Capítulo 13
Celle, abril - julio de 1946
—Tuvimos que difundir que nos habían gaseado para poder escapar y evitar que nos capturasen. Convencimos a unos prisioneros para que esparcieran ese rumor. Estuvimos muy cerca de la muerte, pero al menos nos tuvimos el uno al otro. No fue nada fácil. Encontramos una facción soviética y nos unimos a ellos y a la vez que avanzaban hacia aquí, fuimos con ellos. Ellos nos salvaron la vida. —relató Bruno a una atónita Elmira, que creía seguir viendo dos fantasmas.
Elmira no esperaba que Bruno estuviera vivo. Ya le creía bien muerto junto a Gustav. Pero no podía dejar de ver que los dos seguían tan enamorados y que su experiencia todavía los había unido más. Sintió celos. Ellos podían estar juntos y ser felices, a su manera. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo con Alfred. Pero recordó que seguía legalmente casada con Bruno. Ahora que él estaba de vuelta, se complicaban más las cosas.
—Nos gustaría que tú y mi hija os fuerais a nuestra casa. La casa está casi en ruinas y la vamos reconstruyendo con lo que podemos, pero no quiero dejaros desamparadas y Heinrich seguro que se sentirá aliviado. —prosiguió Bruno. Entonces, oyó el llanto de un bebé.
Elmira cogió a Fainka en brazos. No tuvo más remedio que confesarle lo que había pasado en los meses de ausencia. También tuvo que contarle lo ocurrido con Liese y Gustav. Bruno se entristeció por su madre, porque independientemente de su maldad con el resto, se había desvivido por él y por su hijo —no era casualidad que se llamara igual que su amante— sintió una gran culpabilidad. Deseó haber sido más atento con sus hijos y prometió que si sobrevivía y volvía a verlos, se volcaría más en su cuidado. Al menos, le quedaba la dulce y preciosa Heike. El Gustav que seguía vivo no pudo evitar soltar un suspiro de alivio, porque siempre había odiado a aquella posesiva mujer y el odio era recíproco. Elmira no pudo evitar llorar de nuevo cuando terminó el relato con su embarazo y parto y le pidió perdón por haberlo traicionado. Sin ser conscientes de la presencia de Heike, Bruno le cogió la mano.
—No tienes por qué pedirme perdón, mi querida dama de ojos plateados. Creías que estaba muerto y, además, tenías todo el derecho a olvidar tus penas. Sabes que no podía darte aquello. Solo lamento que haya acabado mal. Me encantaría que fueras feliz de verdad. Si lo deseas, podemos divorciarnos y buscar a ese soldado y solucionar este problema. Debe y tiene derecho a saber de la existencia de esa niña, por lo menos. Ahora que no está mi madre y todo ha cambiado, no hay muchas apariencias que ocultar.
Elmira asintió y en unos días, se mudó con Gustav y Bruno a su casa. Quedaban muchas cosas para que pareciera una casa decente, pero al menos el techo estaba asegurado. Algunas noches podía oírlos hacer el amor y sintió más celos y soledad que nunca. Heike puso algunas objeciones. No le caía bien Gustav, aunque todavía desconocía la verdadera naturaleza de la relación que guardaba con su padre. El motivo se desveló una mañana de mediados de mayo que Elvira se levantó para amamantar a Fainka y los oyó discutir.
—¿Crees que tus padres son idiotas? Algún día se darán cuenta. Ya viste a tu madre lo que le pasó. Si no se lo cuentas tú, se lo digo yo. —replicaba Gustav, visiblemente harto.
—¿Qué demonios ocurre? ¿Por qué le hablas así a Heike? ¿Qué ha hecho? —Elmira se asustó. ¿Acaso Heike estaba enferma?
—Parece mentira que no te hayas dado cuenta de que esta mocosa tiene un bombo. Por lo menos está de cinco meses. Ya me di cuenta cuando la vimos que su vientre estaba algo hinchado, pero ahora lo está más y por los síntomas, coincide con un embarazo —Gustav también era médico—. Hay que ser idiota para no darse cuenta. Me parece que te ha tomado el pelo. A ti y a su padre.
Heike rompió a llorar. Hacía apenas unas semanas que descubrió que sí se había quedado embarazada, después de todo. Experimentó las mismas náuseas de su madre y observaba con horror como su vientre iba subiendo poco a poco. Todavía no había tenido el primer período, pero era más que evidente que un bebé crecía dentro de ella. Se abrazó a Elmira y le pidió perdón.
—Oh, cariño, perdóname tú a mi por permitir que ocurriera todo esto. Solo yo soy la culpable —sollozó Elmira, devastada.
Bruno, que volvía a la casa tras salir a pasear, frunció el ceño ante semejante panorama. Cuando le contaron la novedad, la furia lo invadió. Que un asqueroso inglés hubiera violado a su hija era algo que no podría perdonar nunca. Y menos, que la hubieran dejado embarazada. Tenía trece años, edad para jugar con muñecas, no para criar bebés. Y, para colmo, era el mismo soldado que les había quitado su casa.
