Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 14

Londres, agosto de 1947

Alfred Pierrepoint no solo estaba vivo en el corazón de Elmira, sino también en la vida real. En realidad, no falleció en el atropello, lo cual sí era cierto, aunque Thomas Holt se cuidó bastante de decir que había sobrevivido. Ocurrió justo después de enviar la carta a Elmira que nunca le llegó. Por suerte, no le quedaron secuelas físicas, pero el golpe que se dio en la cabeza fue tan fuerte que perdió la memoria. Tuvo que ser enviado de vuelta a Inglaterra, porque amnésico, no servía de nada. No recordaba nada lo los últimos meses, pero poco a poco episodios de la guerra volvían a su mente. Los doctores se mostraban optimistas sobre su recuperación mental, pero pedían paciencia. Los militares que se quedaron en Berlín lamentaron profundamente su partida. Un militar tan eficiente como lo era Alfred no era fácil de encontrar.

Cillian O'Leary fue el encargado de llevar a Alfred a su país de origen. Sentía lástima por aquel infeliz Teniente General y ya lo consideraba su mentor, pese a su constante irritabilidad. Se había licenciado del ejército y podía volver a la vida civil cuando quisiera. No sentía deseos de volver a su Irlanda natal y vivía ya en Inglaterra cuando se alistó. El día que llegaron a Londres, Cillian cumplía veinte años. A veces recordaba su breve estancia en Celle y a la chiquilla que le leía en voz alta. ¿Qué habría sido de ella y de su hermosa y temperamental madre pelirroja? Pero la posguerra también era tan dura y algunas lagunas quedarían en el aire para siempre. Las propiedades de Alfred estaban intactas y allí lo trasladó. Lo visitaba todos los días y le hablaba, leía y enseñaba fotografías, con la esperanza de que recuperase la memoria. Alfred, cuya amnesia le había dulcificado el carácter, le cogió un cariño fraternal y lo invitó a quedarse en su casa. Estaba solo y la compañía de aquel irlandés parlanchín le hacía bien. Cillian tuvo sus dudas, pero una de sus hermanas había emigrado a Nueva Zelanda y la otra no tenía sitio para él en su hogar, lleno de niños malcriados y un marido hostil a recibir a nadie más. Tampoco contaba con sus padres, ya que su padre había muerto y su madre decidió volver a Irlanda, ya que nunca le había gustado Inglaterra. Así que se instaló con Alfred, que poco a poco iba haciendo progresos.

Por las noches, lo oía hablar en sueños. «Elmira» era la palabra que más repetía. Sin embargo, por las mañanas no recordaba absolutamente nada, pero los médicos se mostraban más esperanzadores. Si recordaba en sueños, las posibilidades de que acabase recuperando la memoria eran muy altas. Pero seguía siendo paciente. Además, lidiar con un Alfred sin recuerdos tristes resultaba más sencillo. Y así sucedían los meses, sin grandes cambios. Cillian no se hallaba tan optimista y empezó a asimilar que Alfred se quedaría amnésico para toda su vida. Por lo menos, ya no sufría. No todo era malo. Pero tampoco le deseaba a nadie aquello.

Heike Bauer recorría las calles de Londres, asombrada por la inmensidad de aquella ciudad. Era incluso más grande que Berlín y nunca había visto autobuses de dos pisos. Lo malo era la comida, que consideraba sosa, grasienta y horrible, pero no había tanta pobreza como en Alemania, pese a hallarse todavía bajo el racionamiento de alimentos y a sus padres les resultó fácil encontrar trabajo.

Heinrich y Elmira se habían trasladado a Londres en noviembre de 1946 con Heike y Fainka. Heike dio a luz un niño muerto a mediados de septiembre, cuyo parto se adelantó y, debido a su corta edad y la crudeza de la labor, que fue incluso más doloroso, estuvo a punto de morir. Sufrió un desgarro que los médicos aseguraron que no podría volver a quedar embarazada. Esto último no lo lamentó la joven, que, debido a la experiencia, sintió alivio de no tener que volver a pasar por aquello en el futuro. Apenas se recuperó, la nueva familia emigró a Inglaterra.

Heinrich tenía una hermana que vivía allí y pudo enviar una recomendación para trabajar en la fábrica donde se encontraba ella y pudo conseguir otro empleo para su nueva esposa. En Alemania, las cosas estaban difíciles y no dudaron en cambiar de país. Así, también se alejaban del país que tanto sufrimiento les había traído a todos.

