrich les había mentido a todos y era otro nazi de mierda más. Pero Mila sí había existido y él vio con sus propios ojos la alegría que le inundaron los ojos cuando se reencontró con ella en Celle. No sería la primera vez que veía algo similar. Sabía que estaban deteniendo a nazis que huían y los juzgaban. Muchos de ellos acababan en la horca debido a la magnitud de sus crímenes. Albert Pierrepoint, un tendero de Bradford con mucha precisión para ejecutar sentencias y con el que compartía apellido, aunque no guardaban ningún tipo de parentesco había ahorcado a muchos de ellos, incluso a Kramer y a una de las guardianas de ese campo cuya atención le llamó debido a su edad -veintidós años- y belleza. Irma Grese se llamaba aquella mujer. Como tuvo que asistir a su ejecución en Hamelín, no pudo dejar de pensar en cómo una joven que se hallaba apenas en la flor de la vida se consagró a lo peor que podía hacer un ser humano. Deseó que Heinrich fuera uno más. Si era verdad. Se merecía lo peor solo por haber maltratado a Elmira.

Tras el revuelo ocasionado en la taberna por la detención de Heinrich. Alfred volvió a la casa para contarle a Elmira todo. Pero esta se le adelantó y no le dejó hablar. Hacía días que deseaba contarle una cosa y no se armaba de valor. No sabía cómo reaccionaría y estaba asustada. Alfred, al notarla así, decidió que hablara ella primero.

—Alfred, tengo que contarte algo. Estoy embarazada. Hace tres meses que no tengo el período. Esto no puede seguir así. Tengo que marcharme de esta casa. ¿Qué dirá ahora la gente cuando sepa que vamos a tener un hijo en nuestra situación personal? Ya hablan de que vivimos juntos sin estar casados. —Elmira se echó a llorar.

Pero Alfred no iba a permitirlo. Y menos ahora que posiblemente Heinrich saldría de sus vidas. Tal vez para siempre. E iban a tener otro hijo. De ninguna manera se iba a ir. La abrazó y dejó que llorase. Cuando se calmó, la recostó contra él.

—No puedes irte y menos cuando vamos a tener otro bebé. Además, creo que muy pronto podremos ser felices para siempre.

—¿Cómo? Sigo casada con Heinrich y no va a divorciarse de mí. 

—A propósito de Heinrich, ¿qué sabes de él? No ahora, desde que estás casada, sino cuando vivíais en Alemania durante los años de Hitler. Me dijiste que se unió al ejército para evitar que lo mataran, ¿verdad?

—No quiero hablar de él ahora mismo. —Elmira se acurrucó más contra Alfred y lo miró con ojos de corderito, esperando aplacarle. Por primera vez, Alfred no se dejó llevar por aquella mirada. Tenía que encajar algunas piezas.

—Tú no, pero yo sí. Cuanto antes me digas, antes acabamos. —terció Alfred, un poco harto.

—¿A qué se debe ese empeño por hablar de él? ¿Es que ha pasado algo?

Entonces Alfred le contó el episodio del intento de asesinato y su posterior detención. Elmira no le creyó. ¿Cómo iba Heinrich a contribuir en el exterminio de judíos, si el amor de su vida era una mujer judía? No podía ser.

—No sería la primera vez que ocurre. Ahora mismo está preso y, seguramente a espera del juicio. Por lo poco que he visto, varias personas lo han identificado. Habrá que esperar a que declaren.

Elmira se abrazó a él y volvió a llorar. ¿Por qué se complicaba todo? Ahora resultaba que el padre de su segunda hija podía ser un criminal. ¿Cómo le diría algún día a esa criatura cómo era su padre en realidad? Y eso si se confirmaba. Ya intuía algunas lagunas sobre su vida en el frente, pero, ¿era posible? Conociendo a Heinrich, puede que su resentimiento no se debiese solo a la muerte de Mila, sino a haber matado a miles de personas y el peso de esas muertes cargasen en su conciencia. Solo el día del juicio se desvelaría todo.

Alfred la mantuvo abrazada hasta que se quedó dormida. Con delicadeza, la llevó al dormitorio que compartían y se acostó junto a ella hasta que él mismo se quedó dormido. 

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