Alguien tocó a la puerta y Gustav se levantó a abrir. Como si lo hubieran invocado, Thomas Holt había llegado a aquella casa. Tenía noticias que darle a ese par de putas y la idea de volver a verlas y atormentarlas le excitaba. Había preguntado por ellas y le había costado, principalmente porque no entendía el alemán, pero finalmente las había encontrado. No obstante, no cayó en la cuenta de que no estaban solas.
—Tengo malas noticias. Las peores del mundo. Alfred Pierrepoint ha muerto. Lo siento mucho. Fue atropellado en Berlín. Es una pérdida irreparable. —soltó Thomas, sin poder esperar a la reacción que experimentarían.
Elmira se quedó de piedra. Ahora ya sí que no había esperanza. Todo había terminado para siempre. Comenzó a llorar silenciosamente. Heike, que lo había visto, corrió a esconderse antes de que la viera.
Thomas contemplaba a la gran puta con recocijo. Había recibido la carta que envió Alfred, pidiéndole perdón. Lo que no sabía es que ya había abandonado la casa y Thomas tuvo el detalle de no decírselo. Hacía apenas unos días recibió el telegrama sobre su atropello y su alegría se acentúo. Ya nadie se interpondría en su camino.
—He venido a decírtelo porque creí que tenías derecho a saberlo.
—Seguro que estás disfrutando. Disfrutas haciendo sufrir a la gente. Lo que le has hecho a Heike no tiene ningún perdón. Ojalá hubieras sido tú el atropellado. —Elmira se dirigió a Bruno y le dijo que aquel bastardo era el que había atacado a Heike.
Gustav conservaba una pistola que le dieron los rusos. Bruno fue a buscarla. Se aseguró de que estaba cargada y bajó a donde estaban. No dio tiempo a que lo detuvieran. Con mucha sangre fría, agarró a Thomas, puso la pistola en su sien y disparó. Todo fue inmediato. Los vecinos acudieron al oír los disparos y dos soldados británicos se llevaron a Bruno, arrestado. Apenas una semana después, fue sentenciado y condenado a la pena capital. Pero no dio tiempo a que lo ejecutaran. Cuando vinieron a por él, ya se había ahorcado en su celda.
Gustav estaba muerto en vida. El amor de su vida había muerto y pronto siguió sus pasos, pero con una pastilla de cianuro que guardaba por si acaso, como hicieron muchos nazis ante su inminente ejecución. No veía el sentido de vivir en ese mundo tan cruel e injusto. El poco dinero que le quedaba se lo dejó a Elmira, junto con la casa. La animó a que se fuera a Berlín en cuanto pudiese. En la capital había más posibilidades de permanecer en el anonimato y se libraría de las habladurías.
—Aquí ya no tienes nada que hacer. Esta ciudad está maldita. Cuídate. Te mereces lo mejor. —dijo una noche, ahogado en alcohol y más apesadumbrado que nunca.
Al día siguiente, ya estaba muerto. Elmira lo lamentó mucho. Gustav no era un mal hombre y ahora por fin estaban los dos juntos para siempre. Pensó seriamente lo de Berlín, pero si Alfred ya estaba muerto, ¿para qué iba a ir? Así que se quedó en Celle, con una desolada Heike y Fainka, que permanecía ajena a los problemas adultos. Heinrich las visitaba y los tres seguían apoyándose mutuamente. Un día, desesperados y abrumados por su propia soledad, Elmira y Heinrich se convirtieron en amantes. No tenían a nadie y el contacto carnal les hacía olvidar sus propias desgracias y descubrieron que disfrutaban. Y lo necesitaban.
—Elmira, he estado pensando en nuestra situación —murmuró Heinrich una noche a finales de julio después de hacer el amor. No era tan apasionado como había sido Alfred, pero el placer que experimentaba lo compensaba todo y él se preocupaba mucho por dárselo. Siempre le había gustado y, aunque amaba a Mila, no hizo nada por respeto a esta. Pero ella estaba muerta y seguro que deseaba que fuese feliz y en esos momentos Elmira era la que podía asegurar ese estado.
—No digas nada más, así estamos muy bien.
—No, no estamos bien, querida. No estamos casados y las niñas necesitan un padre. Necesitamos formalizar nuestra relación. No puedes negarte. Entre nosotros ha surgido algo maravilloso. —La voz de Heinrich estaba ronca por el deseo.
Elmira no estaba segura de querer casarse con él. Su compañía era agradable y tenía razón en lo especial de su relación. Pero no podía olvidar a Alfred. Estaba muerto, pero en su corazón seguía más vivo que nunca. Una cosa era aliviar sus necesidades físicas y otra muy distinta sentir amor. Y no creía que Heinrich, que la estaba besando en el cuello, sintiese lo mismo.
Pero si se casaba con él, estabilizaría su situación. Fainka tendría un apellido y ella y Heike estarían más protegidas. Y más que se había confirmado que la muchacha esperaba un bebé. Pero de las habladurías no se protegerían. No tuvo otra alternativa.
—Si así lo quieres, está bien, nos casaremos. —asintió Elmira y volvieron a hacer el amor.
Dos días después, formalizaron su matrimonio. Y, meses más tarde, Elmira descubrió que esperaba otro hijo.
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