En abril, Elmira trajo al mundo a Karola. Era otra niña preciosa y Heike la adoraba tanto como a Fainka, que ya tenía un año y comenzaba a dar sus primeros pasos. Mientras su madre y Heinrich trabajaban, ella se encargaba de los bebés. Las cuidaba y las paseaba e incluso animaba a sus padres que salieran a divertirse solos, pero ellos incluían a la joven en sus planes cuando tenían tiempo libre. Ya hacía bastante por ellos y merecía compartir su ocio con ellos y despejarse de sus tareas como canguro. A sus catorce años, no solo había cambiado por dentro, por fuera ya mostraba ciertas formas de mujer, que se esforzaba todo lo posible en disimular.

Elmira y Heinrich le regalaron a Heike una entrada para el teatro. Se representaba una función de Oliver Twist y ella adoraba las novelas de Dickens. Y ahora que hablaba inglés con gran fluidez, se sentía motivada para ir. Cada día descubría algo nuevo de esa gran ciudad y, al pasar por Oxford Street, chocó con alguien. Al principio no le reconoció, pero al mirarlo a los ojos, pronto le resultaron familiares.

—¿Cillian? ¿Eres Cillian O'Leary?

—¿Quién eres? ¿De qué me conoces? —Cillian no había reconocido a Heike.

—¿No me recuerdas? Soy Heike Bauer. Mi madre y yo te cuidamos en Alemania.

Al observarla mejor, Cillian por fin cayó en la cuenta. No le extrañó no haberla conocido. En dos años, la gente podía cambiar mucho. Y lo que más le sorprendió no fue que Heike estuviera allí, sino que hablaba un inglés correcto y fluido. Debía llevar ya un tiempo allí y se lo preguntó.

—Llevamos apenas nueve meses, pero mi madre empezó a enseñarme antes. Aquí he podido mejorar bastante. Y me alegra por fin hablar con una cara conocida y entenderme mejor. —Cillian era, seguramente, el único hombre después de Alfred del que Heike guardaba un buen recuerdo. Porque ya no veía a un muchacho un poco mayor que ella. Cillian ya era todo un hombre alto y de hombros anchos. Y muy guapo y apuesto, se atrevió a reconocer.

—Permíteme invitarte a tomar un helado. O un té. Lo que prefieras. Podríamos ponernos al día. Ahora que podemos hablar el mismo idioma. —respondió Cillian, visiblemente emocionado.

—No me negaría, pero tengo una entrada para el teatro y la función empieza en media hora.

—Pues si quieres, podemos ir juntos. Si todavía puedo comprar otra entrada. Y luego tomar algo. Alfred seguro que no me echará en falta.

—No sabía que tenías un hermano.

—No tengo hermanos. Solo dos hermanas mayores que apenas se acuerdan de mí. Una vive en Nueva Zelanda y la otra está casada con un cabrón que se negó a acogerme en su casa cuando no tenía donde ir. Mis padres volvieron a Irlanda y vendieron la casa. Menos mal que Alfred Pierrepoint me invitó a vivir con él. ¿Qué te pasa? —Cillian no esperaba que Heike adoptase un rostro pálido y asustado.

—No puede ser, si Alfred está muerto. Lo atropellaron en Berlín. Eso nos dijeron. Le envié una carta y todo, pero al no recibir respuesta y, más tarde nos enteramos de su muerte, perdimos toda la esperanza.

—Te aseguro que Alfred está vivito y coleando. ¿Quién te dijo que estaba muerto?

—Fue ese demonio de Thomas Holt. Sabía yo que no debíamos creerle, algo me lo decía, pero parecía tan sincero ese momento. —Heike comenzó a hiperventilar.

—Mira, si quieres, podemos ir a casa y ves a Alfred. A lo mejor le viene bien tu visita. Sería un estimulante. —terció Cillian, que estaba indignado por la situación. Ahora entendía por qué ninguna de las dos se había puesto en contacto con él. Creía que no querían saber nada de él, pero la realidad era otra muy distinta.

Heike comenzó a dudar. Algo raro había ahí.

—¿Por qué dices eso? ¿Es que está enfermo?

—Bueno, no exactamente. Creo que es mejor que vayas y lo compruebes por ti misma.

Heike olvidó la obra que iba a ver y siguió a Cillian. No dejaba de imaginar la reacción de su madre cuando le contase aquello.

Elmira estaba en casa, amamantando a Karola y Fainka. Tanto Heinrich como algunas vecinas habían intentado disuadirla de que ya era hora de destetar a la mayor, pero le parecía una crueldad cuando tenía leche de sobra para las dos. Además, el vínculo entre las dos hermanitas era muy fuerte y no quería interferir en él. Cuando las dos se quedaron dormidas, se permitió reflexionar. No todo iba tan bien como parecía.

La relación entre ella y Heinrich se había enfriado después del nacimiento de Karola. Heinrich estaba resentido porque Elmira no le amaba y no dejaba de recordar a aquel soldado inglés. No lo manifestaba en voz alta, pero se lo veía en la mirada. Sentía unos celos terribles de aquel hombre que estaba muerto. ¿Por qué no era capaz de olvidarle y mirar hacia el presente, que era él? Aunque el recuerdo de Mila seguía entristeciéndole, ella ya no estaba y él debía seguir adelante, cosa que intentaba.

Las discusiones entre ambos cada vez se sucedían con más frecuencia. Procuraban que Heike no estuviera presente, pero no siempre era posible. De no ser por las niñas, se divorciaría gustosa, pero sabía que su marido tampoco cedería. Cada vez se mostraba más posesivo y celoso con ella. No podía soportarlo más. Nunca debió aceptar casarse con él, pero el mal ya estaba hecho. Suspiró y se puso a limpiar la casa, que era pequeña pero acogedora y la tarea le dispersaba la mente de sus pensamientos más tristes.

Un rato más tarde, Heike volvía a la casa y se dispuso a ayudar a su madre tras ver lo que hacía. No importaba si estaba o no cansada, le debía tanto a aquella mujer que siempre deseaba complacerla y aliviarla de su trabajo, por muy duro que fuese.

—¿Qué tal ha ido la obra? ¿Qué ha pasado? —exclamó Elmira al ver a su hija nerviosa y agitada. No me digas que te ha ocurrido algo malo.

—No es eso, mamá. No sé si decírtelo. No me vas a creer. No puedo creerlo ni yo.

—Pero, ¿quieres ya decirme qué es? —estalló Elmira, más nerviosa ya que su hija. Últimamente, estaba más sensible y saltaba a la mínima, incluso con Heike.

Heike se armó de valor.

—Te lo diré, pero tienes que venir conmigo. Si lo ves, puede que lo creas.

—No puedo irme ahora mismo, las niñas están durmiendo.

—Dile a la señora Martin que se quede con ellas. Las adora y no le importa. Además, no tardaremos demasiado, hasta que llegue Heinrich. —Heike se mostraba reticente a llamarle papá.

Llamaron a la señora Martin, una de las vecinas que siempre acudía a menudo a darles pasteles y a ver a los bebés. Le pidieron el favor y, con una gran sonrisa, accedió a quedarse. Elmira siguió los pasos de Heike y llegaron a una casa elegante. Tocaron y les abrió Cillian. Este se quedó asombrado a ver a Elmira, pero ella todavía más. Ya no era un chiquillo y era todo un hombretón. Las chicas irían detrás de él, imaginó.

—Hola, Cillian. He traído a mi madre. Creo que tiene derecho a saberlo también.

—Está bien, pero no prometo nada. —dudó Cillian. Los dos habían acordado hacer venir a Elmira a ver si con su visión Alfred terminaba de recordarla, aunque fuese a ella. Al ver a Heike le había resultado familiar.

Elmira entró en la casa, preguntándose qué era lo que pasaba y por qué aquellos dos no le decían nada. Fueron a una gran sala y lo que vio la hizo caer al suelo. No podía ser. Los fantasmas no existían.

Alfred Pierrepoint estaba leyendo en un enorme sillón de cuero. Permanecía ajeno a la situación y se deleitaba con la lectura. Al oír voces, se dio la vuelta y observó a los responsables. Elmira estaba en el suelo, mirándole fijamente con lágrimas en los ojos. La ayudó a levantarse.

—¿Se encuentra bien, señora? Debe haberse hecho daño. A veces se pasan encerando este suelo, que ya de por sí resbala. No se preocupe, pediré que le traigan algo caliente.

Heike y Cillian se miraron, decepcionados. Alfred no había recordado a Elmira. Todavía quedaba mucho por hacer. 

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro